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Ángel Ruiz: recuerdos de un combatiente de Ifni (5) Imprimir E-Mail
Colaboraciones - Antolín Hernández Salguero
Escrito por F. Antolín Hernández Salguero   
jueves, 14 de febrero de 2019

Nota: Esta es la versión en línea y revisada del libro "Ángel Ruiz: recuerdos de un combatiente de Ifni" de Antolín Hernández, publicado en 2019.


MARZO – JUNIO 57 (continuación)

Foto del archivo de Ángel Ruiz.
Foto del archivo de Ángel Ruiz.

En cuanto llegamos, lo primero que nos dijeron era que estábamos «en campaña», lo que traducido a lenguaje no militar significaba que en cualquier momento teníamos que coger el fusil y liarnos a tiros. Lo que nos lo recordaba las ráfagas de ametralladora que de vez en cuando los moros nos soltaban desde las montañas más cercanas. O sea, desde el primer momento ya nos dimos cuenta de que nuestra estancia allí no iba a ser fácil. Nosotros, como es natural, no teníamos ni idea de lo que se estaba trajinando. Yo creía que sólo iba a cumplir mi periodo de Servicio Militar Obligatorio. Iluso.

Ya, el segundo día de estar allí, casi sin tiempo a aclimatarnos ni hacernos a la idea, nos cogieron a seis soldados, al mando de un sargento, a controlar un cruce de caminos, a cuatro kilómetros del campamento, con la orden de cachear a todo el que pasase y quitarles las armas, en el caso de que llevara.

O sea, que sin tener ni idea del manejo del fusil, sin saber nada de los moros, sin la más mínima preparación, nos mandan a nuestra primera misión. ¡Al segundo día! Pero resulta que el sargento, un hombre mayor, veterano de la guerra civil, llegó en el mismo barco que nosotros dos días antes. Tampoco conocía el terreno. Cuando llegamos ya estaba atardeciendo. El sargento, no recuerdo el nombre, cuando llegamos, nos juntó a todos y, sin más, nos dice que está acojonado, que no conoce el terreno, pero sí a los moros por haber combatido con ellos en la guerra civil y les tiene pavor. Vamos, lo más apropiado para un puñado de reclutas que apenas una semana antes estaban labrando el campo o paseando por el parque del pueblo con la novia. Nos dijo que a la mierda los moros, a la mierda el control y a la mierda las órdenes. Que lo que íbamos a hacer era buscarnos un sitio alejado del cruce de caminos y a resguardo para pasar la noche. Puro soldado español. Eso hicimos, nos buscamos una vaguada donde cobijarnos para que no nos vieran, nos apelotonamos todos y nos tapamos con las chilabas sin decir ni mu. Todo hubiera estado bien si no se hubiera puesto a llover. A la mañana siguiente, calados hasta los huesos, salimos del escondrijo y volvimos al campamento. Sin novedad, supongo que le dijo al capitán.

Al-lal El Fassi
Al-lal El Fassi

En aquel entonces no entendíamos bien qué estaba pasando y los mandos, como es natural, no se molestaron en ponernos al día. De ser así, hubiéramos sabido que los elementos hostiles se dedicaban a sabotear nuestras comunicaciones y a encrespar a la población en nuestra contra. También nos hubieran contado que ellos, los oficiales, africanistas puros y rudos, se morían de ganas por poner en su sitio a los tocanarices del Ejército de Liberación y, más, a sus ideólogos del Istiqlal. Nuestros mandos estaban hasta las pelotas de que los nacionalistas se pasearan por Ifni como Pedro por su casa. Incluso tenían oficinas para expandir sus ideas y convencer a los baamaranis de que éramos lo peor de lo peor y tenían que echarnos de allí. Desde estas oficinas, además, recaudaban sus impuestos, emitían sus multas y practicaban detenciones. Hasta quisieron obligar a los baamaranis a usar matrículas marroquís en sus vehículos. La consigna del gobierno de Madrid era que no se les podía tocar ni un pelo, no fuera que el moro, o sea, Mohamed V, se lo tomara a mal y se lo dijera a su primo yanqui. Pero de los pequeños sabotajes pasaron a mayores, o sea, acciones armadas. En mayo, asesinaron de un tiro a un alférez de la policía, a un sargento y a un policía raso. Todos ellos indígenas. Estaba claro que el Ejército de Liberación quería intimidar a los nativos baamaranis para que desertasen. Era una táctica terrorista que nuestro gobierno se negaba a afrontar. También hubo un incidente fronterizo en el que la policía española detuvo a dos desertores nativos cuando huían en un camión y en un coche. Del otro lado de la frontera aparecieron elementos del Ejército de Liberación y los ánimos se caldearon. Afortunadamente, no pasó de ahí. Esa misma tarde, el Istiqlal mandó cerrar los comercios de Sidi Ifni durante dos horas. La cosa se caldeaba.

