jueves, 29 de julio de 2010

Desde Sidi Ifni

viernes, 28 de mayo de 2010

Desde Sidi Ifni...

domingo, 15 de noviembre de 2009

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martes, 3 de noviembre de 2009

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domingo, 26 de julio de 2009

Amanece


Cuando llegué, los gallos, que llevaban un rato intentándolo habían conseguido despertar al sol que bostezaba aun detrás del Bulalam, todavía no había dado su beso de buenos días a la plaza, porque se entretenía en pintar de dorado el campanario de la iglesia. Como todas las mañanas, ya había coloreado de rosas y rojizos algunas nubecillas que se atrevían a pasar por encima del monte, y como todas las mañanas terminaría borrándolas. Creo que nunca quedó satisfecho.

Al cruzarla, noté su olor fresco, a flores, a plantas, me senté en un banco a sentir el amanecer y contemplar como el sol iba dando su brochazo a la torre. Maquinalmente, como siempre que me sentaba en aquellos bancos, repasaba con la yema de mis dedos el relieve de los pavos reales grabados en los baldosines que cubrían la bancada, nunca descubrí que extraño placer lograba con ello, pero me encantaba, y aun hoy, después de treinta y tantos años, si me concentro un poco puedo sentir en mis dedos el perfil de aquellos dibujos.

La plaza era un ovalo orientado de norte a sur donde tenia sendas entradas, unidas por un enlosado de pequeñas baldosas de cemento bordeado por un empedrado que iba haciendo dibujos de rombos jugando con los colores de las piedrecillas. La norte miraba hacia la calle Fdez. de Lugo y al fondo el Grupo de tiradores, que estaba en una loma al otro lado de un pequeño valle por donde discurría lo que llamábamos pomposamente “El Rio”, aunque mas bien parecía torrentera pues solo llevaba agua cuando llovía mucho, en cuyo caso solía desbordarse y anegar las huertas que había a sus orillas. La entrada sur directamente enfrentada con el palacio del gobernador, otras dos entradas uniendo la parte más estrecha de la plaza: una miraba hacia el este, justo enfrente del kiosco donde comprábamos golosinas y tebeos, y la otra hacia el oeste, entre la iglesia y el hotel España.


Salí por el sur de la plaza a la izquierda la Avda. de Canarias, al final de ella se veía el hospital con algunas luces encendidas, lo que indicaba que el personal estaba al pié del cañón. Cogí la calle de la derecha del palacio, donde estaban los conocidos como talleres militares, pasé por delante de ellos y doble la esquina hacia el oeste, hacia el mar , al fondo de una pequeña explanada un edificio de aspecto sólido y corte árabe con un torreón de planta cuadrada colgaba del acantilado: el faro, su cúpula acristalada respondía a las caricias del sol con destellos multicolores como si de un gigantesco diamante se tratara colocado allí para despertar la codicia en el corazón de los hombres. Con sus paredes pintadas en un ocre amarillo y remarcados los arabescos en un color marrón chocolate, componía contra el cielo que empezaba a azulear un contraste fuerte, recio, a imagen de las personas que vivían en el pueblo: Los nativos, gente noble, alegre y trabajadora buenas personas y mejores amigos, cariñosos y fieles. Comerciantes con ansia de aventura, aventureros, parias, militares de oficio destinados allí, trabajadores de mil gremios; el muchacho cumpliendo el servicio militar y que empapado por el territorio se quedó a construir su sueño, lejos del destino de cuidar las reses bravas del señoríto en los campos de Ecija, la chiquilla que llegó a servir hasta allí harta de que el bonito vestido rojo y que también le quedaba, comprado para las fiestas del pueblo con su ilusión y meses de trabajar en Cáceres, fuera para la hermana mayor que por serlo tenia que “pillar” novio antes; se enamoró de aquel soñador y fueron un solo sueño. Esposas de militares, de trabajadores, mujeres fuertes y valientes que siguieron a sus maridos hasta aquel culo de saco como lo llamó alguien, quizás, la definición más acertada del pueblo. Pero aquella amalgama de seres humanos, tocadas por un espíritu mágico hicieron que durante un tiempo al menos, aquel culo de saco fuera un lugar especial, hermoso y de convivencia; de algún modo nos hizo distintos a todos los que vivimos aquel momento. Y a los que solo pasaron por allí les dejó su huella y para bien o para mal, continuó en sus corazones por siempre.




