En busca de la torre perdida
Dr. Mariano Gambín García
sábado, 06 de octubre de 2012

Mariano Gambín GarcíaEl doctor en Historia por la Universidad de La Laguna y escritor, Mariano Gambín, ha realizado un importante trabajo de campo que le ha llevado a “descubrir” la olvidada, y casi enterrada por la arena del desierto, torre de Santa Cruz de la Mar Pequeña, que ubicada en la costa marroquí de Berbería fue levantada en 1496 como enclave comercial, según apunta su trabajo de investigación.

Este trabajo recibió recientemente el XXXIX Premio de Investigación Histórica Antonio Rumeu de Armas, que concede el periódico El Día, y ahora se puede también conocer la historia que se desarrolla en torno a este enclave gracias a la publicación del libro "La torre de Santa Cruz de la Mar Pequeña" (ver referencia del libro) de la editorial Oristán y Gociano.

El Administrador.

El redescubrimiento de la fortaleza de Santa Cruz de la Mar Pequeña en el Sáhara. La huella española y canaria más antigua en África.

Un manto de leyenda ha cubierto a lo largo de los años la misteriosa torre de Santa Cruz de la Mar Pequeña, levantada a finales del siglo XV en la costa de Berbería, en el actual Marruecos.

El mito se alimenta con los años por la dificultad que ha entrañado su localización. A lo largo del siglo XIX varias expediciones salieron en su búsqueda y se discutió mucho sobre el lugar donde debió estar levantada. Tanto es así, que un error geográfico sobre su emplazamiento hizo que España se asentase en Ifni. Los restos de una edificación que podía ser la torre fueron localizados por unos y no fueron hallados por otros. Apenas nos han llegado un par de mapas y algunas fotografías parciales y de escasa calidad, que certificaban la existencia de los restos de una edificación que podía ser la torre… o no. En el primer semestre de este año 2011 la torre había desaparecido nuevamente, tragada por el avance del desierto. Los viajeros que pretendieron encontrarla sólo hallaron una inmensa duna de arena que desembocaba en el mar.

¿Qué importancia tuvo esta torre? ¿Qué ha hecho que tantas personas la hayan buscado durante siglos? ¿Por qué se ha mostrado tan esquiva?

Un poco de Historia

Nos tenemos que remontar al último cuarto del siglo XV, al año 1478, cuando aún no se habían conquistado Gran Canaria, La Palma y Tenerife, momento en que el señor de Lanzarote, Diego García de Herrera, desplazado de la misión de someter a las islas mayores en favor de la Corona, optó por dirigir sus inquietudes hacia la costa africana. Según cuenta el historiador de finales del siglo XVI, Abreu y Galindo, Herrera decidió levantar un asentamiento permanente en el África vecina por medio de una torre–fortaleza. De este episodio no se ha conservado ni un solo documento de la época, sólo el testimonio del misterioso Abreu, que nos dice escuetamente que Herrera “había hecho… el castillo de Mar Pequeña”. El historiador Rumeu de Armas, reuniendo pruebas dispersas, determinó con acierto el año de su construcción, 1478, por lo que debemos desechar otras fechas anteriores de las que gustan usar algunos autores.

Sin embargo, poco más se sabe de la torre señorial de Herrera, salvo que dos de sus hombres de confianza, Alonso de Cabrera y Jofre Tenorio, fueron alcaides con mando sobre ella. Destaca el cronista Abreu que la torre era un punto de contacto entre los castellanos y los bereberes que poblaban la zona y fue el lugar de donde partió una importante expedición de saqueo de lanzaroteños –buscaban esclavos y ganado– en dirección al interior del Continente en torno a 1480. Después de esta entrada, que resultó un éxito económico, no hay más noticias de la torre. Diego de Herrera murió en junio de 1485 y la falta de datos sobre el emplazamiento africano por él levantado nos lleva a la conclusión de que la torre se evacuó y se abandonó en torno a esa fecha.

