Después de Ifni
Colaboraciones - Adolfo Cano Ruiz
Escrito por Adolfo Cano Ruiz (RIP)   
martes, 13 de febrero de 2018

Introducción

Estos son los primeros cinco capítulos de la autobiografía, inconclusa, que Adolfo Cano estaba escribiendo durante los meses anteriores a su fallecimiento. En ella cuenta sus vivencias desde su salida de Ifni, al finalizar el Servicio Militar Obligatorio, cumplido durante la Guerra de Ifni-Sáhara, de lo que dejó constancia en su libro titulado "Ifni 1957-1958. Sin memoria histórica" (Punto Rojo, 2017), pasando por la estancia en casa de sus padres en Valencia y su posterior exilio "voluntario" a Europa.

El prólogo a esta, por desgracia breve obra, lo pone el escritor y Abogado Manuel Jorques Ortiz, también soldado en Ifni, amigo de Adolfo y cofundador, junto con él y otros veteranos, de la asociación AVILE -de la que Adolfo fue su primer presidente-.

Estos capítulos se hacen públicos gracias a la generosa autorización de la viuda de Adolfo, que nos ha permitido publicarlos.

En memoria de Adolfo Cano.

Pablo Vázquez Ramírez.


Prólogo

Conocí a Adolfo Cano hace bastantes años. Nos unió fortuitamente una comida ‒en la que aleatoriamente nos sentamos juntos‒ que un par de compañeros veteranos de Ifni organizaron, precisamente en el pueblo donde él habitaba, El Campello, comida que se creyó iba a ser muy minoritaria ‒de asistentes‒ pero que congregó a casi 70 exsoldados del SMO (Servicio Militar Obligatorio) en aquel territorio africano. Obviamente había "morriña" de aquella etapa de nuestra juventud.

Adolfo acudió por curiosidad ‒y cercanía‒ al evento y se reveló como excombatiente, como uno de los sobrevivientes de la guerra de 1957-58, en su calidad de soldado de Tiradores de Ifni ‒IV Tabor, 23ª compañía‒ y de repente ‒según propia confesión‒ se le vinieron a la mente los confusos recuerdos de cuanto había vivido en Ifni, recuerdos que, por "higiene mental" ‒frase que en más de una ocasión le oí decir‒, había creído muertos, aunque de repente se los encontró "resucitados".

Después de Ifni, de Adolfo Cano Ruiz
Después de Ifni, de Adolfo Cano Ruiz

De aquel día y de su mano surgió la idea de formar una Asociación y en una reunión de siete de aquellos veteranos en una cafetería de Alicante se constituyó AVILE ‒Asociación de Veteranos de Ifni del Levante Español‒ de la que Adolfo fue nombrado Presidente. Se redactaron unos Estatutos, que se legalizaron y se abrió una página Web, con la impagable ayuda de Pablo Vázquez Ramírez, el "paño de lágrimas" para todo aquel que se interese por los asuntos de Ifni, quien incluso en una de las primeras Asambleas celebradas en El Campello se desplazó desde Las Palmas ‒en donde vive‒ para dejarlo todo "atado y bien atado".

Adolfo que hasta entonces había estado desconectado de todo lo relativo a Ifni ‒guerra incluida‒, empezó a leer y documentarse respecto del África Occidental Española con tal aprovechamiento ‒gracias a su gran inteligencia natural‒ que en muy poco tiempo dominaba el tema como uno de los mayores expertos no profesionales de nuestro país, escribiendo muchos artículos "colgados" en las Web de El Rincón de Sidi Ifni y de AVILE, abriendo un blog personal, que tituló "Veteranos de Ifni Sahara", en el que continuamente publicaba largas parrafadas de materias ifneñas, e inició una vía reivindicativa para el colectivo de la "soldadesca", tan olvidado por las autoridades de entonces y de ahora, dirigiéndose a todo tipo de estamentos oficiales, desde la Casa Real y el Ministerio de Defensa, a los ayuntamientos de las ciudades de donde procedían algunos de aquellos soldados, promoviendo exposiciones de fotografías y dando conferencias en las que no era de extrañar que se le quebrara la voz y le saltaran las lágrimas recordando a los compañeros "desaparecidos" en combate cuyos cuerpos no fueron recuperados jamás, o su odisea personal al haber matado directamente a un "enemigo", arrojándole una bomba de mano al interior de la cueva en la que se hallaba escondido y desde la que les hostigaba.

En la cúspide de sus actividades le sobrevino un ictus cerebral que motivó su renuncia al cargo de presidente de AVILE ‒fue nombrado presidente de honor perpetuo‒ y al reponerse ‒recobró el habla y el movimiento de parte del cuerpo‒ continuó su combate reivindicativo desde la retaguardia, con la minuciosidad que su profesión de maestro relojero le otorgaba, llegando a escribir y publicar un libro con sus memorias militares ‒"Ifni 1957-1958. Sin memoria histórica", Ed. Punto Rojo (2017)‒ y ser el protagonista de un reportaje que emitió en horas de máxima audiencia "La Sexta" de TV.

Quien escribe estas líneas ha tenido innumerables ocasiones de oírle contar a Adolfo algunas de sus "correrías" europeas, siempre muy esquematizadas y sin profundizar en los motivos y/o causas que las originaron... Tan solo ahora, al leer "Después de Ifni", podemos entender el drama oculto que llevó consigo nuestro amigo durante toda su vida. Que su padre muriera mientras él hacía la mili y la guerra y su madre falleciera seis meses después de licenciarse ‒ambos progenitores tenían tan solo 45 años de edad‒ es el golpe bajo más duro que se le podía dar a aquel joven que tuvo que intervenir en la última guerra colonial de España frente a su enemigo secular, Marruecos.

Como la vida sigue y poco o nada le ataba a su Valencia natal, amén de su "rebeldía" congénita ante las injusticias laborales, sus inclinaciones políticas hacia las izquierdas y un ansia oculta por la aventura, que había descubierto cuando le "tocó" ir a Ifni para hacer el servicio militar, su relación con "Luis", el francés de origen español, conectado con el anti franquismo parisino, así como su inicial oficio en la construcción naval, le permitió la emigración a Alemania, para trabajar y ganar el dinero necesario para su manutención y ayudar a su hermano menor al que le llevaba dieciséis años, hasta dar el paso definitivo que Adolfo titula como ¡Al fin París! en donde ya pudo entrar en contacto con la gente contraria al Régimen de Franco, que tras los primeros recelos lo llegaron a incardinar en sus estructuras semi clandestinas, alcanzando a conocer elementos tan destacados como a Valentín González "El Campesino".

En este punto ‒su entrevista con "El Campesino"‒ se interrumpen los folios de las Memorias que Adolfo enviaba al común amigo Pablo Vázquez, para que le diera su siempre sabia opinión. No sabemos si existen más folios ‒su familia cree que todo lo que había escrito lo había remitido a Pablo‒ y es una pena que tantos e interesantes recuerdos se hayan quedado en el "tintero de la Historia". Nosotros sabemos, por conversaciones personales con él, que Adolfo tuvo propuestas para integrarse en "comandos" armados para actuar dentro de España, a las órdenes del Partido Comunista, y estamos confundidos, con los recuerdos de esos parlamentos, que parece ser no fructificaron, pues Adolfo continuó en Francia durante unos años, trabajando como maestro relojero y actualmente cobraba una pensión de jubilación de la seguridad social del país galo, algo también de Alemania y la de trabajador autónomo en España a donde volvió, no a su Valencia de origen sino a Alicante ‒El Campello‒ donde montó su propio taller de reparación de relojes, desde el que hacía las composiciones para aquellas relojerías con establecimiento abierto en la ciudad que eran sus clientes.