La barandilla, que bordea toda la parte del pueblo que se mostraba al mar terminaba allí, a pocos metros del faro, así, de repente, en el inicio del camino que bajaba hasta el balneario, parecía que al contemplar aquella larga bajada le hubiera dado pereza continuar acompañándonos y hubiese dicho- bajad vosotros que yo os espero aquí- y se quedó. Me contaron que allí sigue, esperando que den las dos de la tarde y vernos llegar resoplando y pegando un suspiro porque sabíamos que a partir de ahí todo era mas fácil, teníamos al alcance la sombra de las palmeras y el frescor del agua de la fuente en la Plaza, muy cerca ya.


Me asomé, el mar tranquilo y sereno, tenia todavía el color azul agrisado del amanecer. Como si alguien les diera la salida las olas llegaban mansas hasta la playa, perfectamente ordenadas, dejando ligeros jirones de espuma blanca en la arena que recogía la siguiente ola. Corría un viento ligero y fresco –aspiré profundamente y me estremecí-, traía ese olor denso del mar cuando baja la marea y las rocas nos descubren sus secretos, olor a sal, a algas, a quisquillas perdidas en charcas y a quisquilleros de cañas y saco, a gancho de pulpear y pulpos golpeados contra las rocas, a chapoteos y risas de amigos. A barcos hundidos y marineros muertos, a piratas y corsarios, a gestas de gloria y descubrimientos, a sirenas y caballitos de mar. Olor a ilusiones prendidas en el horizonte, olor a Vida. Olor que solo recuperé hace muy pocos años en Chipiona cuando paseando por la playa me aleje mucho del paseo marítimo y de las escaleras que todas las mañanas nos vomitaban desde las urbanizaciones para contaminar la arena con tufillo a chiringuito, a protección veinte, a quitasoles y sillas plegables, a quinceañeros inseguros con Chunguitos horteras a todo volumen, a gritos de -¡Christian que” t´dicho” que no vayas al aguaaa!- a “Jonathans” que te llenan de arena mientras su padre indolente se limita a un cansino –¡niñooo!- .El olor de esa mañana me devolvió a aquella otra del Faro en la que caminaba descalzo como muchos de mis amigos morillos, llevaba la camisa por fuera un bañador y mi caña de pescar , o sea, un bote vacío de leche condensada con sus bordes oxidados por el mar y unos metros de “tanza” con un anzuelo enrollados en el. ¿El cebo?, ya arrancaría algunas lapas de las rocas. Poca cosa, pero ¡Dios!, pocas veces he sido tan feliz y me sentí tan vivo como aquella mañana

Embriagado por el olor del aire o por la estupidez me lancé a la carrera cuesta abajo con los brazos en cruz como había visto en alguna película solo para frenar unos metros más adelante; fue un barrigazo puro y duro, sin honor, que sonó a –¡grouuufff!!- al salir el aire a toda pastilla de mi estomago, y a derrape de Ferrari en una curva llena de arena cuando mi barriga se arrastraba por aquel terragal. El bote de leche condensada hacia rato que volaba solo y cayo unos metros mas adelante haciendo un sonido como de lata vacía rodando, naturalmente. Achaqué la caída a que iba descalzo y pisé una piedra especialmente puñetera, mas tarde me enteré que según parece los hombres no estamos capacitados para calcular la velocidad de la carrera, el ángulo de bajada y el movimiento de los pies todo a la vez. Sea lo que fuese, el resultado el mismo: las palmas de las manos se me desollaron lo mismito que las rodillas que además me sangraban porque estas eran el punto de mi anatomía, aparte de mi cabeza (pero eso es otra historia), donde solían embestir con mayor virulencia todos los desastres y las tenia un poco machacadas de episodios anteriores. Me levanté con la mayor dignidad que pude reunir y eche una disimulada mirada a mi alrededor, comprobar que nadie había visto el porrazo era muy importante porque ese hecho hubiera añadido mayor humillación a la situación, afortunadamente era muy temprano y nadie, salvo el faro y yo supo nunca de aquel castañazo; me sacudí la tierra como buenamente pude, recogí mi bote y continué algo renqueante mi camino hacia el balneario. Las rodillas quejosas me escocían y un casi placentero cosquilleo tibio y de un brillante rojo descendía por mi pierna.

José Manuel


Tu bi contini....