Fuente: Magazine EL MUNDO, nº 278
HISTORIA/ Militar y amigo de las tribus
Se llamaba Antonio de Oro y fundó El Aaiún cuando el Sáhara era un territorio inexplorado. Fue uno de los militares españoles más sobresalientes de
su época. En 1934, con 30 años, ocupó Sidi Ifni
cumpliendo órdenes del Gobierno de la República.
Más tarde cumpliría su gran sueño: fundar una
verdadera ciudad en El Aaiún, adonde llegó con el
objetivo de compartirla con los saharauis, a quienes consideraba sus
legítimos habitantes. Entre sus grandes amigos se encontraba el
venerado Sultán Azul.
Para el capitán De Oro el viaje había
sido largo y, como en otras ocasiones, fatigoso. Si hubiera podido
conocer el futuro, se hubiese contemplado, a él y a sus
compañeros, como a los protagonistas de una película de
aventuras en el desierto. El viejo Ford de ocho cilindros era el
típico vehículo que habría hecho las delicias de
Indiana Jones o del galán de una cinta como El paciente
inglés. Además, curiosamente, el desierto y el mar son
dos espacios románticos por naturaleza, cada uno en su estilo,
pero los dos con algo en común: el desplazamiento de las olas o
las dunas, impulsadas por el viento, como grandes y mudas oraciones a
un Dios lejano.
Se sentía inquieto. Desde luego, no era hombre dado a
visiones románticas de la existencia. Por lo menos en las formas
más superficiales del romanticismo. Y tenía motivos para
no serlo. Herido dos veces de gravedad en las campañas de
África, recién salido de la Academia Militar de Zaragoza,
cuando apenas contaba con algo más de 20 años,
conoció muy pronto la dureza de la vida militar. Y
aprendió que en la guerra, en aquella guerra de francotiradores
y de enemigos que jugaban a favor del terreno, que aparecían y
desaparecían como relámpagos sin trueno, había
poco espacio para el romanticismo o, al menos, para el romanticismo
como versión edulcorada de la realidad.
Él, a quien muchos todavía
conocían como el capitán De Oro, el mítico
capitán De Oro que en 1934 había ocupado Sidi Ifni a las
órdenes del coronel Capaz, obedeciendo instrucciones del
Gobierno de la República, se sabía inquieto y
conocía los motivos de su inquietud.
Hubiera discutido con Bertolucci, si hubiese llegado vivo hasta
nuestros días, si la enfermedad y la muerte no le hubieran
estado aguardando en silencio en una cita trágica e inevitable.
Nada de El cielo protector, nada de majaderías por muy basada en
textos de Paul Bowles que estuviera la película del italiano.
En el Sáhara el cielo no es protector. El cielo es el enemigo.
El cielo es el destructor. ¿El cielo o el sol? Los dos. El
cielo, y el sol que todo lo abrasa y todo lo destruye. Eso es,
ahí está el miedo, ahí está el motivo de la
inquietud del capitán De Oro.
Porque hace años que acaricia la idea. Y ahora piensa que ha
llegado el momento de darle consistencia. Hace años que
sueña con crear una ciudad de nuevo cuño, una capital
para estos territorios en la que sus habitantes encuentren acomodo y
remedio frente a los sinsabores de la existencia nómada. Un
lugar donde los niños puedan ir a la escuela y los viejos
sentarse a las puertas de sus casas cuando la noche hace llegar la
brisa marina y el descanso, por fin, se hace posible.
Pero es difícil crear ciudades en el desierto. El calor lo
arruina todo. Antonio de Oro no puede olvidar el fracaso del Chej Ma el
Ainin, que intentó acomodarse a una vida sedentaria y
mandó construir, en el margen del Uadi Uain Seluán,
viviendas e instalaciones religiosas. Una especie de complejo, como
diríamos hoy, con fortaleza/residencia y mezquita incluida. Sin
embargo, y pese al prestigio de Ma el Ainin, al margen de un reducido
grupo de sus seguidores, nadie se mostró interesado en seguir su
ejemplo.
Es verdad que las caravanas de comerciantes le hacían regalos de
sal, telas y comida al pasar por Esmara, que éste es el nombre
que le dio a su proyecto de ciudad. Pero también es cierto que
algunos años después, por diferentes motivos incluido su
enfrentamiento con los franceses, tuvo que abandonar su
propósito y encaminarse hacia las tierras más feraces de
Tizniz, en las últimas estribaciones del Anti-Atlas, donde
murió y fue enterrado en 1911.