No obstante, los asaltos de los castellanos afincados en Canarias –acompañados por indígenas canarios como parte de sus fuerzas– a la costa africana continuaron en los años posteriores. Hay constancia de cabalgadas –como se llamaba a estas expediciones de saqueo– desde Lanzarote y desde Gran Canaria y el propio Alonso de Lugo obtuvo como ayuda económica para la conquista de Tenerife percibir un porcentaje alto del beneficio destinado a la Corona proveniente de estas razzias.

El asunto de un asentamiento castellano en territorio africano quedó olvidado hasta 1496, un par de años después del tratado de Tordesillas, acuerdo entre Castilla y Portugal por el que se repartían áreas de influencia en África, Asia y el recién descubierto continente americano. En dicho tratado, salvaguardando la zona de cabalgadas que los vecinos canarios y andaluces realizaban en la vecina costa africana, se introdujo la cláusula de que el territorio entre la ciudad de Messa –unos kilómetros al sur de la actual Agadir– y el cabo Bojador –rica zona pesquera–, caería en la esfera de influencia de Castilla. Para tomar posesión efectiva de la zona se pensó en levantar una fortaleza que atestiguara el poder de Castilla en el territorio. Para ello, se comisionó al tercer gobernador de la isla de Gran Canaria, Alonso Fajardo y a tal fin. Fajardo, de origen murciano y valiente servidor de los Reyes Católicos en la guerra de Granada, fue nombrado gobernador de Gran Canaria tras Francisco Maldonado el 30 de enero de 1495 y llegó a Las Palmas el 7 de agosto de ese año. Su gobernación dejó profunda huella en la incipiente sociedad de la isla, ya que bajo su mandato comenzó a aplicarse el Fuero de Gran Canaria, socorrió a Alonso de Lugo tras la derrota de Acentejo y levantó dos magníficas torres defensivas, la de La Isleta y la de Santa Cruz de la Mar Pequeña.

Reconstrucción de la torre de La Isleta (P. Cuenca).
Reconstrucción de la torre de La Isleta (P. Cuenca).

Siguiendo órdenes de los Reyes, Fajardo comenzó a trabar contacto con los jefes tribales beréberes de la zona para facilitar el asentamiento castellano en la costa. Fruto de estas conversaciones, se concertaron paces con las tribus locales que permitieron la posibilidad de edificar una fortaleza. Al contrario de lo que ocurrió con la torre de Diego de Herrera, e incluso con la torre de La Isleta, de las que apenas tenemos noticias, de la construcción de la de Santa Cruz de la Mar Pequeña han sobrevivido un grupo numeroso de documentos que atestiguan el esfuerzo humano y económico desplegado por los castellanos de Gran Canaria en el levantamiento de la torre. 

Por esos documentos coetáneos, sabemos que los Reyes Católicos ordenaron levantar la torre de Santa Cruz de la Mar Pequeña el 29 de marzo de 1496, mandato que comenzó a organizarse una vez que la carta real llegó a Gran Canaria. Con el apoyo de la Hacienda Real se aprestaron cinco navíos –naos y carabelas, las mismas embarcaciones que usó Colón para llegar a América– donde se trasladaron a África hombres, materiales y provisiones. Embarcaron en ellos tres maestros mayores de obras, siete albañiles, dos herreros, siete carpinteros y tres aserradores. Completaban el grupo de especialistas tres pescadores y una lavandera, María, la única mujer en la expedición. Acompañaron a estos trabajadores –algunos de los cuales eran indígenas canarios– treinta soldados y unos cuantos vecinos de Gran Canaria que se apuntaron como colaboradores militares. Se gastaron, para la edificación de la torre, importantes sumas en la compra de hierro, madera y cal, se adquirió para los navíos pez y estopa y para el mantenimiento de los pobladores, redes y tres barcas de pesca.

