Fuente: El Faro de Ceuta
Fuente: El Faro de Melilla
Detrás de cada promontorio, picacho o surco del
terreno angosto, hay una chilaba que se camufla y con ella, un hombre
incógnito, experimentado y firme en su razón de ser: el rifeño.
Desde las postrimerías del siglo XVIII hasta la Independencia
de Marruecos (2/III/1956), se suceden una cadena inacabable de Tratados,
Conferencias, Acuerdos y Estatutos que atañen al Norte de África, Sidi Ifni y
el Sahara, que indiscutiblemente obligan a retrotraerse en el tiempo hasta el verano
de 1921: intervalo en que se incuba una derrota aplastante hostigada por los
rebeldes rifeños, brillando por su ausencia el mando y el restablecimiento del
orden.
Con lo cual, la presencia Hispana viene dada desde
hace nada más y nada menos, que seis siglos: en 1497, la Plaza de Melilla es tomada
por D. Pedro de Estopiñán y Virués (1470-1505); en 1508, el Peñón de Vélez de
la Gomera es conquistado por D. Pedro Navarro (1460-1528); en 1673, el Peñón de
Alhucemas por el príncipe de Montesorcho; en 1460, la Plaza de Ceuta es ocupada
por el Reino de Portugal y, posteriormente, en 1640, cedida a España.
Atendiendo a un herido en el Desastre de Annual.
Sin embargo, el colonialismo en Marruecos (1859-1936) transita
por múltiples coyunturas, acentuándose la conquista de Tetuán y la rúbrica del ‘Tratado
de Wad-Ras’ (26/IV/1860), con el que España amplia el territorio de las Plazas
de Ceuta y Melilla y recibe el pequeño espacio de Santa Cruz de Mar Pequeña. Años
más tarde, tras el ‘Desastre del Barranco del Lobo’ (27/VII/1909), se alcanza
una etapa de incursión pacífica que persiste de 1904 a 1912, respectivamente. Seguidamente,
acontece la irrupción bélica hasta 1926, con las ‘Fuerzas Coloniales Españolas’
carentes de nociones claras y con escasos recursos materiales y de equipamiento
técnico. Por lo que, desde su génesis, se ven atrapadas en un callejón sin
salida.
Como precedente a los días infaustos que habrían de producirse
en el ‘Desastre de Annual’ (22-VII-1921/9-VIII-1921), me referiré brevemente a
unos datos que evidencian la penuria de la ‘Expedición Española’, pésimamente adiestrada
y peor dotada. Por aquel entonces, cada hombre portaba un fusil, algunos pertenecientes
a la ‘Guerra Hispano-Estadounidense’ (21-IV-1898/10-XII-1898); además, una
cantimplora y manta en bandolera, cuando en aquel mismo curso, los soldados
británicos trasladados a las colonias le triplicaban en pertrechos y dotación
individual.
Sobraría mencionar, el desierto de arsenales de
munición y suministros, o depósitos en alguna posición concreta, que inevitablemente
obligaba a la práctica diaria de la aguada en ríos y arroyos más próximos. Sin
obviar, que el agua en barricas se acarreaba en mulos. Tal era el encarecimiento,
que era imperativo desmantelar la retaguardia para proveer las posiciones de
vanguardia.
Ni que decir tiene, que la ‘Zona de Marruecos’ concedida
a España por los Tratados Internacionales, no hacía sino destellar el modus
vivendi, o séase, el ‘modo de vida’ o ‘forma de vida’ adquirido por franceses y
británicos. Los primeros, resueltos a ampliar su imperio norteafricano; y el
segundo, ansioso y digamos, obsesionado, por impedir que otro actor dominase los
márgenes de las Columnas de Hércules.
Producto de ambas situaciones geográficas y casi por defecto,
afloraría el área de influencia española establecida. Los alicientes de Londres,
fusionados a los derechos históricos sobre los enclaves soberanos de Ceuta y
Melilla, le proporcionaron un frontis marítimo espacioso. En cambio, a los de
París, se le adjudicó un hinterland riguroso con valles fértiles y localidades como
Rabat, Marrakech o Fez.
En verdad, este iba a ser un obsequio intoxicado, porque
a esta franja angosta de trescientos kilómetros de largo, por unos sesenta como
media de ancho, habría de unírsele terrenos en sus dos terceras partes completamente
improductivos, de relieve intrincado y enfilado por insignificantes ríos de muy
corto caudal.
Conjuntamente, habrían de desplazarse por
quebrados desniveles y precipicios de Sur a Norte, en dirección perpendicular a
los ejes de movimiento, que, por la configuración del territorio y la disposición
de las Plazas, se efectuaba en un trazado Este-Oeste o inversamente. De esta
manera, se constituía un arco bien definido en un extremo por los puertos de
Arcila y Larache, y en el opuesto la llanura del Garet, semidesértica y explorada
por la Cabila de los Beni Bu Yahi.
