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Memorias de un policía de Sidi Ifni (V) Imprimir E-Mail
Colaboraciones - Manuel Jorques Ortiz
domingo, 03 de mayo de 2009
En la ciudad como guardia de tráfico
En la ciudad como guardia de tráfico

Nuestro buen amigo Josep Carrera, el ilerdense metido a policía en el Ifni de 1.959, solo un año después de que concluyera aquella extraña, secreta y casi ignorada guerra abierta, pero con el temor de que pudieran reemprenderse los combates, sería protagonista (pequeño protagonista) de diversas aventuras que podremos leer seguidamente.

La Policía de Tráfico de Sidi Ifni

En aquella provincia de opereta llamada Ifni, reducida a unos escasos cien kilómetros cuadrados, cuya capital y única población se llamaba Sidi-Ifni, sin carreteras, coches, autobuses o camiones, excepto los de carácter militar y algún vehículo privado pertenecientes a jefes y oficiales, a alguna cabeza ilustre se le debió ocurrir que no había guardias de la circulación, y se puso en marcha la operación pertinente para remediar tan grave carencia. 

Quien ha hecho la mili sabe que los ratos libres, por las tardes, el soldado franco de servicio suele acudir a la cantina de su Compañía para hablar con los compañeros, merendar y lo que se tercie. Unos pocos, se quedan en el dormitorio con el propósito de escribir alguna carta o, simplemente, estirarse en la litera. Ese pequeño grupo es presa, en muchas ocasiones, de las urgencias de los cocineros (pelar patatas), del sargento de semana (cualquier tontería) o lo que les pasó a nuestro querido Josep Carrera y otro par de policías que, indolentemente, pretendían descansar hasta la hora de la cena. Se presentó el cabo en funciones de Comisario de Guardia (¡todo un cargo!) para solicitar dos voluntarios para un trabajo que les explicaría el cabo 1º Guindos, y allí fueron. Este individuo, un reenganchado perteneciente a las “Clases de Tropa” era a quien, la Superioridad, había encomendado la instrucción y puesta en funcionamiento de la Policía de Tráfico de Sidi-Ifni, cuyos efectivos de reducían a una pareja (los dos voluntarios); un par de horas de teórica por la mañana y por la tarde la práctica “in situ”. Aquello era un chollo. Pasear sin nada que hacer, con el flamante bloc de denuncias en el bolsillo, las ocho horas de deambular por el casco urbano era, incluso, ameno. Claro que en ocasiones surgían imprevistos, para los que no se hallaban preparados. Así, con ocasión de encontrarse en el cruce de los caminos (no se les puede llamar carreteras) que conducían al Cuartel de Tiradores y al de Artillería a Lomo, se paró un coche oficial del que bajó un individuo con uniforme militar y una estrella de ocho puntas en el pecho, y como insignia identificativa una cruz. No había duda, era un comandante castrense y no podía ser otro que el famoso comandante Pumariño, curtido en mil batallas de la División Azul, aquel que absolvía de los pecados a los soldados que se confesaban, con la amenaza militar de “pegarle una patada en los cojones” si volvían a cometer el mismo pecado. El interrogatorio a la pareja de tráfico, más firme y tiesa que palos, fue directa y contundente: ¿Los policías habéis cumplido con el precepto pascual? (confesar y comulgar por Pascua Florida). Ante la contestación negativa y, tras dar las gracias, se marchó el comandante. Al día siguiente, todos los policías libres de servicio tuvieron que cumplir, obligatoriamente, sus obligaciones para con la Iglesia Católica, encarnada por aquel pintoresco cura castrense.

No se necesita demasiada imaginación para penetrar en la monotonía de tantas horas de vigilancia de un inexistente tráfico, por lo que, a la pareja, le era necesario hacer algo de vez en cuando. Existía una especie de transporte regular (militar, claro) que conectaba el cuartel del Grupo de Tiradores con el centro de la ciudad (un par de kilómetros escasos), desempeñado por una venerable “guagua”, conducida por un musulmán. Se les ocurrió pedirle “los papeles”, resultando que no tenía permiso de conducir ni la documentación del autobús (un verdadero cachondeo); le amenazaron con multarle y días después ya tenía documentos en regla pero la matrícula la llevaba atada con alambres y así descubrían una y otra irregularidad que el moro iba subsanando, hasta que finalmente cumplía con todas las ordenanzas habidas y por haber, por lo que se les acabó (a la pareja de tráfico) la distracción diaria. 

