Fuente: La Opinión de Zamora
La experiencia en la mili de un zamorano destinado en el Sáhara Occidental.
Vicente Bueno evoca los diecisiete meses que pasó en la provincia española, entre 1955 y 1956.
Alistado en el Tabor de Tiradores de Ifni, fue testigo de revueltas de los nativos contra el dominio extranjero.
Una gacela, cuya carne era muy preciada por los soldados destinados en el Sáhara Occidental.
Salió de casa el día de San José, «era el santo de mi padre», recuerda
con exquisita memoria. A Vicente Bueno el sorteo de la mili le llevó
hasta El Aaiún, por aquellos años capital del Sáhara español, hacia
donde partió en la primavera de 1955 para alistarse en el Tercer Tabor
de Tiradores de Ifni. Una milicia cargada de experiencias y recuerdos,
ahora reavivados con la revuelta del pueblo saharaui en el mismo
territorio donde este zamorano de Manganeses de la Lampreana realizó el
por aquel tiempo obligatorio servicio militar en la que fuera provincia
española.
«La verdad es que en la mili yo lo pasé bien. Estábamos muy tranquilos y
como éramos pocos (los llegados de España) nos trataban bien los jefes,
no te reñían», confiesa Vicente. Peor fue el agitado viaje en el
«Vicente Puchol», el navío en el que embarcaron los soldados desde Cádiz
camino del África Occidental. «Allí vino la hecatombe. Tú veras, once
días metidos en un cacharro de esos».
Y no porque la travesía al otro continente fuera tan larga. En realidad
no se alargaba más de cuatro días y cuatro noches; lo peor llegó cuando,
preparados para desembarcar en las lanchas -«porque aquello era playa
abierta, no había muelles ni nada»- y a escasas millas de la costa, el
barco quedó anclado tras desatarse un temporal que les metió el susto en
el cuerpo. «Eran olas tan grandes y tan profundas que no podíamos bajar
a las lanchas porque las daba la vuelta. Y allí estuvimos siete días
hasta que aquello amainó».
Tan intensa fue la experiencia
que el soldado Bueno reparte los recuerdos entre la atribulada travesía y
los quince meses que se tiró a las puertas del desierto viviendo en
carne propia alguna escaramuza, protagonizada por los nacionalistas
marroquíes.
¿Qué hacían en el barco?. «Pues estar echado, no
podías hacer otra cosa». Eso sí en un suelo duro, nada placentero y
alimentándose por la mañana con un café «que era agua de castañas» para
llenar más tarde el estómago a base de garbanzos cocidos con agua salada
«y acaso una miaja de hueso». Gracias al petate que llevaron de casa.
«El chorizo del pueblo nos dio la vida, cuando salíamos del barco ya no
teníamos nada».
La llegada a tierra era otra historia. Todo
un mundo se abría para el casi centenar de soldados destinados en el
territorio por entonces español, tres de ellos zamoranos que por
primera vez pisaban las dunas del desierto. A Vicente, rubio y de tez
clara, aquel sol le jugó una mala pasada; en un ocasión sufrió tal
acaloramiento que las ampollas llamaron la atención de los mandos.
«Cuando me vio el capitán me dijo "chico vete al botiquín y cúrate eso".
¡Y las piernas!. Las tenía coloradas, coloradas». Nada que ver con la
recia campiña castellana desde donde había partido el soldado con 22
años en un tren «largo largo lleno de militares» camino de Cádiz.
El
Aaiún era otra cosa. Un campamento dominado por militares nativos
-había mil y pico frente a 86 españoles- con los que mantenían una
cordial relación. «La convivencia con ellos era buena, no se metían con
nadie», recuerda sobre el ambiente en el Tabor (batallón), muchos eran
sargentos o tenientes que habían luchado en la Guerra Civil. «Es que
allí un soldado podía tener a lo mejor veinte reenganches. Así que se
tiraban años y años». Y solían hacer las guardias, excepto en la fiesta
del Cordero y el Ramadán, tan sagradas para los musulmanes que obligaban
a tomar el relevo a los soldados llegados de la península.