Adolfo se "ha ido" y con él, como hemos dicho antes, la continuación de sus importantes e interesantes memorias que rebosan ampliamente lo estrictamente personal para constituir un rabioso capítulo de la Historia de España, aquel que escribieron con su sangre, sudor y lágrimas personas como él, nacidos al filo de la Guerra Civil, que soportaron el hambre y las miserias de la posguerra, que tuvieron que ir obligatoriamente al servicio militar impuesto por un Régimen que repudiaban; que por gajes de un sorteo ‒sin suerte‒ los llevó a las colonias africanas y que, encima, se vieron envueltos en una guerra cruel, de la que salieron muchos de ellos con secuelas físicas y sobre todo psicológicas; gente que tras su licenciamiento comprobaron que la Madre Patria era para ellos una Madrastra malévola que les empujaba al exilio o a la emigración para encontrar un trabajo digno que en nuestro país era escaso y mal retribuido.

Manuel Jorques Ortiz, abogado, socio fundador de AVILE y, por encima de todo, amigo y admirador de ADOLFO CANO RUIZ.

Adolfo Cano Ruiz (1934-2017)
 Adolfo Cano Ruiz (1934-2017)

Capítulo 1. Después de Ifni

Mi SMO ‒Servicio Militar Obligatorio‒ lo fue inmerso en una guerra sobrevenida, en Ifni, durante dieciséis meses, en su mayor parte cumpliendo con el absurdo deber de defender, con un fusil Máuser remendado de la Guerra Civil, un territorio que no era ni patria, frente a un enemigo al que debías matar, por sobrevivir. Un SMO en un territorio inhóspito tratado como un perro famélico, luchando contra el moro astuto, donde me dejé parte de mi juventud y la sonrisa. Me casaron con la muerte, me divorciaron en junio de 1958, dejando atrás, en el eco de las vaguadas, los gritos de dolor y muerte, acompañados de explosiones de mortero y el eco del disparo «¡Pa! ¡Cum!», llamados "Pacos", o de los que venían rebotados que sonaban como abejorros haciendo grandes destrozos. Salí de aquel infierno que fue Ifni hacia Las Palmas de Gran Canaria, terminando por mar en Cádiz.

Durante la "mili" en Ifni.
Durante la "mili" en Ifni.

Así empieza una nueva etapa de mi vida, llena de obstáculos que tuve que sortear.

Al llegar desde Cádiz a la estación norte de Valencia, solo estaba para recibirme mi amigo Fernando con su moto. Fernando era ese amigo que siempre está, podría decir que nacimos juntos, pero como es algo que no puede ser, sí que puedo decir que crecimos juntos, que éramos como hermanos y que lloramos juntos en la Guerra Civil. Vagos o fugaces recuerdos, que me trasladan a aquellos años de guerra donde sonaban las sirenas por un ataque de la aviación y nos refugiábamos en la planta baja, donde los padres de Fernando tenían una tapicería. Son esos vagos recuerdos que a los tres años se han adherido al subconsciente y aparecen de forma fugaz, son los restos de momentos dolorosos de un pasado que aparece difuminado. Fernando era de familia pudiente dentro de la escasez del momento, más de una vez me alivió el hambre y compartió sus juguetes, yo no tenía.>

En nuestra misma escalera vivía el Sr. Manolo, que tenía un puesto de jamones en el mercado central, lo curioso es el mal recuerdo de aquellos momentos de hambruna. Tenía unos diez años. Mi padre por ser de izquierdas, aunque trabajaba en la UNL, tenía un puesto de trabajo mal retribuido. Recuerdo un día de Nochebuena, aquella noche en la mesa había unos exquisitos boniatos y medio litro de vino. Mi padre me dijo: "Fito ‒en casa, de Adolfito me quedé en Fito‒ baja y le pides un papel de fumar al Sr. Manolo", claro que no era especialmente a pedir el papel de fumar que el Sr. Manolo me dio por lo que bajé. Salió su mujer y me hizo esperar, al poco sacó envuelto en papel de periódico cortezas de jamón con algo de tocino adherido, aquella noche podríamos decir que cenamos boniatos con jamón... Son vagos recuerdos.

Mi padre, aunque siempre fue de izquierdas, poco a poco llegó a ser jefe de la sección de casco en la UNL, porque era persona intelectualmente preparada, comprendió que había de ser un poco menos de izquierdas para poder subsistir, sobre todo la familia.

A mi llegada me extrañó el no ver a mi madre y a mis hermanos, según me dijo Fernando me esperaban en casa. Lo cierto es que mi amigo, seguramente de buena fe, había organizado una sorpresa que para mí fue desagradable. Montado en su moto con mi maleta de madera, me dejó a la entrada de mi calle para que hiciera el "paseíllo". La calle es larga y estrecha, en los balcones había vecinos curiosos al igual que en los portales, se oía como un murmullo y algún que otro discreto saludo. Me sentí molesto de ser centro de curiosos en aquel paseíllo. Al llegar a mi portal me encontré con mis hermanos y una anciana vestida toda de negro, era mi madre, que con 45 años había adelantado al tiempo y parecía una persona de 80 años.

Hoy puedo decir que la muerte de mi padre, estando su hijo en aquella absurda guerra donde se moría, la hizo somatizar el sufrimiento formando un cáncer de estómago. Murió seis meses después. Es un recuerdo cruel y una demostración de que aquella nefasta guerra tuvo efectos colaterales que nadie menciona, habría que añadir las secuelas que arrastramos. Yo cogí en Ifni una enfermedad por la que paulatinamente fui perdiendo los dientes, por lo que a los 24 años era merecedor de una dentadura postiza. Ifni me robó la sonrisa. También traje de Ifni una úlcera de estómago que se perforó tres años después. Son cosas que no se olvidan...

Capítulo 2. De vuelta en Valencia

Pasados unos días, volví a reintegrarme a mi trabajo en la UNL ‒Unión Naval de Levante‒, los astilleros de Valencia.

Hacía dos años que había salido de la escuela de la empresa y me había incorporado como ajustador, fue unos meses antes de ser llamado a cumplir mi SMO... Regresé en mal momento, habían cambiado la dirección de la empresa y empezaban a reestructurar el sistema de trabajo por uno de productividad. En el sistema anterior te daban un trabajo a realizar en un tiempo, si lo terminabas en un periodo menor tenías un coeficiente de tiempo que se acumulaba en el sueldo. A este sistema se le denominaba "a destajo".

La UNL, los astilleros de Valencia.
La UNL, los astilleros de Valencia.