Se suprime la Policía de Tráfico

Duró poco aquella bicoca de servicio. El aburrimiento cotidiano, incrementado tras la puesta total y absoluta en la legalidad de la “guagua”, les hizo dirigir sus pasos (ya plenamente convencidos de la trascendencia e importancia de su misión) a la búsqueda de infractores, lo que les llevó a encontrar un coche particular, aparcado en una calle cercana al cine Avenida, en la misma esquina, y repasando sus notas de la teórica constataron que allí tenían alguien que no cumplía la ley: No existían los cinco metros de distancia reglamentario entre el vehículo y la esquina, así que a estrenar el talonario de denuncias, dejando el papelito preceptivo en el parabrisas, continuando satisfechos la ronda, hasta que finalizado el servicio volvieron a su Cuartel, entregando la libreta al cabo 1º Guindos, su jefe, quien solo un par de horas después les interrogó por la denuncia que resultaba había sido puesta a un teniente amigo del teniente Cuevas (de la Policía), quien había traído aquel papelito dejado en el parabrisas, y ante sus narices lo rompió a pedazos. La consecuencia: Solo un par de días después se disolvía la policía de tráfico y la pareja pasaba al servicio ordinario.  

Los llamados "Servicios ordinarios"

Ya hemos visto que los mozos a quienes la suerte les deparó ser miembros de la Policía Indígena de Ifni, eran carceleros a la vez que presos (el servicio de Cárcel duraba veinte días ininterrumpidos), allanadores de moradas y comercios, ocupantes de viviendas estratégicas en el barrio moro, para vigilar hipotéticos movimientos subversivos (se pasaban un mes entero en tal menester). Además, seguramente para compensar tantas horas de inacción física, se combinaban tales prestaciones con otras como las patrullas de ocho horas diurnas o cuatro nocturnas por el casco urbano y extrarradio, y se volvía al sedimentarismo con las guardias de 24 horas en el Gobierno Militar o en la Central Eléctrica, ya que tras dos horas de bipedestación se tenían otras cuatro de descanso dentro del cuerpo de guardia, en las que se podía charlar o escribir a la familia, e incluso tenía tiempo Josep de atender a Genaro, aquel analfabeto pastor de ovejas, convertido en policía, que mantenía una regular correspondencia con su esposa, a través de su amigo, que le hacía escribir algunas frases “atrevidas y subidas de tono”, y si en las contestaciones ella no hacía mención, Genero se enfadaba, profiriendo palabrotas y quedando de un humor de perros, por lo que en la próxima carta le leyó lo que no ponía (“te envío besos para el sitio que tu sabes”). Genaro quiso saber donde estaba aquella frase, y al señalarle un renglón cualquiera, se marchó satisfecho. 

Un día llegó una carta diciendo que Genaro había sido padre y el capitán le concedió un permiso para ir a su pueblo a conocer al hijo. Es posible que no le dijeran de cuánto tiempo era la licencia (o se hizo el tonto), pues el caso es que tardó casi cuatro meses en volver, aunque no le pusieron ningún tipo de castigo. En ese tiempo pudo visitar la casa de los padres de Josep, con la alegría consiguiente al conocer a alguien que estaba tan directamente ligado con el hijo, y a quien para la vuelta le encomendaron un paquete con comida y golosinas que no llegó a Sidi-Ifni. El amigo Genaro que de tonto, nada de nada, durante la travesía del barco de Cádiz a Las Palmas conoció a una canaria y para celebrar la despedida se comieron el contenido del envío. 

