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Motín en el Monte Buyarifen
Buyarifen: con un mortero del 81.
Seguramente los sucesos que voy a referir no
constarán en sitio alguno pero, como los presencié, los tengo que
relatar para que no queden ocultos.
Quien haya leído las memorias de su mili escritas
por mi paisano y amigo Paco Susarte –también soldado médico- tendrá una
amplia idea de lo que era el “elemento defensivo” enclavado en el monte
Buyarifen, ocupado por una compañía del Grupo de Tiradores –se relevaba
mensualmente- formada por soldados de reemplazo, que vivían en
condiciones infrahumanas, dentro de unas oquedades de las trincheras en
cuyas paredes estaban clavadas unas barras de hierro entrelazadas con
alambre –del que se arrancaban los pinchos- a modo de somier sobre el
que se colocaba la colchoneta de paja, oquedades que los soldados se
veían obligados a ir ampliando a base de pico para tener mayor espacio
para los ocho a diez soldados que compartían la “habitación”, desde la
que se accedía directamente a una cámara semicircular orientada hacia
zona enemiga –“la cámara de fuego”, se llamaba- porque en ella estaba
el armamento y también se emplazaban las ametralladoras. Eran como una
especie de bunker.
Todas las circunstancias descritas –en cuanto al
alojamiento- eran agravadas por la escasez de agua, una regular
alimentación y gran cantidad de parásitos –chinches y pulgas-, moscas,
ratas e incluso serpientes y escorpiones. Todo ello unidos al trabajo
diurno –pico y pala- y las guardias nocturnas de gran responsabilidad
por hallarnos en terreno batido por el enemigo, con una situación de
pseudo paz desde Junio de 1958, tenía que ser asumido por los mandos
allí destacados para ser flexibles con la conducta de los soldados,
mientras no se quebrantara la disciplina.
Los soldados comiendo en el suelo a pleno sol.
Pues bien, el teniente Verde tenía su particular
psicología para tratar a sus soldaditos. Les prohibía fumar durante el
trabajo con el pico y la pala, o en el transporte de los materiales
para las obras que se realizaban. Cuando le parecía que alguno se
“escaqueaba” lo castiga a seguir picando pero con un saco de piedras
atado a la espalda. Aquello iba calentando el ambiente y entre el
siroco –que soplaba frecuentemente-, la sed y la mala comida, no puedo
decir si de forma espontanea o porque alguien lo alentó, lo cierto es
que la cola para recibir el rancho al mediodía se rompió y se inició un
motín.
Tímidamente se empezaron a oír voces increpando a
los cabos 1ª y sargentos que tenían que repartir el racho, que fueron
subiendo de tono, llegando a zarandear a los mandos a la vez que se
pedía a gritos que saliera el teniente de su chabola de mando,
golpeando las marmitas con las cucharas, con gran estruendo.
Buyarifen. Tras la alambrada y el campo de minas.
El teniente Verde salió empuñando su pistola. La
tensión y el peligro que su actitud creaba no sé hasta que punto
hubiera llegado si uno de los sargentos, el sanitario y yo no nos
hubiéramos interpuesto entre el oficial y la tropa, consiguiendo que
guardase el arma y rogándole la adopción de una actitud dialogante,
pues en otro caso la situación podía degenerar en un gran motín, porque
la gente ¡estaba muy harta!.
Me parece que el teniente se asustó y nosotros
pasamos un miedo espantoso. Pero nuestros ruegos fueron “mano de santo”
porque no solo desaparecieron los castigos, sino que se comenzó a comer
mejor y no hubo partes ni represalias, por lo menos mientras aquella
compañía estuvo en el Buyarifen.
Tengo muy grabado –dice Victoriano- aquel día ya que
tras la cena, comenzamos a beber en la cantina y cogí una cogorza de
anís, tal, que me cogieron saliendo de la posición por la puerta del
subelemento en dirección al “Pelotón de la Muerte”. Desde entonces no
lo he vuelto a probar, ni siquiera con el café.{mospagebreak title=El
convoy}
El convoy
Bajada del “convoy” desde el Buyarifen.
Cuando éramos relevados de la montaña quedábamos por
tiempo indeterminado adscritos al Botiquín del Grupo de Tiradores, y
cuando llegó la nueva quinta, íbamos al Campamento, pero no de forma
fija, sino alternándonos.