El capitán De Oro se sabía minúsculo frente al
silencio y la inmensidad sahariana. Dudaba de la conveniencia de sus
intenciones, del sentido de las mismas. Su experiencia en el desierto y
su “instinto africano” –que le había hecho
dominar el árabe y el hasanía y comportarse como uno
más de los habitantes del Sáhara– le recomendaban
extremar las precauciones sin dejarse llevar por un voluntarismo ajeno
al sentido práctico de las cosas. Pero, al mismo tiempo, en lo
más íntimo de su corazón, se consideraba, casi sin
darse cuenta, como un saharaui más, un amante de aquella tierra
descarnada en la que tanto había por hacer.
En realidad, pensó, no era necesario darle muchas vueltas al
asunto. En aquel lugar, en el mismo sitio donde había montado su
jaima, habían acampado en ocasiones miembros de la tribu de los
Izarguien. En aquel enclave de la baja Saguía, poco antes de la
faja de dunas que la cruza y la aparta del mar, conocido por los
saharauis como Aaiún Medlech, aparecían indicios de una
vida lejana y seminómada, probablemente a cargo de miembros de
la cabila de los Ulad Besbaá, que llegaron a dominar
temporalmente el desierto gracias a las armas de retrocarga que les
proporcionaban los comerciantes europeos de Dakar.
No había que darle tantas vueltas a las cosas. Era mejor actuar
con decisión y eficacia. Ahora se trataba de dormir, reparar
fuerzas y volver lo antes posible con los medios necesarios para poner
en marcha su proyecto.
El nacimiento de la ciudad. Después, todo fue
rápido. Se proyectó pasar una pista en dirección
norte-sur que atravesara el Sáhara, para unir Cabo Juby con
Villa Cisneros. El capitán De Oro, que alcanzó en
aquellos destinos africanos el grado de teniente coronel, se puso al
frente de la nueva expedición acompañado de varios
oficiales y zapadores y, tras dar orden de voladura de diversos
obstáculos rocosos, estableció en el borde sur de la
Saguía un destacamento de policía territorial. Poca cosa:
tres pequeñas casas de piedra y barro, techadas con palos de
taraje de la Saguía y un poblado de jaimas.
El resto es historia conocida. El comandante Galo Bullón, uno de
los mejores amigos y colaboradores de Antonio de Oro, dejó
constancia escrita de la fundación de El Aaiún (a finales
de 1938), en los siguientes términos: “La clara
visión de los asuntos saharianos del teniente coronel De Oro,
primer jefe bajo quien estuvo el gobierno de los territorios de Ifni y
del Sáhara, hizo que se designase El Aaiún para algo
más que un lugar de paso hacia el sur o un destacamento de
tropas de policía”.
Se le dio ayuda a los nómadas establecidos para que no tuviesen
la necesidad de abandonar el lugar en busca de nuevas zonas de
pastoreo, con la consiguiente dejación de los incipientes
cultivos. Se realizaron trabajos de alumbramiento de aguas y surgieron
manantiales de agua dulce en la orilla sur y de aguas salobres en la
orilla norte. Se llevaron arados, se roturaron tierras, se
inició una granja avícola y se plantaron los primeros
frutales.
La tierra se mostró generosa. El agua,
prácticamente inagotable, procede de filtraciones de lluvia en
una grandísima extensión, que se filtra desde la capa
superficial hasta la capa impermeable, quedando allí a modo de
manta subterránea, sin evaporarse, y saliendo al exterior por
los manantiales abiertos por la mano del hombre.
El lugar hizo honor al nombre, Aaiún, las fuentes, lugar de
manantiales; así debió haber sido en tiempos
pretéritos, a juzgar por los restos de palmeras que aparecen al
roturar parcelas junto a la Saguía.
Muy pronto, en fin, se establecieron almacenes de sociedades al por
mayor, se creó como consecuencia un barrio comercial y la
pequeña granja avícola inicial se transformó en
una granja de experimentación que servía para impartir
clases de agricultura y ganadería modernas, puesto que contaba
con gallinas, vacas y porquerizas. Se pusieron en marcha varias
escuelas españolas, una Escuela de Artes y Oficios, y se
construyó un hospital… Y todo esto sólo seis
años después de la ocupación de El Aaiún
por Antonio de Oro.
