Como a todo español “útil” de aquellos años, también a mí me
llegó el momento de servir a la Patria, esto es, de
cumplir con el servicio militar obligatorio: con la “mili”. En 1958 entré en Caja y, formalizado el sorteo, me “tocó” el
Regimiento Simancas nº 4, de guarnición en Gijón (Asturias). En marzo de 1959
me incorporé al servicio en el cuartel de esa ciudad.
No está en mi ánimo recrearme en batallitas de la “mili”,
pues nunca entré en combate. Refrescaré, solamente por el placer de recordarlos
(dedicándole en estas mis memorias el espacio proporcional a un año y medio de
mi vida), todos los hitos o datos que vengan a mi memoria de aquellos 18 meses
de prestación voluntaria obligatoria.
Esto de la mili voluntaria
obligatoria[1]
era una contradicción que el teniente Madrid pretendía que asumiéramos. Que el
servicio era obligatorio lo entendíamos fácilmente; lo de voluntario, decía el
teniente, había que comprenderlo desde una idea de, a la que nos
ofrecíamos para honrarla con nuestro sacrificio; teníamos que sentir y vibrar
con las estrofas del himno:
Ardor guerrero vibre en nuestras voces
y de amor patrio henchido el corazón
entonemos el Himno Sacrosanto
del deber, de la Patria y del Honor.
¡Honor!
... ...
Nuestro anhelo es tu grandeza,
que seas noble y fuerte
y por verte temida y honrada
contentos tus hijos irán a la muerte.
… …
Es una cuestión de principios la que me aconseja señalar que
yo –debido posiblemente al ambiente militar que viví en mi niñez– siempre tuve
una inconsciente tendencia hacía lo que podría suponer una vida en el ejército;
necesito tener esto presente para enmarcar como es debido mi experiencia en el
ya desaparecido servicio militar.
Animado de este, creía yo, espíritu militar –que no me
atrevo a calificar de “guerrero” (nunca me vi inflamado de agresividad en mis
juegos infantiles; era más bien un estratega, un teórico)–, disfrutaba, cuando
niño, viendo los desfiles militares del NO-DO, ojeando alguna revista de aviones,
barcos y carros de combate que caía en mis manos y, como a todos los niños, lo
que me “ponía” era ver películas bélicas, de la II Guerra Mundial, o del
“fargüés”, con sus batallas de marines, indios, vaqueros y soldados de la Unión.
Superada la relativa decepción que me supuso la negativa
paterna a mi deseo de seguir la carrera militar, me manifesté –no sé con cuanta
convicción– partidario de acudir voluntario, allá por el año 1957, a “luchar contra el
moro”, que, alevosamente, había atacado por sorpresa (luego me entere que no
había sido tanta) el territorio hispanoafricano de Ifni[2].
Mi declaración espontánea no mereció más que una displicente sonrisa de mi padre;
como si dijera:
- Tu, hijo, no sabes lo que dices...
Poco nos podíamos suponer ninguno de los dos que, año y
medio más tarde, yo estaría en el África Occidental Española (A.O.E.), en Sidi
Ifni, luchando estratégicamente, desde una
oficina, contra el moro que nos había atacado. Pero para esto, antes de ser
homologado como soldado de segunda del Ejército Español y aspirante a sucesor
de aquellos soldados de los Tercios del Gran Capitán, tuve que pasar por una
intensa, aunque inadecuada, preparación.
Incorporado al Cuartel de Simancas –el viejo cuartel de
¡disparad sobre nosotros; el enemigo está dentro!,
de la guerra civil– superé con éxito las pruebas de pasar por la ducha,
impúdica y colectiva, en pelotas, para ensuciar la limpieza que traía de casa;
subirme a la báscula; enseñar los dientes y ofrecer mis oídos a la revisión
médica; acreditar que la longitud y limpieza de mi pelo (ya raleaba, por
entonces) no suponía un estorbo para la vida cuartelera; ajustar la talla de la
ropa y calzado militar que me habían entregado a otra distinta (que era la
mía); aguantar, sin derrumbarme, un mosquetón Máuser, de la 1ª guerra mundial;
y prestar una declaración sobre mis datos identificativos y oficio, cuestión
ésta en la que me revelé como un impávido mentiroso al declarar que lo mío era
la agricultura[3].
Superadas todas estas pruebas, que no eran eliminatorias,
pasé a la primera fase del 2º grado de “mili”, esto es, al período de
instrucción en el cuartel de, en La Calzada (en un lugar próximo a la residencia de mi niñez), en
el que participé en varias y distintas competiciones: pelar patatas; ordenar el
pabellón de dormitorios (barrido o baldeado incluidos); limpiar las letrinas;
etc. En las prácticas guerreras de elevar, sostener, poner sobre el hombro y
bajar el mosquetón, así como a las relativas de portarlo con marcialidad al
ritmo de ¡un, dos!, ¡un dos!, ¡izquierda!,
¡izquierda!, ¡izquierda!, ¡derecha!, ¡izquierda! o girar sin perder el
paso, a una u otra mano, guardando la debida equidistancia con los compañeros
que llevaba al lado o detrás, también acredité una notable habilidad. Tanta demostré
que, el mando, valorando mis aptitudes, me promocionó al empleo de soldado
instructor y me encargó el desasnamiento de un pequeño pelotón de torpes de mi mismo reemplazo, entre los
que destacaba un atrasado y semianalfabeto muchacho, bueno como el pan, objeto
de todas las burlas y escarnios del resto de la Compañía,
especialmente cuando, p. ej. a la voz de ¡derecha!, él, rompiendo la decisión
unánime del grupo, decidía marchar en dirección contraria.
Continué el 2º grado, con una segunda fase en el campamento
de El Ferral (León), donde repasé diariamente los ejercicios de la 1ª fase,
ampliados con otros nuevos: lavarme y afeitarme a la intemperie en las aguas
frías del Bernesga; eludir el rancho para comer en “Casa Paco”; escapar de las
trampas de los veteranos (petates en las literas, cubos de agua sobre la
puerta, etc.); pasar desapercibido ante la mirada “enemiga” de un chusquero cabo 1ª; no caer en la tentación de
ofrecerme voluntario para “disfrutar de permisos”; etc. Reconozco,
humildemente, que también superé con holgura este rimero de nuevas pruebas, con
lo cual, mi aptitud para el combate aumentó a ojos vistas; tanto aumentó y tan
a ojos vistas que empecé a ser reclamado para ejercer pacíficos servicios de
oficinista en la 1ª Compañía del Batallón.