Aunque los servicios llamados ordinarios (patrullas nocturnas) no tenían casi incidentes, en ocasiones las dificultades provenían no de los nativos a quienes al parecer debían vigilar, sino de los propios jefes y oficiales de la Policía. De esta forma, en el turno de diez de la noche a las dos de la madrugada, en el sector 2, aparece una noche el teniente de guardia con otro teniente amigo suyo, con alguna copa de mas (sin duda salían del Casino de Oficiales), con la pretensión de que se les facilitara el acceso a alguna casa “donde se pudiera pasar el rato”. Como una de las obligaciones de un buen policía es conocer a conciencia el entorno del distrito que patrulla y conocían el domicilio de una “fátima” que hacía “favores” (al estilo de las que se le achacaban a la Dolores de la copla) a clientes distinguidos (ellos lo eran, sin duda). La hora no era la más adecuada, pero no obstante llamaron a su puerta, que la mujer no quería abrir, aunque ante la amenaza de derribarla finalmente abrió y los tenientes se colaron en el interior, no obstante pocos minutos después salieron. Resultaba que el teniente (era médico) había asistido a la “fátima” de una enfermedad, de la que se estaba todavía reponiendo, por lo que actuando como caballeros la dejaron en paz. 

La Policía Secreta de Sidi Ifni

De “paisano”
De “paisano”
Rizando el rizo de los despropósitos, al teniente Zayas se le ocurrió montar los servicios secretos policiales de Ifni. Se dieron cuenta, sin duda, de que carecían de tan importante fuente de información ya que los confidentes y chivatos musulmanes, que en otro tiempo había manejado el teniente Cuevas, habían desaparecido (alguno incluso fue asesinado). Así es que por el método tradicional para la selección del personal idóneo que se gastaban en la Compañía Local, el cabo de cuartel acudió a los dormitorios preguntando si alguien tenía ropa de paisano, y como Josep afirmó poseerla y se presentó voluntario para lo que fuera necesario, he aquí que minutos después ya estaba frente al teniente Zayas quien le explicó el principal problema planteado en la plaza: Desde hacía algunos meses que iban desapareciendo legionarios, de los destinados en la XIII Bandera Independiente, de guarnición en el Territorio, y se sospechaba la existencia de una red que les ayudaba a desertar (llevándose su armamento), y los pasaba a Marruecos, nuestro enemigo. La misión de la “policía secreta”, compuesta por un solo hombre (el siempre voluntario y voluntarioso Josep Carrera) consistía en ir vestido de paisano (con ropa propia) y contactar, sin que se apercibieran de ello, con la pareja de policías militares legionarios, siguiéndolos y anotando, minuto a minuto, todos sus movimientos, detallando lo que hacían, direcciones que visitaban, cronometrando el tiempo que invertían en las frecuentes entradas y salidas en los bares de la localidad, y así durante ocho horas diarias. 

En una población, que en realidad es un inmenso cuartel, en el que es mínima la gente que no viste uniforme militar, tratar de pasar desapercibido, como buen “secreta”, es francamente difícil a no ser que pertenezcas al gremio de los “asistentes”, esos machacas mitad soldado mitad criada para todo, que desde sargento hasta general tienen a sus órdenes, a los que eximen de obligaciones militares. Por lo tanto, el primer paso de Josep fue intentar camuflarse entre ellos hasta que alguien cayó en la cuenta de que no pertenecía a su “colectividad servil”, sino que era policía, y sospechando que les espiaba y vigilaba dejaron de hablarle y huyeron de su lado.  

Al atardecer, cuando la pareja de policía militar legionaria se retiraba a su Cuartel, el “secreta” Josep redactaba su parte de incidencias que iba a parar a manos del teniente Zayas, y al día siguiente vuelta a empezar hasta que pasadas unas semanas, de forma brusca, de la misma forma que le habían vestido de paisano volvieron a endosarle el uniforme militar y nuevamente a integrarse a los servicios ordinarios, que por cierto dieron prontamente frutos interesantes en el Sector 2, ya que se practicó una detención muy importante: La detención del que parecía ser el cabecilla de la red que facilitaban las deserciones de legionarios que, reducido, fue llevado a los calabozos de la Compañía Local. Este individuo, de mediana edad, a quien se le conocía en la ciudad como el “Cherja”, y regentaba un puesto en el Zoco, permaneció varios días encerrado. Por las noches, los encargados de hacerle “cantar” se metían en la celda, para interrogarlo, posiblemente utilizando métodos no demasiado suaves. Al mediodía su mujer o una hija le traían, en una cesta, varios recipientes pequeños, de barro, con la comida, que el vigilante de guardia registraba a conciencia. Horas después las moras recogían la cesta y se iban. Uno de esos días, el “Cherja” debió esconder una tapadera de los pucheros (también de barro) y utilizándola a modo de cuchillo se cortó las venas con el propósito de quitarse la vida, sin duda para no continuar siendo “interrogado”, así como para evitar la delación de implicados en la trama de la que, presuntamente, era el jefe. El guarda de ronda, por la mirilla de la celda, se dio cuenta de que en el suelo había sangre y al entrar vio el estado del detenido dando la alarma, y en un vehículo lo llevaron al Hospital, mientras que el teniente y el sargento responsables de los interrogatorios del moro, asustados, pidieron cuatro voluntarios para donar sangre al herido, entre los que no podía faltar Josep, con cuyas transfusiones le salvaron la vida. 