El sistema de productividad que implantaba la empresa, valoraba el trabajo a tiempo real contabilizado en segundos. Había que valorar cada trabajo ejecutado y necesitaban controladores y claro, los más aptos éramos los últimos salidos de la escuela. Yo me negué, y este fue el principio de mi nueva odisea ‒mi forma de ser siempre me ha creado problemas‒. Podía haber aprovechado mi medalla de campaña, mi amistad con el sobrino del arzobispo de Valencia o del primo de José Solís Ruiz ‒que nos dio clase de educación política‒. Podía haber entrado a trabajar en Correos o en Telefónica, pero los "dedismos" nunca me han gustado. Sin inten¬ción alguna, me convertí en un elemento molesto para la empresa, en cuanto saboteaba los trabajos alargando los tiempos, cosa que repercutía en mi bolsillo, pero me enfrentaba al sistema. Era joven, había pasado la maldita posguerra franquista y la Guerra de Ifni y me encontré inmerso en una lucha sindical clandestina contra un capital que quería implantar un sistema, que rompía lo establecido de muchos años, la empresa mermaba así los salarios más de un 40%.

Siguiendo con mi trabajo en la UNL. Había salido de la escuela en 1956 como ajustador oficial de 3ª con una muy buena preparación, pudiendo trabajar como tornero o fresador altamente cualificado, pero... la construcción naval no era lo mío. Un amigo de mi padre tenía un taller de relojería con el que estuve trabajando como aprendiz hasta que entré en la escuela por oposición. Posteriormente, al principio, los fines de semana le ayudaba reparando los despertadores, y ya al final la relojería en general, antes de irme al SMO donde más de un reloj reparé, incluso el del capitán de mi compañía Rosaleny. La maleta de madera me sirvió de obrador, las piezas de recambio las pedía y mis padres me las enviaban en aquellos esperados paquetes, donde no faltaba tanto el jamón como el chorizo, que compartía con mis amigos vascos, con los que tenía más empatía. Todo fue diferente desde el 23 de noviembre de 1957. Una guerra sobrevenida rompió lo que empezaba a ser una aventura muy asumible.

Tal vez fuera por esto por lo que me encontraba fuerte para enfrentarme con la empresa, oponiéndome en lo que podía al sistema de productividad que querían implantar. Se hicieron un par de huelgas, organizadas por la empresa. Un día, al llegar a mi puesto de trabajo me dijeron que estábamos en huelga, cosa que me extraño porque no tenía conocimiento de ello, así que me senté en espera de acontecimientos que no tardaron en llegar. Apenas transcurridos cinco minutos la empresa se llenó de "grises", era una huelga trampa organizada por la empresa, la actividad se inició al momento y la policía se retiró. Fue a la salida de la jornada de trabajo, donde había policías de paisano que nos iban reteniendo en un número de dieciocho. Nos repartieron entre varias comisarías, no nos trataron mal según supe, el trato se puede considerar bueno, nos retuvieron cuatro días ‒en comisaria‒ y nos liberaron sin ningún papel que demostrase que habíamos estado retenidos, por lo que al querer incorporarse al trabajo nos dieron como despedidos, por falta de asistencia durante tres días sin justificación. Ocurrió, que a los pocos días me llamaron de la empresa para una entrevista con el jefe de personal, este me planteó que en consideración a mi padre ‒ya fallecido‒ que había sido jefe de la sección de casco, persona muy apreciada, y que yo provenía de la escuela, añadiendo en su rosario de halagos que me consideraba un héroe por haber estado luchando y defendiendo a España en la Guerra de Ifni, insinuando mis buenas relaciones ‒había tenido una súplica del Arzobispo‒, la empresa había considerado la posibilidad de readmitirme, uniendo a esto una vivienda social de la empresa, siempre que me adaptase al momento de reestructuración que se estaba realizando. En aquellos años ser un empleado de la UNL era ser "un buen partido", por esto se sorprendió cuando le dije que NO.

Hay momentos en la vida que son decisivos, al transcurrir esta por caminos que te llevan a lugares y momentos insospechados. Es como estar anclado en la estación de tu lugar o coger el tren a ninguna parte que determinará la estructura de tu vida. Todo cambia, y mientras, te haces mayor.

Yo había aprendido el oficio de relojero, y me había montado en casa un pequeño taller de relojería. Le reparaba los relojes en garantía a un amigo mayorista en relojería ‒hablo de 1958, donde trabajar en "negro" no era problemático‒. Había cambiado el mono de trabajo por camisa y corbata.

Todo había transcurrido de forma vertiginosa, a cinco meses desde mi regreso de Ifni tenía muchos frentes abiertos. Mi madre con un cáncer terminal, esperando la muerte con cruentos dolores que no podíamos mitigar porque la medicina de 1958 no era la de hoy; mi hermano pequeño ‒tenía ocho años‒ se quedó en casa de los tíos; entre mi otro hermano mayor ‒dos años más‒ y yo, aunque con dificultad, conseguimos opiáceos gracias a los cuales, aunque penosos, sus últimos días fueron medianamente tolerables. Los médicos se desinteresaron del problema desde el primer día. Yo tuve en estos meses que resolver mi trabajo con la UNL, algo si influyó en el estado de mi madre. Fallecida esta en diciembre de 1958, quedaba por resolver la situación del pequeño, de momento se hizo cargo el mayor que tenía un buen trabajo como administrativo en la Renfe, y el pequeño la pensión de orfandad. Yo con mi taller de relojería no tenía problemas económicos.

Un día tocó en mi casa un tal Luis, un catalán residente en París, que tenía la representación de una importante firma de artículos de oficina, y hacia la ruta París, Cataluña, Región Valenciana y, como buen catalán, compraba relojes a mi amigo mayorista y los vendía en Francia, por lo que le hacía falta un relojero para la garantía y otras reparaciones.

Fue el inicio de una nueva fase de mi vida...

Capítulo 3. Luis

Luis, era un joven de 32 años, muy buena presencia, alto, con unos ojos azules de un color especial, tenía una gran facilidad de palabra, sabia moverse y venderte la moto, pero por increíble que sea, sabía leer, sabía escribir, las cuatro reglas y poco más, tampoco le hacía falta, se había educado en la calle, donde desarrollo el sentido de la comunicación. Era de izquierdas por genética, sus padres fueron republicanos de los que se refugiaron en Francia. Hoy lo recuerdo como aquellos "charlatanes" que en una plaza, estipulaban el precio de una cosa y por la misma cantidad, te llevabas a casa una mantelería y una cubertería, cuando no, además una pluma estilográfica.

Hablo de principio de 1959 en la España de Franco, uno podía ser de izquierdas en oposición al régimen asumiendo las consecuencias, o aceptar vivir con el régimen y ser de izquierdas, esto podía ser una hipocresía, pero funcionaba mientras no te vieran el "rabo" en mi caso creo que estaba considerado como un poco rebelde por el comisario de barrio, pero apreciado seguramente por estar en la escuela de la UNL. Para ser beneficiario de las bonanzas del régimen, tenías que estar afiliado a Acción Católica y a Falange, había que ser y parecerlo, cosa que no fue nunca mi caso. No había más opciones, o te tirabas al monte donde quedaban escasos residuos de los Maquis ‒fuerzas republicanas que hicieron re¬sistencia al franquismo dispersos en la montaña, y ya prácticamente extinguidos‒. Decidí ayudar a Luis, por lo que me metí en una trama política que me trajo con excesiva rapidez problemas, que desde el principio había asumido.

