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Memorias de un policía de Sidi Ifni (II) Imprimir E-Mail
Colaboraciones - Manuel Jorques Ortiz
domingo, 19 de abril de 2009

OTRO CAPÍTULO DE LA “MILI” DE JOSEP

Al pie de este edificio se instaló el Campamento
Al pie de este edificio se instaló el Campamento
Hemos dejado al amigo Josep Carrera, el ilerdense metido coyunturalmente a policía en el Sidi-Ifni de 1.960, a punto de recibir la “verde” y reintegrarse a la vida civil, para el cultivo de aquellos fértiles campos de regadío de la comarca del “Segriá” catalana, de los que había sido arrancado entre los sollozos de la madre y la lagrima furtiva del padre, para cumplir su deber con la patria común de todos los españoles. Ahora vamos a conocer cómo fue su Campamento Marzo-Junio de 1.959) y que tal lo pasó en ese duro periodo, en el que un sencillo agricultor debía convertirse en un agente de la autoridad, en todo un policía, para mantener el orden público y la paz social. 

EL CAMPAMENTO DE RECLUTAS

El reemplazo de 1.959, tercero en el que soldados españoles iban a nutrir las filas de un Cuerpo profesional como era el de la Policía Indígena, casi desprovisto de nativos tras la guerra de 1.957-58, fue instruido por monitores propios, en un campamento montado en la misma playa de desembarco, dominada por el edificio de la Marina, al que primeramente accedieron aquella “hornada” de reclutas para la consabida limpieza general y entrega de la ropa de militares y las mantas, antes de irlos ubicando en las chabolas (quince en cada una), en las que empezaron a conocer a los veteranos instructores, con sus uniformes y correajes, con cara de “poco amigos”, que a gritos y con malos modos y bofetadas les fueron enseñando los fundamentos de la disciplina de la que todos carecían, cuya primera lección era ponerse de pie y firmes cuando entrara en la chabola un superior, y como al momento de salir volvieran a entrar y los hubo que se levantaron con lentitud, éstos recibieron nuevos “tortazos”. No había duda de que había empezado la mili y que un recluta no era nadie; incluso a uno que llevaba bigote se lo hicieron afeitar en el acto. Con el plato de aluminio y la cuchara que se les facilitó había que comer por parejas, en el suelo. A uno le ponían dos raciones del primer plato y al otro las del segundo, y buscando a un compañero para compartirlos, encontró el que iba a ser uno de sus mejores amigos en esta vida: Juan-Antonio Romero Alañón, madrileño. 

La chabola, durante el Campamento, es el punto de calma y sosiego, en el que apretados como sardinas, quince jóvenes y su cabo instructor tienen que pasar todas las pocas horas libres y las escasas de sueño. Allí se habla de todo lo divino y humano y el instructor viene a ser como un padre, duro e inflexible, que sabe mandar y aconsejar. El que les tocó en suerte era de Sant Boy (Barcelona), que les insistió mucho en no relajar nunca la disciplina. Dormir la primera noche (después uno se acostumbra) con aquel concierto de ronquidos no es nada fácil y la noche resulta muy corta pues a las seis de la mañana, suena la corneta con el toque de “diana”, y los instructores van de una a otra chabola, insultando, gritando, blasfemando de tal forma, que una vez más el recluta interioriza que es el “último mono” en aquel lugar al que han llevado a la fuerza. 

La instrucción militar y policial en el Grupo era de una dureza casi inhumana, y si el pelotón al que te adscribían durante todo el Campamento lo mandaba el sargento Blanco, sabías que no ibas a tener un momento de tranquilidad. No es que ese sargento fuera peor que los otros, ya que se les podía poner en el mismo saco, sino que su vocabulario era especialmente sucio y su “manía” hacia los catalanes rayaba en lo esperpéntico. Aquella quinta la tomó con un tal Payarols al que no dejó respirar tranquilo ni un minuto durante más de dos meses. 