Llegó el momento, de acuerdo con el programa formativo, de
pasar al 3º grado, a los ejercicios de “orden abierto”; grado que nos
capacitaba para hacer la guerra, o lo que es igual, para pegar tiros y evitar
que te los pegaran.
Superadas todas las pruebas teórico-prácticas, juré bandera
ante la presencia emocionada de mis padres, que, no queriendo perderse ese día,
se desplazaron desde Avilés hasta el campamento. Realmente, fue un solemne y
emotivo acto aquel de pasar, descubierto y con el arma en suspensión, bajo la
enseña, asir una de sus esquinas y llevarla a los labios, bajo la mirada seria
y notarial del oficial que portaba el mástil. Y luego el desfile, marcial y
vibrante, marchando delante de la tribuna desde donde nos contemplaban nuestros
jefes, familiares e invitados. La jornada se remató, como esperábamos, con una
comida especial y la tarde libre.
Cuando ya habíamos jurado bandera y pensábamos en el
inminente regreso a Asturias, a la vida cuartelera de guardias y permisos,
empezaron a llegar al campamento los primeros rumores de un desplazamiento
menos esperado; se hablaba de que participaríamos en unos ejercicios conjuntos
con otros soldados de la OTAN; de ir a África… Un día se hizo oficial el plan que el Ejercito nos tenía
reservado: iríamos como Batallón Expedicionario a Ifni, a reforzar las fuerzas
españolas que estaban aguantando a las bandas de moros que intentaban ocupar un
terreno que no les habíamos ofrecido… ¡todavía! Por esto, se nos dijo, que se
pondría el batallón “en armas”[4] y que
entraríamos en una nueva fase del 3º grado: la realmente preparatoria para un
potencial enfrentamiento bélico con el africano.
Yo, como soldado de la 1ª Compañía tuve la suerte de caer
bajo la profesionalidad del teniente Madrid, un cetrino oficial de baja
estatura, acusado nervio, pero equilibrado, mirada escrutadora, sonrisa
protectora y desconcertante, que nos infundía valor y confianza. Por lo que
pude observar en otras unidades, éste era de los mandos que se tomaban las
cosas verdaderamente en serio; nos desplegaba y agrupaba con tal seguridad y,
al tiempo, fijaba las razones de cada uno de los movimientos, de tal forma que,
no sé otros, pero yo pensé entonces que, si realmente iban a sonar los tiros,
no querría tener otro mando que no fuera el teniente Madrid.
Armado y pertrechado reglamentariamente según prescribían
las Ordenanzas para los supuestos de combate y, como “responsable adjunto” de
la oficina de mando del Batallón –título que me confiero ahora por lo que más
adelante diré–, a las órdenes directas del brigada Ricardo G. Arroyo, las menos
directas del capitán Jiménez y las muy superiores del comandante Timoteo Escar
Javierre, formé parte, un día del verano de 1959, del grupo de setecientos y
pico españoles, asturianos, que, encuadrados en el “Batallón Expedicionario
Simancas, nº 4”, íbamos a reforzar o sustituir a otros compatriotas que nos habían precedido en
la defensa de aquella tierra acosada y sitiada por las bandas del Ejército de
Liberación Nacional (E.L.N.), movilizadas bajo los disimulados auspicios del
entonces príncipe y más tarde rey, Hassan II. Así que, banderas al viento y a
los sones de la banda militar que nos despidió en León, subimos al convoy
ferroviario que nos llevaría, pitando y sin parar en las estaciones por las que
pasábamos, cruzando la península de norte a sur, hasta dar con nuestros
cuerpos, armas y bagajes en el puerto de Algeciras. Aquí nos esperaba un trasbordador
–el “Virgen de África”– que en poco más de un día nos llevaría hasta las costas
de Ifni.
Vista de Ifni en los años 50 del pasado siglo.
En la mañana de un día del mes de julio de ese año 1959
amanecimos frente a las costas de Sidi Ifni, la capital de la provincia
española de Ifni, la que, junto con otros miles de compañeros más, tendríamos
que mantener a salvo de las apetencias del moro. Sidi Ifni, visto desde la
borda del barco, se nos aparecía como un conjunto de blancas edificaciones,
intercaladas de barros y verdes, limitadas al oeste por el jardín botánico y el
cuartel de Tiradores de Ifni, y al este por el campo de aviación, bajo las
alturas del monte Bu-Laalam, del que descendía una extensa ladera que tenía
marcado con piedras encaladas un gran emblema de La Legión.
Como la capital del territorio carecía de puerto, el
desembarco del trasbordador lo hicimos bajando a unos lanchones por unas redes
adosadas al costado del buque, en una escena que semejaba –en versión pobre– a
la que tantas veces había visto a los “marines”, en las películas de la II Guerra Mundial.
Ya en tierra, nos acomodaron. Las diferentes compañías de
nuestro Batallón, con el comandante a la cabeza, fueron llevadas a primera
línea y se desplegaron en diferentes centros de
resistencia (enfrente de las posiciones ocupadas por las bandas del
Ejercito de Liberación); la oficina de mando del Simancas 4 –a la que yo estaba
adscrito–, se quedó, sin embargo, en la comodidad de la capital, en el primer
piso de un edificio de dos plantas de la calle “Seis de Abril”, anexo al local
que ocupaba “El Balandro”, un pequeño bar atendido por la familia Nogales. Con
el brigada Arroyo estábamos dos soldados, el otro era Pepe, un mocetón de
Candás, ya casado, encargado de los servicios de correo; a efectos logísticos
(alojamiento y manutención) nos adscribieron a uno de los cuarteles próximos,
me parece recordar que era el de la Policía.
