Nota: Esta es la versión en línea y revisada del libro "Ángel Ruiz: recuerdos de un combatiente de Ifni" de Antolín Hernández, publicado en 2019.
MARZO – JUNIO 57 (continuación)
Foto del archivo de Ángel Ruiz.
En cuanto llegamos, lo
primero que nos dijeron era que estábamos «en campaña», lo que traducido a
lenguaje no militar significaba que en cualquier momento teníamos que coger el
fusil y liarnos a tiros. Lo que nos lo recordaba las ráfagas de ametralladora que
de vez en cuando los moros nos soltaban desde las montañas más cercanas. O sea,
desde el primer momento ya nos dimos cuenta de que nuestra estancia allí no iba
a ser fácil. Nosotros, como es natural, no teníamos ni idea de lo que se estaba
trajinando. Yo creía que sólo iba a cumplir mi periodo de Servicio Militar
Obligatorio. Iluso.
Ya, el segundo día de
estar allí, casi sin tiempo a aclimatarnos ni hacernos a la idea, nos cogieron
a seis soldados, al mando de un sargento, a controlar un cruce de caminos, a
cuatro kilómetros del campamento, con la orden de cachear a todo el que pasase
y quitarles las armas, en el caso de que llevara.
O sea, que sin tener ni idea
del manejo del fusil, sin saber nada de los moros, sin la más mínima
preparación, nos mandan a nuestra primera misión. ¡Al segundo día! Pero resulta
que el sargento, un hombre mayor, veterano de la guerra civil, llegó en el
mismo barco que nosotros dos días antes. Tampoco conocía el terreno. Cuando
llegamos ya estaba atardeciendo. El sargento, no recuerdo el nombre, cuando
llegamos, nos juntó a todos y, sin más, nos dice que está acojonado, que no
conoce el terreno, pero sí a los moros por haber combatido con ellos en la
guerra civil y les tiene pavor. Vamos, lo más apropiado para un puñado de
reclutas que apenas una semana antes estaban labrando el campo o paseando por
el parque del pueblo con la novia. Nos dijo que a la mierda los moros, a la
mierda el control y a la mierda las órdenes. Que lo que íbamos a hacer era
buscarnos un sitio alejado del cruce de caminos y a resguardo para pasar la
noche. Puro soldado español. Eso hicimos, nos buscamos una vaguada donde
cobijarnos para que no nos vieran, nos apelotonamos todos y nos tapamos con las
chilabas sin decir ni mu. Todo hubiera estado bien si no se hubiera puesto a
llover. A la mañana siguiente, calados hasta los huesos, salimos del escondrijo
y volvimos al campamento. Sin novedad, supongo que le dijo al capitán.
Al-lal El Fassi
En aquel entonces no entendíamos bien qué estaba pasando y los
mandos, como es natural, no se molestaron en ponernos al día. De ser así,
hubiéramos sabido que los elementos hostiles se dedicaban a sabotear nuestras
comunicaciones y a encrespar a la población en nuestra contra. También nos
hubieran contado que ellos, los oficiales, africanistas puros y rudos, se
morían de ganas por poner en su sitio a los tocanarices del Ejército de
Liberación y, más, a sus ideólogos del Istiqlal. Nuestros mandos estaban hasta
las pelotas de que los nacionalistas se pasearan por Ifni como Pedro por su
casa. Incluso tenían oficinas para expandir sus ideas y convencer a los
baamaranis de que éramos lo peor de lo peor y tenían que echarnos de allí.
Desde estas oficinas, además, recaudaban sus impuestos, emitían sus multas y
practicaban detenciones. Hasta quisieron obligar a los baamaranis a usar
matrículas marroquís en sus vehículos. La consigna del gobierno de Madrid era
que no se les podía tocar ni un pelo, no fuera que el moro, o sea, Mohamed V,
se lo tomara a mal y se lo dijera a su primo yanqui. Pero de los pequeños
sabotajes pasaron a mayores, o sea, acciones armadas. En mayo, asesinaron de un
tiro a un alférez de la policía, a un sargento y a un policía raso. Todos ellos
indígenas. Estaba claro que el Ejército de Liberación quería intimidar a los
nativos baamaranis para que desertasen. Era una táctica terrorista que nuestro
gobierno se negaba a afrontar. También hubo un incidente fronterizo en el que
la policía española detuvo a dos desertores nativos cuando huían en un camión y
en un coche. Del otro lado de la frontera aparecieron elementos del Ejército de
Liberación y los ánimos se caldearon. Afortunadamente, no pasó de ahí. Esa
misma tarde, el Istiqlal mandó cerrar los comercios de Sidi Ifni durante dos
horas. La cosa se caldeaba.
Baamarani en la Barandilla. Al fondo, el antiguo cuartel del Grupo de Tiradores (foto del autor)
Y acabó por calentarse
del todo cuando en junio asesinaron al capitán Musa, de la Policía Nómada, de
un disparo por la espalda. Por mucho que nuestras autoridades se negasen a
reconocerlo, la guerra ya había comenzado.
