Carta abierta de un Tirador de Ifni
Colaboraciones - Manuel Jorques Ortiz
Escrito por Manuel Jorques Ortiz   
sábado, 05 de enero de 2013
El cabo 1º de Tiradores, remitente de la misiva.
El cabo 1º de Tiradores, remitente de la misiva.

Amigo Manolo:

Ante todo ruego disculpes la enorme tardanza en ponerme en contacto contigo, pero unos pocos problemillas y un mucho de abulia me lo han impedido.

Bueno, ya con el chip colocado y en marcha, voy a pasar a contarte mi “mili”, no sin antes advertirte que debido a los años pasados y a mi desastrosa memoria esto se ha convertido en una especie de piel de dálmata. Hay detalles y anécdotas que recuerdo con cierta facilidad, pero van acompañados de lagunas imposibles de revivir.

De inicio quiero dejar patente que una serie de circunstancias influyeron en que a lo largo de mi estancia allí apenas hiciera amistades sólidas. Primero que mi compañía servía a todo el Tabor de ametralladoras, morteros y cañones sin retroceso (yo era cabo de una de estas armas) debido a lo cual un mes me destinaban a una posición y al mes siguiente a otra. Difícilmente se pueden consolidar amistades en tan corto periodo de tiempo y en segundo lugar también influyó negativamente mi ascenso en enero a cabo primero de complemento, los primeros chusqueros, sin ser descorteses, siempre me vieron como a un extraño y la tropa como alguien superior al que hay que obedecer pero no confraternizar.

Pues bien, así pasó el tiempo, sin amigos ni enemigos. De todas formas hice una buena amistad con el chófer del Comandante, que incluso vino a verme a Utiel un fin de semana. Mis buenas amistades las hice más durante el periodo de recluta que de veterano.

Al esforzar la memoria e intentar remontarme a aquellos lejanos días las primeras imágenes que recuerdo son las de, ya anochecido, ir en la caja de un desvencijado camión del Ejército camino de la estación mientras en la lejanía se oían las tracas y músicas de las fiestas falleras que se celebraban por aquellos días. Sentí una amargura y tristeza imposible de describir y que aunque viva mil años jamás olvidaré. Toda la ciudad de Valencia en fiestas y yo, como ganado, trasladado no sabía bien a donde. Un millón de sentimientos a cual más deprimente llenaban mi cabeza. Acababa de despedirme de mi prometida y de mis padres, y en un abrir y cerrar de ojos me veía en aquella situación tan desagradable y difícil de asimilar.

En el campamento de reclutas

Del viaje hasta Ifni, que te voy a contar, tú lo padeciste igual o peor que yo. Malos trenes, horrendo barco, casi suicida desembarco y llegada con cinco kilos perdidos en los cinco días que duró. 

Al pisar tierra firme, un montón de veteranos, enfundados en sucios y raídos monos nos esperaban en la playa, por cierto que un buen amigo mío estaba entre ellos, lo saludé con enorme emoción extrañándome enormemente de la apariencia de viejo que tenía, nosotros parecíamos unos críos… ¿qué había en aquellas tierras para hacer envejecer de aquella forma y en tan poco tiempo?... 

A continuación, y después de subir empinada cuesta, llegamos por fin al campamento de instrucción de reclutas. Allí nos amontonaron a varios miles en tiendas de campaña incapaces a todas luces de poder albergar a más de veinte en cada una (teníamos que dormir de lado, pues de lo contrario no cabíamos)

Los tres meses que estuvimos allí fueron una tortura continua. No recuerdo ni un solo momento en que pudiera decir que lo pasé bien.