El “Zoco Nuevo” (Foto de “El País)
El “Zoco Nuevo” (Foto de “El País")
“El Cherja” pasó de estar detenido en una celda a una cama del Hospital, en donde era vigilado día y noche por una pareja de policía, ya que tenía prohibido recibir visitas así como hablar con nadie, excepto con los médicos y enfermeros. Cuando a Josep le tocó tal servicio el musulmán empezó a darle las gracias por lo que había hecho, y al preguntarle sorprendido que como sabía que le había donado sangre su respuesta era un contundente “yo saber, yo saber”, lo que en el fondo significaba que la población indígena conocía a todos los policías destinados en Sidi-Ifni mucho más que éstos a aquellos. Se inició una amistad que por parte de “El Cherja” era un ofrecimiento de hermandad de sangre. Claro que el tema de los “malos tratos” al detenido, calificados en varios países como “torturas”, no quedó circunscrito a Ifni ya que el gobierno francés intervino en el caso, enviando un abogado, y tuvieron que dejarlo en libertad sin conseguir las confesiones pretendidas. “El Cherja” volvió a ponerse al frente del importante y bien equipado puesto de venta que regentaba en el Zoco Nuevo (llamado también de los españoles), lugar de paseo para cuantos soldados han hecho la mili en Sidi-Ifni, que aprovechaban para realizar compras de artículos de todo tipo, baratos y en muchos casos inexistentes en Península. Cuando Josep se daba un “garbeo” por el lugar, era saludado efusivamente y presentado a todos los familiares y amigos como “hermano suyo”, lo que no dejaba de tener su gracia, aunque lo cierto es que nunca le invitó ni a un té. 

Y, como ya hemos dicho, el tiempo, como los ríos, no se puede detener. Llegaron las navidades de 1.959 a aquel pedazo de tierra africana, ocupado por varios miles de soldados españoles. La Noche Buena, para todos los cristianos, es una fecha familiar, de recogimiento, por lo que si te endosan una patrulla nocturna de diez de la noche a las dos de la madrugada, la festividad se esfuma. En ese momento es cuando afloran las verdaderas amistades, la solidaridad fraternal. Como el castellano Tarancón no quería pasar aquella fecha sin su amigo catalán (Josep Carrera) fue pidiendo un voluntario para cubrir tal servicio, previo cobro de diez duros, que al final se convirtieron en quince, tras el correspondiente regateo, y un gallego cogió el dinero que le dio el castellano. Para completar el cuadro regional, un compañero madrileño, destinado como escribiente en el Gobierno General, se trajo una botella de vino y todos los amigos libres de servicio pudieron celebrar aquel entrañable momento dentro de la Compañía Local de Policía. 

Continuará...

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amarrero   |04-05-2009 19:08:52
Lo que cuentas de los legionarios de la XIII Bra. es interesante. Hace un tiempo leí un libro (que presté y no volví a ver) de un antiguo sargento del Tercio, por entonces cabo 1º, Jaime Tur Jeremías, en el que narraba que en los primeros momentos, tras llegar la Bandera procedente de Sahara a mediados del 58, fue destinada a los puestos de primera línea. Afirmaba que poco después fueron retirados de allí "porque los legionarios eran soldados muy caros y no se podía tenerlos allí rascándose las bolas sin dar golpe" (transcripción mas o menos literal).
Por lo que ahora leo, el problema no era lo que costaban esas tropas sino que se largaban y había que alejarlos de la tentación. Pero aún así, ésta seguía siendo muy fuerte. tanto, que aún así, se organizó una red clandestina para facilitarla.
De este asunto de las deserciones, se habla poco o nada en historias del Tercio. Supongo que por desagradable y molesto.

Saludos cordiales"

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