Era una comarca intratable y superpoblada, que subsistía
principalmente de la agricultura y ganadería, que salvo excepciones era de
simple sostén, básicamente depositado en manos de las mujeres dictadas a una labor
subordinada, cuyo interés valía poco más que el precio de un fusil y mucho
menos, que un caballo.
Si a esta región rocosa, empinada y pobre en la que su
entorno agrario no significaba más del 13 al 15% del plano general, se le
hubiese superpuesto la singularidad de improductiva e infructuosa, probablemente,
por la desigualdad descabellada entre el coste de controlarla y el beneficio dado,
estaría desahuciada a su suerte. Pero, la realidad, es que esto era lo que le correspondió
a España.
Esencialmente, se segmentaba en dos núcleos escabrosos:
en Occidente, Yebala, extendiéndose desde Tánger hasta el río Uarga y el Rif
Central, incluyendo las planicies atlánticas; y en Oriente, el Rif, obviamente
limitando con Yebala y abarcando hasta Kebdana en la frontera con Argelia. No
obstante, en ocasiones, se ha incluido un sector en torno a Melilla que como
tal, no concierne al Rif, comenzando en el extremo izquierdo del Kert, en los
dominios de Beni Said y ensanchándose al Oeste de una cadena montañosa con elevaciones
de hasta 2.000 metros, en cuyo corazón convivía la Cabila de Beni Urriaguel, o
lo que es lo mismo, la cuna de Abd el Krim.
Si el conjunto de la demarcación resultaba apático, el
Rif, integraba una de sus porciones más severas e inexorables: plagado de majestuosas
cordilleras y cortado en recónditas depresiones.
Igualmente, el Rif estaba protegido por la combatividad
envalentonada de sus pobladores, ceñidos a los avatares amenazantes como baluarte
infranqueable y, a su vez, convertido en una insinuación para quien osase
adentrarse por la fuerza. Amén, que en este paisaje decadente centelleaba el interés
por algunos yacimientos mineros, que a fin de cuentas acabaron siendo decepcionantes.
Si la topografía era deprimente para un hipotético opresor
extranjero, las estructuras sociales y políticas del Rif, totalizaban un inconveniente
adicional. En la división tradicional de Marruecos entre un ‘Bled el Majzén’ o
país de la corte, condicionado al Sultán o Autoridad Suprema instaurado por la
fuerza; y un ‘Bled el Siba’ o país del libre fluir o del desgobierno que desconocía
su autoridad, la zona española prácticamente concernía a este último. Pero, el hecho
que quién rigiese no alcanzase un poderío pleno, no significa que estuviese
privado de él.
En otras palabras: el Sultán, en su capacidad reforzada
de Jefe temporal y religioso, se universalizaba entre los creyentes, proporcionándole
cierto prestigio en tierras que, dicho sea de paso, eran catalogadas de intratables.
Esporádicamente, sus mehalas o ‘Cuerpo del Ejército
Popular’, realizaba reconocimientos rutinarios al objeto de recaudar tributos,
mayoritariamente, para hacer ver a los súbditos remisos la efectividad de esta atribución.
Por otro lado, el Sultán nombraba al Gobernador de la
región que habitaba en Tánger. Toda vez, que sus competencias eran tenues y explícitamente
los Caídes o Jefes de una Cabila eran sus representantes. Luego, se estima que el
Sultán se valoraba como un recurso remoto, pero no por ello omitido, depositario
de un influjo intangible y profundamente enraizado.
Mismamente, la población se modulaba en Cabilas o
pequeños países, algo así como un Estado en miniatura o una República Independiente,
encarnado en el imaginario colectivo como la Patria rifeña.
Paulatinamente, con los impulsos denodados de Abd el
Krim, cuyo nombre completo es Muhammad Ibn ‘Abd el-Karim El-Jattabi (1882-1963),
se concadenó un sentimiento de pertenencia que no sobrepasaba mucho más allá de
los límites fronterizos del Rif. Desde este punto de vista, un amplio abanico de
historiadores, investigadores y analistas coinciden en argumentar, que no se
puede llegar al extremo de confirmar que el espíritu cabileño de mínima y específica
bandería, careciese de relación con el molde de la Patria. Más bien, sus operaciones
se encaminaban a razones más concretas, como la solidaridad local o regional, o
la aspiración de hacer botín.
El carácter compartimentado del terreno, sin apenas
caminos que perfectamente propiciaban el ostracismo, dilucida la entidad de
estos pequeños reinos de taifas, de los que se contabilizaron sesenta y seis en
la ‘Zona Española’. De los cuales, veintidós eran de origen árabe y cuarenta y
cuatro bereberes. Y, para ser más preciso, dieciocho se establecían en el Rif.