También, para impulsar la incipiente sedentarización, se
designó El Aaiún como campamento principal de nuestras
fuerzas y sede del Gobierno de una parte del territorio. Así, se
establecieron las bases administrativas que iban a requerir muy pronto
la presencia de funcionarios y se atendieron las peticiones de los
indígenas que se decantaban por las viviendas estables frente
sus jaimas tradicionales.
A conciencia. Se realizaron planes de urbanismo,
diseñando varios modelos de vivienda cuya construcción
pudiera llevarse a cabo por los propios saharauis. Se construyeron
cuatro hornos de cal que funcionaban sin interrupción y se
buscaron las mejores piedras de los alrededores, excluyendo las
salitrosas para que las paredes no rezumaran salitre, al tiempo que se
traían de Canarias las maderas necesarias para la
construcción de puertas y ventanas y se ofrecían
contratos interesantes a maestros albañiles, los cuales
podrían enseñar el oficio a los naturales del
país.
Aún alcanzó Antonio de Oro, gobernador de los territorios
del África Occidental Española desde 1938, a ver los
resultados parciales de su labor. Pudo contemplar con sus ojos
cómo cada día era mayor el número de saharauis
urbanos, propietarios de sus viviendas, buenos cultivadores de
pequeños huertos familiares, incipientes comerciantes con
mercancías que llegaban de Canarias o de Cabo Juby, e incluso
arrendadores de algunas viviendas de su propiedad destinadas a tal fin.
A él, aquellos resultados le llenaban de orgullo. Tanto que
empezó a sospechar que la capitalidad de El Aaiún
iría para largo, que resistiría los embates del tiempo y
la desidia y que, dado el creciente número de habitantes que
poblaban sus calles, sería útil para la vida de aquellos
seres humanos con cuyos problemas y necesidades se identificaba sin
esfuerzo.
El desierto, que había recorrido tantas veces a lomos de
camello, vestido con burnús o derraha y tapando sus facciones
con el largo turbante saharaui, se rendía a sus proyectos. Era
un Lawrence de Arabia español cuando en España apenas se
sabía quién era el oficial inglés que
organizó a los árabes en su rebelión contra el
Imperio otomano.
Un genuino hombre de las dunas para quien el mayor placer
consistía en compartir la inmensidad del desierto con sus
legítimos y primeros habitantes. Compartir el agua de los oasis,
el frío de las noches, el primer calor del amanecer.
Recordaba sus conversaciones en Esmara con el Sultán Azul, al
que le unía una gran amistad y que al principio puso en duda la
viabilidad de sus intenciones. Y se sabía hermano de los hombres
azules, de los hijos de las nubes, como se llamaban a sí mismos
los habitantes del territorio por su continuo deambular en pos del agua
dulce.
Escribía a diario con su máquina de caracteres
árabes, perfeccionaba sus conocimientos de hasanía, el
árabe dialectal común entre los habitantes del desierto
y, fruto de sus conocimientos, llegó a publicar un libro sobre
las diferencias entre el hasanía y el árabe que se habla
en Marruecos, una gramática, vamos, en la que se trasluce la
pasión de un autor enamorado de la cultura saharaui.
Hasta que, de pronto, el día 28 de diciembre de 1940, le
llegó el momento de cumplir con la cita indeseada. Y el Lawrence
de Arabia español, el joven oficial que dedicó su vida a
África, encontró la muerte en Tetuán
víctima de una repentina y letal septicemia [proceso infeccioso
a través de la sangre] que un par de años más
tarde hubiera podido curarse con la simple administración de
antibióticos.
Pero allí y entonces todo acabó para él. Todo se
volatilizó como si del sueño más ligero se hubiera
tratado. Como si todos los esfuerzos hubieran sido la sombra de un
viento errabundo y absurdo. Aunque los niños de El Aaiún,
ajenos a la tragedia, hicieran aquel día sombrío, con sus
risas y sus juegos por las calles de la ciudad, el mejor homenaje a su
memoria.
Recuerdos de una viuda de 94 años
Pepa López Bastos, la viuda de Antonio de
Oro, vive en Málaga con 94 años muy bien llevados.
Lúcida y de conversación amena, conserva intactos los
recuerdos de una historia de amor que tuvo como escenario lugares tan
exóticos, entonces y ahora, como Cabo Juby, Ifni o Villa
Cisneros.