Fue así, en poco tiempo por la forma de pensar de Luis y la mía nos hicimos amigos y en la confianza me explicó que sus orígenes eran republicanos, que pertenecía las Juventudes Republicanas y estaba incorporado en la recién creada ARDE ‒Acción Republicana Democrática Española‒, formación con fines anti-franquistas; gracias al secretario del cónsul de España en París, que era homosexual ‒por lo que necesitaba dinero "para sus cosas" y debía estar enamorado de Luis, aunque este, estaba casado y tenía tres hijas‒ conseguía pasaportes "legales" para personas ya establecidas en sus contactos, otros eran "amañados". Sus idas y venidas eran periódicas, de entre 10 o 12 días, que traía algún pasaporte, supe que la mayoría de la incipiente ETA provenía de la iglesia, ya que eran seminaristas "fichados" o "calientes" los que contactaban al amigo Luis u otros en la clandestinidad. Era una trama compleja.

Por aquel tiempo Carrero Blanco ya había creado la Organización Contrasubversiva Nacional, O.C.N., para controlar a la iglesia vasca. Claro que yo tenía algunas preguntas: ¿cuál era el procedimiento? ¿de dónde procedían los medios económicos? Eran preguntas que me hacía, que solo me aclaró cuando decidí ayudarle de pleno aportando el piso en que vivía como contacto, aunque tenía otros en Elche, Segorbe, Burjassot, ...

Así ha sido mi vida, Luis llamó un día a mi casa bus-cando un relojero y me metí en el lio sabiendo el riesgo. Durante unos meses, mi casa se convirtió en centro, y alguna vez posada, de los opositores clandestinos al Régimen, esperando la vía más oportuna para pasar a Francia. Así, por circunstan¬cias un tanto singulares, me encontré en una nueva situación, que mi forma de ser aceptó porque el franquismo me había hecho daño, y el ayudar de una u otra forma a la izquierda con la que yo me sentía cómodo, unido a mi juventud, es por lo que no dude en apoyar y ayudar al amigo Luis. Mi nueva situación era comprometida, porque en la escuela de la UNL donde estudiaba, teníamos clase de religión y educación política incluidas en las notas. En mi curso estaba el sobrino del Arzobispo de Valencia, con el que tenía gran amistad, y nos daba clase de política el primo de José Solís, con el que la relación era, si no de amistad, si cordial. Por la escuela íbamos todos los años "obligados" al campamento de Frente de Juventudes, donde él era el jefe de campamento y yo me ocupaba del periódico mural, esto unido a la posterior medalla de campaña de Ifni-Sahara como excombatiente en defensa de la patria, me hacía tener un cierto respaldo de seguridad en mis movimientos, que solía contemporizar acercándome a la es¬cuela para saludar a Juan ‒el primo de José Solís‒. Al igual que Leal, el sobrino del arzobispo, venía a mi casa porque teníamos una muy buena amistad, alguna vez estaba Luis con sus relojes y hablaban de un París del que Leal estaba enamorado, habiendo estado en más de una ocasión. Nada hacía pensar que algo se "cocía" en aquel pequeño taller de relojería. Aunque la situación era altamente comprometida, y los últimos meses se había llevado al límite.

Era, creo recordar, sobre finales de diciembre de 1959 ‒todo había pasado muy rápido‒, cuando Luis me dice que habría que desmontar el piso y sería conveniente salir de España. Mi piso ‒alquilado‒ o la presencia de Luis se había "calentado", y mis amistades dudaba mucho que pudieran ayudarme.

Puedo decir que nunca he sido de ningún extremo político, hoy en mi ancianidad me ratifico agnóstico y políticamente de centro, el relato de este libro es el de un Adolfo de veintitrés años, con un cierto o gran rencor al franquismo, que me hizo vivir una adolescencia de sumisión, para sobrevivir en la miseria y también sobrevivir en una guerra "gilesca" en Ifni. Una juventud rota, pero juventud al fin y al cabo, me hizo ver la lucha contra el Régimen casi deseada, metiéndome por la inercia de los acontecimientos en situaciones "complicadas".

Un día de regreso de uno de sus viajes, Luis me explicó que habían cogido a uno del Partido Comunista y suponía que tenía mi dirección o las otras de Segorbe y Elche, por prudencia había que salir de España. Sobre todo, el eslabón de la cadena a eliminar era él, que ya había cumplido, claro que yo había quedado contaminado. Era algo con lo que no contaba, salir "corriendo" a un lugar desconocido me hizo reflexionar, pensando ‒seguramente con excesiva candidez‒ que mis "relaciones" podrían solucionarme el problema, si lo hubiera.

Luis me hizo comprender que no era una travesura, y que ni el Arzobispado y menos Juan me podrían ayudar, también me explico la trama:

En París concretamente, con la unión de Izquierda Republicana y Unión Republicana, se había formado la incipiente ARDE (Acción Republicana Democrática Española) en el exilio. El dinero para ayudar en el movimiento, del que él era parte como miembro de las Juventudes Republicanas, y como tal hacia un par de años estaba haciendo la labor de "paso", provenía de la Policlínica Cervantes situada en el distrito XI de París, gestionada por médicos republicanos.

Hacía el exilio.
Hacía el exilio.

Luis me hizo ver la realidad, era algo serio que había que solucionar de forma que no alterase la infraestructura creada, nosotros éramos el eslabón a eliminar de la cadena, en especial él mismo, por si el detenido "cantaba", que era lo previsible. Aunque era posible que mi piso estuviera limpio, no se podía correr el riesgo. Todo había que hacerlo con una cierta rapidez, por lo que Luis ya tenía organizado la forma de "salir". Yo tenía pasaporte, que había actualizado unos días después de fallecer mi madre con intención de irme a Alemania o Francia, pues la idea de volver a mi puesto de trabajo en la UNL nunca lo tuve en mente.

Casi sin darme cuenta todo se había precipitado, cuando ya me había acomodado y con la relojería que me iba muy bien. El hecho de ir a Alemania era por la facilidad de tener la documentación y trabajo de inmediato, como así fue, dada la necesidad de mano de obra que tenían las fronteras eran poco restrictivas. Me ocurrió como cuando para cumplir mi SMO me destinaron a Ifni, lo vi como una aventura, en la primera ocasión de forma obligada y en esta necesaria. Ese mismo día me compré ropa de abrigo. Luis me dio 400 marcos ‒a 14 pesetas el marco‒ y yo llevaba 2.000 pesetas ‒de las de 1959‒.

Había que desplazarse a Barcelona de donde un grupo de universitarios del SEU ‒Sindicato Español Universitario‒, en viaje de fin de curso, salía en autocar hacia Hamburgo, a este se unía un coche particular de un alemán como apoyo al "exceso de pasaje". Los contactos de Luis en Barcelona lo habían organizado todo, yo iría con el alemán. Tenía que entrar en Hamburgo por la frontera norte, cosa que hacía cada diez días, con la consiguiente confianza en su paso. Aunque llevaba pasaporte prefirieron no arriesgar, en el coche irían dos más, un español que regresaba a Hamburgo después de unas vacaciones y un seminarista miembro de la incipiente ETA, que llevaba un pasaporte "amañado". En ninguna frontera tuvimos problema.

Llegado a Barcelona, me hospedé durante dos días en una pensión gallega donde celebré el Fin de Año de 1959 con un pote gallego y su correspondiente queimada. Una velada agradable, que pagué con una crisis de estómago atenuada con el socorrido bicarbonato. El día dos de enero de 1960 llegó a recogernos Ernesto ‒así lo llamamos‒, era un alemán más bien bajito que hablaba español ‒conducía un coche Opel Capitán‒, venía con su pareja, una rubia de muy buen ver que no hablaba español. Los tres ocupamos la parte de atrás que era bastante amplia, se puede decir que íbamos cómodos.

