Ángel Ruiz: recuerdos de un combatiente de Ifni (y 15)
Colaboraciones - Antolín Hernández Salguero
Escrito por F. Antolín Hernández Salguero   
jueves, 21 de marzo de 2019

Nota: Esta es la versión en línea y revisada del libro "Ángel Ruiz: recuerdos de un combatiente de Ifni" de Antolín Hernández, publicado en 2019.


EPÍLOGO

Como se ha dicho, una vez estancado el conflicto, todos tenían claro que se imponía la vía diplomática. El 2 de marzo de 1958, otra nota del Ministerio del Ejército anunciaba a los españoles las exitosas acciones para limpiar el desierto de guerrilleros. En la misma, «Tomaron parte de las operaciones unidades de todas las Armas y servicios, ampliamente dotadas de modernos medios motorizados y mecanizados., constituyendo agrupaciones de combate muy móviles y potentes» Como es natural, no se dijo nada del importante papel que tuvieron los franceses. La nota se limitaba a decir que «Las unidades francesas de Mauritania (…) han llevado a cabo, por su parte, operaciones de limpieza, en colaboración con nuestras columnas». En esa nota, además, había algo que llamaba mucho la atención. En ella se decía que la operación Teide había consistido en «eliminar las bandas intrusas establecidas al sur del paralelo 27º 40’». Es decir, en Cabo Juby, el Protectorado Sur, los guerrilleros no eran «intrusos». Lo que era lo mismo que decirle a Mohamed V: «Aquí tienes el País Tekna, sólo tienes que pedirlo por tu boquita. Eso sí, a cambio le bajas los humos al Istiqlal para que deje de tocarnos las narices».

Hemeroteca ABC.
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Si Marruecos tenía algunas reticencias porque la ambición de su rey era desmedida y quería más, los EEUU se encargaron de coger de las orejas a uno y a otro (Franco y Mohamed V) para que se pusieran de acuerdo. Uno tenía ganas de pasar página, y el otro iba a quedar ante su pueblo como el gran libertador que había vencido a los infieles. De paso, se libraba de su mosca cojonera particular: el Istiqlal, muy debilitado después de la ofensiva franco-española en el Sáhara.

Y así fue, en abril se firmó en secreto el Tratado de Cintra (más que tratado fue un acuerdo bajo mano), por el que le entregábamos a Marruecos un trozo de territorio que nunca le había pertenecido. La frontera sur del país alauita ya no estaba en el Uad Draa, sus límites históricos, sino en el paralelo 27ª 40’, una línea imaginaria marcada por capricho francés e inoperancia española. La entrega, desde el punto de vista jurídico internacional, era obligada desde la independencia de Marruecos en 1956, y los tekna pasaron a ser súbditos del rey de Marruecos. Ahora, además de rezarle, tenían que obedecerle y pagarle tributo. Se dio el caso de que los erguibats se rebelaron en contra de esta entrega (de hecho, durante el conflicto, el jeque Jatri Uld Yumani, jefe de los Boihat, una de las cabilas más numerosa de la tribu de los Erguibat, había dejado claro que, con excepción de tres jefes, se habían dado cuenta de que la coexistencia con los marroquíes no era posible y para nada querían que su territorio quedase unido al de Marruecos).

En el acuerdo no se decía ni una palabra sobre qué pasaba con Ifni, donde la situación seguía estancada y donde se seguían produciendo bajas españolas causadas por los francotiradores moros. Ni que decir tiene que el acuerdo secreto les sentó fatal a los militares, sobre todo a los destacados en el Sáhara. Además de que se enteraron a través de Radio Nacional, ellos no le habían dado caña al moro para que ahora se le entregase un trozo de territorio por el que se había derramado sangre española. Ellos se sentían orgullosos de haber rechazado a los rebeldes con medios muy precarios y, al contrario del gobierno de Madrid, tenían claro que el Ejército de Liberación no era una herramienta al servicio del comunismo internacional, sino de Marruecos, por lo que interpretaron la entrega de Cabo Juby como un «premio» a los que ellos consideraban los agresores y auténticos enemigos. Se tomaron aquello como una traición.

