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Ángel Ruiz: recuerdos de un combatiente de Ifni (7) Imprimir E-Mail
Colaboraciones - Antolín Hernández Salguero
Escrito por F. Antolín Hernández Salguero   
jueves, 21 de febrero de 2019

Nota: Esta es la versión en línea y revisada del libro "Ángel Ruiz: recuerdos de un combatiente de Ifni" de Antolín Hernández, publicado en 2019.


SEPTIEMBRE 57

La «Guerra de agosto» provocó la queja de la diplomacia española ante Rabat. Como es natural, Mohamed V respondió que el Ejército de Liberación escapaba a su control. Desde entonces, los refuerzos que tan insistentemente pedía Zamalloa fueron llegando a la zona en la medida que la pobretona España, y por extensión su ejército, se podía permitir. El gobernador quizás pensaba que por fin le hacían caso, pero, en realidad, según parece, esos refuerzos fueron enviados por la inminente reivindicación que Marruecos iba a hacer en los foros internacionales sobre Ifni y el envenenado Protectorado Sur.

El País Tekna (www.wikipedia.com)
El País Tekna (www.wikipedia.com)

Mientras, Zamalloa mantenía contactos con los franceses para una posible colaboración, aunque hasta el momento, siempre se topaba con las reticencias de Madrid y todo quedaba en simples reuniones diplomáticas (no olvidemos que Francia, además de apoyar a la República durante la guerra, era una firme defensora del bloqueo internacional a Franco). Hasta que, por fin, Franco autorizó que el gobernador se entrevistara de forma oficial con el general Bourgund, máximo responsable militar de París en el AOF, para hablar de algo más que del tiempo. En aquella reunión, celebrada en Dakar, empezaron a sentarse las bases de la posible colaboración de ambos países. Claro está, el Estado Mayor Central de Madrid tendría la última palabra.

Y en esas estábamos cuando Marruecos exigió los territorios de Ifni y el País Tekna o Protectorado Sur. En Madrid acabaron, por fin, de convencerse de que todo formaba parte de una sibilina estrategia elaborada por Mohamed V y que la guerra era inminente. Ya no cabía más eso de echarle la culpa al comunismo, como venían haciendo hasta entonces (en una carta enviada al entonces gobernador Pardo de Santayana, Carrero Blanco le decía: «Hay que correr entre los indígenas la especie de que El Fassi y sus hombres son unos malos musulmanes, que sirven a Rusia, que es enemiga de dios y que son también traidores al Sultán y en general a los musulmanes»).

Mientras, en el Sáhara, los guerrilleros campaban a sus anchas, y en el Protectorado Sur casi se les entregó el territorio. Recordemos que esa franja de terreno entre el paralelo 27º 40’ y el río Draa, llamada en su momento «zona de influencia española», nunca fue territorio dominado por los sultanes marroquíes. En el País Tekna se le rezaba al sultán, pero no se le rendía pleitesía. Hasta se daba la paradoja de que los nativos no se entendían con los recién llegados del Ejército de Liberación, pues hablaban idiomas diferentes. Le íbamos a entregar a Marruecos una franja de territorio que nunca le perteneció sólo por nuestra incapacidad negociadora cuando los franceses nos impusieron el paralelo 27º 40’ cómo límite fronterizo.

Carrero Blanco se lo dejó claro a Pardo de Santayana: «En relación con la zona norte del Sáhara, es decir, con la comprendida entre el Dráa y el paralelo 27º 40’, conviene hacer la vista gorda en mayor proporción, por cuanto no nos interesa que Rabat saque a relucir que esto es lo que estúpidamente dejaron nuestros antepasados que se llamase en los Tratados “Zona Sur del Protectorado de Marruecos”».

OCTUBRE 57

Mientras los altos mandos jugaban su partida de ajedrez, a la que éramos totalmente ajenos los soldados, pues la mayoría ni sabíamos jugar, el día de San Francisco, el 5 de octubre, ocurrió algo que no olvidaré en la vida: mi primera acción de combate. Bueno, para ser sinceros, yo no combatí, sólo corrí, igual que el resto de mis compañeros.