Un anfibio cargado de reclutas
Un anfibio cargado de reclutas.
Tras el inicial desconcierto del desembarco y una vez que el recluta se va acostumbrando a la vida de campamento, se da cuenta de su soledad pese a estar entre tanta gente de su misma edad. Al carecer de amigos se empieza a indagar sobre el paradero y destino de aquel primer compañero (Izquierdo) que subió al tren en Valencia hasta dar con él: Resultaba que había ido a parar al Hospital ya que en la revisión médica de Cádiz habían observado “algo raro” y lo tenían a examen. Grave debió ser su caso ya que la última noticia que se pudo conocer fue la de su repatriación. Hay personas, amigos, que pueden dejarle a uno una huella imperecedera a través de los años, pese a no haber compartido tu vida con él durante muy pocos días; es como una estrella fugaz, muy bella, contemplada durante una noche especial, que se te reproduce a lo largo de tu vida y que, en consecuencia, nunca muere. 

Casi todos los mozos que se incorporaban a filas, en el lugar de destino (aunque fuera tan lejano como Sidi-Ifni) tenía un “veterano” que era de su pueblo o conocido de algún familiar y Josep no iba a ser una excepción. Se llamaba el contacto en cuestión Salvador Valls, proveniente de la Huerta de Lérida, que estaba “enchufado” en la Plana Mayor de la Policía, como escribiente, con quien ya habían contactado, por carta, tranquilizándolos respecto a la calma que reinaba en el Territorio, lo que les había sosegado mucho. Salvador no le pudo “salvar” por la sencilla razón de que Josep no sabía escribir a máquina ni tenía nociones contables, lo que le condenaba a ser “carne de cañón”, sin poder refugiarse en alguna de las muchas oficinas que había en Ifni; eso sí, le deseó suerte, se encogió de hombros y no lo volvió a ver.

Cuando el pivote en el que se ha tenido la esperanza de servir de apoyo, se hunde, parece que la tierra se abra a nuestros pies; pero como la vida (y el Campamento) no se detienen, antes de reaccionar se encuentra el recluta ante el Cabo 1º Rey, que le vuelve a la realidad cotidiana. Este personaje, de escasa estatura física y moral, dotado de una agresividad patológica, hacía notar permanentemente su presencia a base de bofetadas, que distribuía por doquier. Tan desagradable individuo era un residuo del inhumano Ejército Colonial español que perduraba en la mitad del siglo XX, para desprestigio de una nación civilizada, vivía en el propio campamento, en una chabola situada en una esquina, y los domingos, que en teoría debían dedicarse al descanso, y no acudían otros mandos, se consagraba a una de sus diversiones favoritas (tenía varias): Llamaba a grandes gritos a los reclutas de un determinado grupo de chabolas para que salieran a formar y cuando el rebaño se hallaba mansamente en la posición de firmes iba entrando a las tiendas de campaña y sacaba a patadas y bofetadas a los remisos o poco veloces, a los que agrupaba a su alrededor, para que le espantaran las moscas, para hacerle aire abanicándole con los gorros y cualquier otra grosería que se le pudiera ocurrir para menoscabar e, incluso, anular la dignidad que como personas tenían los reclutas. Ante tales castigos resulta evidente que cuando sonaba la voz de “¡un recluta!” salían todos como torpedos aunque, por la estrechez de la puerta, siempre había algunos que llegaban en último lugar, con los que se ensañaba. Para mayor satisfacer su sadismo y aumentar la ansiedad de los soldados, en otras ocasiones seleccionaba al primero en salir de la chabola, y éste era quien recibía las patadas y bofetadas. El cabo 1º Rey debía ser un futbolista frustrado ya que, en ocasiones, se le ocurría montar un partido en el patio del campamento, eligiendo a 21 reclutas (él sumaba los 22 necesarios) y así los hacía correr hasta que se cansaba y bruscamente daba por finalizado el encuentro y los mandaba a las chabolas. ¡Patéticos domingos por la tarde! En aquel campamento de reclutas del Grupo de Policía “Ifni nº 1” no había tiempo para el merecido descanso mental y físico. 