En el momento de la entrega, los marroquíes aún quisieron pasarse de listos. Habían pensado darle al acto todo el boato posible y tenían previsto enviar al príncipe heredero, Hassan II, acompañado del futuro gobernador, Alí Boaída, el comerciante baamarani que huyó de Sidi Ifni un día antes del ataque y que se había dedicado a suministrar armas al Ejército de Liberación, por lo que había sido declarado en rebeldía por la Capitanía General de Canarias. Además de un montón de ministros y jefes de algunas tribus locales adeptas a Marruecos. Previamente se habían desplazado a Villa Bens (Tarfaya, a partir de entonces) el gobernador de Agadir, dos funcionarios de exteriores y Ben Mizzián, general del ejército marroquí que cuando empezó a gestarse todo este follón era Capitán General de Canarias.

A los marroquíes no se le ocurrió otra cosa que enviar a Tarfaya a una columna de setenta camiones y un millar de soldados para que rindieran honores al príncipe heredero cuando llegara a la ciudad. Podían haber seguido una ruta que discurría en todo momento por territorio marroquí, pero, en vez de eso, con muy mala idea pretendieron hacerlo penetrando en el Sáhara español. Pero se toparon con el general José Héctor Vázquez, que se gastaba otras formas menos condescendientes que las usadas por Madrid. El general envió a la frontera a la II Bandera de la Legión, reforzada por un destacamento de caballería acorazada del regimiento Pavía-19 y una escuadrilla de cazabombarderos T6D. Tenían órdenes muy concretas de no permitir la entrada de los marroquíes en territorio español. Incluso se les dio instrucciones de usar la fuerza y aniquilarlos si era necesario, aunque eso significara entrar en guerra con Marruecos. Dejarlos pasar equivalía a que los marroquíes creyeran que se podían pasear libremente por el Sáhara, como si casi les perteneciera. No se les iba a dejar pasar ni una más. En la línea fronteriza se vivieron momentos de tensión que a punto estuvieron de provocar una guerra, esta de verdad, con Marruecos. Al final el Muley Hassan no apareció por Tarfaya y la columna marroquí se largó por donde había llegado. Al menos, ahí nos mantuvimos firmes.

Zamalloa, antes del acuerdo de Cintra, pidió permiso para otra misión que reforzara el perímetro, pero le dijeron que se estuviera quietecito, que ya estaban bien como estaban. Mientras Franco le paraba los pies al antiguo gobernador, Mohamed V hacía lo propio con el Istiqlal. Ben Hammú, el responsable del Ejército de Liberación, consciente de que sin la ayuda del ejército marroquí no tenían fuerzas para más, se alió con el rey y aceptó el status quo. Eso sí, en Ifni, el ejército marroquí enseguida ocupó las posiciones que la guerrilla nos había arrebatado.

Y llegó el mes de junio y Zamalloa recibió un famoso telegrama. En él se anunciaba que «Representante bandas armadas asegura a partir 12:00 horas día 30 harán alto el fuego en ese sector. Observe cuidadosamente actitud de enemigo, extremando precaución. Fuego propio totalmente prohibido. Aviación no debe volar». Lo que venía a decir que había acabado la guerra, guerrita, conflicto armado, malentendido o lo que fuera que sucedió allí.

En aquel mismo momento, en pleno proceso de descolonización internacional, se tenía que haber entregado el territorio a Marruecos. No tenía ningún sentido alargar lo inevitable y mantener lo que quedaba del enclave: un perímetro alrededor de la ciudad de apenas ocho o diez kilómetros. Porque, entre otras cosas, eso significaba tener que seguir mandando allí a jóvenes a cumplir el servicio militar en las posiciones de montaña, donde, a pesar del cese de las hostilidades, se siguieron produciendo bajas españolas. También, el país se podía haber ahorrado todo el dinero que invirtió en maquillar una derrota en toda regla. A Sidi Ifni se le hizo un lavado de cara y la ciudad continuó su actividad como si nada hubiera ocurrido. Como el boxeador que sabe que el golpe recibido es letal y de un momento a otro se va a desplomar, pero, antes de que ocurra, trata de comportarse como si nada. Sidi Ifni pasó a ser conocida como la ciudad de las flores. Se la dotó de un jardín biológico, de una red escolar y de educación media más que suficiente. Hasta un parque zoológico. Se mejoraron el hospital y el aeropuerto. Hasta se instaló un «puerto flotante»: un teleférico para descargar los barcos. Una obra de ingeniería ostentosa que se vendió como uno de los grandes adelantos técnicos de la época, pero que sirvió de poco porque la mayoría del tiempo estaba estropeada o el estado del mar impedía su uso. Hasta se asfaltaron las calles.