El viaje fue de buenos recuerdos, ya que entramos en Alemania por la frontera suiza, haciendo largas parada tanto en Francia como en Suiza, donde pasamos un día en Ginebra. Recuerdo algo que me impacto: una señora mayor ‒unos70 años‒ iba en una bicicleta color rosa y llevaba un sombrero con flores, era algo que en la España de 1959 nos hubiéramos carcajeado. La verdad es que entraba en un nuevo mundo.

Un largo viaje hasta Hamburgo.
Un largo viaje hasta Hamburgo.

Comimos en un restaurante de bello paisaje a orillas del lago Neuchatel. Todo maravilloso, aunque el bolsillo se quejó mucho, todo era muy caro. Claro que todo no podía ser bonito, conforme subíamos al norte iba notándose el frío. Fue en Suiza donde tomé mí primer café, en España tomaba malta, no recuerdo si era por la costumbre de haberla tomado desde pequeño o porque lo encontré muy diferente, no terminó de gustarme. Tiempo después me convertí en un adicto al café. Tanto es así que al cabo de los años que tuve que dejar el tabaco y el café, dejé mis dos paquetes de tabaco diarios sin ningún problema, pero el café me costó mucho dejarlo.

Capítulo 4. Alemania

Al salir del coche casi me quedo petrificado, hacía 12º bajo cero y caía una lluvia menuda que hacía daño, la ropa de abrigo que llevaba no era suficiente y me encontraba en un lugar solitario y desconocido, con la única posibilidad de entenderme de las aproximadamente cincuenta palabras de inglés aprendido en el puerto de Valencia cuando tenía unos 16 años, ‒compraba tabaco a los marineros extranjeros que llegaban al puerto de Valencia y solían hablar inglés‒. En Alemania tenían como segunda lengua el inglés, por lo que me pude, aunque con dificultad, desenvolver más o menos.

El alemán que me trajo me dejó en una plaza donde había un montacargas con capacidad de bajar coches. Se trataba de pasar una ría o canal por un túnel construido por debajo y que terminaba en Altonastrase, que era la zona portuaria, donde estaba la empresa de construcción naval Howaldtswerke en la que trabajaba un conocido de Valencia.

Los astilleros Howaldtswerke en Hamburgo.
Los astilleros Howaldtswerke en Hamburgo.

Me habían dejado prácticamente en la puerta donde estaba el ascensor, envuelto en una bufanda de lana, gracias a la que pude subsistir en los primeros momentos, amén de haberme puesto otro pantalón encima del de pana que llevaba, cosa que hice en aquel largo y solitario túnel que me llevo a la otra orilla del canal en la zona portuaria. En la gris y fría soledad me topé con la cabina de unos policías del puerto, que por señas me indicaron donde estaba la Howaldtswerke, la empresa donde encontré a mi amigo.

Se llamaba Juan y había trabajado en la UNL, de donde lo conocía. El panorama en que me encontré no era nada idílico, se trataba de un gran barracón de madera en el que había habitáculos que albergaban a unas 50 personas, acomodadas en literas de tres alturas ‒me recordó mi compañía en Ifni‒, olía a cuartel. Juan me acomodó en una de las literas. Al día siguiente Juan me acompañó a la oficina de "reclutamiento".

Pasé una noche fatal, dormí mal y poco, no solo por la incertidumbre de saber si me admitirían y me hacían el contrato, también porque la cama era tan dura como dormir en una tabla. Al día siguiente, a las seis de la mañana, nos pusimos en marcha, había que calentar el desayuno en unos hornillos eléctricos que había en una sala con unas mesas largas y unos bancos, parece que para poder tener opción a coger un hornillo había que levantarse a las cinco y media de la madrugada. Cuando salimos del barracón, sobre las seis y media, hacía mucho frío y había una niebla tal que no se veía nada a más de tres metros.

Llegamos a las oficinas de empleo. Encontré curioso que fuera de la entrada había una fuente de la que podías beber té caliente, cosa que hicimos. Pareció como si me hubiesen estado esperando, todo fue fácil, el empleado que me recibió hablaba español, pasaporte y contrato de trabajo y a empezar al día siguiente. El problema para mí fue que lo que más necesitaban era mano de obra de fuerza bruta, me destinaron a la sección de calderería, en la sección de tubería general como ayudante de un oficial.

Aunque el trabajo era durísimo, tuve suerte con Willibald ‒para mi Guillermo‒ un alemán que en la segunda guerra mundial emigró a Argentina y hablaba un español más que correcto.

La Howaldtswerke eran unos grandes astilleros donde trabajaban 12.000 personas, fue donde Hitler hizo construir la flota de submarinos y los navíos de su fuerza naval.

Me incorporé al día siguiente, antes tuve que pasar por el almacén donde me dieron un traje de un material contra el fuego y unas botas con la puntera de acero. Enfundado en aquel traje ‒que aun siendo la talla más pequeña le tuve que doblar los camales y la mangas‒ y calzado con aquellas botas, parecía un autómata al que agregaron un casco para los chorretones de soldadura que en el interior del barco en construcción caían por doquier.

Tuvieron que pasar unos días para adaptarme al tajo. El trabajo era durísimo, se trataba de plantillar tubería en el interior del barco, donde la atmósfera era irrespirable, tenías que pasar por andamios, soportar el ruido de los remachadores dentro del casco ‒que es lo que se botaba‒, cuando no un chorretón de soladura eléctrica o autógena. Una vez hecha la platilla con unas varillas de hierro en el taller ‒una gran y ruidosa nave‒, se daba la forma al tubo rellenándolo de una gravilla fina que había que compactar martilleándolo. Posteriormente, sobre una mesa de hierro con agujeros, se procedía a dale la forma de la plantilla calentándolo con un gran soplete de boquilla grande. Había que coger los tubos de una cierta envergadura y subirlos a bordo en su conjunto con una grúa, presentarlos y fijar las bridas con unos puntos de soldadura eléctrica, dejando la terminación del último tubo del ramal para el ajuste final. De vuelta a desmontarlos y bajar de nuevo al taller para que un soldador profesional soldase las bridas. Terminada la soldadura de vuelta a bordo para hacer el montaje final y finalizar con el terminal. Esto se hacía en el interior del casco, había que maniobrar por andamios cargado de un tubo o subiéndolo con polipasto. Si la tubería era de cubierta había que trabajar nevando y a 10 bajo cero y con el mar del puerto con bloques de hielo flotando. Un trabajo durísimo.

Algo de suerte tuve, Guillermo era una persona excepcional y pronto entablamos una buena amistad, al extremo que me acogieron en su familia como un amigo apreciado. Tenía mujer y una hija de 11 años y les gustaba lo español. Empezamos con una paella hecha por un Valenciano de Sueca, paella que salió para repetir. Así se comía todos los fines de semana en casa de Guillermo.

Formé parte de un pequeño grupo de españoles, en el que se encontraba Vicente el valenciano ‒que hacía buenas paellas‒, José ‒un cocinilla de Portugalete‒ y Antonio ‒un andaluz con gran gracejo‒. Un día se habló de hacer un cocido madrileño, para lo que hacía falta, entre otros ingredientes, especialmente garbanzos. Ocurrió que la Sra. de Guillermo trajo guisantes. Se hizo el cocido con los guisantes y aunque aquello no se pareció nada al cocido, como había buen ingrediente, nos lo comimos regado con un buen vino, se podía comer.