Partieron los navíos de Las Palmas el 28 de agosto de 1496, arribando a la Mar Pequeña dos días después. El desembarco se hizo sin problemas y los hombres se pusieron a trabajar en “una ysleta”. En apenas dos meses, en noviembre, la estructura principal de la torre estaba terminada. Volvieron los constructores a Gran Canaria y quedó en la torre una guarnición fija de diecisiete hombres que velaban por la seguridad de las transacciones comerciales. De nuevo, en marzo de 1497, Fajardo se trasladó de Gran Canaria a la torre africana, donde procedió a trabajos de mantenimiento de la misma. 

La torre sirvió como factoría de comercio al estilo portugués, iniciándose fructíferos intercambios con las tribus asentadas en la zona. Sin embargo, Fajardo observó que los esfuerzos comerciales de las autoridades reales podrían verse abocados al fracaso si continuaban las cabalgadas incontroladas, por lo que solicitó a los monarcas la declaración de zona exenta de entradas al territorio adyacente a la torre. Los monarcas asintieron a la petición, emitiéndose las correspondientes cartas de seguro por las que amparaban a quienes acudieran a comerciar en la torre, tanto castellanos como moros.

En diciembre de 1497, durante el transcurso de un nuevo viaje del gobernador a la torre, éste enfermó gravemente y al volver le sobrevino la muerte de modo repentino en Lanzarote, donde había desembarcado, quedando inconclusos muchos proyectos por él iniciados, y que tendrían que esperar a que sus sucesores los llevaran a buen fin.

Se atribuye también al gobernador Fajardo el levantamiento de la torre de la Isleta, edificación que fue absorbida por las sucesivas ampliaciones del recinto fortificado que compusieron el denominado castillo de la Luz, tras cuyos muros quedó oculta la torre. Como decíamos, no ha sobrevivido un solo documento que acredite la cons¬trucción de esta torre en la bahía de Las Palmas. Evidentemente, si la construcción de la fortaleza de la Mar Pequeña se remonta al otoño de 1496, patrocinada por la corona a poco de llegar el gobernador a la isla, la torre de la Isleta tuvo que construirse después o al mismo tiempo que la africana. Es pues, como mínimo, de ese año de 1496 y no de 1494, como insisten erróneamente muchas publicaciones actuales. La falta de noticias del origen de la financiación de la torre grancanaria nos hace sospechar que el gobernador Fajardo, hombre listo sin duda, logró levantar dos torres por el precio de una. Y no sólo las construyó con el mismo dinero, sino que incluso con los mismos patrones. Las torres de Santa Cruz de la Mar Pequeña y de La Isleta son gemelas en cuanto a su construcción, al menos en lo referente a las medidas de su base y primeros metros de altura. Sobre estos detalles volveremos un poco más adelante. Regresemos a las noticias históricas de la torre de Mar Pequeña.

Fue testigo, la torre, de episodios de gran importancia histórica que no podemos detallar en este breve trabajo. Además del rutinario intercambio pacífico de productos con los habitantes de aquella zona africana, la torre fue protagonista en las disputas navales entre Alonso de Lugo y su familia política lanzaroteña en 1498, y vio pasar las fracasadas expediciones del gobernador tinerfeño al interior del continente en 1501 y 1502, servicios por los que se le otorgó el título de Adelantado en 1503. También estuvo allí el sucesor de Fajardo, el gobernador Lope Sánchez de Valenzuela, que concertó en 1499 la sumisión de las principales tribus asentadas al norte de la torre, en lo que se conocía como el reino de la Bu-Tata.

En los primeros años del siglo XVI, la función comercial de la torre continuó sin problemas. A Valenzuela le sucedieron como gobernadores Antonio de Torres, Alonso Escudero y Lope de Sosa. Éste último tomó posesión de su gobernación en enero de 1505 y, con ella, la alcaidía de la torre de Mar Pequeña, que desempeñaban al mismo tiempo los gobernadores de Gran Canaria.