Calle del 'Seis de Abril' de Ifni, En el primer edificio de la izquierda estaba situada la Oficina de Mando
del Batallón Simancas, 4; en el segundo, el bar 'El Balandro' (en la planta primera, la vivienda familiar de los Nogales)
Inmediatamente, nuestro brigada –una persona hábil, negociadora
y que sabía sacar partido en todas las ocasiones– se movilizó para conseguir un
mejor acomodo y más cuidada alimentación que los que podía servirnos la oferta
cuartelera. Así que, después de un insistente acoso, consiguió de los Nogales,
don José y de doña Anita (así les tratábamos), los generosos dueños del bar
vecino, que nos dieran comida y cena. Doña Anita, de aspecto y compostura
maternales, sonrisa fácil y buenas manos para la cocina, se esmeró en la
atención y, cual madre de tres nuevos hijos (ella y don José ya tenían dos:
Pepe y Anita), nos atendía con sus cuidados menús caseros, los mismos con que
alimentaba a su familia. Recuerdo a este matrimonio a la hora de nuestras
comidas (ellos comían a otra hora) en el comedor principal y familiar de la
casa, él sentado a horcajadas en una silla en segunda fila, y ella de pie,
alrededor de nuestra mesa, oyéndonos contar las novedades peninsulares, que tan
lejanas y atrayentes les resultaban, y las vicisitudes de nuestra adaptación al
nuevo medio africano; a nuestras preguntas correspondían, sin embargo, con
mesuradas informaciones de los sucesos que habían ensombrecido el territorio
poco tiempo atrás, durante los cuales nuestros tradicionales hermanos,
los moros, estuvieron a punto de echarlos al mar.
No obstante, don José nos habló de un Ifni, el de 1957,
anterior al conflicto: un territorio de 1.500 kilómetros<
cuadrados, con más de 80 kilómetros de costa atlántica y 130 de
frontera con Marruecos; un terreno abrupto y abierto al mar, con comunicaciones
muy difíciles; un clima semidesértico, de precipitaciones muy variables,
frecuentes nubes y nieblas y el gran fenómeno, el uiming
o irifi, comúnmente reconocido como siroco, que arrastraba grandes cúmulos de arena en
suspensión. Era la tierra en la que crecían el argán
–de cuyo fruto multiusos se obtenía un rico aceite– y el higo chumbo (el que
comido en cantidad y caliente produciría luego a algún compañero más de un
atasco intestinal). Nos dijo que la ganadería era su principal fuente de
riqueza (nos sorprendió conocer que se criaban más de 20.000 vacunos, 7.000
asnos y 4.000 camellos); que la pesca desembarcada en el puerto de Sidi Ifni –que
lograban los nativos con unas pequeñas embarcaciones o cárabos– había superado las 40.000 toneladas el
último año de paz; que la agricultura era rudimentaria y, con frecuencia, las
mínimas cosechas de trigo y cebada se veían devastadas por plagas de langosta
(insecto que, por cierto, se comían los nativos con la fruición del que degusta
un exquisito manjar)
¿Y la gente? ¿Cuántos y cómo eran los ifneños, los ifnauis?
Calculaba don José, según algunos datos que
había tenido la oportunidad de conocer, en algo más de 45.000 los habitantes indígenas
(a los que había que sumar cerca de 5.000 residentes de origen europeo, entre
ellos su propia familia). Los naturales de Ifni eran, en general, individuos de
estatura regular, delgados, nerviosos, de nariz aguileña, ojos oscuros,
inteligentes. Como en muchas sociedades tribales, el dominio del hombre sobre
la mujer era absoluto: ésta no intervenía para nada en su matrimonio, pues era
cuestión a resolver por las familias respectivas; existía el divorcio
(solicitado normalmente por el hombre); los niños eran circuncidados…
Si, si… Pero ¿podíamos fiarnos de ellos? ¿se podía confiar
en aquellas gentes que veíamos por las calles y callejuelas, que parecían no
tener ninguna ocupación ni ir a ninguna parte? ¿y en aquellos tenderos de
mirada obsequiosa que meses antes habían cerrado sus puertas, obedientes a las
consignas de los líderes de las bandas que atacaron la capital? ¿y en aquellos
soldados indígenas del grupo de Tiradores?... A nosotros nos parecía –y esto
podían ser impresiones de unos recién llegados– que todos ellos nos observaban
como tomando nota de cuantos éramos, cuales eran nuestras dotaciones, donde
residíamos… esto es, como si su deambular sin objeto, tuviera uno muy claro
pero disimulado: tomar nota de todo y transmitirlo después a sus compañeros del
otro lado… A estas preguntas y suposiciones, don José y doña Anita respondían
con un significativo silencio y un leve encogimiento de ambos hombros, que era
toda una explicación:
– Muchos son buenas personas...
El relator en la calle 'Seis de Abril', delante del bar 'El Balandro'.
Yo puedo escribir ahora que, en la corta experiencia de seis
meses –los que permanecí en Ifni–, los indígenas que conocí me dieron pie para
opinar de diversas formas; los hubo que hacían alarde de ser más españoles que
yo mismo; eran los pensionados del Estado español, los que decían:
–Cuando tu casi no habías nacido, ya estaba yo pegando tiros
en Guadalajara, en Aragón, en...
Se referían así a su participación en la Guerra Civil en las
filas de los nacionales de Franco.
Y otros, recelosos y de torva mirada, se cruzaban con
nosotros, los españoles no oriundos, en un silencio seco y amenazador, con una
mirada que lo decía todo; eran como la personificación de un grito que clamara
contra nuestra presencia y exigiera nuestra expulsión de un territorio que,
aunque provincia española, ellos lo sentían como parte del reino marroquí.
– ¡Marchaos ya!–, parecían decirnos.
