Fuente: El Faro de Ceuta
Fuente: El Faro de Melilla
En los primeros trechos del siglo XX, España se implicó en una
empresa de intervención colonial de inconfundibles peculiaridades sobre
el Reino de Marruecos. Dicho proceso, no era algo que aflorase como
derivación de un empeño colonizador al modo del que por aquel entonces
se estilaba en el resto de potencias europeas, sino más bien, la
resultante de un complejo entramado de vicisitudes que prosperaron hasta
confluir en un Protectorado con la patente de Francia.
Y es
que, unas décadas antes el escenario económico del Imperio Jerifiano
había transitado hacia el naufragio y la quiebra, porque su balance
financiero había tocado fondo y la titularidad de su deuda quedaba a
merced de unos pocos, fundamentalmente, de Francia. En aquella coyuntura
el ímpetu expansionista desenvuelto por este actor se hallaba en su
etapa culminante, principalmente, estimulado y espoleado por su flamante
experiencia de presencia u ocupación en Argelia.
Cuando la suerte de las armas se volvió en
contra y el entorno se hizo inmejorable, el ejército español se topó
ante una población socorrida en un secretismo inexpugnable que daba
cobijo a diversos focos de subversión.
Lo cierto es, que la estampa de Italia y Alemania en sus ideales de
presumibles intereses por la zona, daban la sensación de apremiar a
posiciones de las que más tarde retirarse, a cambio de algunos
beneficios y reconocimientos compensadores. Y el porte de España,
imperecedera divisoria de Marruecos, algo desconcertada e insegura y
atónita en medio de esta flama candente de fuertes intereses, era poco
más que mera observadora de una competición claramente hegemónica. El
empaque hispano en aquellos recovecos del norte de África, no era ni
mucho menos una casualidad al señuelo de atracciones bien definidas por
otros.
Recuérdese al respecto, que desde las postrimerías del
siglo XV, España conservaba su imagen en los sectores de la zona
oriental del reino alauita y sobre los cuales desarrollaba su entorno de
influjo. Posteriormente, en el último curso del siglo XVI y fruto de la
incorporación del Reino de Portugal a la Monarquía Hispánica, ésta
contrajo el protagonismo que había poseído y defendido en territorios
del Estrecho de Gibraltar y el litoral atlántico, alguno de los cuales
surcarían a la soberanía de España.
Luego, no se puede imaginar, e incluso dar por hecho, que España quedase
al margen del aliciente que pudiese estar sobreviniendo en su esfera de
influencia de las plazas de soberanía, donde sus más próximos habían
comenzado a desplegar todo un ingenio de poder y cuyo alcance,
irremediablemente, tendría implicaciones para los intereses directos.
Al mismo tiempo, durante esta presencia prolongada en el tiempo, no se
había dejado de ocasionar incesantes lances armados con los residentes
de las demarcaciones colindantes. Imprevistos que alcanzaron su punto
crítico cuando a mediados del siglo XIX, confluyeron en una guerra
declarada con el Reino de Marruecos. Podría indicarse que fue a partir
de aquí, cuando España tomó conciencia del menester de desechar una
visual distinta sobre esta región y que a la postre, le proporcionara
anticiparse a los sucesos inimaginables que estarían por venir.
Sobraría mencionar en estas líneas, que las disputas militares y la
guerra en su grado inferior que se produjo en el contorno contiguo a
Melilla, producto de las disyuntivas originadas por las explotaciones
mineras en la zona, ayudaron a acentuar la argumentación de quienes
respaldaban una presencia si acaso más marcada. Por ende, el bufido
dejado por la Conferencia de Algeciras (16-I-1906/7-IV-1906) junto con
las sacudidas y posicionamientos en el tablero colonial, forjaron que
las potencias europeas rastreasen cualquier fórmula para tomar la
delantera y en las que España accionaba progresivamente su gravitación
por el territorio marroquí.
Mientras tanto, Francia duplicaba su imposición financiera y militar en
el flanco sur, facilitando prestaciones contra las garantías de los
ingresos de aduanas que, a su vez, serían administrados y puestos bajo
el paraguas franco hasta acomodarse como el primer demandante de
Marruecos.
