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Ángel Ruiz: recuerdos de un combatiente de Ifni (6) Imprimir E-Mail
Colaboraciones - Antolín Hernández Salguero
Escrito por F. Antolín Hernández Salguero   
lunes, 18 de febrero de 2019

Nota: Esta es la versión en línea y revisada del libro "Ángel Ruiz: recuerdos de un combatiente de Ifni" de Antolín Hernández, publicado en 2019.


AGOSTO 57

José Álvarez-Chas de Berbén, jefe del Grupo de Policía de Ifni y delegado gubernativo.
José Álvarez-Chas de Berbén, jefe del Grupo de Policía de Ifni y delegado gubernativo.

A pesar de las palabras tranquilizadoras de Ben Hammú, la situación en el territorio cada vez se iba tensando más, y este mes tuvieron lugar unos acontecimientos que se conocieron como «Guerra de agosto».

Todo comenzó el 10 de agosto, cuando, según cuenta mi amigo Alfonso Alsua, una patrulla española compuesta por dos soldados de trasmisiones y diez policías, dos de ellos nativos, acudió desde Tagragra (Tiugsa) a reparar las líneas del puesto fronterizo de Id Aisa, cerca de Tamucha. Estando atareados arreglando el sabotaje, comprobaron que los moros de los poblados cercanos se comportaban de una manera extraña, lo que les hizo sospechar que algo no iba bien. Dieron aviso al cuartel y desde allí contestaron que una camioneta iría a recogerlos. Al poco fueron atacados con ráfagas de ametralladora y los soldados no tuvieron más remedio que refugiarse en una vaguada y defenderse durante una hora. Cuando regresaban con un compañero herido, vieron acercarse una camioneta de la Policía. Lanzaron unas ráfagas al aire para advertir su presencia. En el vehículo, enviado en su ayuda, viajaba un teniente que, al creer que eran atacados, dio media vuelta. Al llegar al cuartel se enteraron de que su capitán acudió a la primera llamada, pero al oír el tiroteo regresó al cuartel. Luego envió al teniente, que hizo lo mismo. Todos los integrantes de la patrulla fueron amenazados por éste último para que guardaran silencio.

Aquel fue el primer combate de Ifni.

En cuanto en Sidi Ifni se tuvo noticia del suceso, el comandante Álvarez Chas montó en cólera y pidió permiso a Zamalloa para que le dejase soltar unas cuantas bombas sobre los atacantes. El comandante, como el propio Zamalloa y resto de mandos, ya estaba harto de que les saboteasen, sólo les faltaba que encima atacasen con armas de fuego a sus hombres. El gobernador le dio permiso y se preparó un Heinkel 111 para la misión, en la que iría el propio comandante. Él mismo en persona quería ser el que escarmentara a los atacantes. El avión despegó, pero debido a la poca visibilidad no pudo arrojar las bombas. Como el aparato no podía aterrizar con ellas, el piloto decidió soltarlas sobre el mar. Nunca más se supo de ellos. Lo único que se encontró fue una mancha de aceite a tres kilómetros de la costa. Aparte del comandante, murió toda la tripulación del aparato. La muerte de Álvarez Chas fue un duro golpe para Zamalloa, pues el jefe de policía era uno de sus hombres más expertos y, además, era respetado por los nativos.

Se envió una descubierta a Id Aisa para ver cómo estaba el panorama. Tuvieron que volver por estar la pista cortada y recibir varias descargas de un importante grupo de guerrilleros. Se repitió la acción esta vez con una compañía reforzada de paracaidistas con el mismo resultado.

Ante esta situación, fue necesario montar una operación de más envergadura en la que una compañía de paracaidistas por fin llegó al puesto fronterizo de Id Aisa. Se encontraron con una pequeña resistencia, pero lograron llegar y se lo encontraron vacío. Ni rastro de los policías indígenas allí destinados. Aquel fue el bautismo de fuego de los paracaidistas.

Aquello fue una prueba más de que la guerra ya había comenzado.

