Llueve. Un poco antes el aire
ululó entre las cañas colgadas de hilos de seda fuera del alcance de
las uñas de los gatos. Los trozos de cristales pulidos en forma de
lunas y estrellas chocan con liviandad y tintinean. El juguete que
pendía sobre mi cuna ahora es una veleta sonora colgada del ventanal de
la cocina.
Se yergue con premura olvidando que ya no es joven y
al precipitado gesto se suma un lamento sordo, levanta los hombros,
detrás le sigue el resto del cuerpo tan derecho que parece se haya
tragado un palo.
Cuando Maimunt remueve el cous cous sus palmas
enrojecen tanto que asemejan el oscuro tono casi caoba del dorso.
Vierte la sémola caliente en la tajine grande de barro, el vapor
difumina nuestras bocas de contar hasta veinte en Hasanía.
Y yo con ella.
- Guahed, aznain, azlaza, arbaa.
De cuclillas, que no sabe otra manera de menear la sémola.
- Hamsa, seta, sabaa.
Se endereza y dice que si, que si que llueve.
Una cortina de agua densa y verde cae del cielo, cientos de diminutas ranas alfombran el suelo del patio.
-
Es el diablo que viene a vernos. En mi pueblo una vez llovieron peces y
una mujer se volvió loca y ahogó a su hijo recién nacido, y enfermó el
ganado, después vino la guerra y me vendieron.
Sólo es un
fenómeno meteorológico que en ocasiones ocurre, le interrumpe mi padre
con voz serena y saca la vieja cámara de los acontecimientos. Gira la
manivela, rebobina en sentido contrario el carrete ya acabado que
guarda en el bolsillo derecho, aprieta la película de hace unas semanas
de cuando mi madre sonreía y miraba por encima de nuestra cabezas el
horizonte rojizo. Ahora llueve ranas y mi padre eterniza un gesto de
apretado puño.
Saltan, se precipitan hacia un lado o hacia el
otro desconcertadas y torpes. Algunas vienen envueltas en trozos de
hielo, lupas que agrandan un ojo, la mancha parda del lomo, la membrana
transparente que separa los dedos finos y alargados de una pata
trasera. Otras se quedan quietas, paradas o muertas, no sé, que no me
atrevo a tocar sus cuerpecitos verdes.
Por fin estreno las botas altas de agua, rezo para que no me queden pequeñas, pero antes terminamos de contar el cous cous.
- Azmania, Tesaa y Achra.
Fuera,
la impronta de los cuerpos alfombran la peatonal Avenida del Ejército.
En las calles transversales las ruedas de los coches y camiones
aplastan las ranas con tanta rapidez que no les da tiempo a apartarse,
parece un gigantesco paso de cebra con dos tonos de verdes, más oscuras
las bandas de las bocacalles.
Las niñas se encogen cuando
Manuel, Omar y otro bruto, les lanzan los bichos a la cabeza. Manuel me
mira, no sabe que hacer conmigo, no se resuelve a tratarme como a las
demás chiquillas porque he crecido y apunto pechos. Le doy un empujón y
entonces con una sonrisa aliviada me tira tal puñado de ranas que me
muero del asco. Pronto nos acostumbramos y hasta le damos un beso a una.
- Primero tú.
- No, tú primero.
La
beso por si acaso despierta un príncipe, o un sueño, o porque sí,
aunque Mariola, la hija del Almirante, diga que se nos llenará la piel
de verrugas.
Mariola sabe mucho, que ha estado en Francia y
aunque nunca fue a París cuenta que La Rochelle es preciosa y que los
barcos de allí son mejores que los nuestros. Dice nuestros y pienso que
yo no tengo ningún barco. La pronuncia Gosheeel, por lo visto suena de
esa manera. Desde entonces, al agua de perfume de mi madre, Rive
Gauche, le suavizo las erres de sus orillas, me parece que así su aroma
es aún más embriagador y misterioso.
- ¿Perfume embriagador?. Cariño, no utilices nunca giros pesados y evidentes.
Mi
madre revisa los cuentos que escribo y mantiene una titánica lucha
contra las frases hechas. A veces las pongo adrede sólo para llamar su
atención. Lee con calma y celebra una intención adecuada, un giro
inesperado y entonces soy tan feliz de ver la expresión de su cara que
casi no respiro por miedo a romper algo.
Para todo lo demás está
Maimunt, para hacer el pan chato sin levadura que huele a gloria, o
para alargar el dobladillo del vuelto de una falda.
- Esta noche has crecido mucho, por lo menos … mira la cinta métrica como si dos centímetros fueran una frontera.
Me
enseña a preparar los paños higiénicos de mis primeros períodos, o a
lavarlos hasta que desaparezca todo resto de mujer, o como doblarlos
para que no incomoden o abulten.
Ya sé hacerlo sola.
Asoma
a la calle y me llama para comer, pisa con rabia los bichos con la
misma furia que aplasta a las cucarachas, sus endebles cartílagos
crujen como cáscaras huecas.
El Aixa Candixa anda suelto y Maimunt no me deja entrar en casa con las botas de pisar demonios verdes.
Nota: "Lluvia de ranas" esta basado en un suceso real que ocurrió y del que fui testigo en mi infancia sahariana (en el Aaiún).
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