Algunos historiadores dicen que aquello fue una misión de reconocimiento de las fuerzas guerrilleras. Dos días antes, tres compañías reforzadas habían salido a reconocer la zona entre Tangarfa y Tagüenza. No tuvieron el más mínimo incidente. Y el día cinco enviaron otras dos, también reforzadas, a reconocer la zona del «vértice 871». Una de ellas era la octava, la mía. Pero, por las órdenes que nos dieron nuestros mandos y por la experiencia que viví, más bien se trataba de «reactivar» el puesto de Tamucha, abandonado desde los sucesos de agosto. El puesto fronterizo de Id Aisa no presentaba ninguna garantía, por lo que se decidió establecer un punto defensivo en esa antigua fortaleza portuguesa.

Tres días antes partimos todo el tabor hacia las montañas del noreste del territorio, en la zona limítrofe con Marruecos. Fueron tres días de marcha cargados con todo el equipo militar y las provisiones suficientes para cinco días. Teníamos que racionalizar el agua, pues el terreno es muy seco y apenas hay fuentes naturales, y de las pocas que hay, algunas son de agua salada. A mí se me acabó al segundo día.

Archivo Ángel Ruiz.
Archivo Ángel Ruiz.

Nuestros mandos, guiados por los nativos que conocían el terreno, nos metieron por una vaguada entre dos montañas. En lo alto de una de ella se divisaba la silueta de una antigua fortaleza. Desde allí abajo no podíamos precisar si estaba ocupada o no, pero eso era lo que parecía o, al menos, lo que nuestros mandos creían. Estuvieron un buen rato mirándola con prismáticos y llegaron a esa conclusión.

Como digo, nuestra misión era ocupar de nuevo Tamucha, y a ellos nos pusimos, por lo que empezamos a subir la montaña. El terrero era muy agreste, lleno de grandes rocas, tabaibas, cactus y arganes. Después de varios días de marcha, con sed y hambre, no estábamos para muchas alegrías y enseguida empezamos a caer y resbalar.

Poco a poco y con mucho esfuerzo íbamos ascendiendo, mirando sólo el terreno que pisábamos, con cuidado. Ya estábamos llegando cuando de repente empezaron a dispararnos desde todas partes. El susto fue tremendo, de esos que te dan un vuelco el corazón y te quedas temblando, y paralizado. Nos estaban disparando a matar. A nosotros. Incluso a morterazos. Disparaban desde la fortaleza y desde la montaña. Estaban escondidos tras las rocas. En un momento pasamos del silencio de la montaña a estar en medio de un paqueo infernal. No sabíamos dónde estaba el frente, pues no había «frente», sino «todos los lados». Los disparos provenían de todas partes, o sea, una emboscada en toda regla.

Yo no veía a mis mandos, pero sí oí una cosa: al turuta tocando retirada. No me lo pensé y eché a correr hacia abajo. Todos empezamos a correr hacia todos lados, pues nadie sabía dónde estaba el enemigo y disparaban de todas partes. Fue un caos. Como he dicho, el terreno era abrupto y escarpado y más de uno, con el afán de huir, tropezaba y caías por barrancos de varios metros de altura. Oros, se tiraban directamente para huir de quienes nos disparaban. Se oían gritos, lamentos, llantos. Yo no paraba de correr. Estaba cagado de miedo. Tropecé con una piedra y me caí, me levanté; tropecé con un compañero y los dos caímos, nos levantamos y echamos a correr en direcciones opuestas.

Detrás oía los disparos y los gritos. Corrí como creo no he vuelto a correr en mi vida. Corrí tanto que me perdí. Todos nos perdimos. Nadie sabía dónde estaba el puesto de mando. Me junté con dos compañeros y buscamos refugio en un lugar alejado y seguro. En el fondo de una vaguada, vimos a un acemilero que sujetaba a una mula cargada de cajas de municiones. El muchacho, al vernos, se nos puso a llorar rogando que no lo dejáramos solo, pues no quería morir allí. Pesamos en refugiarnos en lo alto de una montaña por eso de la ventaja del terreno elevado, pero los moros estaban enfrente y podían vernos, por lo que optamos por permanecer agazapados en la vaguada. Cuando anocheció, empezamos a subir. Era tan empinada que lo mismo subíamos un metro y con un resbalón descendíamos dos. A la mula se le resbalaron las cajas de munición hacia atrás y cayeron en medio de un gran estropicio. Al menos, todo el que puede armar tres cajas de madera llenas de balas rodando ladera abajo y una mula coceando y relinchando en medio de la noche. Los moros empezaron a disparar de nuevo, pero esta vez duró poco. Como es natural, no nos preocupamos por las cajas de munición que se quedaron allí. Supongo que a los moros luego les fue muy bien.