A
Vicente le valieron diecisiete meses -desde marzo de 1955 hasta agosto
de 1956- para atesorar un imborrable recuerdo de El Aaiún, cuya Plaza de
España concentraba la actividad social y comercial del pueblo en el
gran zoco con puestos, jaimas y tiendas, también bares donde «en lugar
de vino te daban te o chocolate». El alcohol se reservaba al bar del
cuartel donde todavía se recuerda la cerveza «La Tropical» con la que
saciaban la sed por poco dinero. «Las había de litro y cogíamos una
botella para cuatro o cinco, te sentabas en el bar y como en el Tabor
había granja te daban un huevo, el panecillo y con la botella por 1,50
merendabas». Era un ambiente de camaradería. Para lo bueno y también
para los aprietos. Como cuando llegaban las tormentas del desierto, el
temible siroco, una espesa nube de polvo rojo del Sáhara que obligaba a
«cerrar puertas y ventanas; se metía la arena por todos los sitios y
cubría todo el suelo».
Adversidades al margen, los
milicianos llevaban una vida bastante tranquila. Por la mañana
instrucción y por la tarde un rato de clase. Hasta que un día la cosa se
revolvió. Empezaron a proliferar los incidentes nacionalistas. «Se
conoce que ya andaban con lo de la independencia». Marruecos quería el
Sáhara occidental español y los soldados llegados de la península
ibérica tuvieron que emplearse en aplacar escaramuzas que les pusieron
en más de un aprieto. «Me acuerdo una mañana en una marcha viniendo de
misa que nos acorralaron mujeres y niños gritando "españoles cabrones
marcharos esto ser nuestro", se logró sostener la cosa porque los jefes
tenían paciencia y los controlaban».
En el año 1955 los
soldados fueron testigos del descontento de la población. «Lo que ha
pasado lo sabíamos porque el nativo que no estaba en la mili o no era
policía se moría de hambre. Si nosotros no hacíamos una mala faena
porque nos arrestaban, ellos no la hacían porque les incendiaban.
Algunos iban al bidón de las sobras por la noche a pillar lo que
podían».
Con la misma lucidez, Vicente Bueno recuerda la
encendida reacción de la población cuando fue ascendido a capitán
general de Canarias el entonces teniente general Mohamed Ben Mizzian, el
único musulmán que alcanzó tal grado en el Ejército español. El ascenso
debió subir la moral de los nativos a los que se oía gritar «Franco y
Mizzian ser iguales».
Aquellas insurrecciones obligaron el
servicio de los soldados en El Aaiún. «Nos dieron en sacar para unos
sitios y para otros. A Tan Tan, a Cabo Juby, a Villa Cisneros. Eran los
mismos policías moros los que se levantaban». Vicente Bueno formó parte
del contingente de catorce soldados y un sargento al mando destinados a
un destacamento de Tan Tan para neutralizar una de esas refriegas.
«Estuvimos 72 horas con las cartucheras puestas y el teniente nos decía
"no os durmáis muchachos" o "si veis que bajan los policías, no les
dejéis llegar aquí"».
Había que ponerse a la defensiva. «Me
acuerdo que había un camión viejo y lo enfocábamos hacia la puerta por
la noche para que si venían a atacar nos sirviera de parapeto. Al final
aquello ya estaba muy revuelto».
Empezó a llegar tropa a Tan
Tan; hasta «metieron una Bandera de la Legión en nuestro cuartel» y
también llegaron los paracaidistas de Alcantarilla (Madrid). Al igual
que era toda una audacia desembarcar en aquellas playas montaraces, no
menos aventurero resultaba aterrizar sobre improvisadas pistas a orillas
del océano Atlántico; «se encendía un montón de paja y por el humo se
guiaban», relata Vicente Bueno con suma clarividencia.
La
revuelta contra el dominio extranjero había prendido pero otros tomarían
el relevo. En agosto de 1956 el ya licenciado soldado Bueno volvió a
casa después de 17 meses en el Sáhara occidental.
Vicente
Bueno guarda con mimo la envidiable colección de fotografías que
inmortalizan el servicio militar en El Aaiún. No son muchos los soldados
de aquella época que puede presumir de un archivo gráfico tan
detallado. El privilegio tiene una explicación: un compañero veterano de
Zamora aficionado a la fotografía dejó constancia de una experiencia
sobre la que Vicente prefiere hablar de puertas para adentro. Algo
reticente al principio en contar sus «batallas de la mili» a la prensa,
ya metido en harina el hombre se muestra encantado de bosquejar una
vivencia inolvidable que ha refrescado con las revueltas del pueblo
saharaui en los campamentos de El Aaiún. En el rosario de recuerdos
aparecen paisanos allí destinados como un voluntario veterano de San
Martín de Valderaduey, ya fallecido. O algún compañero de Aliste; «de
San Vitero o por ahí». Nada es igual 54 años después.
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