Las cabilas o tribus bereberes refundían una cantidad caprichosa
de fracciones, organizándose por grupos de familias centralizadas en aduares o unidad
social y administrativa, compuesta por uno o varios clanes agrupados en
viviendas familiares que conformaban un poblado, aceptando a un ascendiente común,
más o menos, lejano o mítico.
Articulado a lo anterior, este combinado de personas se
guiaba por una yemáa o asamblea comunitaria, con la contribución de los patriarcas
en una organización de círculos concéntricos desde el poblado a la cabila, gestionando
los pastos, el agua o la leña, o acordando decisiones que por su trascendencia redundaban
en la comunidad. Precisamente, es en estas asambleas donde radica la auténtica
autoridad: el Caíd, en la cabila, en sentido de régulo o caudillo en el plano
social, político y militar; y el Cheij, en el poblado, como individuo notable
por su linaje, autoridad moral y religiosa o prestigio alcanzado como guerrero.
En cada uno de estos grupos concurre una pirámide
social elemental. Primero, en su base se halla el campesinado sin tierras o el
partido de las gentes pequeñas; y, segundo, en la cresta, los notables. Y,
entre uno y otro, los campesinos con posesiones reducidas.
Por otra parte, se hace constar un grupo afamado y con
notoriedad diferenciada, constituido por las familias chorfa o descendientes
del Profeta; o lo morabitos, maestro religioso al que se le asigna poderes
curativos. Los tariqs o cofradías religiosas formaban otro elemento aglutinador
del Rif.
Aunque las gentes pequeñas no disponían de puesto en las
yemáa, como institución deliberante en la que prevalecía un inequívoco
comportamiento democrático, se respetaba la mayoría de los votos de los
delegados de las tribus que ayudaban en las decisiones finales y no constituían
un ingrediente desdeñable. Hay lógicas suficientes para contemplar, que las pequeñas
gentes acabaran sugestionando a Abd el Krim para acoger enfoques radicales.
Recogiendo cadáveres de soldados españoles caídos en el Desastre de Annual.
Llanamente podría sostenerse, que los rifeños eran obstinados
y agrios, como la tierra era desfavorable y difícilmente les proveía de bienes.
Replegados sobre sí mismos, se deduce que la amplitud entre las casas rondaría
los trescientos metros; mostrando individuos insurgentes a cualquier agente intruso.
Y cómo no, la herencia de la deuda de sangre difundida de una generación a
otra, les obligaba a vivir constantemente en belicosa fogosidad.
A tenor del contexto y las eventualidades descritas en
este escenario, el fusil, ya fuese el ‘Mauser’ Modelo 1893 de origen español de
cinco disparos, o el extraordinario ‘Lebel’ francés Modelo 1886 de cuatro, eran
componentes irreemplazables y la tenencia más valiosa de la que el rifeño no se
separaba. Justamente, no son pocos los que culpan del descalabro de ‘Annual’, a
que las autoridades españolas no actuaran adecuadamente para su desarme, con la
premisa de no dañar las suspicacias de las cabilas.
El contrabando resultante de las Ciudades de Ceuta y
Melilla permitía acceder a ellos y a sus cartuchos, que, según el momento y las
realidades reinantes, hacía variar su valor desde veinticinco a cinco céntimos,
como sucedió tras los acontecimientos de ‘Annual’. Idénticamente resultó con los
fusiles, pasando de costar doscientos duros a tan sólo ocho o diez.
Pese a todo, la descentralización acentuada y el que
cada hombre se constituyera en un guerrero ducho, hacía que la región no estuviese
sumergida en el desconcierto, porque los ingredientes aglutinadores y el juego
de contrapesos internos, predisponían un orden incierto.
Me explico, primero, se plasmaba el idioma cotidiano que
no era el árabe como en Yebala, sino el bereber, aun con las restricciones que entrañaba
al no ser una lengua escrita. Segundo, la religión musulmana se ejercía con tibieza,
al asentar un principio integrador y ser fuente de valores compartidos, aunque el
rifeño conociese mínimamente el Corán. Entre otras cuestiones, porque en los
casos más reincidentes y de menor cuantía, son normas jurídicas que no están redactadas,
pero que se han hecho costumbre cumplirlas: el derecho consuetudinario. En contraste,
con los de más resonancia se seguía la Sharía, requiriendo un menester que en
sí mismo, confería popularidad a quienes sabían leer y escribir árabe.
Tercero, imperaba un método de sanciones aplicadas por
la yemáa, que condenaba los asesinatos y prescindía la deuda de sangre, reemplazándola
por la compensación en especie del causante y sus confidentes. Digamos, que era
una fórmula de enorme gravitación política que trataba de atenuar la violencia.