Baamarani en la Barandilla. Al fondo, el antiguo cuartel del Grupo de Tiradores (foto del autor)
Baamarani en la Barandilla. Al fondo, el antiguo cuartel del Grupo de Tiradores (foto del autor)

Y acabó por calentarse del todo cuando en junio asesinaron al capitán Musa, de la Policía Nómada, de un disparo por la espalda. Por mucho que nuestras autoridades se negasen a reconocerlo, la guerra ya había comenzado.

Nosotros, de algunas de esas noticias nos esterábamos y de otras no. Donde no se enteraban de nada era en la Península. Allí no se decía ni pío de todo lo que estaba pasando. El régimen de Franco, salido del africanismo, sabía muy bien el impacto que tuvo en la población civil la guerra del Rif. Para nada querían que Ifni y el Sáhara se convirtieran en otro Rif. España estaba saliendo del aislacionismo, de la pobreza, del hambre ocasionada por la sequía de los años cuarenta. Era la España del pluriempleo, del Biscúter y del nacimiento del Seat 600. Luis Miguel Dominguín y su porte gallardo había sustituido al hierático y taciturno Manolete. En los cines se acababa de estrenar El último cuplé y el FC Barcelona hacía lo propio con el Camp Nou. No era cuestión de que el país se enterase de que en África, de nuevo, los moros estaban dando por saco. Más, teniendo en cuenta que en España la mayoría de la población ni siquiera sabía que existía Ifni.

Zamalloa a su llegada a Sidi Ifni.
Zamalloa a su llegada a Sidi Ifni.

Sigo con mi relato: yo pertenecía a la 8ª Compañía del II Tabor de Tiradores de Ifni (Un tabor es el equivalente a un batallón. Normalmente se componía de tres compañías cada uno más la Plana Mayor). Un año antes de mi llegada, agruparon a todos los nativos en el I Tabor. Entre ellos había muchos reenganchados veteranos de la Guerra Civil. Tengo que reconocer que algunos daban un poco de miedo. Como medida de precaución, los desarmaron y destinaron a servicios «mecánicos»: barrer, limpiar letrinas, fregar. Algo que para ellos, gente guerrera y belicosa, que habían nacido con un fusil en la mano, fue toda una humillación. La mayoría se mantuvieron fieles, pero algunos aprovecharon la primera oportunidad para pasarse al Ejército de Liberación con armamento incluido. Ese fue uno de los motivos de su desarme.

A todo esto, a finales de junio el que era gobernador del AOE, el general Ramón Pardo de Santayana, fue substituido por el general de brigada don Mariano Gómez de Zamalloa, poseedor de la Cruz Laureada por su participación en la Guerra Civil, de la que además se llevó diecinueve heridas en su cuerpo. También combatió en la guerra de África y en la Segunda Guerra Mundial como participante en la División Azul. Es decir, pronto se iba a convertir en el único militar español vivo que había participado en cuatro guerras. Seguro que Zamalloa, a bordo del Junker que lo llevó a Sidi Ifni, en cuanto vio el territorio desde lo alto, supo que aquella cuña de tierra seca no valía la sangre de un solo soldado español. Un mísero secarral de unos setenta kilómetros de costa por unos treinta de profundidad difícil de defender si a los nativos les daba por querer ser marroquís.

Gómez de Zamalloa sabía lo que se le venía encima. Al menos, él, al contrario que Pardo de Santayana, tenía claro que el remedio para salir más o menos airoso pasaba por colaborar con los franceses.

JULIO 57

Mientras tanto, nosotros, los soldados, ajenos en todo momento a lo que se estaba cociendo, seguíamos con nuestra rutina militar. Hay que decir que, a pesar de los acontecimientos, apenas hicimos prácticas de tiro (yo sólo hice una) Había que economizar las balas. Eso sí, no parábamos de salir a hacer reconocimientos del terreno.

En uno de ellos, nos montaron en un camión que se adentró en las montañas. Unas montañas sin pista, metiéndose por donde podía. Creía que se me iba a descoyuntar todos y cada uno de los huesos de mi cuerpo. Cuando llevábamos más o menos una hora de camino, el teniente Vadillo, cada kilómetro, empezó a dejarnos uno a uno desperdigados por el terreno con la orden de vigilar cualquier movimiento de personas. Me pasé allí, en medio de unas montañas que no conocía, casi todo el día. En medio de un secarral sin ver a nadie y sin saber bien qué tenía que hacer. Solo, pasando una calor espantosa. Y muerto de miedo. Aún éramos reclutas y no teníamos ninguna preparación militar. ¿Qué leches se suponía que tenía que hacer? Me habían dicho que controlase si por allí pasaba gente ¿Pasar gente? Aquello estaba desierto. ¿Y si me salía una culebra o un alacrán? Me arrebujé en la chilaba y dejé pasar el tiempo sin atreverme ni siquiera a moverme por puro miedo. Pasar gente... una leche. A eso de media tarde vi una polvareda a lo lejos: era el camión que regresaba a recogernos. Cuando regresamos al campamento teníamos todos los huesos desencajados y el cuerpo dolorido de los golpes que nos dimos dentro de la caja del camión por aquellos caminos llenos de piedras y socavones.