Al sargento Blanco y cabo 1º Rey, los complementaba durante el periodo de instrucción, un sargento 1º apellidado Rubio (como se ve, los había de todos los colores), hombre de baja estatura, muy grueso, veterano de la Guerra Civil, de la División Azul y de cuantos conflictos armados había participado España, de los que se trajo el vocabulario más obsceno que se pueda imaginar, con el que adornaba sus explicaciones teóricas del armamento, por lo que un tema tan aburrido lo convertía en ameno, e, incluso, agradable. ¡Ah!, el sargento 1º Rubio, a diferencia de sus compañeros, era una buena persona. 

Desfile de l Jura de Bandera (Policía)
Desfile de l Jura de Bandera (Policía).
Algunos días aparecían por allí los tenientes Lorite, Zayas y Cuevas, e incluso el comandante en jefe de la Policía (Sr. Mena) se dignó en una ocasión visitarles a la hora de la comida y les pudo observar como lo hacían, sentados en el suelo, por parejas, compartiendo platos, de lo que no se libraban ni los veteranos instructores. Es posible que se avergonzara (si era capaz de tal sentimiento) pues no volvió más, y tan solo lo vieron el día de la Jura de Bandera. 

Hemos apuntado anteriormente la soledad del joven arrancado de su entorno familiar, costumbres e incluso lengua (como es el caso de los catalanes), aunque se halle dentro de un numeroso grupo de chicos de su edad, por lo que siempre se procura acercarse a aquellos que por afinidad tienes por más cercanos: Salvador Carreras, de Lérida capital, oficinista, que al terminar el campamento lo colocaron en el Estado Mayor (un privilegiado, gracias a sus estudios), y Genaro Carrillo, de Torregrosa (Lérida), pastor de ovejas, que no sabía leer y escribir, por lo que se hallaba aislado e incomunicado con su familia, a consecuencia de su analfabetismo, que pese a haberse casado diez días antes de presentarse a filas (de “penalti”, ya que la novia estaba embarazada), como también eran iletrados los padres y la propia esposa, era imposible cartearse. No hay que olvidar que como decía Teresa de Calcuta, una de las grandes enfermedades “es no ser nadie para nadie”, en la que no solo podía encuadrarse a Genaro sino a todos los infelices reclutas de Ifni. 

En condiciones tercermundistas
En condiciones tercermundistas.
Este punto (la falta de la mínima instrucción primaria) nos lleva a la reflexión de la ineptitud de los mandos del Ejército, que al enviar obligatoriamente a mozos de reemplazo a un cuerpo profesional (equivalente en Ifni a la Policía Armada o la Guardia Civil) no realizara una selección de aquellos que podían ser más aptos para asimilar las rápidas enseñanzas que se impartían a los policías, y ser los mismos capaces de desarrollarlas. No se trataba del ejército regular sino de policías gubernativos que, para colmo, eran mandados por oficiales mayoritariamente militares (algunos procedentes de la Legión) que tampoco tenían demasiada idea de las funciones que debe realizar los guardianes de la seguridad pública. Claro que Ifni, con toda su parafernalia de “provincia”, era tan solo una “colonia” al estilo de finales del siglo XIX. 

Cuando Genaro Carrillo, destinado a la Compañía Local, pudo sincerarse con su paisano Josep Carrera y éste, armado de papel y lápiz escribió unas líneas a su familia, que les leyó y contestó alguien del pueblo, y pudo oír que todos estaban bien, las lagrimas de aquel pastor de ovejas (convertido en “borrego” por el ejército) fueron como lluvia capaz de ablandar el más seco de los campos. 

CONTINUARÁ… 

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