La disciplina era férrea, los castigos y arrestos por lo más mínimo estaban al orden del día. El teniente que nos tocó en suerte abofeteaba por cualquier cosa, yo me libré un poco de tal rigidez, pues al enterarme que su esposa era maestra y ejercía en la ciudad, le rogué me dejara hablar con ella, pues ya había aprobado las oposiciones y podría estar interesado en ejercer allí una vez licenciado, me sorprendió enormemente que accediera a mi ruego, pero la verdad es que bajé al pueblo (creo que fui el primer recluta de Tiradores en pisar sus calles), me presenté a ella, conversamos muy agradablemente un rato y lo mejor fue que el trato con él dichoso teniente fue mucho más relajado. 

Toma de agua desde un camión-cuba.
Toma de agua desde un camión-cuba.

Durante todo el periodo de recluta la escasez de agua fue manifiesta. Construyeron unas especies de pequeñas piscinas vigiladas por veteranos con las cinchas en la mano para castigar al que se aproximara. A pesar de ello había quien se arriesgaba y recuerdo que algún veterano y sus cinchas fueron a parar al agua. Había toque de agua y era humillante ver cientos de manos estirando el brazo intentando lograr que le cayera algo de agua en su marmita. Yo me había llevado mi máquina de fotografiar y te aseguro que estuve tentado de intentar hacer una instantánea de la escena, incluso pensé enviarla a algún periódico extranjero, pero me jugaba mucho y lógicamente desistí del proyecto. Los camiones cuba que la traían debían ser escoltados, pues de lo contrario eran asaltados por sedientos que corrían detrás de ellos hasta lograr acceder a los grifos posteriores abriéndolos y derramando gran parte del preciado elemento. En fin, una estampa tercermundista total. 

En lo referente a esto del agua recuerdo una simpática anécdota. Uno de los reclutas de nuestra tienda era paisano de uno de los cocineros logrando que éste le llenara a escondidas una botella. Al entrar en la tienda, y con la velocidad del rayo, la metía en lo más profundo de su macuto, cerrándolo a continuación con un sólido candado. Un buen día, y aprovechando que estaba ausente, cogimos el macuto, palpamos donde estaba la botella, la fuimos elevando poco a poco hasta que asomó el gollete a través de las arrugas de la boca, entonces empinando el macuto logramos bebernos toda el agua. Cuando su dueño fue a beber se hacía cruces de cómo era posible que le hubiera desaparecido lo que con tanto esmero había guardado. 

Nunca disfrutamos de mesa ni silla para comer. Cuando repartían el rancho formábamos en tantas filas como platos había y a cada uno le ponían en su marmita tantas raciones como comensales iba a haber. Si el “menú” consistía en arroz, pescado y ensalada, al primero le ponían tres raciones de arroz, al segundo tres de pescado y al tercero tres de ensalada, a continuación nos sentábamos en círculo en el suelo e íbamos dando fin a lo suministrado. Esto, que a primera vista parece tan lógico y sencillo tenía su problemática, pues nadie quería ponerse en la fila donde suministraban el arroz, pues limpiar luego la marmita de los grasientos restos era muy, pero que muy dificultoso –había que restregar con arena y luego pasarle una miga de pan–. De todas formas, si te tocaba alguien poco curioso no sabías ni lo que estabas comiendo. Recuerdo días, que debido al viento, no había forma humana de comer sin masticar arena. 

Únicamente disponíamos de una marmita para los más variopintos menesteres, por lo tanto en ella comíamos, bebíamos y hasta nos afeitábamos –a veces con el café aguado del desayuno– en ella.

Para que todas las filas tuvieran el mismo número de personas no tenían los veteranos más remedio que echar mano de sus cinchas.

Y así entre gritos, golpes y amenazas fuimos aprendiendo a desfilar. 

Yo, al ver el panorama, y con el fin de lograr una mejor situación me apresuré a apuntarme a los cursos para cabo, los aprobé y me nombraron responsable de un arma llamada “cañón sin retroceso” debido que había que convertir yardas a metros, y no todos sabían hacerlo.