Palacio del Gobernador en la actualidad (foto del autor)
Palacio del Gobernador en la actualidad (foto del autor)

Sidi Ifni era una ciudad ficticia. Se le dotó de estatus de provincia española (de dudosa legalidad jurídica), pero en realidad nunca dejó de ser un pequeño enclave colonial con los roles sociales muy definidos. A todos los que nacían allí, de origen europeo o nativo, se le otorgada el documento nacional de identidad donde, en nacionalidad, constaba: «española». Una supuesta provincia más, como Cuenca o Teruel, donde a los nativos, por preservar sus costumbres sociales y religiosas, se les permitían cosas que en Cuenca o Teruel serían delito. Se dio la paradoja de que Ifni y el Sáhara eran las únicas «provincias» españolas en las que se infligía el Fuero de los Españoles en el que se proclamaba la confesionalidad del Estado a la Religión Católica, Apostólica y Romana.

En realidad, no era más que una manera de defender lo indefendible. Como cuando Castiella, el ministro de Asuntos Exteriores español, declaró ante la Comisión de las Naciones Unidas sobre descolonización, que España no poseía Territorios No Autónomos (TNA), o sea, colonias, sino que tenía provincias en África que constituían parte del territorio nacional.

Sidi Ifni era una ciudad donde convivían dos realidades paralelas. Por un lado, las élites vivían mucho mejor que en la Península y disfrutaban de privilegios y comodidades impensables en la metrópoli. La cercanía de las Canarias y el contrabando, les permitían tener los últimos adelantos tecnológicos a un precio muy asequible. Incluso se aprovisionaban de ellos y de otros artículos de lujo para luego pasarlos como mercancía franca a la Península y revenderlos allí. A la vez, los soldados pasaban sed, hambre, calor y frío en las trincheras mientras eran comidos por los chinches y pulgas; velando por la seguridad de todos ellos. Manuel Jorques, en Historias secretas de Ifni (hablan los soldados), lo explica muy bien: «... Sidi Ifni, como todas las ciudades sitiadas y en alerta por una posible reanudación de un conflicto bélico latente, prosperaba gracias al sudor, la sangre –e incluso la muerte- que a diario manchaba sus flancos. Podría decirse que aquellos miles de jóvenes soldados que se marchitaban en las trincheras eran el alimento de la ciudad. De un ciudad en la que, mientras los hombres en los parapetos el campo sentían el pulpo del frío agarrado a su carne hasta el alba, algunos de sus jefes jugaban a las cartas, bebían, bailaban y se divertían en el Casino de Oficiales».

Todo formaba parte de una farsa. Muchos estamos convencidos de que en Cintra le pusieron fecha de caducidad a Ifni. Es probable que Castiella, el ministro que firmó el acuerdo, pidiera unos años de plazo antes de la entrega, para así venderle la moto a la opinión pública española de que en Ifni no habíamos sido derrotados. «Veis, hemos sabido defender con valentía y honor la integridad del territorio español. Los moros no han conseguido echarnos de aquí. Y, para que veáis que tenemos proyectos de futuro, vamos a seguir mandando a nuestros jóvenes a las trincheras y nos vamos a dejar un montón de pasta aquí». En fin. Otro motivo para no entregar el territorio nada más acabar la guerra, quizás fue porque eso hubiera significado validar el uso de la fuerza como medio de reclamación territorial, lo que ponía en peligro otros enclaves españoles en África.

Hasta que, por fin, el 4 de enero de 1969 se firmó el Tratado de Fez, el plazo dado por los marroquíes en Cintra había finalizado y la ONU apremiaba a que se descolonizara ya el territorio. A cambio, Hassan II (Mohamed V falleció en febrero de 1961) nos daba el derecho de faenar en sus costas. Qué bien. La decisión tenía que ser ratificada con las Cortes y hubo más oposición de la esperada (casi inaudita en una Cámara no democrática)

Para convencer a los sectores más críticos (Blas Piñar se oponía firmemente a que se entregase un trozo de «territorio español»), el Consejo de Estado se vio obligado a admitir que Ifni sólo era una provincia de naturaleza «funcional». Lo que desmontaba el argumento de que Ifni era «una provincia tan española como Cuenca», según Carrero Blanco.

