Fuente: El Faro de Ceuta (24/02/2019)
Sin lugar a dudas, el gran esfuerzo realizado por el gobierno español al
objeto de conservar sus posesiones en Marruecos, conjeturó menoscabos
en clave económica, como, asimismo, de deterioro político, pero, sobre
todo, de importantes pérdidas humanas.
Acontecimientos puntuales en la historia de España como la Semana
Trágica de Barcelona, o, tal vez, la dictadura de Primo de Rivera o el
golpe militar que desembocaría en la Guerra Civil española, no se
concebirían sin el telón de fondo de una guerra que, enardeció durante
quince años a España, con los últimos reductos de lo que llegó a ser un
imperio.
La guerra olvidada que tal vez, hizo cambiar la historia
En los inicios del siglo XX, las relaciones
entre España y Marruecos estaban influidas por el Tratado de Wad Ras,
firmado en Tetuán el 26 de abril de 1860.
Fue un
acuerdo más bien diplomático, que puso fin a la Guerra de África librada
respectivamente entre 1859 y 1860, y la derivación de las sucesivas
derrotas sufridas por Marruecos en su pugna contra las tropas españolas,
en particular tras la batalla de Wad-Ras.
Dicho
pacto concedía a España cierta preponderancia sobre el sultanato que
operaba en aquel tiempo y al que condenaba absolutamente del conflicto
bélico, otorgándole autoridad sobre ciertas plazas.
La raíz del
conflicto venía aparejada por las reiteradas acometidas y emboscadas
que las ciudades de Ceuta y Melilla padecían desde el año 1840, por
parte de grupos provenientes de la región del Rif y que el sultán no
pudo detener.
La elevación de la muralla en Ceuta
para resguardarse de estas agresiones, fue calificado por Marruecos como
un desafío en toda regla, y cuando en 1859 el destacamento español que
salvaguardaba las obras fue agredido, España pidió inmediatamente
responsabilidades al gobierno marroquí. Ante la conjeturada inmovilidad e
indolencia de este, el entonces presidente del gobierno español
O´Donnell, dictaminó la invasión del sultanato.
Pese a que, con el paso del tiempo, los analistas se han referido al Tratado de Wad Ras como “Paz Chica para una guerra grande”,
e independientemente de las verdaderas causas que la motivaron para una
declaración de guerra, la campaña de Marruecos fue exitosa, porque tan
solo duro cuatro meses y proyectó significativos beneficios en la imagen
exterior del gobierno español, pero, sobre todo, indujo a un enjambre
de patriotismo como hacía muchísimo tiempo no se producía en España.
La guerra olvidada que tal vez, hizo cambiar la historia
Todos los grupos políticos estuvieron de acuerdo con la intervención
militar, además, de ser considerablemente coreada por la opinión
pública, que, a su vez, era enardecida por la prensa.
Poco o
apenas nada, incumbía que España se hubiera comprometido con el Reino
Unido a no invadir Tánger, para así no poner en peligro su posición
geoestratégica en el Estrecho, o que el tratado comercial firmado por
España y Marruecos acabase por favorecer más, a los franceses e
ingleses.
Por lo tanto, la guerra de Marruecos
supuso un empuje para el gobierno de la nación, que se confió en hacer
alarde y destacar con una campaña de memoria, esculpiendo los nombres de
las batallas vencidas en numerosas plazas y calles del territorio
nacional.
Del realce internacional logrado y de la
concentración de pasión patriótica que anduvo por todo el país, el
gobierno debió deducir, que bien merecía el trágico resultado de las
cuatro mil vidas humanas en las filas españolas, que habían perecido en
el conflicto.
Posiblemente, esta circunstancia fuese
la que tuviera en mente el gobierno cuando, casi cuarenta años más
tarde, la historia hizo retornar de nuevo cara a cara a España y
Marruecos en el entorno del Rif.
En esta ocasión, esta nación
necesitaba más que nunca, de esa influencia frente al resto del mundo y
del patriotismo que, por cierto, hacía aguas, duramente golpeado tras la
calamidad del 98.
Las condiciones históricas ya no
eran ni mucho menos las mismas, porque España acababa de dilapidar su
dominio sobre las colonias de ultramar y, ensamblado a las mermas
económicas y humanas que ello había acarreado, hizo correr como la
pólvora esa sensación de desfallecimiento y desmoralización sobre la
urbe española.
La añoranza del Imperio que España
había sido, ahora enturbiaba las horas dedicadas a las tertulias o de la
literatura que meritoriamente se nos daba, o en cada una de las
actividades de una sociedad errante con lo sucedido, quizás, por la
falta de confianza en sí misma como potencia, pero, también, como
aspiración de estado activo y entusiasta, al que el resto de países
consideraban desterrado a un segundo nivel.
Pero, en el año 1906
con la Conferencia de Algeciras, parecía que España disponía de una
nueva oportunidad para levantar el vuelo de cara al diseño
internacional.