(Reflexiones posteriores me llevaron a la conclusión de que,
en iguales circunstancias, los pueblos suelen reaccionar de forma similar,
pues, si no ¿qué diferencia existe entre el comportamiento del pueblo español
lanzado a la guerrilla cuando fue invadido por el ejército francés en 1808 y el
de los ifneños rebelándose contra la presencia en su tierra de las tropas
españolas?: básicamente, ninguna. Así que, creo yo, las dominaciones
contra natura están llamadas siempre a su extinción
y la lucha contra los dominados es siempre una guerra perdida. A pesar de ello,
de ser una verdad que debería ser conocida por políticos y militares, ¡cuantas
vidas se han perdido en la defensa de territorios que, sabiéndolos temporales,
no tuvieron empacho en excitar a su dominio, costoso y sangriento, bajo la
invocación del sagrado deber con lejana!)
Vuelvo a lo prosaico. Resuelto el tema de la manutención
–muy bien, por cierto– el brigada consiguió también que nos alquilaran una casa
en pleno barrio moro[5],
una sencilla edificación, típicamente indígena, con patio interior descubierto,
del que nacían los accesos a las diferentes habitaciones; era una casa fresca y
confortable para lo que se podía esperar en aquel tiempo y aquellas
circunstancias y en la que podíamos asearnos, guardar nuestras cosas sin
apreturas, dormir en habitaciones individuales y, en su caso, si alguno se veía
en apuros, acoger a alguna invitada... La casa, a la que se llegaba por unas
callejuelas que partían de la avenida principal, estaba rodeada de otras
muchas, todas ellas ocupadas, naturalmente, por familias ifneñas, cuyos
ocupantes nos miraban entre sorprendidos y recelosos, como si rechazaran
nuestra intrusión en un espacio que consideraban exclusivo.
Atendidos mantenencia y alojamiento de esta suerte, la
primera cuestión a aclarar (pues las lecciones teóricas que nos habían dado en
el campamento de El Ferral, de León, habían sido muy elementales) era la de
saber algo de la capital en la que, según todas las previsiones, íbamos a vivir
durante un año, y cual era la situación del resto del territorio (militarmente
hablando). Una primera panorámica de Sidi Ifni la tuvimos al subir a la azotea
del edificio de nuestra oficina; desde ella se abarcaba el conjunto de
edificaciones de la capital, entre las que sobresalían el edificio del Gobierno
Militar, la Iglesia de Santa Cruz, el cine Avenida, el Casino Militar, el zoco o barrio moro y una
serie de agrupaciones barriales de gran sencillez y blancura.
El relator en la terraza del edificio en que se hallaba la Oficina de Mando del Batallón Simancas 4.
Era una pequeña y cuidada ciudad (por Internet me he
enterado que se la conocía como la “Ciudad de las Flores”), de tipología
predominantemente militar, asentada en una estrecha llanura limitada al este,
hacia el interior, por una cadena montañosa, al oeste por las aguas del
Atlántico, y en sus restantes límites por instalaciones militares, entre las
que destacaban el cuartel de Tiradores de Ifni al norte, y al sur el de la Legión junto con el
aeródromo (es más propio este título que el de aeropuerto) en el que
aterrizaban los “Junker”, los aviones-estafeta con Canarias. En cuanto al resto
de la provincia española que ya era entonces Ifni<[6], poco
llegaría a conocer, pues la mayor parte de ella se había dejado en manos de las
bandas armadas, del llamado Ejército de Liberación, reservándose los españoles
el terreno comprendido en un semicírculo de unos 10 kilómetros
de radio, con centro en la capital, que se protegía con una serie de centros de
resistencia, estratégicamente seleccionados en el repliegue ordenado por el
general Zamalloa[7],
a raíz de los ataques de noviembre del 57.
El relator con el brigada Ricardo G. Arroyo y un niño ifneño.
La segunda cuestión que me interesaba despejar era la del
tipo de conflicto que se mantenía a nuestra llegada; esto tardé más en saberlo
dado el secretismo impuesto por el Gobernador Militar; tuvieron que pasar
muchos años hasta que pudiera conocer la guerra dramática y, a veces, “gilesca”
[8], a la
que se hacía frente –un conflicto fuertemente mediatizado por las decisiones de
los políticos del Régimen–, con escasos y anticuados medios, insuficiente
número de soldados (muchos de ellos no profesionales, de reemplazo) e
instrucciones de aguantar para que no se enfadara el moro; con esto, el
gobierno de Franco –que ya se habían instalado en el abandonismo– pretendía
ganar tiempo hasta llegar a un acuerdo con el monarca del sur.
En resumen, estar en Ifni en aquel tiempo era vivir en la
inopia. En absoluto conocíamos lo que, muchos años después, trascendió: que la
silenciada guerra de Ifni se había cerrado al no pequeño precio –en bajas
españolas– de 118 muertos, 350 heridos y 78 desaparecidos
[9]. (No me imagino a la sociedad
española de ahora, la acomodada al espíritu de la
alianza de civilizaciones, soportando una sangría de estas proporciones).
En nuestra ignorancia, el solo objetivo que podía perseguir
un soldado de reemplazo, como era mi caso y el de los varios cientos de
asturianos del Simancas 4, era el de pasarlo lo mejor posible durante el tiempo
que nos viéramos obligados a residir en Sidi Ifni hasta el regreso a la
península. Así que, viviendo en nuestro particular limbo, el pequeño grupito de
soldados de mi Batallón –los que nos quedamos en Sidi Ifni– supimos disfrutar
de la situación privilegiada que el destino nos había concedido, pues
disfrutábamos de un status muy especial en la capital del territorio; tan
excepcional que ni nuestro propio comandante –que tenía que permanecer en la
primera línea, con las incomodidades propias del puesto y situación– podía
permitírselo; su obligada ausencia de nuestra base en la capital fue la que nos
facilitó a los tres afortunados vivir en el descontrol, en tierra de nadie, en
medio de una mixtura de cuerpos militares (legionarios, marinos, aviación,
tiradores, regulares, etc.) que nos hacía pasar desapercibidos.
En esta envidiable situación, hasta llegamos a montarnos un
“guateque”, con todas las de la ley, pick-up, cup y baile incluidos (las chicas fueron reclutadas
por Anita[10]
de entre sus amigas) en la azotea de “El Balandro” y lo hicimos sin ninguna
discreción, con la música festivalera de San Remo al alto la lleva.