Castiella quería tener las manos libres para centrar toda su atención en la reivindicación de Gibraltar, para lo que necesitaba el apoyo del grupo de los países árabes en la ONU, quienes respaldaban la integración de Ifni a Marruecos. Como mantener Ifni y reivindicar Gibraltar eran términos incompatibles, el ministro se encargó de desmontar algunos argumentos que históricamente se habían usado para justificar nuestra presencia en Ifni. A saber:

Admitió que nunca hubo una factoría pesquera en Santa Cruz de la Mar Pequeña. También, que ésta nunca se localizó en Ifni.

La ocupación de Ifni se efectuó de manera unilateral sin contar con los franceses (¿) y ocupando más territorio del que correspondía.

El enclave tan sólo era «una mera cabeza de puente inviable e ineficaz» en el que era imposible la pesca.

Castiella también echó mano de argumentos militares y estratégicos:

Las difíciles comunicaciones con la capital hacían que su defensa resultara muy costosa en medios y hombres.

El territorio, o lo que quedaba de él, ya no podía ser usado para defender a las Canarias.

El embarcadero (unido a tierra por el teleférico), construido a un kilómetro y medio de la costa, estaba habitualmente estropeado y sólo podía utilizarse en verano. Además, sólo podían atracar buques de hasta cincuenta metros de eslora.

El aeropuerto no era apto para aviones reactores y casi siempre estaba cubierto por la niebla.

Las comunicaciones telefónicas y telegráficas eran muy deficientes. Tan sólo una estación de radio de campaña enlazaba de vez en cuando con Canarias.

El único motor económico de la ciudad eran las fuerzas españolas y los funcionarios. Tan sólo disponía de una fábrica de hielo, una de gaseosa y una agricultura de subsistencia.

Económicamente era una ruina. Sólo en complementos de sueldos para los militares, el gobierno se gastaba un millón de pesetas al día.

Ante estos argumentos (que ya podían haberlo pensado antes), las Cortes votaron mayoritariamente a favor de la «retrocesión del territorio de Ifni» (no provincia). Eso sí, como la opinión pública no iba a entender que se entregase sin más un territorio que diez años antes se había defendido con las armas, no se le podía decir todo eso. No se le podía decir que durante años les habían vendido un producto falso en el que se habían gastado mucho dinero y por el que habían muerto muchos jóvenes y otros habían regresado mutilados. Lo que se le dijo fue que se entregó para cumplir las resoluciones de la ONU y como muestra de nuestra eterna amistad con nuestros hermanos marroquíes.

El 30 de junio de 1969, la bandera española fue arriada por última vez en Sidi Ifni. Muchas familias, de militares y civiles, tuvieron que abandonar sus hogares y empezar una nueva vida. La despedida estuvo llena de amargura y tristeza. Yo estuve de paso, pero muchos de ellos habían nacido allí y no conocían otra cosa. Aquel era su lugar de origen. Yo nací en Alcaraz, y le tengo cariño a mi tierra. Ellos nacieron en Ifni, y también le tienen cariño a su tierra.

Arriada de la bandera de España en Sidi Ifni .
Arriada de la bandera de España en Sidi Ifni.

Según, Rifi, un amigo nativo baamarani, con partida de nacimiento española: «Los españoles se fueron de un día para otro y nos abandonaron. Nos dejaron en manos de los marroquíes, que al día siguiente entraron y lo desvalijaron todo. Aún hay veces que cuando salgo de casa espero ver a Juan, a Manolo... a mis amigos españoles de la infancia».

¿Para qué se derramó la sangre de muchos jóvenes españoles? Para nada, absolutamente para nada.

La noche de aquel ya lejano 23 de noviembre de 1957, cuando nos reunieron en el patio del cuartel de Tiradores ante el inminente ataque guerrillero, nos podían haber dicho que íbamos a combatir y morir por un territorio que tan sólo era «un gran almacén de municiones, provisiones y pertrechos», según Castiella (y de chatarra, añado yo), que no valía ni una gota de sangre de un soldado español. Si nos hubieran dicho todo lo que Castiella le dijo a las Cortes, quizás, la sublevación no hubiera sido de los moros.

Como punto final, no hay mejor epílogo que una frase escrita por Diego Sánchez Cordero: «Las guerras siempre se pierden. Esta se perdió, y también el lugar que ocupábamos en otro continente».

FIN

En el Café Madrid de Sidi Ifni (foto del autor)
En el Café Madrid de Sidi Ifni (foto del autor)

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