El caso es que para afianzar las condiciones y la consecución de los
acuerdos, Francia se hizo con las riendas de la policía, los bancos y
las obras públicas de Marruecos. Amén, que Gran Bretaña, por mucho que
quisiera solaparlo, se mostraba recelosa del prestigio alcanzado por
Francia.
España, prácticamente retraída de este círculo vicioso, apelaba a su
derecho de actuar de antemano sobre el territorio, dada su cercanía e
intereses sobre el mismo. A la par, Italia y Alemania sostuvieron una
impetuosa presión sobre el conflicto, con la intención de adueñarse de
alguna compensación a la hora de transferir y renunciar a algunas de sus
reivindicaciones oportunistas.
"España cosechaba una zona sobre la que no
le quedaba otra que desempeñar y limar las asperezas en un Protectorado
de similares peculiaridades al francés, pero en las que no lograría
salvar los muchos traspiés y zancadillas"
Alcanzado el año 1904, Francia y Gran Bretaña convinieron reconocerse
uno a otro los intereses habidos sobre Marruecos y Egipto, refrendando
un pacto por el que los británicos la valoraba como potencia consignada a
salvaguardar el orden en Marruecos, aparte de comprometerse a
proporcionar la asistencia requerida en razón de lo antes referido. Sin
inmiscuir, que ambas direcciones determinaron dar el visto bueno de los
intereses de España que venían aparejados de su secular presencia en la
costa mediterránea.
De este modo, Gran Bretaña se erigía en valedor del posterior pacto y la
incrustación de su encaje dejaba a Marruecos a merced de los franceses.
Curiosamente, en sus apartados confidenciales, se conjeturaba un
Protectorado en el que España cargaría sobre sus espaldas la competencia
y el peso de las demarcaciones del norte. Indiscutiblemente, este
horizonte que se aventuraba, al venir acreditado por los ingleses, fue
admitido sin trabas por España.
Con lo cual, España cerró filas con Francia en materia del reparto
geográfico marroquí en forma de Protectorado, aunque esta última
expresión se sorteara con frecuencia. De manera, que el criterio de
Protectorado, valga la redundancia, quedara armado en su esencia por
encima de cualquier indicación o referencia.
Y Alemania, que no escondía sus ínfulas de participación en estas
tierras como actor colonial, además de convertirse en acreedor del
Sultán, miraba con el rabillo del ojo las negociaciones que objetaba,
por lo que se convirtió en uno de los principales organizadores de una
conferencia que deliberara el contexto reinante, declarando que no
consentiría que Marruecos quedara en manos de la tutela de Francia.
Los acuerdos rubricados entre Francia y el Sultán acerca del engranaje
de un Protectorado, junto con el imperativo de Gran Bretaña sobre la
aportación de España como componente de Francia, engarzaban una labor
equilibradora que la administración española asumió. Además, era
clarividente la seducción de un sector político y económicamente
influyente de la sociedad española, junto al empuje que transmitió el
plante intervencionista de una parte significativa de los altos mandos,
al entrever una oportunidad ideal de realización profesional.
Cada uno de estos ingredientes reforzaron el caldo de cultivo hasta
desembocar en la disposición de identificar a España como potencia
corresponsable, en el establecimiento y progreso de una encrucijada cuyo
designio debería ser que Marruecos adquiriera unos estadios de mejora
medianamente afines con sus potencialidades, como una capacidad y
liquidez económica y financiera que le otorgara satisfacer sus deberes
de cara al marco internacional. Precisamente, así sería reconocido por
los representantes garantes, porque a su juicio, España no reunía la
experiencia conveniente para hacerse cargo de una servidumbre de esta
envergadura y tan particular, al tratarse de una actuación en un
territorio con todas las oposiciones creíbles, discrepancias y
contradicciones que ello acabaría acarreando.
En paralelo, los franceses enfilaron agudamente su política colonial
desde dos planos bien diferenciados y constituidos con diversos trazos
de acción. Primero, el concretado para la verificación protectora de las
entidades locales mediante la inspección sin ambages de sus autoridades
y, segundo, el conducente al análisis sociológico y etnológico de la
cultura, para procurarse un inmejorable conocimiento de dichos
organismos.