Io sono il vento;
sono la furia che passa
e che porta con sé
e nella notte ti chiapa
e che pace nos ha
son l´amor
che non sente pietà.
... ...
Asomándonos, cigarrillo en una mano y cubalibre en la otra,
por encima del murete de la azotea engalanada con gallardetes y farolillos, podíamos
ver la sorpresa inquisitorial en las caras de algunos oficiales que miraban
hacia arriba al pasar delante del edificio; lo que no dejaba de producirnos una
íntima satisfacción, como de grandonismo
astur, de ¡ahí queda eso! La singularidad del festejo llegó, como era de
esperar, a oídos del Gobierno Militar, algunos de cuyos estrellados miembros
montaron en colérica envidia y, pues que ellos solo podían permitirse los
pautados bailes del casino, con el repetitivo emparejamiento a base de sus
propias esposas o las de los compañeros de armas, sus hermanas o hijas,
decidieron que lo nuestro no podía quedar así y “dieron parte”.
- Mi general: ayer por la noche
unos soldados asturianos del Simancas se han montado un guateque en la terraza
de “El Balandro”. ¿Qué le parece?
- Pero, ¿éstos que se creen, que
han venido de fiesta? ¿qué Ifni es un salón de baile? ¡Informad a Timoteo!
¡No faltaba más! ¡Unos rasos soldados se lo pasaban en
grande, como si estuvieran en la península o en Canarias, mientras ellos, los
verdaderos profesionales de la guerra, tenían que estar a palo seco! La
denuncia provocó la pertinente reconvención y llamada al orden: las cosas
debían volver a su estado natural.
Y volvieron. Así que seguí –seguimos– en la rutina del
horario de la oficina, en la que nos turnábamos por si sonaba el teléfono. Pepe
y yo éramos toda la dotación que cubría catorce horas de presencia
ininterrumpida para atender las comunicaciones con el puesto de mando del
comandante, pero que nos obligaba a los dos, cuando no a ambos, a constituirnos
en aburridos telefonistas de guardia permanente; lógica exigencia que
incumplíamos con frecuencia asistiendo juntos a la comida o saliendo por la
tarde a darnos un garbeo, con lo que provocábamos las iras del comandante que,
en dos o tres ocasiones, al pillarnos “in fraganti”, es decir, ante el silencio
a sus llamadas telefónicas, nos amenazó.
- ¡Mecagüen la puta! ¡Mañana, por
la mañana, cogéis el camión y os vais arriba, con los demás!; pero, al
día siguiente, después de una lucha entre su bondad natural, la conciencia de
que no tenía otros soldados ya adiestrados para relevarnos y la intercesión del
brigada Arroyo, reconsideraba su decisión, dándonos una nueva oportunidad.
Así que Pepe y yo veíamos pasar los días sin más obligación
guerrera que la de atender el teléfono, confeccionar los partes de situación de
personal y estado del material, cumplimentar algún formulario, contestar
esporádicos oficios o recoger y clasificar el correo, labores en nada excitantes
que procurábamos enriquecer con alguna sesión nocturna de cine en el Avenida,
un ocasional cuba libre de ginebra (baratísima en el economato de Tiradores) o
la escucha de noticias relativas al posible relevo del Batallón. Por cierto,
esto último era un asunto que interesaba sobremanera a nuestro comandante
cuando bajaba a la capital los fines de semana para disfrutar de un completo
aseo personal y hacer alguna comida decente en el Casino de oficiales; solía
preguntarnos:
– ¿Qué? ¿Cuándo nos vamos? ¿Se
dice algo de nuestra marcha? ¿Qué sabéis?–, preguntas que no dejaban de
tener su gracia si consideramos que él era el comandante jefe y nosotros unos
simples soldados.
– Ayer hemos oído a un capitán del
Gobierno Militar decir que…
– ¡Mecagüen la puta!–, esta
era su muletilla habitual. ¡No me interesa lo que
digan los oficiales! ¿Qué dicen los chóferes y los ordenanzas? ¡Escuchad a esos
que son los que lo pueden saber! ¿No veis que son los que oyen las
conversaciones del Gobernador o de los que realmente están enterados de las
previsiones de marcha?
Para su desesperación y la de la mayor parte del batallón
que tenían que sufrir las incomodidades de un asentamiento permanente en el
terreno seco y chumbero del pedregal que era un centro de resistencia, siguió
pasando el tiempo sin ninguna novedad que alterara la rutina e incomodidades
diarias. Mientras, nacía ETA; Bahamontes ganaba la Vuelta a Francia; y yo me
carteaba con Mónika Preuten, una alemanita de Solingen.
En ocasiones, aquellos aislados representantes del Simancas,
que éramos Pepe y yo, nos entreteníamos en la azotea, tirando con la escopeta
de perdigones que no quisieron traerme los Magos cuando niño; otras veces
(pocas), nos desplazábamos hasta la playa; incluso llegamos a jugar a ser
soldados de permiso de la Legión Extranjera, lo que a punto estuvo de costarnos un disgusto
cuando metimos en nuestra casa del barrio moro a una ligera moza indígena –la
famosa “Siroco”–, que salió como alma que lleva el diablo cuando la Policía llamó a la
puerta, avisada por alguno de los desagradecidos moritos a los que nosotros
obsequiábamos frecuentemente.
De vez en cuando recibía carta de mis padres y hermanas que,
desde la lejanía de Avilés, veían con preocupación la permanencia de su hijo en
tierras de África; los comentarios entre las madres de los expedicionarios
avilesinos en las mañanas de compra en la Plaza de los hermanos Orbón (eran muchas las de
Avilés que tenían a sus hijos en Ifni), que se transmitían los peligros y las
penurias que sus hijos les contaban en sus cartas, deliberadamente exagerados
para conseguir unos giros económicos de mayor enjundia (¡dice mi hijo que tiene que pagar el litro de agua a 100
pesetas!), preocupaban en mi casa, llegando mi madre a recomendar a mis
hermanas que no asistiesen a romerías ni bailes, pues su hermano estaba pasando
por graves peligros y calamidades...