Cuarto, hay que prestar atención a los zocos
semanales, de los que al menos había uno en cada cabila, siendo un foco de intercambios
económicos y de puntos de confluencia, en los que como no podía ser de otra
manera, se trasferían confidencias y rumores; además, de celebrarse sesiones de
las asambleas y difundirse proclamas.
Quinto, otro dispositivo estabilizador se sustentó en
el complejo ‘sistema de lef’ o ‘alianzas’ entre fracciones o cabilas, que precavía
de influjos arriesgados y a una paz precaria, a veces fracturada por disputas
que finalmente se zanjaban, reconduciéndose en la yemáa con choques dialécticos
prolongados.
Y, sexto, la harca personificaba un lazo de unión,
siquiera transitorio. Se encumbraba en las asambleas e incluía desde una fracción
a diversas cabilas. Regularmente, su llamamiento lo antecedía la recalada de emisarios
en los zocos, que espoleaban a los asistentes con reseñas de botines admirables
y adversarios vulgares, a los que fácilmente se aniquilaba.
De vez en cuando, se convenían una gratificación a los
que se inscribieran a la empresa. Tras conversaciones acaloradas en un ámbito de
enardecimiento progresivo, nutrido por habladurías ilusorias sobre las probabilidades
del saqueamiento, se aceptaba la determinación de organizar la harca.
Trascendido el reporte con fogatas en las cimas de los
montes, los rifeños comparecían armados y con provisiones, en previsión a unas
cuantas jornadas, se reunían en idalas o contingentes a modo de ‘Fuerzas Irregulares’,
integradas en virtud de pactos previos de su población de procedencia y prestos
a relevarse periódicamente. No eran tropas permanentes, sino harcas contratadas
en función del contrincante y de los objetivos a cosechar.
No era extraño ver a mujeres, principalmente, y a niños
asistiendo a los combatientes, aprovisionándolos y recogiendo los extintos y
heridos, que, por encima de todo, no abandonaban el campo de batalla. Algunas
fuentes bibliográficas mencionan que, por momentos, éstas, se integraban activamente
en la lucha con fusil en mano.
En sí, para el cabileño, la guerra no suponía un trance
definitivo, sino un episodio de la vida en el que se arriesga únicamente lo indispensable
para acatar el deber de la solidaridad.
De ahí, la exigua duración del ataque que se disipa al
contacto con el primer contratiempo, porque sus argucias ofensivas se exponen en
emboscadas para hacerse con el botín y desaparecer de escena. Las escaramuzas la
emprenden meramente los muy curtidos, o los jóvenes que tienen que poner en la
balanza su valor.
En cuanto a la estabilidad de la harca, se aprecia su inconsistencia,
demorándose en volver a constituirse y necesitando preliminarmente de deliberaciones
extensísimas en las que todos emiten sus juicios. Una vez forjada, asiduamente afloran
pugnas, muestras de susceptibilidad y descomposición entre los grupos que la integran
hasta disgregarse.
Indiscutiblemente, la anomalía de un aparato quebradizo
sin la concreción de abastos y mando, imposibilita que se mantenga largo tiempo
en campaña. Si bien, maniobrando fuera de sus líneas, se conviene que los moradores
de la comarca contribuyan con algunos víveres, sin alargarse demasiado para no
generar fricciones con la población local.
En consecuencia, la impronta legendaria del rifeño, tal
vez, agigantada desde tiempos pasados, con un armamento dispar y en general en pésimas
condiciones de tiro, deficientemente cuidado y deteriorado por su manejo persistente,
con no más de quince o veinte cartuchos, a menudo recargado artesanalmente y con
poca fiabilidad, conllevaría que se plasmase un fuego decadente en intensidad.
Claro, la primera reflexión que surge es cómo ocurrió
el ‘Desastre de Annual’, pero no ha de soslayarse, que en la instantánea del rifeño
prevalece un guerrillero admirable, virtuoso, incansable, experto impecable en el
terreno y amoldado a sus habilidades y artimañas.
Por eso, detrás de cada promontorio, picacho o surco del
área peñascosa, hay una chilaba que se camufla y con ella, un hombre incógnito,
experimentado, inclemente y firme en su razón de ser.
Porque, el rifeño, obedece al impulso de su instinto,
sin plan estratégico y con las dificultades que ello denota, resulta imponente en
la defensa y el asalto, haciéndose amo y acreedor de la iniciativa guerrera, al
duplicar sus energías para así acometer el guion del rival y desconcertarlo.
En esta última descripción, se iría gestando lo que trágicamente
se desencadenó en ‘Annual’; y a su sombra, el protagonismo de aquel aliado ficticio
y cómplice aparente de España: Abd el Krim, quién de la noche a la mañana, se erigió
en su contendiente más detestable.
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