Desde 1499, los Reyes Católicos prohibieron las cabalgadas en suelo africano. Esta decisión era coherente con el asentamiento de Mar Pequeña, ya que la existencia de cabalgadas difícilmente propiciaría un comercio pacífico en torno a la torre. Las quejas de los vecinos canarios, que perdían una importante fuente de ingresos, no dejaron de oírse en la Corte. En noviembre de 1505, tal vez por la muerte de la reina Isabel, el Consejo Real cambió de parecer, volviendo a permitir las cabalgadas en África. Desde 1506, comenzaron a realizarse este tipo de expediciones sin interrupción, tanto desde Gran Canaria como desde Tenerife, provocando con ello la alteración de la situación anterior. Además, por el Tratado de Sintra, en 1509, Portugal acaparaba todo el territorio africano, quedando para Castilla únicamente la fortaleza de Mar Pequeña. Esta cortapisa a la influencia política castellana en la zona, provocó que los intereses de los pobladores canarios se centraran en el comercio en la torre y el saqueo en el resto del territorio. Coincidió este cambio de status quo con el auge de un movimiento político religioso afín al sufismo en las localidades al norte de la torre. Con el acceso al poder de nuevos líderes enemigos de los europeos, la torre se convirtió en un objetivo claro para su Guerra Santa. Portugueses y castellanos tuvieron que enfrentarse a las tribus bereberes unidas bajo un Jerife. La torre de Santa Cruz no se vio amenazada hasta julio de 1517, fecha en la que comenzó un asalto en toda regla contra ella. Después de varios combates, la superioridad numérica de los africanos venció la resistencia de la guarnición y la torre fue tomada e incendiada. Tal vez sus ocupantes pudieron salvarse en la embarcación de socorro que siempre fondeaba al lado de la fortaleza.

El gobernador de Gran Canaria Lope de Sosa envió una expedición para retomar la torre y al frente de la misma fue un noble andaluz sobre el que había recaído el Señorío de Fuerteventura, Fernán Darias de Saavedra, que era su yerno. Saavedra desembarcó al mes siguiente con sus hombres en la destruida torre, comenzando su reconstrucción de forma inmediata, sin que el Jerife, que se había desplazado de nuevo al norte, quisiera volver a Mar Pequeña a plantear oposición. Sin embargo, el coste de la reedificación fue mayor de lo esperado y Saavedra aportó de su pecunio la diferencia, reteniendo la posesión de la fortaleza hasta que se le reintegrara lo que había pagado. El gobernador Sosa no pudo desplazar a Saavedra de la posesión de la torre, quedándose éste último en ella hasta que se le pagaron todos los gastos que invirtió en su reconstrucción, en 1519, dos años después.

En ese mismo año, el nuevo rey Carlos premiaba a sus cortesanos con gracias y sinecuras, entre las que se encontró el mando de la torre de Santa Cruz. Dos personajes cercanos a la Corte, los licenciados Zapata y Vargas, fueron designados alcaides de la fortaleza en lugar de los gobernadores de Gran Canaria. Como pretender gobernar la torre desde la corte era imposible, acordaron con don Pedro de Lugo, el hijo del gobernador Alonso de Lugo, que éste poseyera la tenencia de la torre en su lugar, a cambio del pago anual de 6.000 maravedíes y 10 onzas de ámbar gris a cada cortesano.

La iniciativa comercial de la torre pasaba así de la corona a don Pedro de Lugo, que trató de sacar el máximo rendimiento de las transacciones comerciales.

Los años pasaron sin que nada reseñable ocurriera hasta 1524, año en que las tribus locales, tal vez hartas de las continuas cabalgadas que sufrían anualmente, se unieron para atacar de nuevo la torre. La exigua guarnición resistió un tiempo breve hasta que tuvo que evacuarla ante el empuje de los moros en el verano de ese año. Se tiene noticia de que los africanos la “tomaron y derrocaron”. Como ocurrió en la ocasión anterior, los castellanos enviaron una expedición que retomó la torre y la reconstruyó de nuevo. 