Hechos guerreros –que yo recuerde– no hubo ninguno digno de
mención. Alguna mina que explosionaba al pisarla un chacal; algún asno que
aparecía ametrallado por los disparos de un centinela que había creído oír
ruidos sospechosos en la oscuridad de la noche...
Mi particular experiencia, inocua en el principio y con la
que sentí verdadero miedo al final, se redujo a una salida a primera línea,
para conocer el centro de resistencia de
Telata de Isbuía. Aunque ya había estado en el de Alat Ida Usugún, quería
conocer este otro cuyo nombre se asociaba con el del puesto de igual nombre
que, veinte meses atrás, había costado la vida al teniente Ortiz de
Zárate[11] y a
cuatro de sus hombres en un dramático desenlace del intento de rescate de las
fuerzas españolas sitiados en ese puesto.
Hice el desplazamiento en el camión que aprovisionaba el
centro, ocupado por fuerzas de mi Batallón; a él llegué una soleada mañana,
animado de un inaudito espíritu festivo, pues significaba liberarme de la
rutina burocrática de la oficina. Como el brigada Arroyo se había ido con Tina,
su mujer, a pasar unos días en Gran Canaria y lo había hecho con un cierto
ocultamiento, yo me tomé la misma licencia e hice mi viaje particular, el que
estoy relatando. Pasé unas horas en Telata; departí con mis compañeros de
Batallón; vi las condiciones en que vivían en los diferentes puntos de apoyo y
pozos de tirador; las alambradas y campos de minas que les protegían del
enemigo; comí de su rancho y, al cabo, llegó la hora de regresar. No se que
problemas hubo con el camión y la hora del retorno a Sidi Ifni se retrasaba;
quedarme en el centro y volver al día siguiente con el camión de la mañana, fue
una oferta que rechacé, pues estaba donde no debía y el regreso era obligado,
casi diría que a cualquier precio; me decidí a volver, dispuesto a recorrer a
pie los diez kilómetros de distancia que había desde el centro de resistencia
hasta la capital.
Y con el primer paso inicié la peligrosa experiencia
(adelanto que no va de tiros, y, si los hubiera habido, no serían los míos,
pues iba desarmado). Lo cuento como lo viví. La ruta que yo tenía que seguir
discurría por un terreno solitario y pedregoso, sin ninguna marca orientadora,
de forma que, según se iba haciendo la noche y fui dejando a mi espalda las
últimas y tenues luces del centro de resistencia me iba quedando sin ninguna
señal de referencia; solo oía el ruido de mis propios pasos sobre el camino; la
oscuridad, poco a poco, se fue haciendo casi total, y mi única guía era seguir
por la ancha franja blanquecina de la pista por la que caminaba; pero llegó un
momento en que, con la oscuridad, el color del suelo se difuminó,
confundiéndose con el del terreno circundante, y me creí perdido; la noche que
ya me cubría acrecentó en mí la idea de que estaba caminando en cualquier
dirección menos la debida; no era por miedo a un enemigo humano –al moro–, pero
un indescriptible temor me hizo acelerar los pasos sin un norte claro, y empecé
a temer que el regreso a Sidi Ifni se hiciera imposible; me imaginaba la que
podría ser la alarma del día siguiente cuando notaran mi falta, y
alborotadamente, se organizara la búsqueda.
Y entonces caí en la cuenta de la inconsciencia e irresponsabilidad
de mi ausencia de la oficina, no comunicada y, por supuesto, no autorizada: la
situación en el territorio era la propia de un estado de alarma (no de guerra
porque no había ninguna guerra declarada) y mi ausencia podría llegar a
considerarse como abandono del puesto –ante el enemigo diría, si quisiera
dramatizar mi culpabilidad– y, en consecuencia, la pena con que me retribuirían
no iba a ser precisamente pequeña. Pero quiso Dios que cuando estaba en estas o
parecidas reflexiones, viera los destellos del faro y, poco después, unas
primeras luces que revelaban la proximidad de la capital. Respiré; ¡estaba
salvado! Llegar a Sidi Ifni fue ya cuestión de coser y cantar.
Pasados los años, cuando alguna vez se ha suscitado el tema
del miedo, yo siempre cuento este episodio como el único representativo de una
situación de temor vivida por mí; un temor indefinido, impreciso, extraño, como
el del terrestre que se viera un día andando en la soledad de un planeta
lejano, perdido, caminando hacia ninguna parte, en búsqueda de la nave que le
había transportado desde la Tierra.
Nuevos días y la misma rutina, solo alterada alguna vez por
cualquier incidente que la situación agrandaba y hacía más dramático o más
cómico. Numerosísimas fueron las anécdotas debidas a la personalidad de José
Artime, nuestro soldado-médico-amigo, el estudiante de medicina de la facultad
de Granada, al que el capitán médico del Batallón le confirió atribuciones de
médico efectivo (con ello reducía su trabajo a la mitad, pues se repartieron a
partes iguales el área en que nuestras fuerzas estaban desplegadas). El
soldado-médico Artime (“Chicoria” era el mote
con el que se le conocía en Avilés), armado de sus mejores dotes de actor,
exigía a sus compañeros de graduación que le saludaran como si estuvieran ante
el propio capitán médico.
“A sus órdenes, mi médico”,
era la voz que debía acompañar al saludo; así lo imponía Artime y ¡hay del que
se resistiera!, pues nuestro compañero avilesino estaba facultado para
dispensar medicinas y para algo más importante, para rebajar del servicio de
armas, rebaje que de hecho él mismo se aplicaba a base de excesivos tragos de
lasa con codeína y alcohol, combinación que consideraba un buen sucedáneo del
cubalibre... ¡A falta de pan buenas son tortas!
Y un día –estábamos en diciembre de 1959– cuando ya empezaba
a hacerme a la idea de que las Navidades no serían, como siempre hasta ese año,
de sidra dulce y turrón en la casa familiar, llegó la noticia: ¡Regresábamos a
Asturias!