Guerrilleros del Ejército de Liberación.
Guerrilleros del Ejército de Liberación.

Ya en lo alto, buscamos un escondrijo tras unas grandes rocas y allí pasamos la noche, hechos un ovillo, todos juntos y sin decir ni pio. Tengo que reconocer que fue una acción muy poco heroica, pero en mi descargo y en el de mis compañeros, he de decir que, aparte de que éramos todos unos jóvenes sin apenas preparación militar, resultaba muy desmoralizador ser acribillado sin saber de dónde provenían los disparos. Los moros parecían lagartijas. Se escondían detrás de cada mata, de cada piedra de cualquier accidente del terreno que pudieran aprovechar. Sabían muy bien hacer la guerra de guerrilla. Además, las balas silbaban como si fueran cohetes de feria y eso acojonaba mucho. Encima, los muy canallas marcaban las puntas de las balas para que explotasen. O sea, que es natural que en nuestro primer contacto con el enemigo saliéramos por patas.

Al día siguiente, bien temprano, a lo lejos oímos un cornetín. Pero claro, no sabíamos si era de los nuestros o una treta de los moros, por lo que no nos atrevíamos a salir, ni siquiera a asomar la cabeza. Y, por lo visto, no éramos los únicos. Tardaron bastante en reunir a todos. Nosotros, no llegamos hasta las dos del mediodía. Hasta bien entrada la tarde no nos mandaron formar para contar las bajas. Por suerte, la mayoría fue fruto de las caídas, brazos y piernas rotos, no de los disparos. Eso sí, a algunos alcanzaron: a un compañero mío, un tiro le entró por la espalda y le salió por el costado. Cuando le alcanzaron, según me contaron, se quedó quieto como una estatua, y luego se desplomó sin decir ni una palabra, no tuvo fuerzas ni para quejarse. Por suerte, sólo le hirieron y se pudo recuperar. Fue uno de los cuatro heridos por disparos que tuvimos.

Ya he reconocido que pasé miedo y que fue una acción muy poco heroica por nuestra parte; pero como digo eso también digo que luego, cuando hubo que dar la cara, nos comportamos como auténticos soldados. No fuimos héroes. Luchábamos por nuestra patria, por nuestros compañeros o simplemente por salvar la vida; cada uno tendría sus motivaciones. Dejados de la mano de Dios. Desatendidos, con armas que eran más peligrosas para nosotros que para el enemigo. Muertos de hambre y de sed, comidos por las pulgas. Con más pinta de pordioseros que de soldados. Sin embargo y pese a todo, ahí estuvimos cuando hizo falta. Muchos compañeros no volvieron. Ellos, quizás, sí fueron los verdaderos héroes.

Continuó con la narración: Volvimos al cuartel con el rabo entre las piernas. Poco después, una compañía del IV Tabor fue destinada a Tiugsá como refuerzo de la zona, y una de sus secciones destacada como guarnición a aquella fortaleza en ruinas. Luego, entre los días 24 y 25 de noviembre, fue tomada de nuevo por los rebeldes, causando muertos, heridos y desaparecidos.

Recientemente, en un viaje que hice a Ifni junto a mi esposa, el guía nos dijo que nos iba a llevar a ver una fortaleza «francesa» donde, según él, están enterrados los cuerpos de sesenta soldados franceses (no lo puedo asegurar). Eso me despistó. En un todoterreno nos condujo hasta ella y, al llegar, comprobé que era la misma donde ocurrieron los hechos que acabo de narrar. Al principio no la reconocí, pues estaba bastante restaurada y al cuidado de una ciudadana francesa (quizás por eso el guía pensaba que la fortaleza era francesa, no portuguesa), pero enseguida me di cuenta de que era la misma. Aún conservaba los nidos de ametralladora desde los que nos dispararon. Cincuenta años después, por fin y en tiempo de paz, con la ayuda de mi esposa, pude «tomar» la fortaleza de Tamucha.

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