Fuente: La Vanguardia
Por El lector incorregible, de José Luis Melero, un libro rebosante de
anécdotas jugosas, me entero de la historia de un coronel destinado en
Ifni que tenía un esclavo negro. Lo había comprado en el Sáhara para
liberarlo, pero el hombre, agradecido, seguía considerándose su esclavo.
Estamos hablando de los años sesenta, cuando tanto Ifni como el Sáhara
eran oficialmente provincias españolas (sí, provincias, no colonias ni
protectorados). ¿De verdad la esclavitud era legal en una provincia
española hace sólo cincuenta años? La confirmación de que esto era así
la hallé por casualidad en dos libros de lectura reciente. Uno de ellos
es de Xavier Gassió, que hizo la mili con el último reemplazo allí
destinado y en su autobiográfico Sáhara español menciona a los esclavos
subsaharianos que trabajaban en los bazares de El Aaiún y “formaban
parte del patrimonio de su amo como las cajas de té y de sedas que se
amontonaban en la trastienda”.
Mercado de esclavos.
El otro libro son las memorias de Miguel
Ángel Aguilar, tituladas En silla de pista. Aguilar, que vivió de cerca
la marcha verde y lo sabe todo sobre el precipitado proceso de
descolonización del Sáhara, cuenta que, para reconocer la autoridad de
los militares españoles, los caciques locales habían impuesto unas pocas
condiciones que debían ser respetadas. Una de ellas era precisamente el
mantenimiento de la esclavitud. En 1975, cuando el territorio fue
abandonado por las tropas españolas y se incorporó a Marruecos, estaban
censados en el Sáhara nada menos que tres mil quinientos esclavos, una
cifra descomunal si tenemos en cuenta que la población local no llegaba a
los ochenta mil: una de cada veinte personas era esclava.
Acostumbrados a hablar de la esclavitud como algo del
pasado, sorprende descubrir que hace muy pocas décadas y a no demasiados
kilómetros de nosotros se compraran y vendieran seres humanos,
seguramente a la manera de esos mercados o subastas de esclavos de la
antigua Roma que en el siglo XIX inflamaron la imaginación del pintor
Jean-Léon Gérôme. Pues bien, subastas así se siguen celebrando en la
actualidad y a una distancia parecida. Lo supimos hace menos de dos
años, cuando un equipo de reporteros de la cadena CNN grabó la venta de
una docena de jóvenes subsaharianos, que en cuestión de minutos
cambiaron de dueño por unos precios que rondaban los quinientos euros.
Ocurrió a las puertas de la Unión Europea, en Libia, uno de esos países
que con el aplauso de Occidente se sumaron a la fiesta democratizadora
de la primavera árabe y que ahora, ocho años después, se ha convertido
en un Estado fallido, un país asolado, dividido, roto, con tres veces
más armas de fuego que habitantes, con buena parte del territorio en
manos de señores de la guerra y traficantes de personas. En esa Libia
posterior a Gadafi todavía los seres humanos son objeto de transacciones
comerciales, como si fueran maquinaria agrícola o animales de corral.
Se calcula que, en el 2017, el año en el que la CNN grabó el reportaje,
más de veinte mil personas fueron capturadas y esclavizadas en Libia por
bandas criminales. Y la cosa sigue: hace unos días hablaban en un
reportaje de otro subsahariano preso de las mafias al que sus familiares
habían podido rescatar previo pago de seis mil euros. ¿Cuántos habrá
que, a diferencia de él, nunca recuperarán la libertad por la
imposibilidad de reunir esas cantidades, inalcanzables para la mayoría
de esas familias?
Mientras esto ocurre en los rincones más devastados
del planeta, en Estados Unidos se reabre el debate acerca del eventual
derecho a una reparación por parte de los descendientes de los antiguos
esclavos. Si en su momento el gobierno alemán compensó a los
descendientes de las víctimas del Holocausto y el propio gobierno
estadounidense hizo algo parecido con los americanos de origen japonés
internados en campos de prisioneros durante la Segunda Guerra Mundial,
¿por qué ellos no tendrían el mismo derecho? En 1838, la Universidad de
Georgetown vendió a doscientos setenta y dos hombres, mujeres y niños de
su propiedad y con los ciento quince mil dólares recaudados se salvó de
la bancarrota. El pasado mes de abril, los estudiantes de esa misma
universidad votaron a favor de pagar una tasa semestral para constituir
un fondo con el que compensar a los descendientes de esos esclavos. La
iniciativa, aunque bienintencionada, no parece que pueda sentar
precedente: ¿qué fortunón haría falta para compensar a los cuarenta y
cinco millones de afroamericanos actuales por los doscientos cincuenta
años de esclavitud de sus antepasados? Contradicciones de nuestro
tiempo: nos empeñamos en reparar lo irreparable y nos desentendemos de
lo que todavía podría arreglarse, reavivamos debates sobre la
esclavitud del pasado mientras la esclavitud del presente no para de
crecer... Según algunos estudios, el número de esclavos actuales podría
estar entre los nueve y los veintisiete millones: en términos absolutos
sería la cifra más alta de la historia de la humanidad.
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