Nosotros, de algunas de
esas noticias nos esterábamos y de otras no. Donde no se enteraban de nada era
en la Península. Allí no se decía ni pío de todo lo que estaba pasando. El
régimen de Franco, salido del africanismo, sabía muy bien el impacto que tuvo
en la población civil la guerra del Rif. Para nada querían que Ifni y el Sáhara
se convirtieran en otro Rif. España estaba saliendo del aislacionismo, de la
pobreza, del hambre ocasionada por la sequía de los años cuarenta. Era la España
del pluriempleo, del Biscúter y del nacimiento del Seat 600. Luis Miguel
Dominguín y su porte gallardo había sustituido al hierático y taciturno
Manolete. En los cines se acababa de estrenar El último cuplé y el FC
Barcelona hacía lo propio con el Camp Nou. No era cuestión de que el país se
enterase de que en África, de nuevo, los moros estaban dando por saco. Más,
teniendo en cuenta que en España la mayoría de la población ni siquiera sabía
que existía Ifni.
Zamalloa a su llegada a Sidi Ifni.
Sigo con mi relato: yo pertenecía a la 8ª Compañía del II Tabor de
Tiradores de Ifni (Un tabor es el equivalente a un batallón. Normalmente se
componía de tres compañías cada uno más la Plana Mayor). Un año antes de mi
llegada, agruparon a todos los nativos en el I Tabor. Entre ellos había muchos
reenganchados veteranos de la Guerra Civil. Tengo que reconocer que algunos
daban un poco de miedo. Como medida de precaución, los desarmaron y destinaron
a servicios «mecánicos»: barrer, limpiar letrinas, fregar. Algo que para ellos,
gente guerrera y belicosa, que habían nacido con un fusil en la mano, fue toda
una humillación. La mayoría se mantuvieron fieles, pero algunos aprovecharon la
primera oportunidad para pasarse al Ejército de Liberación con armamento
incluido. Ese fue uno de los motivos de su desarme.
A todo esto, a finales
de junio el que era gobernador del AOE, el general Ramón Pardo de Santayana,
fue substituido por el general de brigada don Mariano Gómez de Zamalloa,
poseedor de la Cruz Laureada por su participación en la Guerra Civil, de la que
además se llevó diecinueve heridas en su cuerpo. También combatió en la guerra
de África y en la Segunda Guerra Mundial como participante en la División Azul.
Es decir, pronto se iba a convertir en el único militar español vivo que había
participado en cuatro guerras. Seguro que Zamalloa, a bordo del Junker que lo
llevó a Sidi Ifni, en cuanto vio el territorio desde lo alto, supo que aquella
cuña de tierra seca no valía la sangre de un solo soldado español. Un mísero
secarral de unos setenta kilómetros de costa por unos treinta de profundidad
difícil de defender si a los nativos les daba por querer ser marroquís.
Gómez de Zamalloa sabía
lo que se le venía encima. Al menos, él, al contrario que Pardo de Santayana,
tenía claro que el remedio para salir más o menos airoso pasaba por colaborar
con los franceses.
JULIO 57
Mientras tanto,
nosotros, los soldados, ajenos en todo momento a lo que se estaba cociendo,
seguíamos con nuestra rutina militar. Hay que decir que, a pesar de los
acontecimientos, apenas hicimos prácticas de tiro (yo sólo hice una) Había que
economizar las balas. Eso sí, no parábamos de salir a hacer reconocimientos del
terreno.
En uno de ellos, nos montaron en un camión que se adentró en las
montañas. Unas montañas sin pista, metiéndose por donde podía. Creía que se me
iba a descoyuntar todos y cada uno de los huesos de mi cuerpo. Cuando
llevábamos más o menos una hora de camino, el teniente Vadillo, cada kilómetro,
empezó a dejarnos uno a uno desperdigados por el terreno con la orden de
vigilar cualquier movimiento de personas. Me pasé allí, en medio de unas
montañas que no conocía, casi todo el día. En medio de un secarral sin ver a
nadie y sin saber bien qué tenía que hacer. Solo, pasando una calor espantosa.
Y muerto de miedo. Aún éramos reclutas y no teníamos ninguna preparación
militar. ¿Qué leches se suponía que tenía que hacer? Me habían dicho que
controlase si por allí pasaba gente ¿Pasar gente? Aquello estaba desierto. ¿Y
si me salía una culebra o un alacrán? Me arrebujé en la chilaba y dejé pasar el
tiempo sin atreverme ni siquiera a moverme por puro miedo. Pasar gente... una
leche. A eso de media tarde vi una polvareda a lo lejos: era el camión que
regresaba a recogernos. Cuando regresamos al campamento teníamos todos los
huesos desencajados y el cuerpo dolorido de los golpes que nos dimos dentro de
la caja del camión por aquellos caminos llenos de piedras y socavones.