El cañón sin retroceso

El dichoso cañón procedía del ejército americano, (un desecho de ellos), y como su mismo nombre indica no retrocedía al dispararlo, pues la mitad de la energía de la granada salía en forma de fuego por detrás (unos veinte metros) siendo la otra mitad la que impulsaba a la granada hasta su objetivo. Era arriesgado su disparo tanto por la llama de atrás como por el ruido que producía- uno de mi escuadra quedó sordo de uno de los oídos por falta de precaución-, pero lo más gracioso es que debido a la temperatura que alcanzaba la recámara el cañón podía explotar al cabo de unos cientos de disparos, por ello el arma iba acompañada de una especie de agenda donde se debía de apuntar cada disparo. Mi cañón había estado en California, luego pasó a Corea y de allí a Cádiz y a Ifni, pues bien en la agenda sólo estaban cuantificados los disparos realizados en California y Corea, ya en Cádiz nadie había escrito nada, yo tampoco lo hice a pesar de que disparé un montón de veces. ¡Los españoles somos así!

El cañón sin retroceso.
El cañón sin retroceso.

Y como era un arma un tanto espectacular en los desfiles, pues no me perdí ni uno. Estuviera donde estuviera, si había que desfilar, nos llamaban unos días antes, ensayábamos un poco y… ¡a desfilar!. Yo llevaba el trípode y como desfilábamos al paso de la legión aquello se meneaba tanto que uno de los pies me golpeaba una de las últimas vértebras tan repetitivamente que me hacía hasta sangre…¡delicioso!

Pusieron a mis órdenes a tres soldados, un madrileño muy gracioso, pero que se meaba por las noches… ¡que olor!, otro murciano analfabeto, súper introvertido que apenas le oímos hablar y un andaluz, el que se quedó medio sordo, tratante de ganado en su pueblo y que nunca se gastó una peseta, todo el exiguo sueldo que nos daban cada quincena lo guardaba, al final de la mil no sé el dineral que tenía. 

A los cabos nos instruyeron en el disparo de todas las armas –ametralladora, mortero, cañón sin retroceso, tiro de granadas, mosquetón y arma corta–, como puedes imaginar acabé hasta el gorro de tanto ruido. Me convertí en un antibelicista furibundo.

La “famosa” chinche de cama.
La “famosa” chinche de cama.

De aquellos tres horribles meses de recluta recuerdo también mi lucha contra los parásitos. Yo no había visto en mi vida ningún “bichito” raro así que cuando vi pulgas en mi sábana me sentí verdaderamente mal, pero aún fue peor cuando observé que en el elástico de mis pantalones había docenas de “bichitos”, como es lógico me apresuré a encargarle a un veterano que me subiera del pueblo el insecticida más potente que encontrara –creo que me compró ZZ–. Solucioné de momento el problema y digo de momento porque a lo largo de la mili sostuve una batalla sin cuartel contra todos, sobre todo contra los chinches. Recuerdo que en una de las posiciones por las que pasé había multitud de chinches, tantos había que nos dieron unos polvos blancos para que nos los espolvoreáramos por todo el cuerpo antes de acostarnos, pues bien, realizada dicha instrucción, parecíamos panaderos, pero lo espectacular sucedía al levantarnos, ni Jesucristo tenía peor aspecto: a lo largo de la noche las cinches habían llegado hasta su objetivo sin importarle en absoluto el dichoso polvo –debía estar caducado–, al morder y chupar la sangre, instintivamente te defendías chafando alguno de ellos, por lo cual la sangre de su interior se mezclaba con esa especie de harina que cubría el cuerpo, cuando me vi el pecho me asusté. La mezcla de sangre y harina pegada a tu cuerpo lograba que uno se viera con un aspecto casi terrorífico.

Y así, poco a poco, nos fuimos curtiendo y acostumbrando a una vida que de vida no tenía nada. 

Y así llegó la jura de bandera. Sólo recuerdo que éramos miles, que estuvimos horas a pie firme, que me emocioné al grito de ¡Arriba España! Y que nos dieron comida extra.