Con su celebración, este país
nuevamente se situaba en el medio mundial, y en sus alianzas, trataba de
impedir concesiones que hicieran trazar el inconsistente equilibrio
europeo posterior a la que sería a la postre, la Primera Guerra Mundial.
Mientras, España y Francia acordaban una distribución de Marruecos, el norte para los españoles y el sur para los franceses.
Por
entonces, las montañas del Rif seguían siendo la residencia habitual de
numerosas tribus nómadas, curtidas en provocaciones y pillajes. Pese a
que esta comarca era considerada zona de autoridad española, sin
embargo, tanto la región, como la lengua y la cultura bereber, incumbían
a la parte de Marruecos popularmente conocida como Bled es-Siba o País
del Desgobierno, donde la autoridad política del sultán jamás se había
tolerado.
De hecho, los rifeños no se contemplaban como parte
del compromiso adquirido que el poder central hubiese alcanzado con
dominios extranjeros. Solo Abu Hamara, encargado principal de las
cabilas del Rif, obtuvo su propio compromiso con España tras encontrarse
importantes patrimonios mineros en su área, y, confirió en el año 1907
el aprovechamiento de dos minas de plomo y hierro a dos compañías
productoras, propiedad de personajes ilustres en la sociedad española de
entonces.
Este beneplácito también englobaba la
autorización para urbanizar un tren minero que comunicara las minas con
el puerto de Melilla. Lo que los rifeños no aceptaron ni mucho menos del
sultán marroquí, como, de la misma forma, tampoco estaban dispuestos a
perdonárselo a uno de los suyos.
Los favores de Abu Humara fueron entendidos como una gran infamia, que inmediatamente le llevaron a ser apartado del poder.
En
esta tesitura, las tareas en las minas y la fabricación del tren minero
estuvieron detenidas, por lo que las dos compañías representantes
forzaron al gobierno español de Antonio Maura, para que desplegara las
tropas de Melilla y así se pudiera asegurar la realización de los
trabajos pendientes.
Ante la pasividad del sultán y
frente a la intimidación de la compañía de solicitar amparo de las
tropas francesas situadas en Argelia, lo que, hubiera puesto en
reprobación la zona de influencia española en el Norte de Marruecos, el
gobierno español acabó cediendo.
En junio de 1909 se
reestablecieron las actividades, pero, sin tener el apoyo del sultán
marroquí y algo mucho más temerario por lo que podía representar a corto
plazo, tampoco disponía de la aprobación de las cabilas rifeñas, que
inmediatamente insinuaron con responder a semejante desafío.
A
penas había transcurrido tiempo desde aquella controversia, nada más
iniciarse la jornada laboral en la edificación del puente situado en el
barranco de Sidi Musa, a escasos cuatro kilómetros de Melilla, un
capataz y trece operarios españoles recibieron un mortal tiroteo. Cuatro
de ellos fallecieron en el fatal desenlace y el resto a duras penas
consiguió llegar hasta la ciudad española, donde se puso en conocimiento
los hechos sucedidos.
Esta agresión originaría el preludio de
la que se reconocería como la Guerra de Melilla, si bien, en los
primeros instantes fue ideada ante la opinión pública como una actuación
de policía en defensa de los intereses de España.
Pese
a ello, tras escasamente una semana de los ataques y la actuación
española, que se había satisfecho con cuatro españoles muertos y
diecinueve rifeños apresados, el gobierno declaró la movilización
urgente de tres Brigadas mixtas que comprendía las dispuestas en Madrid,
Cataluña y Campo de Gibraltar. Era indiscutible, que España no luchaba
ante una simple contienda.
La orden de movilización
que implicaba de lleno a los reservistas, no tardó en tener sus
réplicas, muchos de los llamados padres de familia con esposa e hijos,
suscitaron discusiones a la hora de embarcar con las tropas.
Especialmente, ocurrió en el puerto de Barcelona y en la estación de
Mediodía de la capital, estallando un aluvión de reproches y
desaprobaciones en numerosos lugares de la Península.
Solo
queda recordar para una mejor interpretación en lo expuesto, los
efectos derivados con la huelga general del 26 de julio y los graves
precedentes en Barcelona y en otras partes de Cataluña, que pasarían a
la historia con el calificativo de Semana Trágica.
Poco
a poco, la sociedad española comenzaba a atisbar lo que ciertamente
acontecía en aquella guerra indiferente y distante para muchos, en
África.
En una primera etapa, se mantuvieron las
arremetidas contra las fuerzas españolas invocadas a preservar aquellos
exiguos siete kilómetros de línea minera, mientras, por vía marítima, el
ejército español actuaba hostigando con bombardeos las aldeas de
pescadores, con el único objetivo de desmantelar las embarcaciones que
trasladaban armas desde el Rif occidental y apartar a sus lugareños,
para que finalmente éstos no se agregaran a las harcas o expediciones
militares.
