Fuente: El Viajero (El País)
En moto por la desértica península Río de Oro (Sáhara Occidental). / M. Silvestre
Desde Agadir a Sidi Ifni la carretera que atraviesa el parque
nacional de Sous Massa es estrecha, revirada y pasa por pequeñas aldeas
de casas bajas y ropa tendida, con niños y ancianos con chilaba. La ruta
asciende por unas colinas que verdean aquí y allá y de pronto aparece
el resplandor azulado del mar a la derecha. Pueblos blancos y rocas
ocres. Conducir la moto por aquí es muy divertido. No hay apenas tráfico
y la carretera, aunque estrecha y sin arcenes, está razonablemente
asfaltada.
Al atardecer aparece la villa de Sidi Ifni. Es una localidad
tranquila, apacible, al borde de un océano que aquí se agita en espuma y
olas para deleite de surfistas. La neblina lo envuelve y la temperatura
es fresca pues disfruta de un microclima que lo protege de la torridez
del territorio circundante. Pero Sidi Ifni es más que una pintoresca
localidad marroquí: fue el breve sueño de una ciudad española en África.
Hay un aeropuerto abandonado. Las fotos de época lo muestran con un
avión de Iberia en la pista, hoy totalmente destruida. En el puerto
quedan los imponentes restos oxidados de un teleférico militar
construido para abastecer una ciudad que fundaría, para la Segunda
República, el general Capaz.
El viejo pueblo español está medio deshecho. La antigua Plaza de
España se llama hoy de Hassan II, aunque muchas calles siguen dedicadas a
militares como el general Mola o el suboficial Zabala. Los viejos
edificios aparecen vacíos y descuidados.
España libró aquí su última guerra, dentro del proceso de
descolonización de África, que abarcó la segunda mitad del siglo XX.
Entre noviembre de 1957 y julio de 1958, combatió contra el Ejército de
Liberación Marroquí, una milicia irregular apoyada por Marruecos, país
que, desde su reciente independencia en 1956, pugnaba por ampliar su
territorio ocupando las posesiones españolas en el norte de África.
España abandonó la provincia de Ifni por los Acuerdos de Angra de Cintra
en 1958, pero mantuvo la población hasta la cesión definitiva, en 1969.
La cuna de 'El Principito'
Dejamos Sidi Ifni y nos dirigimos hacia el sur por la N12 recorriendo
sinuosos cerros de color ocre y verde. La carretera es retorcida,
divertida y de asfalto estrecho pero en buen estado. Me cruzo con
borricos, viejos coches de gasolina y ciclomotores desvencijados. Aunque
la economía marroquí crece a un 8% anual, algo que advierto en las
ciudades, los pequeños pueblos que atravieso parecen dormir el sueño de
hace un siglo.
Rumbo a Tan Tan la ruta se aplana y el llano se me ofrece infinito.
El horizonte es una línea marrón que choca contra el intenso azul del
cielo. Un cielo metálico con ribetes de algodón muy blanco. Son las
nubes, que no detienen un sol que se va poniendo poco a poco clavándose
en mis ojos al llevar rumbo suroeste. Estamos en el desierto. Esto ya es
el Sáhara, aunque la frontera administrativa esté mucho más al sur. El
camino se hace largo, arenoso, interminable, agotador y algo aburrido.
Soledad en Cabo Bojador (Sáhara Occidental). / M. Silvestre
Hasta que aparece el mar. Entonces la retina se llena de alegría. Un
Atlántico embravecido se agita a mi derecha. La marea está baja, la
arena húmeda relumbra bajo el sol naciente como plata vieja. Sin
embargo, una sombra afea el paraíso: el plástico. Toneladas de desechos
se acumulan a lo largo de la línea costera. Hace unos cinco años que
pasé por aquí en mi viaje a Dakar y ha sido un lustro desastroso: el
horizonte se ha llenado de basura.