A primera línea

…Y llegó el momento de despedirnos de todo aquello. Camión y a la montaña, a primera línea. Mi escuadra y mi cañón fuimos a parar a no sé que puesto avanzado. Ubicamos nuestra arma donde nos dijeron, aprendimos a que objetivos había que disparar en caso de ataque del enemigo, colocamos las granadas en lugar seguro y a renglón seguido nos enseñaron donde debíamos vivir durante nuestra estancia allí.

Dormitorio en la montaña.
Dormitorio en la montaña.

Recuerdo que mi asombro fue mayúsculo cuando observé que en aquel miserable agujero cavado en el lateral de la trinchera no había nada, o sea, ni camas ni sillas ni mesa, ¡nada! Un veterano nos enseñó cómo fabricar rudimentarias camas: con los piquetes de las alambradas clavados en tierra conseguíamos las cuatro patas, mediante una curiosa técnica lográbamos quitar los pinchos de las alambradas y ya convertidas en alambres tejíamos una especie de somier donde depositar la colchoneta de paja –poca paja–, pues cuando te levantabas tenías señaladas en la espalda las marcas de los mencionados alambres. Creo que uno de mis “dormitorios” estaba en una de las fotos que te envié, y que conste que ese fue uno de los mejores.

Aquella posición, como en casi todas en las que estuve, estaba rodeada de alambradas y campos de minas. Las guardias eran de cuatro interminables horas, sentado en una posición semioculta sin moverse y sin fumar. Mi misión como cabo era la de levantar las guardias que ya se habían cascado las cuatro horas, despertar a los próximos, colocarlos en el lugar de los anteriores y a continuación ir visitándolos para que no se durmieran, pero cuidado al acercarse, pues el centinela te pedía el santo y seña y si no se lo dabas con prontitud tenía la orden de disparar. En cierta ocasión y en una noche muy oscura y ventosa el centinela pidió el santo y seña y al no recibir respuesta no tuvo mejor idea que tirarle una granada de mano, cómo estaría de cerca que fueron los dos al hospital, el soldado y el cabo. 

Una posición de Tiradores, en la montaña.
Una posición de Tiradores, en la montaña.

Yo tengo también dos anécdotas que me sucedieron. En cierta ocasión, y al llegar a uno de los puestos, observo con asombro que estaba vacío, sigo mi camino y encuentro al centinela escondido detrás de una tabaiba, a mi pregunta de extrañeza me dice que ha oído como cortaban la alambrada y sintiendo miedo ha huido. Le acompaño al puesto y, efectivamente, se oía un ruido, que según él lo estaba oyendo más de una hora, pero ¿cómo va estar alguien cortando una triste alambrada más de una hora? le razoné. Me acerqué al lugar de donde procedía el dichoso ruido y no era más que el viento le hacía rozar a un alambre en una piedra. En otra ocasión, y en una noche muy oscura uno de los puestos, muy asustado, me dice que ve a un moro detrás de una mata con un chilaba blanca. Le tuve que razonar que si alguien quería acercarse lo haría vestido de cualquier manera, pero nunca con una chilaba blanca, tiramos varias piedras y al no ocurrir nada parece que se tranquilizó. Eran lógicas estas escenas, pues un soldado sentado cuatro horas en noche cerrada ve y oye lo más inaudito.

En cierta ocasión, en una posición cercana a la mía, una noche todos los que estaban de puesto comenzaron a disparar. Lo que sucedió es que uno de ellos se asustó, disparó y los demás le imitaron. A la mañana siguiente un pastor que andaba al otro lado se acercó para preguntarnos, un poco irónicamente: “paisa, ¿qué os pasaba anoche?” 

Una de las misiones que teníamos los cabos era la de anotar cada mina que explotaba, pues los moros solían echar perros para hacerlas explosionar, cuando había un número sustancial de minas inutilizadas avisábamos a ingenieros, subían y las reponían. En cierta ocasión, un pastor con varios camellos se metió en un de estos campos de minas y en nuestra posición aquel día llovieron trozos de camello. Tuvo menos suerte que un amigo mío, que borracho perdido se fue de una posición a otra atravesando un campo de minas y no le pasó nada. Los que de poco lo matan fueron los centinelas de la otra posición.