Con todo, a pesar de lo precario en armas
y pertrechos y lo frágil en estrategia de los rifeños, la lucha
rápidamente comenzó a llevarse vidas de las que cualquier operación
policial de castigo, podía admitir.
Los números ya comenzaban a
barajarse y como resultado de una orden equívoca, el día 23 de julio se
contabilizaron entre muertos y heridos, trescientas bajas.
Acto
seguido, cuatro días más tarde, una columna constituida por compañías
recién desembarcadas, tuvieron la desdicha de desorientarse para
concentrándose en una hondonada, donde momentos más tarde fue asaltada
desde las laderas por las cabilas, que produjo más de 750 fallecidos.
Mientras
el número de caídos aumentaba, se acrecentaba el estímulo del
adversario, que incitado continuaba con las revueltas populares. Así, el
gobierno decidió hacer un cambio de maniobra, para la que precisaba de
la superioridad en la cifra de efectivos.
De manera,
que, para contrarrestar la amenaza rifeña, el ejército llegó a disponer
de un contingente de 42.000 hombres, a diferencia de un enemigo que no
manejó a más de 1.500 combatientes. En noviembre, las fuerzas españolas
habían logrado la amplia mayoría de los objetivos territoriales
planteados tres meses antes.
Un día después, una delegación de algunas cabilas imploró el amparo de España.
Era nada más y nada menos, que una rendición.
Inmediatamente,
el gobierno estableció el repliegue de las tropas, pero, no sin antes,
realizar una profunda reflexión de lo aprendido en el pasado y que era
muy reciente.
De ahí se desprende, que más de 20.000
hombres permanecieran en Marruecos para afianzar la paz y las
posiciones antes conquistadas. Eran más del triple del total de
efectivos de los que existían en la Brigada de Melilla, en los
preparativos iniciales de la campaña.
La guerra había acabado, al menos eso parecía, pero, solo de manera fugaz.
A
lo mejor podría parecer instintivo ponderar, que, los levantamientos
que se habían suscitado al objeto de impugnar la presencia española en
el Rif, cuando lo que realmente se pretendía explorar eran los intereses
comerciales y una pequeña guarnición militar, iba a darse por concluido
en el instante que España dispusiera de los 20.000 efectivos en el
terreno y, mismamente, fuera vista internacionalmente en el contexto del
Protectorado que compartía con Francia.
Una vez más, el Rif, rebelde e insurrecto, se levantó con las armas dispuestos a combatir.
Desde
el año 1912, las tropas españolas empezaron a toparse con núcleos duros
de resistencia, en ese espacio áspero de cordilleras cortantes e
individuos vanidosos. Forzosamente, esta demarcación territorial se
convirtió en la mayor dificultad habida hasta entonces y en el lastre de
una hostilidad sin tregua.
España trató en vano de
acondicionarlo lo mejor posible por medio del montaje de pequeños
fuertes o blocaos, establecidos en partes dominantes y separados por
unos 30 kilómetros de distancia, pero su punto delicado estaba por
llegar, porque, el suministro de agua facilitaría las emboscadas del
rival.
Fue así como unas fuerzas diseminadas,
insuficientes y deficientemente blindadas como las rifeñas, lograron
hacer la vida imposible a un ejército provisto de teorías, medios,
estrategias y tácticas tradicionales y, por si fuera poco, mucho más
cuantioso en dotación.
Las tropas rifeñas poseían
unas claves que hicieron empequeñecer a este ejército convencional, como
la preparación en su propio terreno y, algo aún más útil, una
todopoderosa motivación. Curiosamente, la disposición de estas exiguas
fuerzas, serán calificadas como una de las fuentes en la teoría de la
guerra de guerrillas, más tarde examinada y rescatada en diversos
combates del siglo XX.
En la otra cara de la moneda,
el competidor, donde concurren unas fuerzas ampliamente desmotivadas,
perturbadas y, por momentos, no ejemplares, constituidas por soldados de
reemplazo ansiosos por regresar junto a sus familias. Y es que, en la
lejanía de la campaña marroquí materializada hacía cincuenta años y
solventada cómo se ha citado, en cuatro meses, la complejidad que
volatilizaba el Rif inquietaba con empantanarse indefinidamente.
Su
resolución ya no hacía acrecentar ese patriotismo antes referido, sino
la de una incapacidad ante la opinión pública, que se interpelaba por
qué España no renunciaba a sus deseos, en aquella batalla cruel y
despiadada en tierras africanas.
Lo que más tarde
estaría por llegar y que ha quedado documentado entre las páginas más
dolorosas de la historia de España, el llamado Desastre de Annual, o lo
que es lo mismo, la muerte de 13.000 sodados españoles a manos de 3.000
rifeños.
Un suceso demasiado punzante que rotulará un
antes y un después en el devenir de los lances, dando lugar al
principio de una independencia sin reconocimiento jurídico y bajo la
forma de república, una idea diseñada sarcásticamente por Abdel Karim
que sería festejada con enardecimiento por los representantes de las
cabilas.
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