Hay que hacer notar que en los alrededores de la fortaleza de Mar Pequeña no existía ninguna población importante, por lo que las fuerzas bereberes debían llegar desde territorios apartados y tras la toma y destrucción de la torre, volvían a sus lugares de origen, sin que para ellos tuviera mayor interés permanecer en el lugar donde se asentaba la fortaleza. De ahí que las sucesivas reconstrucciones no fueran estorbadas por los lugareños.

Don Pedro tuvo la posesión de la torre de Santa Cruz de la Mar Pequeña hasta 1526, año en que renunció a seguir con ella. Uno de los cortesanos que poseían la alcaidía de la fortaleza murió sin descendencia y su mitad pasó a la Corona, que la encomendó a los gobernadores de Gran Canaria. Pocos años después, el otro cortesano renunció a su mitad y pasó la tenencia completa de la torre a los gobernadores grancanarios. En 1527, siendo gobernador Martín Cerón, dejan de tenerse noticias de la torre. El gobernador deja de percibir su sueldo como alcaide y los testimonios posteriores que nos llegan nos hablan de que la torre se encontraba destruida y los castellanos no podían refugiarse en ella. En 1530 dicha fortaleza aún no estaba reparada y “no salen barcos a saltear por no tener el refugio de dicha fortaleza”. Contribuyó a este abandono el hecho, tan común en esa zona, del cambio del paisaje: “que el sitio estava casi perdido, porquel río donde estava edificada se cegó con arena y quedó casi en seco”. 

Esta es la historia, a grandes rasgos, de la torre de Santa Cruz de la Mar Pequeña, el primer asentamiento canario en África. Cincuenta años de presencia permanente de castellanos y canarios en la costa africana que dejaron una huella que la arena del desierto se ocupó de borrar durante siglos. Hasta hoy.

La Búsqueda de la torre

En 1764 un comerciante norteamericano, George Glas, fundó una factoría pesquera en la ensenada de Mar Pequeña, aunque no hizo mención de restos de edificaciones en la zona. La ocupación fue efímera, pues Glas fue detenido por las autoridades españolas acusado de defraudar a la hacienda pública.

En un tratado firmado con el sultán de Marruecos en 1860, se concedía a España el territorio suficiente, “junto a Santa Cruz la Pequeña”, para establecer un enclave pesquero. Sin embargo, por aquellos años no estaba claro dónde estaba la Mar Pequeña. En 1877, el capitán de navío Fernández Duro viajó al continente y decidió –no sabemos si con premeditación o con negligencia–, que la Mar Pequeña se encontraba en Ifni. Este dictamen fue contestado por varios estudiosos, que lo ubicaban también erróneamente en las desembocaduras de los ríos Shebika y Sus. Desde el punto de vista político interesaba más Ifni y este territorio fue convertido en el tratado con Francia de 1912 en la “nueva” Mar Pequeña. 

Emplazamiento de la torre según varios autores.

Sin embargo, estos vaivenes políticos no hicieron referencia alguna a la existencia de una torre medieval en aquella zona.

El primero que dio noticia de la torre, identificándola como la de Diego de Herrera, fue el notario de Lanzarote Antonio María Manrique en 1878, a raíz de un viaje de exploración de la zona. Cuatro años después, el piloto Víctor Arana ratificó la existencia de restos en el lugar señalado por Manrique. Estas noticias tuvieron un eco local escaso que pasó desapercibido fuera del Archipiélago.