Así que había que empezar a formalizar todo el papeleo
relativo al retorno (comprobación de efectivos humanos, impedimenta, armamento,
munición, etc.) ¡Y el brigada Arroyo en Gran Canaria! ¡Y el avión estafeta no
regresaba hasta dos días después! Le informé de la noticia por teléfono y, sin
decir nada al comandante, me puse a hacer lo que a esas alturas de mili ya
sabía perfectamente. Actuando en funciones de “responsable adjunto” de la
oficina de mando cumplimenté todas las diligencias establecidas para el caso y,
mientras volvía el brigada, trampeé como pude su escapada ante el jefe del
batallón. (Ricardo y Tina me premiaron con su agradecimiento, del que dieron
pruebas cuando ya en Gijón, me ofrecieron su casa y su amistad, así como la de
sus dos hijos Simón Ángel y Pedro Víctor (por cierto, el primero de ellos –al
que más adelante facilité su ingreso en Ensidesa– llegaría a tener una
intervención decisiva en mi contratación con Duro Felguera, la que sería la
última de mis empresas)
Una vez cumplidos todos los movimientos previos –relevo en
las posiciones, traslado a las inmediaciones de la playa, etc.– en la mañana
del 24 de diciembre de 1959, abandoné con todos mis compañeros la tierra
española de Sidi Ifni, diez años antes de que se arriara por última vez la
bandera sobre este territorio[12] que,
mal defendido por los lejanos jerarcas militares y peor considerado por los
tratantes políticos de los que nuestra historia esta llena, pasó de ser
provincia española a formar parte del mapa de una nación extranjera; aunque,
pienso ahora, que cualquiera que hubiera sido el tratamiento y dados los
tiempos descolonizadores que corrían, la reversión habría resultado obligada
(pero de haberla hecho cuando procedía se habría evitado la muerte de varios
cientos de compatriotas<[13]).
A bordo de un carguero que nos llevaría hasta Gran Canaria,
pasé la noche de ese día –Nochebuena– en la popa del barco, con dos o tres
amigos más, saboreando un menú compuesto por unas latas de nuestra carne de
campaña, con patatas fritas y una botella de vino[14] que
habíamos cambiado al cocinero por no se qué cosa nuestra que le interesaba. En
la tranquila soledad de la noche atlántica, cuatro o cinco amigos resistentes
al mareo vivimos unas horas de paz y cantos mientras que, en la bodega del
buque, se repetían las mismas escenas de mareos y vómitos que seis meses antes;
ahora mucho peor, pues toda la tropa –menos nosotros, los inmunes– se hacinaba
en la bodega del carguero, lo que empeoraba la situación por el hedor de las
vomitonas sobre las que allí yacían inmovilizados y semiconscientes.
En la mañana de Navidad arribamos al puerto de La Luz, de Gran Canaria. Las
playas atestadas de cuerpos de turistas al sol fue una impresión
desconcertante, imprevista para unos soldados cansados y sucios que habíamos
dejado atrás, a pocas millas, un minimundo extraño que ahora nos parecía irreal
y onírico. Las necesidades del cuerpo, sin embargo, se impusieron: atracamos,
bajamos a tierra y, después de un breve paseo por la ciudad, dimos satisfacción
a nuestras ansias de comer y beber, de una manera decente, como unos turistas
singulares en viaje de placer costeado por las arcas del Estado.
Un trasatlántico, de los que hacían la línea regular entre
Canarias y la Península, nos llevaría transcurridas pocas horas a Cádiz; desde
la cubierta, apoyado en la barandilla, eche la vista atrás y ya no pude
contemplar aquella tierra de A.O.E., la de Ifni, que hoy, casi sesenta años
después, aún conserva las huellas de aquel tiempo en una ciudad, Sidi Ifni, que
empieza a ser foco turístico de extranjeros que buscan en la paz de este lugar,
extraño y exótico, una costa en el que practicar el surf, pescar y, en el
paseo, antes de acomodarse en la autocaravana, el “Bellevue” o en el “Suerte
Loca”, un objetivo que fotografiar: los restos de una obra de sacrificados
españoles, olvidados hoy por la proverbial ignorancia nacional de nuestra
historia (incluida la más reciente), cuando no –como en este caso– enterrados
en aras de las “fraternales relaciones hispanomarroquíes”.
En Cádiz nos subieron a un convoy ferroviario que, con una
parada de horas en Córdoba[15], nos
llevó hasta Madrid, donde llegamos a contemplar las banderolas y carteles que
habían animado la ciudad unos días antes, cuando Eisenhower aterrizó en Barajas
para abrazarse con el Caudillo. Después, de nuevo en el tren, hasta León, con
inesperada recepción a los honores de una Banda de Música y discurso; y, desde
la capital castellana, directos hasta la estación de Gijón, donde fue la
apoteosis. Cientos de familiares, más las autoridades civiles y militares,
nueva Banda de Música y una sección de nuestro Regimiento formada, no digo rindiendo,
pero si haciéndonos los honores, recibieron a los “héroes” asturianos de Ifni.
Discurso del coronel del Regimiento con mención al agradecimiento de la Patria por los servicios
prestados en su defensa…
El resto del servicio militar se redujo a unos tres meses de
presencia efectiva (pues nos premiaron con otros tres de permisos) en el
cuartel de Gijón, en la oficina de mando. De esta anodina etapa –durante la
cual, por primera vez, tuve que hacer alguna guardia de 24 horas–, solo
recuerdo dos o tres hechos de relevancia estrictamente personal: la llamada al
orden –¡salga Vd., y vuelva a entrar como está
reglamentado!, me ordenó un teniente coronel– precisamente, el mismo al
que había estado recomendado un año antes por un familiar suyo (cierto es que
yo había irrumpido en su despacho al estilo “Ifni”, es decir, sin llamar
previamente a la puerta, sin saludar mano a la frente y sin el taconazo de rigor):
una revista previa a un permiso de paseo, en la que por no se qué irregularidad
en la indumentaria, me denegaron la salida, frustrándome así el plan de esa
tarde; y lo mal que lo pasé –en el argot cuartelero diría que las pase putas–
el último día de “mili”, cuando al cumplir con el requisito de entregar mi arma
(el histórico Mauser) noté que no estaba en el armero, que había desaparecido;
creo que alguien había hecho conmigo lo que yo tuve que hacer después para
salvar la situación: coger el de otro y entregarlo como si fuera el propio.