A unas decenas de kilómetros la ruta se aparta del litoral para
proteger el parque nacional de Khnifis, donde se encuentran las lagunas
de Naila. Y entonces aparece Tarfaya. Se encuentra en Cabo Juby. La
población se llamó en tiempos Villa Bens y fue una de esas posesiones
españolas en el Sáhara. El origen de nuestra presencia aquí se remonta a
1916, cuando el capitán Francisco Bens fundó la población para que
sirviera como escala aeronáutica; aquí repostaban los aviones en su ruta
entre Europa y América. Por eso, con beneplácito de las autoridades
españolas, aquí se instaló la compañía francesa Aéropostale, que tenía
su sede en Toulousse.
El monumento a Saint de Exupery consiste en un avioncito biplano en
la playa. Hasta allí me voy con la moto, que cabecea en la arena. Me
hace ilusión rendir homenaje aquí a uno de los escritores que más me han
influenciado con un solo libro, el magistral El Principito:
pasando por cuento infantil es, en realidad, un tratado de filosofía
completo que hace reflexionar sobre cosas importantes de la vida.
Antoine de Saint Exupery fue nombrado jefe de escala en Tarfaya en
1927 por la compañía Aéropostale. Gracias a ello, se mantiene su
recuerdo en el Sáhara. Sentado a los pies del monumento mientras
contemplo las ruinas de la fortaleza fundada en 1879 por la británica
Compañía del África Noroccidental, imagino la soledad del piloto
francés, rodeado de sol y arena. Así era el escenario donde al narrador
se le presentó un extraño niño venido de otro planeta. Aislamientos
semejantes son los que hacen que los hombres inquietos alumbren los
grandes sueños de evasión. En Tarfaya, Antoine de Saint Exupery escribió
su primera novela, Correo del Sur.
Tah, frontera invisible
La línea costera antes de llegar a Tarfaya es una maravillosa
sucesión de acantilados contra los que bate un océano azul y blanco.
Imposible resistir la tentación de asomarse al vacío, de atreverse a
sentir esa fatal atracción que ofrece el riesgo bello. El eco del
Atlántico bravío resuena a mi alrededor mientras recorro el borde mismo
entre el ocre pedregoso y el sutil agujero sobre la nada marina.
Acantilados cercanos a Tarfaya, al sur de Marruecos. / M. Silvestre
A pocos kilómetros al sur de Tarfaya se encuentra Tah. En este
pequeño pueblo, aldea más bien, hay una gasolinera no siempre abastecida
y un monumento que a la mayoría de los viajeros les pasa inadvertido.
Al menos así fue en mi anterior periplo por estas tierras. Consiste en
dos rampas de piedra de poca altura a ambos lados de la carretera. Poca
cosa. Una está dedicada a Hassan I y la otra a Hassan II. Los viejos las
usan para sentarse a resguardo del sol. Casi nadie repara en ellas
porque Tah no parece más que una aldea con una gasolinera mal
abastecida, aunque en realidad es la frontera del Sáhara Occidental.
Hasta aquí llegaba el protectorado español. Aquí acampó la Marcha
Verde en 1975 y por eso han levantado el monumento. La ONU había
reconocido el derecho a la autodeterminación del pueblo saharaui e
instaba a España, como potencia colonial, a respetarlo. Las autoridades
españolas sugirieron la realización de un referéndum; la respuesta de
Marruecos fue la Marcha Verde: 350.000 civiles y 25.000 militares se
acantonaron en Tarfaya en noviembre de 1975 dispuestos a cruzar la
frontera. El 14 de noviembre se firmaron los Acuerdos de Madrid por los
que España cedía la administración del Sáhara a Marruecos y Mauritania.
Unos días después moría Franco y la transición política en España dejó
en un plano secundario lo que pasaba tan lejos. Desde entonces Tah es
una frontera invisible, la frontera del olvido.
Al Aaiun
La ciudad de Al Aaiun surge en mitad de la nada como lo que siempre
fue: un oasis. El centro urbano está al otro lado del puente que cruza
el río. Pero para llegar hasta él hay que cruzar también una serie de
controles de la gendarmería que piden todos los documentos posibles:
pasaporte, seguro, permiso de circulación y la ficha, que no es sino un
papel donde el viajero extranjero ha de escribir sus datos y los del
vehículo, profesión, lugar de origen y destino. Conviene hacer de esta
ficha más de 20 copias porque los controles son una constante en el
Sáhara Occidental. No son hostiles, solo pelmas.