El hecho de llamarme Adolfo me favoreció, ya que tuve la sensación de que en cierto modo les recordaba al dictador y les sonaba bien. Tal era esta situación que el encargado de la sección, estando en horas de trabajo, me invitaba a un vaso de chocolate caliente ‒había una máquina expendedora de bebidas calientes dentro de la factoría, donde se podía ir a tomar algo caliente pagándolo, no así la fuente de té que era gratis‒. El encargado me invitaba a chocolate y algún que otro chupito de brandi, para que jugásemos una partida de ajedrez en una cabina que tenía en el barco, con una estufa, incluso solía agregarse alguno que otro a ver la partida. Él era un jugador mediocre y, siendo yo un jugador autodidacta, solía ganarle. Cuando ganaba él se notaba su cara de satisfacción. No recuerdo como se llamaba, pero tenía una hija de diez años a la que todos los viernes le di clases de dibujo en casa de Guillermo, junto a su hija, siempre los viernes por la tarde que no se trabajaba, era el día que había que aprovechar de 5 a 7 las clases y de 7 a... a Sant Pauli.

El sábado las buenas comidas en casa de Guillermo y por la tarde noche partida de julepe en el barracón donde solía ganar, el domingo se empleaba para el aseo personal y correspondencia, los demás días había que acostarse pronto porque había que levantarse a las cinco y media para poder coger un hornillo para calentar el desayuno. A las siete de la mañana estaba en la puerta de la sección el jefe, que conforme entrabas te daba la mano deseándote los buenos días con un lacónico "Mogen". A esa hora la niebla era tan densa que tenías que ir con las manos por delante para no tropezar. No pocas veces te sorprendía el "¡Alto!" de un policía del puerto, que salía como de la nada para ver si llevabas contrabando de tabaco.

Mi estancia en Alemania fue dura, pero viví momentos diferentes a los de la España de los 60.

Recuerdo el primer día que entré en un bar, me senté en una mesa y pedí una cerveza, había un pequeño escenario, donde una joven estupenda hacia striptease. Aquello para un español educado dentro del pecado, donde a lo más que teníamos costumbre era a ver una rodilla de mujer, sorprendía, cuando no revolucionaba las hormonas subiendo los niveles de testosterona. Mientras que los alemanes presentes aplaudían la hermosa desnudez de aquella bella joven, los españolitos nos desahogábamos de una u otra forma. Puedo decir que yo me crie en el barrio chino de Valencia, donde a muy temprana edad solía subir a las casas de putas habidas en el barrio, aun así, el striptease era una novedad, algo nuevo y excitante.

Parecía que los españoles teníamos una gran preferencia para las alemanas ‒por la novedad‒, aunque íbamos vestidos de pobre y calzados con aquellas botas con puntera metálica, que nos hacía andar de forma patosa, y éramos por lo general pequeños de estatura, pero claro, con aspecto latino, que sería lo que les "molaba".

Recuerdo que íbamos a una sala de baile donde las mesas estaban numeradas y tenían un teléfono, lo normal era que uno llamase al número de mesa donde había una chica que te gustaba, pero ocurría lo contrario, eran ellas las que llamaban indicando con el dedo a quien de los que estábamos en la mesa querían. Cierto es que teníamos que salir en grupos, porque a los alemanes el que les quitásemos sus chicas no les gustaba nada, y si encontraban a un extranjero solo lo enviaban al hospital.

Había algo también muy particular. En el "barrio chino", que se llamaba Sant Pauli, tenía en una de sus calles grandes vitrinas donde se exponían las prostitutas con poca ropa, había una ventanita por donde se gestionaba el precio.

La libertad sexual en los años sesenta la consideré excesiva, así lo entendía también Guillermo, que me hablaba de emigrar a España por salvar a su hija, que a los 14 años saldría de marcha a las dos de la madrugada, como yo las veía incluso más jóvenes. Claro que estaba en Hamburgo, y como puerto de mar siempre existe una forma de vida diferente a otras ciudades más centradas.

La calle Herbertstrasse, en el barrio de St. Pauli de Hamburgo.
La calle Herbertstrasse, en el barrio de St. Pauli de Hamburgo.

Pensaba que no era lugar para echar raíces, no por la libertad sexual, que a nadie le amarga un dulce, si por la lengua, dura como la cama al uso, por el clima rigurosamente frío y por la comida, con mucha patata y mucho ahumado, claro que hablo del Hamburgo de 1960.

Yo debía estar unos cinco o seis meses para capitalizarme con el objeto de desplazarme a Paris y solicitar asilo político, cosa que según la experiencia de Luis era posible, pero con un proceso largo, por lo que hacía falta dinero para subsistir.

Siempre he pensado que en la vida hay que desarrollar el sentido de adaptación, así que en poco tiempo me había adaptado al frío. Eso sí, ayudado por calzoncillos largos, dos pantalones, camiseta gruesa de abrigo, camisa de invierno, jersey grueso de lana y un tabardo tres cuartos, junto a unos calcetines de lana con los "botones" con puntera de acero y unos lingotazos de brandi era la forma de sobrevivir. El tiempo fue mejorando, saliendo días de sol con temperaturas ya de tres o cuatro grados sobre cero. El trabajo fue duro desde el principio, pero el pensar que sería solo por unos meses y se cobraba bien, con una moneda fuerte como era el marco, me ayudaba también a sopórtalo.

Gracias que los fines de semana comía decentemente en casa de Guillermo, pues solíamos comer en el comedor de la empresa y la comida no solía sentarme bien por la ulcera de estómago, que en aquella época lo resolvía con bicarbonato. Sobre la comida recuerdo a un cuarteto de gallegos que se hacían su pote gallego y comían los cuatro del mismo puchero, siendo la atracción de los alemanes que hacían un circulo para verlos comer, claro que uno también podía ver como comían los alemanes. Llevaban una torre de pan de molde de diferentes clases, y entre uno y otro diferente ingrediente, esto unido a una cerveza de alta graduación que solía ponerlos "contentos".

Un día el encargado por mediación de Guillermo me dio a realizar un trabajo que consistía en hacer un ramal de tubería de cuatro pulgadas. Cometí un error al saltarme las normas y pasarme de listo, hice un croquis por donde debía de pasar la tubería que no tenía grandes obstáculos y me ahorre el hacer las plantillas, cosa que ya había visto en la UNL. En el taller no sentó muy bien que llegase un extranjero a modificar el sistema, cosa que me hicieron ver en cuanto a que ellos también podían hacerlo así, pero repercutía en el tiempo y en el salario. Sin darme cuenta había tocado el sistema de productividad por el que había luchado en Valencia. Mi intención, un tanto cándida, fue la de demostrar que no solo servía como ayudante de carga. Por Guillermo me disculpé, ya que fue él quien le dijo al encargado de darme el trabajo, lo cierto es que ya no tuve el mismo trato, aunque fue ya en el mes de julio y yo tenía planeado marcharme a Paris en octubre, ya que el tiempo había mejorado notablemente. El encargado, posiblemente por darle clases de dibujo a su hija o porque me había cogido aprecio, o porque algún fin de semana se agregaba junto a su mujer e hija a las comidas en casa de Guillermo, estuvo algo huidizo unos días hasta que, haciendo Guillermo de traductor, me explicó que él me había dado el trabajo para complacer a Guillermo. Le pedí disculpas, admitiendo que me había pasado de listo, excusándome diciéndole que era el método que se empleaba en la UNL, donde había trabajado incluso sobre plano. Unos días después estábamos jugando al ajedrez yo le enseñaba algunas palabras en español y él en alemán.