Bueno, sigamos.

Id Nacus

Después de dos meses en aquella posición nos bajaron a otra en retaguardia, creo que se llamaba Id Nacus o algo así. En esta posición éramos más de mil y a mí me nombraron responsable de la cantina. Una vez instruido por el cabo anterior y habiéndome nombrado tres soldados para que sirvieran en la barra me responsabilicé del suministro, de los ingresos y de los gastos.

Mi vida aquí tampoco fue muy placentera, pues atender una cantina con más de mil potenciales clientes no era moco de pavo. Todos los días tenía que bajar al pueblo a comprar suministros llenando de toneles de vino, bebidas y latería medio camión. Toqué más dinero que en toda mi vida, pues la cantina era una fábrica de hacerlo, sobre todo el día de paga de quincena, aquello se ponía imposible. Liquidaba las cuentas a un sargento medio analfabeto, que cada vez que la hacíamos maldecía al anterior cabo responsable, pues las ganancias que yo le presentaba y las que le presentó el otro no se parecían en nada.

Tampoco aquí tuve suerte con el “dormitorio”, pues aun cuando tenía un catre en la trastienda no lo pude disfrutar, ya que la primera noche las ratas me pasaban por todos los lados, las había a montones, pues acudían al olor de los diferentes productos que almacenábamos, sólo el ruido que producían al intentar entrar en la latas con galletas te hacía imposible conciliar el sueño. Visto lo visto decidí fabricarme mi propio dormitorio, cogí dos cajas grandes de tabaco, me las llevé a campo abierto y extendí mi “fabulosa” colchoneta encima… ¡cama hecha!. Y con las estrellas como techo. 

Nada más acostarme el primer día oí ruidos que se acercaban, eran dos soldados que llevaban una cama para el teniente, que le había pasado como a mí y que como yo había decidido dormir también bajo las estrellas. Colocaron el camastro al lado de mis cajas de tabaco y al poco tiempo apareció el teniente con el cual mantuve una cierta amistad, pues nos contamos todo lo contable durante las semanas en que tan cerca dormimos.

No me arrepentí nunca de lo hecho, pues a uno de los cantineros llamado Irastorza le mordió una rata y lo tuvieron que bajar al hospital.

A millares las había en Id Nacu.
A millares las había en Id Nacus.

Las ratas en Id Nacu eran un verdadero problema, las había a miles, anidaban en la gruesas paredes de tierra de las kábilas a medio derruir, se alimentaban de los desechos de cientos de soldados, eran enormes y tanto yo en cantina como en cocina teníamos que tener extremo cuidado con nuestras existencias. En cierta ocasión lograron entrar en el almacén de la cocina y destruyeron centenares de huevos. Tantas había que se nombró un equipo de extinción. Su técnica era la siguiente, ponían ratoneras y una vez que las cazaban colocaban la dicha ratonera muy cerca de una madriguera, impregnaban de gasolina al animal y le prendían fuego a la vez que abrían la puerta. La rata se introducía ardiendo en la madriguera y la verdad es que daba resultado. En cierta ocasión y en otra posición en la que estuve tenía al lado de mi cama una enorme madriguera por la que entraban y salían ratas a mansalva. Unos compañeros “exterminadores” hicieron lo indicado y resultó de fábula, lo malo fue que el hedor que despidió durante semanas el dichoso agujerito era insoportable.