Y, como era norma, en la Península seguía el silencio informativo. No se decía nada de todo esto. Tan sólo, el 13 de agosto, en la página 27, el ABC de Madrid publicó la siguiente noticia sobre el accidente y muerte de Álvarez Chas. «Un avión militar cae al mar cerca de Las Palmas y desaparecen sus ocupantes: Ayer por la tarde, día 11, un avión militar, que salió de la base aérea de Ifni en dirección a Las Palmas, y por causas que se desconocen, cayó al mar a unos 15 kilómetros de la costa. La tripulación, compuesta por el capitán D. Alberto Anton Ordóñez, primer piloto; Alférez D. Antonio Sánchez Barranco, segundo piloto; sargento D. Manuel Moure Álvarez, mecánico; cabo primera Ángel Maniega Herrera, armero; y el comandante Sr. Álvarez Chas, pasajero, no han sido hallados. Las operaciones de búsqueda prosiguen con intensidad».

(Como se puede comprobar, se esconde la verdadera misión diciendo que el aparato partió de Ifni hacia Las Palmas y que Álvarez Chas viajaba como «pasajero». El gobierno seguía negando y no queriendo ver una realidad evidente).

Y mientras todo eso ocurría, a nosotros nos seguían preparando para ser unos buenos soldados (léase con tono de ironía). Otro ejemplo de la magnífica preparación que recibimos, fue cuando nos mandaron a un pelotón, al mando de un sargento, acompañados por cinco nativos y dos mulas, a hacer una acampada en la montaña de varios días. En teoría, nuestra misión, y de eso me enteré más tarde, consistía en establecer una «zona de reconocimiento» en el sector norte.

Como provisiones nos dieron: una garrafa de aceite, unos paquetes de alubias, trozos de tocino, un saco de chuscos de pan que ya estaban duros, y un poco de agua. Un rancho de lo más adecuado para un sitio sin agua. También llevábamos 150 cartuchos para el fusil y cuatro bombas de mano PO1 y otras cuatro PO2 (unas son ofensivas y las otras defensivas). Por supuesto, una manta y la chilaba.

Anduvimos durante toda la mañana dirección norte, por las montañas. Hasta que llegamos a lo alto de una y los moros nos dijeron que era allí donde teníamos que acampar. Como si nos dicen que es en cualquier otro sitio. Era una explanada en lo alto de la cima de un monte. El sargento nos distribuyó en diferentes posiciones. No sabíamos qué teníamos que hacer. El sargento sólo nos ordenó vigilar y estar en silencio. Todos callados, mudos, pasamos la noche en vela hasta el amanecer. Desayunamos (un chusco) y empezamos a cavar trincheras y un puesto para el fusil ametrallador.

Allí estuvimos varios días sin tener ni idea de qué hacíamos, aparte de cavar. El sargento era poco comunicativo y sólo nos decía que teníamos que cavar y vigilar. «¿Vigilar, qué, mi sargento?». «¡Lo que sea, cojones!», era toda nuestra comunicación. Estaba de mala leche, aquello le gustaba menos que a nosotros.

Archivo Ángel Ruiz
Archivo Ángel Ruiz.

Los moros que nos acompañaban no llevaban apenas nada de comida y a los dos días se les acabó. Nosotros nos hartábamos de alubias con tocino y ellos nos miraban con cara de hambre. El cerdo, galufo, como decían ellos, está prohibido en su dieta, pero nosotros, sin decirles nada, llenábamos unos platos y los dejábamos tras unas rocas, escondidos de todos. Cuando parecía que nadie los veía, iban tras las rocas y se comían las alubias y el galufo. Nadie veía nada y nadie sabía nada. Como agradecimiento, desde aquel día hicieron las guardias nocturnas por nosotros. El sargento no acababa de fiarse de ellos, pero tampoco se opuso. La verdad es que no hablamos nada con nuestros compañeros moros. Todos eran veteranos de la guerra civil y ellos iban a lo suyo y nosotros a lo nuestro, pero no nos dieron motivo para desconfiar. Al menos, aquellos.

Como única novedad reseñable de nuestra excursión y acampada en la montaña, fue la del avión que voló tan bajo que hasta pude leer las marcar de las gafas del piloto. En serio. Hicieron varias pasadas por encima de nosotros. Pasamos algo de miedo, la verdad, pues, aunque pueda parecer un disparate, todos estábamos convencidos de que era un avión francés; lo que podía significar que habíamos sido localizados y no sabíamos qué podía pasar. Digo que puede parecer un disparate porque, como es sabido, Ifni estaba rodeado de territorio marroquí por todas partes menos la que daba al mar, por lo tanto, aquel avión tenía que haber sobrevolado el espacio aéreo de Marruecos, algo que los franceses querían evitar a toda costa. No sé, entonces todo era muy extraño, pero ahora, con el paso del tiempo, mi percepción no ha cambiado. Todo esto parece esperpéntico, y lo es. Todo era un puro esperpento.

