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Verano de 2008: viaje en moto hasta Sidi Ifni Imprimir E-Mail
Colaboraciones - Manuel Jorques Ortiz
viernes, 20 de marzo de 2009
Índice del Artículo
Verano de 2008: viaje en moto hasta Sidi Ifni
Tanger
Agadir
En camino hacia Ifni
¡Una suerte loca!
El puzzle de los recuerdos
De paseo
Mis impresiones
El regreso

En camino hacia Ifni

Terreno desértico pero con signos de civilización.

Terreno desértico pero con signos de civilización

image016.jpg
El océano Atlántico y mi "primer" camello
 
Tabelcut y sus antiguas murallas
Tabelcut y sus antiguas murallas
 
image020.jpg
 Mapa de Ifni correspondiente al año 1.958
A partir de este momento es cuando voy a comprobar las bondades de la máquina que conduzco, ya que, efectivamente, se ha terminado la pista bien asfaltada y me adentro en un camino de firme irregular que va empeorando progresivamente. Casi no existe circulación rodada y empiezo a ver, en algunos trechos, nativos cabalgando en borriquillos de un tamaño menor a los que antiguamente se veían en los pueblos españoles.
 
Todo es pobreza y monotonía hacia el interior, salpicada de alguna escuálida palmera y altaneros arganes, de gran tamaño. Ocasionalmente, a mi derecha según desciendo hacia el sur, llego a vislumbrar el azul del océano.

Es tan sobrecogedora, por momentos, la soledad en la que me encuentro, que al otear una nube de polvo en la lejanía, por si se trata de un vehículo, decido acelerar para comprobar de que se trata, alcanzando a un todoterreno destartalado, del que no me despego en varios kilómetros, porque me parece que esa visión es una compañía nada desdeñable. De esta forma sigo, a distancia prudencial, hasta que tiempo después se desvía por otro camino y quedo nuevamente a solas hacia mi destino.

Como todo en la vida tiene un final, también este polvoriento camino que tomé en Agadir, parece que va a concluir, pues empiezo a cruzarme con más asiduidad con alguna gente que saludan amablemente al motorista. Parece que algún poblado estaba cerca y, efectivamente, pude entrar en el que fue, durante la colonización española, el pueblo fronterizo de Tabelcut. Aquí, en aquellos lejanos tiempos, existió una aduana fronteriza con el Protectorado francés, por el que bajo la vigilancia de la Guardia Civil transitaban las personas y mercancías, y por el orden público velaba la Policía Indígena de la que años después mi padre (a pesar de ser europeo) formaría parte. Por mis lecturas se que en esta población, cuando la guerra desencadenada por Marruecos en Noviembre del año 1.997, hubo muertos, heridos y prisioneros, policías españoles que estuvieron cautivos durante dieciocho meses.

Tengo en mi poder un viejo plano del que fue territorio español (que consulto) según el cual la distancia que me separa hasta la que se le llamó “la Ciudad de las Flores” es de tan solo 33 kilómetros, pero puedo dar fe de que es trozo más infame de la ya de por si pésima carretera. Afortunadamente discurre paralela al mar y me permite desviar la vista, de vez en cuando, hacia mi derecha para extasiarme en la contemplación de una masa de agua, muy azul, en la que se reflejan los rayos del sol que, a estas horas, es intenso. Al parar con objeto de contemplar con mayor detenimiento tan bonito espectáculo, tras desembarazarme del casco, los pulmones se me llenan de un aire salino que reconforta.

Tampoco está demasiado transitado este tramo de vía en el que solo he visto otra motocicleta parecida a la misma, cuyo conductor, sin parar, me ha saludado con gesto amable e interrogante, por si necesitaba ayuda, sin duda.

 



 
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