Bueno, mi vida como cantinero resultaba agotadora, pues aunque comía bien eran muchas las horas de trabajo. Como sabes todas las mañanas bajaba al pueblo a por suministro, pues bien, en cierta ocasión y ya de subida a Id Nacu empezamos a ver con extrañeza que la rambla que debíamos cruzar varias veces llevaba algo de agua, lo malo fue que en la siguiente ocasión el nivel había subido sustancialmente, a pesar de todo el chófer se atrevió a cruzarlo, pero una piedra que cubría el agua interrumpió la marcha del camión, el cual se paró al mismo tiempo que se inclinó empujado por la corriente, asustados , los cinco o seis que viajábamos en la caja nos bajamos, el agua nos llegaba casi al pecho, casi nos arrastraba, la orilla estaba a unos diez metros, menos mal que cogidos fuertemente uno con otro pudimos llegar. El camión, ya sin nuestro peso, comenzó a dar vueltas y vueltas destrozándose el continente y el contenido. Pero el problema subsistía, resulta que estábamos al pie de un monte extremadamente empinado, había que escalarlo si queríamos salir de aquel aprieto, yo no he rezado más en mi vida, destrocé las rodillas de mis pantalones, perdí una bota, pero al fin pude escalarlo. Busqué la posición más cercana y todavía tuve que cruzar otra vez la rambla, pero esta vez a lomos de una mula…¡cómo nadan las mulas”!. Te juro que jamás me he visto en un apuro más gordo que aquel. Posteriormente tuvimos que declarar para ver si el chofer había tenido culpa o no. Aleccionados por el teniente todos declaramos lo mismo exculpándolo y no le pasó nada, aunque ya no le dieron otro camión.

El Cuartel de Tiradores

Después de Id Nacus creo que bajamos al cuartel del pueblo por primera vez. El teniente me envió un día antes con varios soldados para desinfectar el dormitorio. Nada más llegar sacamos todas las literas al patio y con una especie de antorchas impregnadas de gasoil quemamos todos los rincones de cada catre, no te puedes imaginar las bolas de chinches ardiendo que caían al suelo, a continuación fregamos con serrín y gasoil el suelo y aquello quedó bastante bien aunque no fue muy efectivo, pues a los pocos días de dormir allí todo estaba otra vez lleno de los dichosos parásitos, estabas en la cama y oías como caían del techo a tu sábana. 

Para mí el cuartel me pareció un hotel de cinco estrellas… ¡dormir en litera!... ¡qué gozada!

Aspecto de la cocina del Grupo de Tiradores.
Aspecto de la cocina del Grupo de Tiradores.

Nada más llegar mi Tabor me nombraron responsable de la cocina. Era enorme, daba de comer a cientos de soldados, cocinaban y limpiaban las perolas una docena de soldados moros con un cabo también moro al frente. Mi misión consistía en recibir todo el suministro y almacenarlo, eran toneladas lo que entraba, diariamente me subían quintales de frutas y pescado, cerdos enteros etc., etc. Yo debía vigilar tanto lo que entraba como lo que salía. El cabo moro me indicaba lo que necesitaba tanto para desayunos, como comidas y cenas y yo debía de abastecerlo. 

Mi vida allí fue agotadora, pues apenas dormía. De madrugada ya debía estar presente en la cocina para abastecer a las patrullas que salían de vigilancia de playas, al poco rato había que preparar el desayuno y lo mismo en comida y cena. Comía con los cocineros moros, como es lógico de lo mejor, intimé un poco con el cabo moro-ya no recuerdo como se llamaba-, un tipo enorme, que había luchado con Franco y que comía y bebía como un cosaco, poco creyente creo, pues de un trago se bebía una botella de vino. No podía ni bajar al pueblo, con estar y estar en cocina tenía bastante. Yo no sé si fue por la falta de sueño o por la responsabilidad que mi puesto conllevaba lo cierto fue que no comía apenas nada, me sentí débil y enfermo. Lo cierto fue que fui a parar al hospital del cuartel. Recuerdo que me inyectaban concentrados de hígado, que estuve ingresado unos diez días y que tuve que buscar mi puesto en la montaña, pues mi compañía ya había marchado unos días antes.