Apenas teníamos descanso y, la verdad, parábamos poco en el cuartel. En una ocasión, el teniente me ordenó que, junto a un compañero, acompañáramos a un sargento moro de Marina a su cabila, situaba en lo alto de la montaña que hay justo enfrente del cuartel de Tiradores. Por lo visto, teníamos que ayudarle a llevarse algunas cosas. El moro llevaba dos borriquillos. Según nos dijo el teniente, en la cabila sólo estaban su mujer y su suegra. Vamos, que les íbamos a hacer de escoltas.

Me acompañaba el Catalán, un soldado de mi escuadra. Así era cómo le llamábamos, aunque era de Murcia. Vivía en el Barrio Chino de Barcelona y, según se comportaba, llevaba una vida acorde al lugar donde residía.

Al llegar a la cabila, las dos mujeres esperaban en la puerta de una casa. Una era una chica joven, la esposa del moro. Al lado de la vivienda, vimos una sábana tendida secándose al sol. Estaba manchada de sangre. Por lo visto, el moro se había casado con la joven el día anterior y eso era la prueba de virginidad, de pureza, y formaba parte del trato matrimonial. Seguramente el sargento, un hombre mayor, veterano de la Guerra Civil, había comprado a la joven a cambio de algo de dinero o algunas cabras y vacas.

El sargento enseguida empezó a cargar a los burros de cosas. El Catalán y yo lo mirábamos hacer, en ningún momento nos decía nada y no estábamos allí para ayudarle a cargar. Ante nuestra sorpresa, vimos como cogía una azada y empezó a cavar en el suelo de tierra de la vivienda. Sacó una orza llena de manteca de cabra. En el otro extremo del habitáculo sacó otra vasija, pero ésta llena de billetes franceses de diez mil francos. Pusimos los ojos como platos, como es natural. El Catalán me miró, y enseguida le vi las intenciones. Me lo corroboró cuando me dijo susurrando que le daba con el mosquetón en la cabeza y llenábamos las mochilas de billetes. Yo le argumenté que si hacíamos eso nos fusilaban. Pero él insistía y me dijo que podríamos decir que nos quiso quitar las armas. Me costó lo mío convencerle de que nos podíamos buscar la ruina para toda la vida. Por lo visto, a él le daba igual. Huérfano de padre y madre, acostumbrado a vivir entre maleantes, le daba todo igual, hasta que lo fusilaran por esa acción. Ya contaré cuando, durante la operación de liberación de Tagragra, me dijo de pegarle un tiro a un prisionero alegando que quería huir.

El caso es que el sargento moro cargó todos los utensilios que pudo y partimos todos juntos. Al llegar a la ciudad, el moro y las dos mujeres se dirigieron al cuartel de Marina. Nosotros nos fuimos al nuestro y le dimos novedades al teniente, o sea, ninguna. Por prudencia me callé las intenciones de mi compañero.

Al poco tiempo, mandaron a dos secciones de mi compañía al destacamento de Tagragra (Tiugsa)

Tiugsa
Tiugsa.

Voy a tratar de hacer una pequeña disección de cómo era aquel terreno donde teníamos situado el destacamento.

Aquella zona era bastante llana. Como punto estratégico era ideal, pues desde allí, con las ametralladoras bien emplazadas, se controlaba todo el llano. El puesto era bastante grande, cuadrado. Con una puerta central y en las dos esquinas frontales dos torres cuadradas. Enfrente de la puerta central había un gran árbol, un argán. Recuerdo que un compañero moro me explicó todo el proceso para sacar el aceite. Sí, he dicho «compañero moro». También los había que se mantuvieron fieles y yo tenía una buena amistad con él.

Allí también tuve la suerte de conocer al sargento Luis Suárez Marrero. También a su mujer, Teresa Lorenzo, y a sus cuatro hijos: África, Luis, Manuel y María Teresa (Maruchi). Con ésta última conservo una buena amistad.