Lo de las comidas en casa de Guillermo, se hizo popular, éramos cuatro españoles que yo organicé: estaba Vicente, con sus dotes culinarias nos hacía unas buenas paellas ‒cosa curiosa el azafrán en rama había que comprarlo en la farmacia‒, como arroz caldoso y otras comidas. Un vasco de Portugalete, también un "cocinilla". Antonio de Sevilla, con gran gracejo, que ponía ese punto necesario para pasar buenos ratos y, claro está, yo mismo, con el apoyo de Guillermo que era el organizador. Sin dudarlo puedo decir que fueron estos fines de semana los de mejor recuerdo en mi corta estancia en Alemania.

No sé si por falta de interés o porque el alemán era sumamente duro, más bien rudo, difícil para mí, no conseguí más que a mal pronunciar una docena de palabras.

No llegué a tener amigos reales, a excepción hecha de Guillermo, y algo con el encargado, que por extraño que parezca nos entendíamos con una mezcla de señas de medias palabras en inglés y francés, que él lo hablaba y yo un poco. Llegado el mes de mayo ya salían días soleados y se podía visitar la ciudad, que tenía bonitos parques, pero siempre íbamos a parar a San Paoli. La primavera tan esperada me hizo pasar ratos muy desagradables con mi ulcera de estómago, que mitigaba con bicarbonato, esto se unía a la ya escasa dentadura con infecciones frecuentes, que resolvía con enjuagues prolongados de agua y sal.

El clima y la alimentación no ayudaron en nada, en particular a mi estómago, que tenía que defenderse de la excesiva ingesta de alcohol para contrarrestar el frío y una alimentación dura, amén de estar inmerso en un ambiente de trabajo extremo, de ruido, de una atmosfera ‒dentro del casco‒ difícilmente respirable, de mal dormir en aquella nave, que albergaba en literas de tres alturas a casi un centenar, donde igualmente se respiraba mal, con sinfonías nocturnas de ronquidos. Tenía la sensación de no haber salido de Ifni en los primeros meses de aquella mili de malos recuerdos.

Tenía contacto por carta con el amigo Luis, que se había situado en París en el mantenimiento de las máquinas de escribir que vendía su empresa, de la que anteriormente era comercial. Se había instalado en un HLM ‒un piso social‒ en Palaiseau, a unos 18 km de Paris. Luis estaba casado con una francesa y tenía tres hijas, que en Francia se consideraba familia numerosa, por lo que tenía ciertas prebendas.

Capítulo 5. ¡Por fin Paris!

Pasé en Hamburgo unos meses más de lo que tenía pensado, porque había enviado algo de dinero a mi hermano para ayudar al pequeño ‒a mis padres, buscando la niña, les salió de nuevo niño y, como lo buscaron de forma algo tardía, yo, el mediano de los tres hermanos, tenía 16 años más‒.

La idea de estar en Hamburgo hasta junio o julio la prolongué hasta finales de octubre. Después de haber pasado un invierno tan crudo, estaba disfrutando de un verano esplendido con temperaturas de hasta 18º, y mi estómago se había tranquilizado. Mis alumnas progresando ya iban tocando el pastel, lo que hacía que las niñas, al dejar el lápiz o el carboncillo y ver sus pequeñas obras con color, se sintieran con más ganas de continuar. Habían pasado la primera fase, que suele dejar en el camino a muchos que se inician en el arte, queriendo coger pinceles, lienzos y pintar una obra maravillosa cosa que hay que hacer paso a paso. Claro que me supo mal el no seguir, pero las había dejado preparadas para continuar en alguna de las escuelas de arte que había en Hamburgo. Posteriormente supe por Guillermo que las dos eran alumnas adelantadas y ya estaban haciendo obras tanto en acuarela como al óleo.

También hubo otra razón que me hizo prolongar mi estancia forzada en Hamburgo, y fue que el marco y el franco estaban casi a la par con la peseta, el primero se cambiaba a 14 pesetas y el segundo a 12 pesetas. Lo que hacía que Francia fuese igual de cara que Alemania. En España con lo ahorrado casi me podría haber comprado una pequeña casa, y en Francia seria para ir tirando unos meses, como así fue.

Fue el 25 de octubre de 1960 cuando empecé la preparación del viaje. Compré el billete a París para el día 27 con salida a las 19:00 h, cambié parte de los marcos en francos y envié unos miles de pesetas a mi hermano que serían las ultimas hasta situarme en Paris. El día 27 por la mañana fue la despedida en el taller, ya me habían dado la liquidación el día anterior y deje en el almacén el traje de faena, aunque pague diez marcos por llevarme las botas de recuerdo, para ir al baile me había comprado, al poco de llegar, unos zapatos que usaba para salir.

Alguna despedida me sorprendió, como la del encargado que me dio un abrazo, y las lágrimas de Vicente, Guillermo con la familia al completo vinieron a despedirme a la estación. Las comidas intentaron continuarlas, pero terminaron por dejarlas. Me di cuenta que había dejado afectos por la emotividad de aquellos momentos.

El viaje a Paris, que debió ser de alegría, fue tenebroso. Subí a mi vagón, al no ver ningún pasajero pensé que irían subiendo en alguna parada de estación, pero ocurrió que, pasados no más de veinte minutos, quitaron la luz del vagón, pensando que no iba nadie. Podía haberme cambiado a algún otro vagón, pero como no tenía litera opté por quedarme, ya que podía tumbarme en los asientos. Seguramente por la emoción del viaje y la situación creada, solo en el vagón y sin luz, unido a que se había hecho de noche, desencadenó una crisis en mí maltrecho estómago, que me hizo pasar una desagradable noche con mi amigo el bicarbonato. Al fin dormí dos escasas horas. Amaneció el día con un sol espléndido, ya estábamos atravesando Bélgica y veía un paisaje tristón, aunque pronto vi letreros en francés. La llegada a la Gare du Nord de París la tenía a las 7:12 h y llegamos puntuales.

¡Por fin Paris!

Gare du Nord, Paris.
Gare du Nord, Paris.

Lo que vi desde el tren era bonito, como hacia sol todo me pareció totalmente diferente a aquel Hamburgo un tanto gris. Allí estaba Luis y su mujer esperándome, nos dimos un fuerte abrazo y le di dos besos a Silvia, la mujer de Luis, que hablaba un español afrancesado que sonaba muy bien.

El sonido ambiente era diferente al de Hamburgo, el alemán siempre lo encontré brusco, como militarizado. Mi primera impresión del francés fue como algo conocido, con una cierta cercanía al valenciano. A Luis, que se sentía un tanto responsable de mi estancia en Hamburgo, lo veía contento de haberme recuperado. Fuimos a un parking donde habían dejado el coche, era un coche grande, un Citroën DS, y nos dirigimos a su casa de Paleiseau, hacía una temperatura agradable, todo lo que veía me parecía bonito. Llegamos a su casa, una casa grande de tres dormitorios, situada en un entorno con verdes arboladas. Para acoger al invitado, colocaron a las niñas en una habitación con litera de dos y una cama para la mayor que tenía doce años. Las niñas eran muy guapas, las tres eran rubias como su madre y tenían los ojos del padre, de un azul algo especial, me recordaban a una película de extraterrestres donde unos niños rubios con ojos de un azul especial dominaban a un pueblo.