La torre siguió ignorada hasta que tres investigadores franceses dieron noticia de ella en sendas publicaciones, Cenivel (1935), Pascon (1963) y Monod (1976), aunque no tuvieran la completa certeza de que se trataba de la edificación levantada por Fajardo en 1496. El propio Rumeu de Armas no lo tuvo claro en un principio, ya que en 1956 se decantaba como el lugar de la fortaleza la desembocadura del río Shebika. Tras el estudio de Monod, cambió de opinión y dio la razón al francés.

Localización de Mar Pequeña en la costa africana.

Las primeras fotografías publicadas de los restos de la torre aparecen en la monografía de Monod de 1976. Hubo que esperar veinte años para que algún investigador canario se acercara hasta Mar Pequeña. En 1996, un grupo de geólogos y biólogos, encabezado por Francisco García–Talavera, llegaron al lugar de la torre, se la encontraron en ruinas y en un islote cerca de la costa, que quedaba aislado del continente en las pleamares. De este viaje hubo constancia en la prensa de aquellos años, aunque no se publicó ninguna memoria descriptiva de lo descubierto. Desde entonces hasta hoy día, sólo hemos encontrado una referencia de Vázquez Blanco en un número de Revista de Arqueología de 2010, en el que llamaba la atención sobre el peligro que corrían los restos de ser cubiertos por las arenas del desierto. Efectivamente, algunos viajeros que pasaron por allí en 2010 y 2011 no pudieron encontrar rastro de edificio alguno, completamente tragado por el desierto. La torre se había perdido de nuevo.

La torre, hoy

Descubrir la realidad que se halla tras la leyenda de una fortaleza desaparecida engullida por las arenas del Sáhara es un acicate para cualquier historiador. Y llama la atención que ningún especialista de la historia de Canarias se haya desplazado a aquel lugar en su búsqueda. Tal vez la lejanía –más psicológica que real–, la dificultad del viaje o los problemas políticos de la zona hayan disuadido año tras año a los investigadores de emprender una expedición con tal fin.

La Laguna de Naila.
La Laguna de Naila.
El emplazamiento de la torre, a la izquierda, desde la laguna.
El emplazamiento de la torre, a la izquierda, desde la laguna.
Vista del lado oeste.
Vista del lado oeste.
Vista del lado sur, donde mejor se observan las saeteras.
Vista del lado sur, donde mejor se observan las saeteras.
Lado este. Al fondo la laguna de Naila.
Lado este. Al fondo la laguna de Naila.
Lado norte.
Lado norte.

En octubre de 2011, el autor de estas líneas tuvo la suerte de contactar con un grupo de canarios que organizan viajes desde Gran Canaria al antiguo Sáhara español –Paco Jiménez y su grupo Sáhara Tour–, y gracias a su gestión, el viaje en busca de la torre de Santa Cruz de la Mar Pequeña pudo convertirse en realidad. La zona donde se suponía que estaban los restos de la torre es hoy día el parque nacional de Khenifiss, a unos treinta kilómetros al noreste de la localidad de Tarfaya, en Marruecos, ciudad fundada por los españoles a comienzos del siglo XX. Dentro del mencionado parque se encuentra la Laguna de Naila, que es el nombre actual de la antigua Mar Pequeña. Se trata de una enorme extensión de agua salada que entra en el continente a través de una estrecha bocana, y que ha creado un microclima muy favorable para el anidamiento de numerosas especies de aves, además de ser un refugio ideal para la pesca de costa. En un entorno donde el verde de las plantas acuáticas contrasta con el amarillo rotundo de unas dunas de belleza excepcional, es donde se centró la búsqueda de la torre.

Una vez llegados a la laguna, unos pescadores nativos se ofrecieron a llevarnos a un lugar “donde había unas piedras” en barca, ya que el desplazamiento a pie exigía varias horas de esfuerzo que se obviaba por el paseo en bote. El trayecto, de una media hora, se vio amenizado al cruzar diversos manglares poblados por flamencos rosas y garzas blancas.