Una de las obligaciones que teníamos los médicos
cuando bajábamos de la montaña era la de ir con la ambulancia
acompañados por el conductor y un sanitario, bien al campo de tiro o
bien formando parte del convoy que se montaba los jueves y domingos
para abastecimiento de Buyarifen.
En uno de esos convoyes –continua relatando
Victoriano- en los que acompañaba a la compañía que se desplegaba entre
la carretera que subía a la posición del Buyarifen y la playa.
Concretamente aquel día era una unidad de máquinas la que protegía al
convoy extendida por la parte alta y montañosa. En el comienzo de la
subida existía una especie de caseta en cuyo interior había un aljibe
seco y ahí era donde tenía ordenado quedarme con la ambulancia, hasta
que terminado el convoy recibía la orden de retirarme que debía darme
el oficial al mando.
Había comenzado el convoy de suministros temprano,
como de costumbre, pero lo que no sabías nunca era cuando podía
finalizar la misión ya que dependía de la dificultad hallada, algo
imprevisible y aleatoria. Por lo tanto los componentes de la
ambulancia, si no eran requeridos nuestros servicios médicos, nos
entreteníamos jugando a las cartas, paseando por los alrededores,
sentados, etc., a la espera de recibir el aviso de retirarnos.
Aquel día observé que bajaba el convoy pero como el
oficial no nos dijo nada pensé que no habría terminado o que tenían que
volver a subir. Como la orden que se me había dado era permanecer en
ese punto hasta que el oficial al mando de la operación no me diera
otra distinta, continuamos varias horas al acecho de instrucciones.
Sobre las tres de la tarde fui con el sanitario a “explorar el terreno”
–no se olvide que estábamos dentro de la zona ocupada por Marruecos-
comprobando con estupor que no quedaba ni rastro de la compañía a la
que nos había adscrito. La inquietud se agravó al apercibirnos de que
una avioneta, a baja altura, nos sobrevolaba ¡vete a saber con que
intenciones! A la vez que se empezaron a oír voces desde la parte alta
de la montaña gritando ¡Médico, retiraos!
Cuando a la carrera tomamos el camino de vuelta nos
topamos con dos vehículos tipo “comando” repletos de soldados de
Tiradores armados hasta los dientes que iban en nuestra busca y
“rescate”, quienes nos escoltaron hasta el Campamento.
Si allá aislados lo habíamos pasado mal, peor fue el
panorama que me iban pintado según entrábamos en el Campamento. El
oficial de guardia me espetó: Médico ¡qué ha pasado? ¡Buena la has
armado! Pitando para el “Grupo” que te tienes que presentar al Coronel
–nuestro buen “amigo” y tranquilo, Enríquez-.
La verdad es que hasta que estuve ante él y le
saludé con el: ¡A la orden de usía, mi Coronel!, lo pasé muy mal y
temiendo lo peor. No recuerdo si me dejó terminar el saludo. Lo que sí
vi con claridad era la fusta en su mano y en medio del griterío que me
montó creí entender que por mi culpa se había montado un “follón”
grande con los moros. Al mismo tiempo me preguntaba porque no me había
retirado con el resto de la fuerza.
A la puerta del “Grupo” de Tiradores.
He de reconocer –dice el Dr. Gracia- que en la delicada situación en
que me hallaba acerté a salir de ella muy airosamente, al encontrar la
respuesta idónea para la ocasión: ¡Porque nadie me ordenó retirarme y
yo continuaba cumpliendo con la orden de permanecer en el puesto que
tenía asignado!
El Coronel Enríquez continuaba insistiendo en que
tenía que haber visto a los soldados de la compañía que iban
desplegando por la parte baja y el teniente tenía –forzosamente- que
haberme dado la orden de retirarme, a lo que yo, una y otra vez, le
contestaba de que no había visto al teniente ni a soldado alguno en la
zona próxima al puesto de la ambulancia y que no había recibido la
orden concreta de mi superior para retirarme.
Me despidió con un “muy bien, veo que ha cumplido
con su deber. ¡Puede usted retirarse! Todavía alcancé a oírle gritando
y ordenando: ¡Que venga el teniente!... Hace una reflexión en voz baja,
el amigo Victoriano, y remontándose al pasado: ¡Qué “jodios” eran! Se
les ganaba solamente siendo tan militar como ellos. De eso –continua
diciendo- sabe un rato largo Paco Susarte con su especial contienda con
el capitán Quesada.
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