Para la nueva fase de mi vida hacía falta planificarme, necesitaba aprender el francés y conocer Paris para poder desenvolverme. Luis se había adaptado en la empresa, reconvirtiéndose en el mantenimiento de los elementos de oficina. Al día siguiente a las siete salimos hacia Paris, Luis a su trabajo y yo a perderme en aquella hermosa ciudad. Compré un plano de la ciudad y del metro y me metí en el laberinto. Me había dejado a la puerta del metro République y quedamos en el mismo lugar a las siete de la tarde, tenía todo el día para perderme en aquella inmensa trama del metro parisino. No me perdí, bueno... solo un poquito, pero en la mayoría de los andenes de las estaciones había un mapa del metro electrónico, marcando donde querías ir te indicaba dónde estabas y te mostraba la línea que debías coger para llegar a tu destino, o si tenías que hacer trasbordo. Desde Républque me bajé en Étoile, visité el Arco de Triunfo y di un paseo por los Campos Elíseos. Luis me había indicado el lugar donde había un self-service en la plaza de La República. Vi una puerta de metro y me metí, estaba en la misma Avenida de los Campos Elíseos, en el plano vi que tenía que hacer un trasbordo y llegué sin ningún problema a République, donde encontré el self-service en el que comí estupendamente.

Paris, años 60. Los Campos Elíseos, al fondo el Arco del Triunfo.
Paris, años 60. Los Campos Elíseos, al fondo el Arco del Triunfo.

Terminado de comer entré en un bar que estaba casi puerta con puerta con el self-service y pedí un café, no tuve problema, me lo sirvieron, me lo bebí y pagué lo que ponía en el ticket. Cuando me marchaba me llamó el camarero, diciéndome algo que no entendía, y gracias a un cliente que hablaba algo de español, me explicó que en el precio del café no estaba incluida la propina del camarero, que era obligada de un mínimo del 10%. Fue mi primera lección de francés la propina en francés era "pourboir". Curiosamente un par de años después eliminaron el tener que dar la propina y en el ticket te ponía propina incluida. El negocio les fue redondo, porque la costumbre de dejar la propina continuó.

Había comprado un carnet de metro de diez tickets, que resultaba más económico. Con un solo ticket, mientras no salieses del metro, podías pasar todo el día viajando. Como había quedado con Luis a las siete, volví a perderme en el metro donde viví una hora punta. Los vagones estaban llenos y al llegar a la estación vi esperando una multitud, supuse que no abriría las puertas, pero se abrieron y lo que parecía imposible pasó, los que había fuera entraron, yo que había cedido mi asiento, quede preso y en situación un tanto comprometida, una chica alta había quedado presa frente a mí y tenía sus tetas en mi cara, imposible girarse, parece que la chica tenía experiencia de aquellos momentos y tampoco hizo intención. En la siguiente parada de nuevo se abrieron las puertas por si salía alguien, pero ocurrió que todavía subió más gente, así hasta una estación que tendría trasbordo, en la que bajó mucha gente, yo también, porque se acercaba la hora y no sabía dónde me encontraba para ir a République. Por el plano vi que tenía que hacer dos trasbordos. Creo que pasé el examen con sobresaliente, podía desplazarme en Paris sin problema. Me encontraba bien en aquel mi primer día parisino, aunque estuve más bajo que arriba de aquel París que terminó enamorándome. Esperé a Luis en el bar donde habíamos quedado. Llegó unos minutos después y nos tomamos una cerveza, explicándole con entusiasmo mi proeza. Podía desplazarme por París yo solo.

De camino a casa le pedí a Luis que me buscase en París un hostal donde empezar a organizarme, me dijo que me esperase unos días y me preguntó si me encontraba mal en su casa. No era el caso, pero, aunque no le dije nada, la situación de pareja ‒no muy buena‒ hacía que me encontrase algo incómodo. Al día siguiente me indicó un bar donde se reunían españoles, algunos solían ser refugiados políticos. Aproveché el día para patear París, la Tour Eiffel, vi París desde uno de los barcos turísticos que te paseaban por el Sena. Me di cuenta que todo era muy bonito, pero no estaba de turista, aunque solo habían pasado dos días.

Estando en casa de Luis me encontraba sujeto a su horario de trabajo que limitaba mi posibilidad de integrarme, por lo que dos semanas después de mi llegada me encontró una habitación en un hostal en la Rue Jean Nicot, en el distrito 7, cerca de la Tour Eiffel. La situación era buena, el hostal menos, pero ya tenía una cierta independencia. En el viejo hostal había un grupo de Ceuta que eran refugiados políticos republicanos, también un catalán, Jordi, que era comunista, recuerdo que en su habitación tenía un mapa de Europa con casi toda pintada de rojo. Luis me había acompañado al Departamento de Interior para solicitar mi inclusión como refugiado político, aun habiendo avalado mi versión en aquel casi tercer grado, me pedían dos avales de algún grupo político español inscrito en el Ministerio del Interior francés, daba por supuesto que tenía el de ARDE y conseguir otro no sería cosa nada fácil.

No muy lejos de donde vivía estaba el bar que me había indicado Luis, donde se reunían españoles y algunos de ellos eran refugiados políticos, se encontraba frente en la boca de metro Ecole Militaire, muy cerca de la Tour Eiffel, en unos días entablé relación con Juana, que era de la CNT, y Alberto, del PC. Más tarde conocí a "El Pirata", nunca supe su nombre, se hacía llamar "Pira". Al igual que Juana pertenecía a las Juventudes Anarquistas, hablamos un poco de todo, yo tenía que acomodarme a sus planteamientos un tanto libertarios, aunque me consideraba más afín a Alberto y Juana ‒Juana se sentaba alguna vez con nosotros, pertenecía a las Juventudes Comunistas, era nacida en Francia de padres españoles‒, las ideologías no se repelían, en cuanto el eje de la conversación solía converger en la dictadura franquista apoyada por la iglesia.

Boca del Metro Ecole Militaire en Paris.
Boca del Metro Ecole Militaire en Paris.

El hecho de haber estado en la Guerra de Ifni, que había sido muy comentada en la prensa francesa, hizo que el acercamiento al pequeño grupo fuera más fácil. Me preguntaban por la verdad de lo ocurrido, y mi verdad sobre los hechos, que ponía a Franco en mal lugar, notaba que les sonaba bien. Un día Luis se presentó en el bar ‒tenía que decirme algo, y al no encontrarme en el hostal supuso que me encontraba en el bar‒, a Luis lo conocían y sabían de su activismo, por lo que le tenían un cierto respeto, al hablar de mí y por lo que estaba en París, ya todos me consideraron uno más. Tiempo después me explicaron que al principio tenían sobre mí un cierto recelo, porque sospechaban que podía ser un posible infiltrado por el Régimen.

Luis me explicó que había hablado con Paco ‒del grupo republicano del hostal‒ que era muy amigo de Valentín González "El Campesino", había hablado con él por si podía encontrarme algún trabajo, cosa muy difícil sin la documentación pertinente.

Habían pasado ya dos meses y me daba cuenta que me harían falta ingresos. Hablé con Paco, que me dio la dirección de Valentín, donde tenía que ir al día siguiente a las ocho de la mañana.

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