En una gran hondonada había una fuente de agua dulce, algo raro, pues lo normal era que todas fueran de agua salada. Allí se suministraba el agua para todas las cabilas de los alrededores. A lo lejos, a unos tres o cuatro kilómetros, se divisaba una especie de castillo solitario en aquel desierto africano. El compañero moro nos comentó que aquel castillo pertenecía a un gran jeque. Tenía a un hijo estudiando medicina en Inglaterra que precisamente fue allí a casarse. Y era cierto, pues al día siguiente se celebró en el llano una gran fiesta con caballos. Corrían de un lado a otro con los jinetes disparando sus fusiles y gritando, como en las películas de indios. Mira que venir de Inglaterra a casarse a este secarral. En fin.

Estando en Tagragra nos atacó el siroco procedente del desierto. Un viento fuerte y candente que golpea con las partículas de arena como aguijones de avispa. Se te clavaban en la carne como agujas al rojo vivo. Era continuo, noche y día. Quemaba hasta el aliento. No sabíamos dónde meternos. Durante el día íbamos a la fuente a por agua para mojar las mantas y tumbarnos sobre ellas para poder descansar, pero no servía de nada, enseguida se secaban. Por las noches nadie podía acercarse a la fuente, estaba prohibido, ni españoles ni moros, por lo que apenas podíamos dormir. Cuatro días duró el siroco.

Un pozo en Tagragra (www.sahara-news.webcindario.com)
Un pozo en Tagragra (sahara-news.webcindario.com)

En Tagragra estábamos en continua alerta, pues ya se barruntaban movimientos de mucho personal por allí y rara era la noche que no se oía una ráfaga de ametralladora. Pero a pesar de eso y del siroco, fue donde mejor estuvimos, pues tener una fuente cerca era un privilegio del que no disfrutamos en otras posiciones, en las que apenas teníamos una cantimplora de agua por día para todas nuestras necesidades. Siempre teníamos a dos hombres vigilando el manantial noche y día. Nuestros mandos tenían miedo a que lo envenenaran. Allí también nos lavábamos, siempre de dos en dos.

Hoy en día ya no queda rastro del cuartel (más adelante explicaré cómo y por qué lo destruimos), y en el solar ahora lo ocupa una mezquita. Es paradójico que cuando Rey Jaime I de Aragón conquistó el reino y ciudad de Valencia, lo primero que hizo fue mandar destruir todas las mezquitas y en los solares se edificaron las grandes iglesias que tenemos en la capital; y ahora, los nativos han construido una mezquita en el lugar que ocupaba el fuerte de Tagragra, símbolo de nuestro dominio y de la fe católica en esas tierras.

Durante muchos años los recuerdos que viví allí se guardaron en lo más profundo de mi mente, pero no estaban olvidados. Sólo necesitaban un aliciente para florecer de nuevo. Eso me ocurre cada vez que visito Ifni y voy a Tagragra. Y una de las cosas que recuerdo es que cada noche salíamos de patrulla. Íbamos a los poblados cercanos y entrábamos en las casas buscando armas o a cualquiera que tuviera pinta de sospechoso. Siempre nos llevábamos a algún detenido. Cuando llegábamos lo metían en el calabozo del cuerpo de guardia y allí lo interrogaban en busca de información. Si alguno no colaboraba o no decía lo que nuestros oficiales querían oír, éstos le daban una verga a un soldado para que golpease con ella al prisionero. En una ocasión, y de eso fui testigo, un teniente, viendo que el soldado golpeaba con poca fuerza, le arrebató la verga y empezó a golpearle con ella con fuerza mientras le decía: «¡Así es cómo tienes que pegarle, no cómo tú lo haces!». A los prisioneros que quedaban heridos, los sacábamos a rastras fuera del cuartel hasta que venían sus familiares a llevárselos. A otros no los vimos salir.

Como ya he ido contando, las cosas estaban tensas. Vivíamos en una preguerra constante. Las agresiones y sabotajes del Ejército de Liberación eran provocaciones en toda regla a las que no podíamos responder. Nosotros, los soldados, apenas nos enterábamos de nada y no teníamos conocimiento de toda la magnitud del asunto. Eso no quiere decir que fuéramos del todo ajenos a lo que se cocía. «Radio macuto» funcionaba a la perfección. Los soldados que trabajaban en las oficinas del Estado Mayor o de asistentes de jefes y oficiales, eran una buena fuente de información cuando teníamos la suerte de salir «de paseo» por la ciudad. Más o menos estábamos al tanto de los acontecimientos. También nos enterábamos de cosas caseras, como que cuatro paracaidistas se habían ahogado en la playa. O que un legionario, en un bar de la calle Seis de Abril, sacó la pistola y mató a tres parroquianos. Sabíamos que estábamos en estado de alerta, pero, como es natural, no teníamos toda la información de la que sí disponía nuestros mandos. Ellos, la mayoría veteranos de nuestra guerra y la División Azul, se morían de ganas por darle caña al moro. No habían ganado una guerra para bajarse los pantalones ante una pandilla de, según ellos, campesinos zarrapastrosos desagradecidos.

