Fuente: diariodejerez.es
ACOSTUMBRADO a patearme el norte de Marruecos, a conocer sus ciudades y
sus gentes, me he quedado sorprendido con Sidi Ifni. A más de mil
kilómetros de distancia del Estrecho de Gibraltar, esta pequeña ciudad
del Atlántico, paralela a las Islas Canarias, fue el último bastión de
la presencia española en territorio marroquí antes de la
descolonización del Sahara en 1975. Se acaban de cumplir cuarenta años
desde que España cediera a Marruecos este enclave marítimo.
Lo
más llamativo, en mi opinión, es que Sidi Ifni, a pesar de la
distancia, sigue manteniendo viva en su trazado, en su arquitectura, en
su configuración urbana, la presencia española. Me atrevería incluso a
decir que es la ciudad en la que más viva permanece la huella española,
más, mucho más, que en Larache, en Alcazarquivir, en Tetuán, capital
española en el norte de África, o en cualquiera de las ciudades
norteñas españolas de la época del Protectorado que pueblan la vasta
zona comprendida entre Ceuta y Melilla.
Tal vez hayan sido la lejanía, el hecho de estar en tierra de nadie
-sus únicas compañías son el océano y el cercano desierto-, y su
población mayoritariamente bereber, las que han preservado a Sidi Ifni
del inevitable proceso de marroquinización, consecuencia de su
integración en el país vecino, como ha ocurrido en las ciudades
norteñas antes citadas. La plaza de España, hoy de Hassán II, conserva
el sabor de las fotos antiguas de la etapa colonial española: el
trazado de sus jardines, en los que los transparentes separan los
parterres, los bancos de mampostería adornados con bellos azulejos
sevillanos, los árboles esbeltos y las zonas de sombras cubiertas de
enrejados de madera. A su alrededor, el antiguo ayuntamiento con el
reloj en su cornisa (parado, pero vivo), la iglesia (hoy convertida en
edificio administrativo) con su hermosa arquitectura modernista de
integración africanista, la pagaduría con su escudo imperial español,
que espera paciente su rehabilitación, el Casino militar, el cine
Avenida y otros tantos edificios que nos hacen, con facilidad,
retroceder a tiempos pasados. Pasear por sus calles es como hacerlo por
Chipiona, o por Conil, o por cualquiera de los pueblos andaluces
situados a orillas del mar.
No sé si será la edad o un cierto
sentimiento nostálgico, pero lo cierto es que he tenido la sensación de
sentirme en Sidi Ifni como en mi propia casa. Las huellas siguen vivas,
la cercanía de la población es muy grande y, salvo en el idioma
-nuestra secular asignatura pendiente en el Marruecos de pasado
español-, es fácil retrotraer la memoria. Por unos instantes, sentados
en la antigua Plaza de España o en el salón simple y humilde de una
familia bereber, podemos imaginar que viajamos en la máquina del
tiempo, que el reloj se ha detenido cuarenta años atrás y, sobre todo,
que el diálogo y la comunicación, eso que llaman la Alianza de
Civilizaciones, más allá de discursos políticos retóricos de salón y de
altas instancias, pueden ser, por qué no, una realidad a la que tenemos
que seguir aspirando.
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