"Cola Camello"

Se han borrado de mi memoria las posiciones en donde estuve, pues muchas eran denominadas con números, que si la cota 247 o la 215, pero sí recuerdo que estuve en la denominada “Cola Camello”, creo que fue en ésta donde pasé navidades y año nuevo…¡menudas fiestas!, el día 31 a las nueve de la noche escribí a mis padres y a mi prometida, apagué la vela … ¡y a dormir! Desde luego el fin de año más triste de mi vida. 

En esta posición se comía muy bien, pero siempre lo mismo. Me explico: Todos los días se mandaba a dos soldados a la playa con un saco que inevitablemente siempre subían casi lleno de los más variados productos del mar. Con ellos el cocinero elaboraba exquisitas paellas, pero todos los días comíamos lo mismo o muy parecido. El sargento responsable de la cocina sólo suministraba arroz, lo demás lo daba la mar.

La costa de Ifni.
La costa de Ifni.

Una anécdota tengo de esta posición. Como te he dicho todos los días mandábamos a dos soldados a la playa, siempre los mismos, pues bien, en cierta ocasión oímos uno gritos pidiendo auxilio. Bajamos rápido a la playa y resulta que había subido la marea y se habían quedado aislados encima de un peñasco. Les pudimos echar una cuerda y rescatarlos. Lo gracioso del caso es que según supimos después ninguno sabía nadar. Desde ese día en adelante el sargento envió a otros dos, pero en este caso “sí” sabían nadar.

A continuación me enviaron a una pequeñísima posición. Yo ya era cabo 1º y tenía a mi mando una docena de soldados, no había nadie más ni nada que hacer. Se vigilaba un poco por la noche y nada más. Una posición cercana nos enviaba el agua, la comida, el correo etc. Menos mal que un sargento, gallego él, me prestó algunos libros que me hicieron pasar los días más rápido. De todas formas llegué a dormir casi doce horas al día. Al anochecer jugábamos a las cartas, comíamos y bebíamos bien, en alguna ocasión la trinchera era muy estrecha para mí cuando iba a mi cubículo-dormitorio.

Epílogo

De aquí en adelante todo lo recuerdo muy borroso, escenas sueltas sin ninguna cronología. Ahora siento en el alma no haber escrito aunque sólo hubiera sido un sucinto diario.

Con mi “amigo”, el transistor.
Con mi “amigo”, el transistor.

No recuerdo ni las veces que bajé al pueblo. Cuando era cabo de cantina sólo hablaba con mis suministradores, de todas formas aproveché para comprarme un transistor National, un encendedor Romson y una pluma estilográfica de oro Shaffer. El transistor y el encendedor aún los conservo, la pluma me la robaron de mi macuto y a pesar de que se formó a la tropa mientras se buscaba en todas las pertenecías de los soldados, no hubo manera de encontrarla. ¡Ah!, también compré tabaco para mi padre y amigos, pero siempre procurando que fueran marcas no vistas en la península, compré Abdula egipcio, Blak russian y algunos más. Esto fue lo único que me traje de allí.

Recuerdo bastante bien mis contactos contigo, especialmente el momento en que me ofreciste conseguirme el carnet de conducir.

Anécdota: En cierta ocasión me paró un guardia de tráfico por exceso de velocidad yendo hacia Valencia, me pidió el carnet, y al verlo –era el primitivo que me mandaro– resulta que también él había hecho la mili en Tiradores de Ifni, conversamos un rato y no me multó.

Sólo una vez fui al cine allí, la película que vi fue “El séptimo sello”, un film infumable de Ingam Berman. 

Como se desprende de lo escrito se ve que mi mili fue totalmente un desastre, no recuerdo un solo momento de sentirme feliz. Debido a la compañía en que serví y a los cargos que ocupé no me fue posible hacer amistades verdaderas, todas fueron esporádicas que, como es lógico, no influyeron en hacérmela más llevadera sino todo lo contrario.

Un fuerte abrazo de tu amigo y compañero de “mili”. 

Gabriel 

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