Mujeres de Ifni (Foto Revista Geográfica) (www.sahara-news.webcindario.com)
Mujeres de Ifni (Foto Revista Geográfica)
(sahara-news.webcindario.com)

En los meses previos al ataque del Ejército de Liberación, como he explicado, solíamos salir de patrulla a los poblados del interior. A pesar del estado prebélico, se suponía que los nativos no eran nuestros enemigos. Aun así, nuestra actitud, la que nos ordenaban nuestros oficiales, no era pacífica. En algunos casos era hasta agresiva y prepotente. Durante mucho tiempo y desde mi ignorancia, estuve convencido de que todo aquello ocurrió por las provocaciones a las que nuestros mandos sometían a los nativos sólo para coger medallas. Yo no sabía nada de conferencias, de acuerdos internacionales, de reivindicaciones territoriales, de protectorados ni nada de eso. Yo sabía lo que veía y lo poco que oía. Y lo que veía era que durante aquellos meses, casi cada noche, una sección de Tiradores se trasladaba a la cabilas donde se suponía había concentraciones de guerrilleros. Las órdenes que llevábamos eran muy estrictas: abrir fuego sobre cualquier cosa que se moviera. Sin contemplaciones. Cuando llegábamos al poblado, nos situaban en posición de abrir fuego y mandaban a los guías nativos a hablar con el jefe de la cabila para que abrieran las puertas. Supongo que por miedo, algunos no las abrían y trataban de huir saltando los muros y, siguiendo el principio de que cualquiera que huye es sospechoso, encendíamos unos focos y eran tiro fijo por poco que nos esforzáramos. Para suerte de ellos, las nulas prácticas de tiro que hicimos y nuestro poco interés por hacer blanco, jugaron a su favor. Los hombres, mujeres y niños saltaban por donde podían para huir de nuestros disparos. Huían porque no querían caer prisioneros, pues, viendo cómo los tratábamos, seguro que se esperaban lo peor si eso ocurría. Me da algo de reparo contar esto, pero son cosas que están en mi mente y espero que nadie se moleste.

O sea, en aquel entonces, yo estaba convencido de que todas estas acciones las hacíamos sólo para que nuestros mandos buscaran sus estrellas (al año de estar en África ya les regalaban una sólo por estar allí). Y, claro, un día sí y otro también, los moros se hartaron y ahí comenzó el problema. Normal que se levantaran contra nosotros, pensaba yo. Como digo, siempre he estado convencido de que los guerrilleros nos atacaron porque se hartaron de nuestra manera de tratarlos. Ahora, después de mucho tiempo, he aprendido muchas cosas y me he dado cuenta de algunas. Cierto que fuimos los agredidos y que el Istiqlal y Mohamed V, aparte de nuestro inoperante gobierno, fueron los que propiciaron la situación, pero nuestra actitud de ejército de ocupación no ayudó a ganarse a los baamaranis de los poblados del interior, los que en gran mayoría apoyaron a los rebeldes. En Sidi Ifni, en cambio, donde la mayoría de los nativos vivían a costa de los españoles, ya fuera trabajando para ellos o vendiéndoles cosas, el apoyo era menor. Las mujeres de los oficiales, que en la vida civil ostentaban el mismo rango que sus maridos en la vida militar, daban buena cuenta de las pagas en los comercios locales. Para nada los mercaderes querían perder a su gallina de los huevos de oro.

El caso es que, como siempre, el pueblo llano y los soldados rasos son los que pagan los platos rotos. Algunos definen a lo que ocurrió allí como «guerrita». Otros, creen que ni siquiera llegó a eso. No sé, cada cual que piense lo que quiera. Yo sólo sé que, aunque sea en muy pequeña escala, viví experiencias que me marcaron y que no quiero ni imaginarme lo que ha de ser vivir una guerra de verdad.

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