Salí del Cuartel, el ya desaparecido cuartel de Simancas
(aquel de ¡disparad sobre nosotros; el enemigo está
dentro!, de la guerra civil), di un último vistazo a su fachada y a mi
bandera y, con la satisfacción del deber cumplido, encaminé mis pasos aprisa
hasta la estación del F.C. Carreño, que me reincorporaría definitivamente a la
vida civil. Volvía a ser un paisano.
Esta fue toda mi “mili”, la que presté durante dieciocho
meses brutos de mi juvenil vida (entre los 22 y 23 años), en la que “serví a la Patria”. Como se deduce de
este resumen, ninguna hazaña, ningún hecho de armas relevante, ningún acto
heroico registrará los anales de mi paso por el Ejército; así que en mi Cartilla
Militar solo se registra un insignificante y común: “Valor, se le supone”.
Notas
[1]
Aunque no esté de acuerdo con el tono
general que Josefa Zulaika imprime a su obra “Chivos y soldados”, sí me parece
acertado este párrafo de ella que viene a cuento de lo de la mili voluntaria
obligatoria: “Como ejemplos de doble vínculo en la vida del soldado, éste debe
aceptar que la obligatoriedad del servicio militar ha de ser asumida como un
servicio voluntario; o debe aceptar que, aunque actúa bajo constante amenaza de
castigo, cumple su deber por amor a la patria y que cualquier castigo que se le
imponga es simplemente por su bien”
[2]
Los ataques se iniciaron el 23 de noviembre de 1957.
[3]
Con esta mentira seguía el consejo que
me habían dado para poder acogerme, cumplido el período de instrucción, a un
destino de “enchufado”, que me proporcionaría un teniente coronel al que iba
recomendado; con ello, podría compatibilizar la “mili” con el trabajo en
ENSIDESA.
[4]
Poner un batallón en armas significa
–según se nos dijo– completar sus plantillas, armamento, munición y elementos
de todo tipo; siempre bajo mínimos en los pacíficos períodos de instrucción.
Ello supuso, entre otras incorporaciones, la del brigada Ricardo González
Arroyo, como suboficial al cargo de la oficina de mando del Batallón, quien,
sintiendo la necesidad de un ayudante para las labores administrativas del
puesto, puso en marcha un muy particular proceso de selección, a resultas del
cual me incorporé a este destino. El cambio supuso para mí un viraje total en las
perspectivas que se me ofrecían para el resto del servicio militar. Un viraje
para mejor.
[5]
Recuerdo que pagábamos 125 pesetas al mes, cada uno.
[6]
El territorio de Ifni fue declarado provincia española el 10 de enero de 1958.
[7]
El general de brigada don Mariano Gómez
de Zamalloa y Quince, tomó posesión del cargo de Gobernador Militar de Ifni el
23 de junio de 1957. Llegó a este territorio en la mañana de ese día, a bordo
de un Junker 108, pilotado por el propio jefe de la Zona Aérea de Canarias, el general
Mata. Una prueba del carácter del general Zamalloa y de lo decidido que estaba
a cambiar el estado de cosas anterior, lo dio cuando todavía estaba en el aire:
se negó a aterrizar hasta que no estuviese formada la guardia de honor en el
aeropuerto, formalidad que hubo de cumplirse, aunque el coronel Trovo le había
informado que estaban todas las fuerzas movilizadas.
[8]
Como ejemplo de esta chusca, aunque
dramática, guerra de Gila es el recuerdo que aún tengo de haber leído en la
sencilla hoja (que era algo así como el boletín del Gobierno Militar), la orden
de devolución al moro de un asno del que, habiendo cruzado las líneas, se
habían apropiado los soldados españoles.
[9]
Por la otra guerra paralela, la del
Sáhara, España hubo de pagar un precio menor: 80 muertos, 224 heridos y 2
desaparecidos. (Los datos de ambas contiendas son los que he conocido
recientemente, por el libro de Gastón Segura Valero, “IFNI. La guerra que
silenció Franco”, publicado en abril de 2006).
[10]
Fue lamentable la incontinencia de un
compañero de guateque, coyunturalmente incorporado a los servicios del Batallón
en Ifni, que, abrumado por la soledad, declaró pública y notoriamente –regalo
de sortija incluido– su enamoramiento de una de las muchachas. El desenlace fue
el previsto: meses después, ya retornado el Batallón a la península, la familia
de la chica en pleno realizó un viaje a Asturias, para formalizar con la
familia del inconsciente soldado el compromiso adquirido por él meses antes. La
respuesta, evasiva, venía a explicar lo que podría calificarse de naturales
ardores de solitaria mocedad.
[11]
El teniente Ortiz de Zárate resultó mortalmente herido el 26 de noviembre de 1957.
[12]
Este hecho tuvo lugar el 30 de junio de 1969.
[13]
Y todo, ¿para qué?; para que hoy muy
pocos españoles conozcan o hayan oído hablar de esta tierra, ni, por supuesto,
de los meses de dolor y sangre que supuso aguantarla unos años en poder de
España. Un ejemplo, casual por la inmediatez de su oportunidad, me lo brindó en
una ocasión (3 de septiembre de 2006), una joven pareja de Gran Canaria, amiga
de una de mis hijas, invitados a pasar unos días en Asturias; cuando les
pregunté si había alguna línea de transporte entre la isla y Sidi Ifni,
mostraron en su cara la ignorancia, la sorpresa de un ¿qué? ¿dónde está eso?
¿es Agadir?
[14]
De las 80 Navidades de mi vida (incluyendo la del último año), es esta del año
1959, de la única que recuerdo el lugar donde la pasé, con quien la compartí y
el menú.
[15]
Horas que yo aproveché para visitar a mis desconocidos familiares de la ciudad:
mi tío Pedro (hermano de mi padre) y alguno de mis primos, así como sus mesones
(“La Canilla de Oro” se llamaba uno de ellos)
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