Hay que matizar, que cuando los delegados españoles contraen la tarea de
implantar los servicios básicos de trámite administrativo, lo
implementan tanteando un exiguo conocimiento sociológico y antropológico
de la urbe autóctona y de la circunscripción a los que se orientan sus
trabajos. Desde la implantación del Protectorado hasta el control del
territorio que se imprimió en 1927 con la absoluta pacificación, distó
una etapa durante la cual, el cometido principal de las autoridades del
Protectorado residió en la conducción de las operaciones militares.
"El porte de España, imperecedera
divisoria de Marruecos, algo desconcertada e insegura y atónita en medio
de esta flama candente de fuertes intereses, era poco más que mera
observadora de una competición claramente hegemónica"
Interesa subrayar que en derecho internacional, que radica en el
conjunto de normas que sistematiza el proceder de los Estados y otros
individuos y se centra en el análisis de las capacidades propias de cada
actor y de los vínculos mutuos, dentro del concepto universal de
Protectorado, se consideran dos modos principales. Primero, el
‘Protectorado colonial’, practicado sobre territorios calificados como
no civilizados; y segundo, el ‘Protectorado de derecho de gentes’,
ejecutado sobre estados que poseyendo su propia cultura y civilización,
por causas de anomalías en sus cuerpos rectores, renuncian a cuidar y
plasmar los convenios internacionales.
Las Tropas Coloniales de España se atinaron ante el revés cruzado de una urbe como la marroquí, fundamentalmente, la bereber rifeña, celosa de su independencia y contraria a la presencia en sus territorios de fuerzas militares extranjeras.
La puesta en funcionamiento de un Protectorado de este último molde,
debía corresponder en todo aquello que incumbe al régimen interior, como
que los líderes locales permanecieran desempeñando la soberanía, cuya
forma de operar debía ser inspeccionado por la autoridad protectora y,
finalmente, el estado defensor, de hecho o derecho, reemplazaba a la
autoridad local en sus contactos exteriores.
En síntesis y sin detenerme en demasía en esta cuestión, éste no sería
un período pertinente para hacer estimaciones de la tenacidad y
eficiencia de las Tropas de Policía Indígena, ni de las Oficinas de
Asuntos Indígenas, como tampoco de las Oficinas de Intervención hacia
las que más tarde resultaron éstas, ni del retrato exclusivo de los
Interventores Militares, fundamentalmente, hasta la pacificación del
territorio, que en definitiva se tornó en el intervalo en que pudo
asentarse uno nuevo andamiaje de la gestión colonial.
Por fin, en el año 1925, se incorporó la designación de Intervenciones
Militares para la sucesión de Oficinas de Intervención. En tanto, el
forjado del mando ejecutivo quedó integrado de arriba abajo en Alta
Comisaría, Comandancias Generales, Oficinas Centrales, Oficinas
Principales y Oficinas Destacadas. Con insignificantes diferenciaciones,
he aquí la composición que persistió durante la extensión del
Protectorado, con la particularidad de que las Oficinas Principales
desplegaban la actividad política y administradora de las cabilas.
Dicho esto y consecuente de los enormes inconvenientes que ello
comportaba, se tomó la determinación de apoyarse en el conocimiento
acumulado que Francia había impulsado en Argelia, mediante el
establecimiento de estructuras de gobierno y acoplamiento colonial,
perfiladas taxativamente para dar respuesta a situaciones específicas y
en un ambiente atípico como el que mostraban los territorios musulmanes
del noroeste de África.
Es decir, las hechuras administrativas de los Bureaux Árabes u Oficinas
Árabes, a modo de unidad modular de las Fuerzas Armadas de la Francia
colonial. Tanto la praxis organizativa y la articulación operacional,
como el método de recluta y el adiestramiento de los funcionarios, se
desarrollaron concienzudamente con la colaboración expresa de los
oficiales interventores en la Delegación de Asuntos Indígenas,
Intervención Militar y la Academia de Interventores.