Ángel Ruiz García en el campamento de reclutas (Foto del archivo de Ángel Ruiz)
Ángel Ruiz García en el campamento de reclutas (Foto del archivo de Ángel Ruiz)

Unos días más tarde, el teniente Vadillo nos reunió al pelotón y nos dijo que ese día no hacíamos instrucción, pues nos íbamos de marcha por la montaña. Salimos a las diez de la mañana con todo el equipo de campaña por un camino que había justo enfrente del cuartel, hacia la Colomina. Atravesamos la montaña en dirección a la región del Mesti, pero no llegamos a ella. Llevábamos ya un buen rato andando y el teniente no hacía más que mirar el plano. Hasta que nos reunió y nos dijo: «chavales, nos hemos perdido». ¿Cómo que nos hemos perdido?, pensé, en todo caso, fue él quien se perdió, nosotros no hacíamos más que seguirle. Justo este teniente, en las charlas teóricas, nos hablaba mucho del cielo y las estrellas para orientarnos de noche en caso de necesidad. El caso es que estábamos perdidos y el teniente no sabía regresar al cuartel. Yo, que me había criado en el campo, tuve que indicarle el camino a seguir según la orientación del sol. El teniente parecía que no se fiaba mucho y no hacía más que mirar el plano. Al final se convenció y me dio la razón. Nos dijo que nos diéramos prisa, pues se nos podía echar la noche encima y entonces sí que no regresábamos. O sea, estuvimos todo el día andando por aquellas montañas cargados con todo el equipo de combate y calzados con alpargatas de esparto. De vez en cuando nos parábamos para decidir el camino a seguir. Menos mal que el teniente se fio de nosotros. Repito, todo esto sin ni siquiera haber jurado bandera, siendo reclutas. Llegamos cuando ya era de noche, agotados y con los pies llenos de ampollas.

Ben Hammú y Álvarez Chas.
Ben Hammú y Álvarez Chas.

Hablando de ampollas en los pies: en una de las marchas que hicimos con este mismo teniente Vadillo y el sargento Mallenco, a mí se me rompieron las alpargatas y casi todo el trayecto lo hice andando sobre la planta de los pies. Subíamos y bajábamos laderas tan empinadas que rodábamos por ellas. Si se nos caía o perdíamos parte del equipo, teníamos que bajar ladera abajo y subir de nuevo. Además, llevábamos dos granadas PO1 y otras dos PO2. Como es lógico, nuestro miedo era que en una de las caídas se golpeasen y estallasen. De regreso, nos paramos en un cañaveral y allí esperamos a que vinieran unos camiones a recoger a los que estábamos peor, o bien por las llagas de los pies o por las caídas. A mí me llevaron directamente al botiquín y estuve varios días rebajado de servicio.

Esos días me fueron bien para descansar, aunque el aburrimiento era total. En el cuartel no es que hubiera muchas distracciones. Apenas podíamos visitar la ciudad. Quizás, con un paseo por el zoco o la Barandilla, me hubiera enterado de que ese mes Ben Hammú (antiguo oficial francés en la II Guerra Mundial que también había servido como sargento en las filas francesas en Indochina), máximo responsable del Ejército de Liberación en la zona sur, había estado en la ciudad y fue recibido por las autoridades. Se entrevistó con Álvarez Chas, el jefe de la Policía Indígena y delegado gubernativo. Ben Hammú aseguraba y reaseguraba que sus esfuerzos iban dirigidos exclusivamente contra los franceses que ocupaban Mauritania, y que los hermanos españoles no teníamos nada que temer. Los hechos demostraban lo contrario, pero Franco y su gobierno estaban encantados de que los guerrilleros le dieran la murga a los franceses y se lo creyeron, o quisieron creérselo. Quizás, de ahí la permisibilidad, incluso apoyo, que se les daba en el Sáhara, santuario guerrillero tras sus ataques a posiciones francesas en Mauritania. Es más, el propio Álvarez Chas, no se sabe si por iniciativa propia o siguiendo instrucciones de sus superiores, acabó autorizando y organizando el traslado de Ben Hammú y sus hombres a Villa Cisneros, adonde los acompañó personalmente. Incluso el delegado gubernamental paseó al líder guerrillero por el territorio con su propio coche. Los franceses se quejaron de esta permisividad española, a lo que contestamos que Álvarez Chas simplemente se dedicó a intentar disuadir a Ben Hammú con buenas palabras hasta que el gobierno marroquí tomara cartas en el asunto. Lo que no sucedió.

Además, Franco no concebía que los moros, a los que tan bien tratábamos y con los que habíamos entablado fraternales lazos de amistad, nos pudieran hacer algo malo. El discurso oficial era que los saharauis no tenían nada en contra de nosotros, y que no estaban dispuestos a prescindir de nuestra tutela gracias a nuestra generosidad para con ello. Además, el Caudillo había logrado un gran entendimiento con los países árabes. Por supuesto, según la propaganda oficial, los nativos admiraban a Franco por sus dotes de mando y por su larga experiencia en el norte de África.

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