Ángel Ruiz García en el campamento de reclutas (Foto del archivo de Ángel Ruiz)
Unos días más tarde, el
teniente Vadillo nos reunió al pelotón y nos dijo que ese día no hacíamos
instrucción, pues nos íbamos de marcha por la montaña. Salimos a las diez de la
mañana con todo el equipo de campaña por un camino que había justo enfrente del
cuartel, hacia la Colomina. Atravesamos la montaña en dirección a la región del
Mesti, pero no llegamos a ella. Llevábamos ya un buen rato andando y el
teniente no hacía más que mirar el plano. Hasta que nos reunió y nos
dijo: «chavales, nos hemos perdido». ¿Cómo que nos hemos perdido?, pensé, en
todo caso, fue él quien se perdió, nosotros no hacíamos más que seguirle. Justo
este teniente, en las charlas teóricas, nos hablaba mucho del cielo y las
estrellas para orientarnos de noche en caso de necesidad. El caso es que
estábamos perdidos y el teniente no sabía regresar al cuartel. Yo, que me había
criado en el campo, tuve que indicarle el camino a seguir según la orientación
del sol. El teniente parecía que no se fiaba mucho y no hacía más que mirar el
plano. Al final se convenció y me dio la razón. Nos dijo que nos diéramos
prisa, pues se nos podía echar la noche encima y entonces sí que no
regresábamos. O sea, estuvimos todo el día andando por aquellas montañas
cargados con todo el equipo de combate y calzados con alpargatas de esparto. De
vez en cuando nos parábamos para decidir el camino a seguir. Menos mal que el
teniente se fio de nosotros. Repito, todo esto sin ni siquiera haber jurado
bandera, siendo reclutas. Llegamos cuando ya era de noche, agotados y con los
pies llenos de ampollas.
Ben Hammú y Álvarez Chas.
Hablando de ampollas en
los pies: en una de las marchas que hicimos con este mismo teniente Vadillo y
el sargento Mallenco, a mí se me rompieron las alpargatas y casi todo el
trayecto lo hice andando sobre la planta de los pies. Subíamos y bajábamos
laderas tan empinadas que rodábamos por ellas. Si se nos caía o perdíamos parte
del equipo, teníamos que bajar ladera abajo y subir de nuevo. Además,
llevábamos dos granadas PO1 y otras dos PO2. Como es lógico, nuestro miedo era
que en una de las caídas se golpeasen y estallasen. De regreso, nos paramos en
un cañaveral y allí esperamos a que vinieran unos camiones a recoger a los que
estábamos peor, o bien por las llagas de los pies o por las caídas. A mí me
llevaron directamente al botiquín y estuve varios días rebajado de servicio.
Esos días me fueron
bien para descansar, aunque el aburrimiento era total. En el cuartel no es que
hubiera muchas distracciones. Apenas podíamos visitar la ciudad. Quizás, con un
paseo por el zoco o la Barandilla, me hubiera enterado de que ese mes Ben Hammú
(antiguo oficial francés en la II Guerra Mundial que también había servido como
sargento en las filas francesas en Indochina), máximo responsable del Ejército
de Liberación en la zona sur, había estado en la ciudad y fue recibido por las
autoridades. Se entrevistó con Álvarez Chas, el jefe de la Policía Indígena y
delegado gubernativo. Ben Hammú aseguraba y reaseguraba
que sus esfuerzos iban dirigidos exclusivamente contra los franceses que
ocupaban Mauritania, y que los hermanos españoles no teníamos nada que temer.
Los hechos demostraban lo contrario, pero Franco y su gobierno estaban encantados
de que los guerrilleros le dieran la murga a los franceses y se lo creyeron, o
quisieron creérselo. Quizás, de ahí la permisibilidad, incluso apoyo, que se
les daba en el Sáhara, santuario guerrillero tras sus ataques a posiciones
francesas en Mauritania. Es más, el propio Álvarez Chas, no se sabe si por
iniciativa propia o siguiendo instrucciones de sus superiores, acabó
autorizando y organizando el traslado de Ben Hammú y sus hombres a Villa
Cisneros, adonde los acompañó personalmente. Incluso el delegado gubernamental
paseó al líder guerrillero por el territorio con su propio coche. Los franceses
se quejaron de esta permisividad española, a lo que contestamos que Álvarez
Chas simplemente se dedicó a intentar disuadir a Ben Hammú con buenas palabras
hasta que el gobierno marroquí tomara cartas en el asunto. Lo que no sucedió.
Además, Franco no
concebía que los moros, a los que tan bien tratábamos y con los que habíamos
entablado fraternales lazos de amistad, nos pudieran hacer algo malo. El
discurso oficial era que los saharauis no tenían nada en contra de nosotros, y
que no estaban dispuestos a prescindir de nuestra tutela gracias a nuestra
generosidad para con ello. Además, el Caudillo había logrado un gran
entendimiento con los países árabes. Por supuesto, según la propaganda oficial,
los nativos admiraban a Franco por sus dotes de mando y por su larga
experiencia en el norte de África.
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