Estos órganos observaban una cota considerable de restricciones que en
el espacio de la administración y la justicia las dejaba resueltas a
deberes de mero control y consejo. Las tareas habían estado antecedidas
por algunos precedentes interrelacionados con los objetivos a consumar, y
en algunos casos anteriores a la instauración del Protectorado, como
los Negociados de Asuntos Indígenas de las plazas de Ceuta y Melilla.
Conjuntamente, por medio de estos organismos se reguló el papel de la
Policía Indígena, que por otro lado, había sido obligatorio introducirla
para la preservación del orden en las zonas ocupadas desde la
intermitencia de la Conferencia de Algeciras hasta el asentamiento
físico del Protectorado.
Ni que decir tiene, que estos sujetos bajo la estela del funcionariado
hubieron de hacerse cargo de un sinfín de responsabilidades, incluyendo
la inspección e intervención de los representantes locales, a partir del
punto y final del fuego cruzado y en el seno de una urbe
mayoritariamente rural y diseminada, que aún sostenía como recompensa
algunas de las armas con las que les habían hostigado los invasores.
En estos entresijos por momentos incógnitos, estos hombres habrían de
adjudicarse el compromiso de lograr las aspiraciones de control y
seguimiento de la seguridad de la región, con la consiguiente
supervisión e intervención a las autoridades indígenas, ya fuesen
militares profesionales y con experiencia en el choque armado.
No obstante, la Delegación de Asuntos Indígenas vislumbró desde el
comienzo la disposición más apropiada del personal civil en la ocupación
interventora, designando para ello a éste y el recinto de mayor
productividad, básicamente los núcleos urbanos y metrópolis.
Pero por encima de todo, la dificultad que exhibía el Imperio marroquí
en la observancia de sus obligaciones, paulatinamente sería empujado a
una realidad de tan elevada dependencia, que se hizo merecedor de cargar
con el patrocinio conocido por el Derecho Internacional en forma de
Protectorado o Intervención.
En base a lo anterior, numerosos antagonismos contrapuestos por la
ejecución y titularidad de esa tutela, entorpece la puesta en marcha de
la misma. Véase como ejemplo Gran Bretaña o Francia, Alemania e Italia,
que cebaron ambiciones de distinto calado sobre la materia, mientras que
España, de momento, no presentaba interés por implicarse en este juego
de intereses.
Más adelante, los trances a los que España habría de enfrentarse se
enmarcan en diversos espacios geomorfológicos. Llámense la zona
noroccidental de la Yebala y Gomara, contra los combatientes del El
Raisuni (1871-1925) y centro en Tazrut y Xauen; y la extensión del Rif
contra las turbas envalentonadas de Abd el-Krim (1882-1963), con el foco
puesto en Axdir de la cabila Beni Urriaguel. Como es sabido, el Rif y
el territorio cercano a Melilla, se convierten en una trampa funesta:
las harcas rifeñas someten a los españoles a un duro y gravoso desgaste
con costosísimos descalabros y pérdidas humanas.
Gradualmente, el atrevimiento y digamos descaro francés, sobrepasa las
diversas circunstancias que comparecen, hasta desalojar las
disposiciones de las demás potencias: en ocasiones, tomando para sí las
sobrecargas del momento, y en otras, obteniendo la anticipación como
contrapartida para resignarse a los despropósitos que los concurrentes
presentaban en otras parcelas.
A este tenor, es indispensable hacer un pequeño paréntesis en el siglo
XIX, donde las crisis periódicas motivadas por las fatídicas epidemias y
hambrunas que estaban al orden del día, fueron escenarios constantes
que estuvieron asumidos como inevitables en su desenlace. De ahí, que la
población indígena afrontara a destajo esa suerte fatal. Su efecto
dominó se acortaba a realizar una especie de purgado del infortunio
demográfico para virar en redondo y volver cuanto antes a emprender la
normalidad. El socavón desencadenado se restablecía con alguna maniobra
interna y una restructuración de su implantación sobre la comarca.