“Una historia de amor, sí, desgraciadamente corta. Desde
que nos casamos en Granada, en 1935, hasta la muerte de Antonio, en
1940, pasó muy poco tiempo. Y el poco, pasó
volando”.
“Fueron años intensos y de situaciones extremas para los
hombres y las mujeres, al menos las que no queríamos quedarnos
en casa con la pata quebrada”.
Cuenta la labor de su marido en el Sáhara, a partir de 1937,
cuando fue nombrado gobernador general de los territorios
españoles del África Occidental. “Antonio era un
enamorado de África y de la cultura árabe. Fue un
estudioso del idioma, que llegó a dominar a la
perfección, y también del hasanía”.
Pero fue, sobre todo, más que un teórico, un practicante.
A él, aunque llegase a tener cargos de la máxima
relevancia en plena juventud, nunca se le cayeron los anillos por tomar
el té sentado en el suelo de una ‘jaima’ con sus
amigos saharauis, o por vestirse con ropas propias de los
“hombres azules” y montar en camello para adentrarse en el
desierto.
Hablamos del carácter de un hombre poco hablador, según
quienes lo conocieron. “Bueno, en principio era más bien
reservado. Pero con los amigos era muy afable, cariñoso e
incluso divertido. Además, era un hombre valiente, con un valor
sereno que transmitía tranquilidad en los momentos de
incertidumbre. Se sentía entre los saharauis como en familia. Y
creo que la comprensión era mutua, porque ellos le mostraban una
consideración que excedía los límites del respeto
oficial. Su obsesión era construir escuelas, hospitales y llevar
hasta el desierto los adelantos de la época. En ese aspecto fue
un gran romántico aunque él, si me oyera, seguro que
afirmaría lo contrario”, recuerda su viuda.
“También era una persona austera”, prosigue,
“cosa que nos vino muy bien para vivir allí porque, aunque
en razón de su rango disponíamos de un avión y un
coche oficial para nuestros desplazamientos, la vida era tan sencilla
como el propio desierto, bien que llena de sucesos interesantes que no
dejaban lugar al aburrimiento. Yo a veces pienso, cuando veo la
cantidad de objetos que nos rodean hoy día y el aburrimiento, la
frustración y la tensión que manifiesta la gente, que
realmente la paz de espíritu no se encuentra acumulando
cachivaches sino teniendo objetivos vocacionales, cumpliendo tareas que
impliquen calidad humana. Y creo, cuando recuerdo aquellos años
maravillosos de aventuras y juventud, que ésa fue una de las
muchas lecciones que el desierto del Sáhara nos facilitó
a mí y a mi marido”.
La capital del Sáhara hoy
Mucho ha cambiado la antigua provincia
española del Sáhara Occidental, cuya
administración España cedió a Marruecos y
Mauritania en 1975. Con una población constituida
fundamentalmente por emigrantes marroquíes, que ronda las
150.000 personas, El Aaiún continúa siendo la capital del
Sáhara, su ciudad más desarrollada.
Los yacimientos de fosfatos de Boukraa, situados a 100
kilómetros al sudeste de la ciudad, representan junto a las
actividades pesqueras su mayor fuente de riqueza. Tratados y
enriquecidos en la planta de El Mersa en El Aaiún/playa, los
fosfatos se exportan en cantidades aproximadas a las 200.000 toneladas
anuales y significan el mantenimiento de más de 2.400 puestos de
trabajo.
En cuanto a la pesca, que se compone de 689 unidades operativas, da
trabajo a 7.000 pescadores y alcanzó en 1998 la cifra de 309.207
toneladas de pescado, en las que se incluyen las aportadas por los
puertos regionales de Tarfaya y Bojador.
Claro que, de la mano de la pesca, también se ha ido creando en
El Marsa, la zona portuaria de El Aaiún, un complejo industrial
que consta ya de 18 unidades empresariales y en el que se producen
congelados, harinas de pescado, conservas, etcétera.
Un sector agrícola de modestas dimensiones y el incipiente
desarrollo turístico, que las autoridades marroquíes
tratan de potenciar, unido a las ventajas fiscales de la zona, han
hecho posible, junto a las actividades productivas ya mencionadas, el
florecimiento de una actividad comercial que emplea ya al 25% de la
población activa.
El mítico explorador. Imagen del teniente coronel De Oro,
ataviado con la vestimenta típica saharaui. Llegó a
escribir una gramática del hasanía o dialecto
árabe del Sáhara atlántico.
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