Si las últimas noticias que se tenían de la localización de la torre hablaban de un islote en una costa rocosa, la realidad en los días que corren es muy distinta. La ribera se ha convertido en una gran playa arenosa que sería la envidia de cualquier destino turístico de primer orden. Las “piedras” se encontraban a unos cincuenta metros tierra adentro desde la playa y sólo se veía desde el mar la hilera constructiva superior. Al acercarnos, descubrimos, semienterrada en la arena húmeda, una construcción cuadrada de indudable antigüedad, formada en su base por grandes sillares de piedra rojiza, que alcanzaban la altura de cuatro hileras, sobre las que se habían colocado piedras sueltas unidas con algún aglomerante de forma que los bordes quedaran a la misma rasante. Según nos comentaron los guías, por iniciativa de las autoridades marroquíes, apenas un mes antes se había decidido desenterrar la construcción, haciéndolo hasta donde permitía el nivel de las aguas subterráneas provenientes del mar, que es el que se ve actualmente. La buena intención fue más allá de lo exigible y quienes trabajaron en la excavación quisieron poner su granito de arena intentando una reconstrucción –desgraciadamente penosa– de la parte superior de los muros, igualándolos con piedras cogidas al azar en los alrededores.

En los muros, de 8,30 metros de lado, destacan unos agujeros que recuerdan inevitablemente a unas saeteras medievales, algunas recortadas en su base en semicírculo. Se encuentran unas de otras a una distancia semejante, buscada exprofeso para la defensa de su interior. Otros agujeros, que no obedecen a esta serie, son tal vez anclajes para otras construcciones auxiliares de madera que se apoyaban en los muros de la torre. Desgraciadamente, el interior se halla cegado por piedras y escombros, lo que hace impracticable su exploración. La calidad del corte de la piedra y la existencia de estas oquedades defensivas indica a las claras que se trata de una torre muy antigua, de origen tardomedieval y que puede identificarse sin temor a incurrir en error con la levantada por Alonso Fajardo en 1496. Todo concuerda: la localización en la costa y dentro de la laguna, el tipo de fábrica y los detalles de construcción, para afirmar que se trata de la torre de Santa Cruz de la Mar Pequeña.

Otro detalle importante a tener en cuenta es la increíble similitud de los restos de la torre africana con la torre descubierta recientemente dentro del castillo de la Luz, en Las Palmas, levantada por el mismo gobernador y posiblemente en el mismo año. No es aventurado proponer que son coetáneas y que los constructores de ambas se sirvieron de los mismos patrones de construcción. Es como si hoy día unos constructores se hubieran servido de un mismo plano para hacer dos edificios idénticos. La comparación visual es suficiente para llegar a esa conclusión. Por ello nos inclinamos, al contrario que otros historiadores anteriores, a concebir la torre de Mar Pequeña como gemela de la de La Isleta, cuadrada y de tres alturas por lo menos, al estilo de la torre del Conde, en La Gomera, y no más baja e incluso cubierta, como aventuraron algunos de ellos. 

Es posible que la torre haya debido sufrir un fenómeno de hundimiento –las saeteras aparecen muy bajas respecto al nivel actual del suelo–, tal vez por tener su base en un fondo arenoso, aunque éste es un extremo que no se puede certificar hasta que no se realice una excavación siguiendo los cánones arqueológicos.

La importancia histórica y arqueológica de los restos de la torre es evidente. Además de ser la huella más antigua de los canarios y castellanos en África, es un exponente muy interesante de las construcciones defensivas de finales del siglo XV, en torno a la cual se articulaba todo un conjunto de relaciones sociales con las tribus locales que hizo que dos civilizaciones se conocieran y convivieran en paz, al menos durante un período que duró unos cincuenta años. Este enclave es historia viva canaria, y a los canarios nos corresponde crear el interés necesario en nuestros vecinos marroquíes para que esta huella no se pierda de nuevo, sepultada por las arenas del desierto.

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