Así, con menos nativos que sustentar y equitativamente más tierras
fructíferas aprovechables, el país volvía a activarse y en un corto
espacio de tiempo estaba en condiciones de despegar su maquinaria
impositiva.
En principio nada variaba, pues tanto antes como acto seguido de la
crisis, los grupos sociales seguían siendo los mismos, la manera de
explotar la tierra se conservaba y ningún otro factor afloraba como
ramificación de lo sobrevenido. Primordialmente, que ningún elemento
maligno que valiéndose de la extenuación social y económica del momento,
perturbara los valores sobre los que se había equilibrado el Estado. En
otras palabras: la población recobraba poco a poco el vigor y encaraba
la calamidad.
"El Rif y el territorio cercano a Melilla,
se convierten en una trampa funesta: las harcas rifeñas someten a los
españoles a un duro y gravoso desgaste con costosísimos descalabros y
pérdidas humanas"
En consecuencia, la responsabilidad de conducir el territorio a título
de Protectorado, es gestionado por las autoridades españolas adoptando
una lógica que se infunde en la habilidad francesa sondeada en Argelia,
teniendo como hilo conductor las aplicaciones y referencias
implementadas por los oficiales comisionados al respecto, al objeto de
examinar las variantes administrativas incrustadas por Francia.
Por tal motivo, se determinó la necesidad de encajar un organismo
perfectamente definido, óptimo para desenvolverse en la función de la
administración directa del personal, que además habría de practicar el
oficio supervisor sobre las autoridades locales, la población cabileña y
el territorio antes descrito. Toda vez, que si en la mayor parte del
conjunto poblacional de la extensión norte de Marruecos, que sería el
que le concernió administrar a España como Protectorado, el dique de
contención al nuevo cuadro colonial bifurcaba por un doble razonamiento.
Primero, el que provenía de una colisión fuertemente enraizada y hasta
crónica a la autoridad que el Sultán asignaba por medio del majzén.
España, en tanto, como actor rector del Protectorado, asumía la función
prioritaria de salvaguardar y aplicar esta atribución. Una evidencia
presta a cristalizarse en un avispero colmado de dificultad política y
repulsa enrarecida a la misma.
Me refiero a una obstrucción a la autoridad del Sultán, desnivelada,
aunque siempre dispuesta y metódica que está presente desde épocas
antiquísimas, sobre todo, en la medida en que su voluntad radica en
disciplinar el control, la dependencia administradora y el compás de
captación de impuestos. Obviamente, para los investigadores esta
negativa e insubordinación unida a las pugnas armadas, es de la que
despunta la concepción de un área sin ley fuera del control que la
determina como Bled es-Siba.
Y segundo, en la región se adentra una fuerza expedicionaria proveniente
de un estado con el que la población de esta zona y esporádicamente las
avanzadillas del Sultán, habían venido combatiendo durante los últimos
tiempos, tanto en operaciones belicosas de importante magnitud como en
contiendas persistentes.
Finalmente, la representación de España y su aporte era el producto del
apremio imprimido por Gran Bretaña para que le fuese concedida a ésta la
ocupación de los territorios norteños. Naturalmente, ante un entorno
que ineludiblemente remolcaba a una más que previsible actuación
estratégica, los británicos preferían la sofocación y el decaimiento de
España que a duras penas disfrazaba, que a Francia, más omnipresente y
emplazada plácidamente en la ribera sur y con acceso continuo a las
aguas del Estrecho de Gibraltar.
A resultas de todo ello, en los lapsos subsiguientes a la pacificación,
habida cuenta de la insignificante cordialidad tendida, por no decir
ninguna, que los mandos militares españoles reservaban sobre la
veracidad de la sumisión exhibida por la población bereber, el mayor
esfuerzo estuvo encaminado a tonificar y aferrar la concordia de la
región, por medio de la intuición y olfato de su medio social y la
inclinación del sentir generalizado, cuando no por la compra de
voluntades, rematado con el inconcluso ejercicio gubernamental: España,
cosechaba una zona sobre la que no le quedaba otra que desempeñar y
limar las asperezas en un Protectorado de similares peculiaridades al
francés, pero en las que no lograría salvar los muchos traspiés y
zancadillas.
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