Rodando por la playa en la bahía de Dajla (Sáhara Occidental). / M. Silvestre
Normalmente los gendarmes reales en esta región son amables y
educados y solo cumplen con su trabajo. Todo el Sáhara es territorio
militarizado. Marruecos mantiene 350.000 hombres en el desierto y al
pasear por Al Aaiun uno tiene la impresión de que al menos la mitad
están acuartelados aquí. Hay miles de uniformados, también población
foránea que circula en grandes todoterrenos blancos con letras azules
pintadas en las portezuelas en las que se puede leer ONU. Son los cascos
azules de la Minurso, la misión de Naciones Unidas encargada de velar
por el alto el fuego entre el Frente Polisario y el Ejército Marroquí.
Al Aaiun fue una capital de provincia española hasta 1976.
Actualmente, España mantiene la propiedad de una serie de edificios,
como la iglesia de San Francisco, abierta al culto, el Centro Cultural y
la Casa de España, antigua residencia de oficiales y que hoy es la
única oficina de representación extranjera abierta en el Sáhara.
La ciudad fue fundada en 1938 en la margen izquierda del Saguia el
Hamra por dos oficiales que exploraban el Sahara, el comandante Galo
Bullón y el teniente coronel Antonio de Oro Pulido, genuinos aventureros
del desierto que hablaban árabe y el dialecto de los saharauis, que
habían convivido durante años con ellos, que aprendieron a montar en
camello y que, en definitiva, se sentían auténticos nómadas.
Villa Cisneros
El desierto y el mar son los paisajes más cambiantes que conozco.
Nunca son iguales a sí mismos. Cada kilómetro es diferente al anterior.
Incluso el mismo kilómetro es cambiante cada hora que pasa. No hay dos
desiertos iguales, como no hay dos océanos idénticos. El desierto nunca
aburre. Sobrecoge, estremece, inquieta, pero nunca aburre.
En la maravillosa península del Río de Oro, el horizonte se torna
dorado bajo el sol del atardecer. Se extiende en un mar de arena del
color del oro viejo, un océano plano que se agita aquí y allá en olas de
silicio molido. Son las dunas, esas colinas móviles que forma el viento
que aquí ruge feroz y sin desmayo, ese viento que alza las polícromas
velas de los kitesurfistas que surcan a toda velocidad la bahía de
Dajla, ciudad también conocida como Villa Cisneros, mi destino final.
Faro de Dajla, la antigua Villa Cisneros, destino final de la ruta. / M. Silvestre
Capital de la provincia del Río de Oro hasta que en 1976 fue tomada
por los mauritanos tras la marcha de la población española, cuando
aquellos también se fueron entraron los marroquíes. Actualmente no queda
casi nada del legado colonial, salvo un par de fortines abandonados y
una iglesia que los saharauis defendieron al considerarla parte de su
propio pasado.
Emilio Bonelli nació en 1855. De padre italiano y madre española, y
educado en Tánger donde un tío suyo era farmacéutico, aprendió árabe, lo
que le salvaría la vida cuando quedó huérfano muy joven y encontró
trabajo como traductor en el consulado español de Rabat. Llamado a
filas, consiguió superar las pruebas de acceso a la Academia de
Infantería de Toledo y alcanzó el grado de oficial. Pero Bonelli tenía
un plan. Su idea era establecer una serie de puestos españoles en el
Sáhara para auxiliar a los pescadores de las islas Canarias. La
propuesta fue desestimada por el ministro de la guerra, pero el
intrépido oficial se presentó directamente en el despacho del Presidente
del Consejo de Ministros, Cánovas del Castillo, quien quedó decidió
financiar su expedición con 7.500 pesetas.
En 1884 Bonelli desembarcó en la península del Río de Oro. Gracias a
su conocimiento del árabe y a su habilidad diplomática, negociaría con
las tribus para que aceptasen la autoridad española, lo que supondría el
inicio del protectorado español en el Sahara occidental.
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