Nota: Esta es la versión en línea y revisada del libro "Ángel Ruiz: recuerdos de un combatiente de Ifni" de Antolín Hernández, publicado en 2019.
AGOSTO 57
José Álvarez-Chas de Berbén, jefe del Grupo de Policía de Ifni y delegado gubernativo.
A pesar de las palabras
tranquilizadoras de Ben Hammú, la situación en el territorio cada vez se iba
tensando más, y este mes tuvieron lugar unos acontecimientos que se conocieron
como «Guerra de agosto».
Todo comenzó el 10 de
agosto, cuando, según cuenta mi amigo Alfonso Alsua, una patrulla española
compuesta por dos soldados de trasmisiones y diez policías, dos de ellos
nativos, acudió desde Tagragra (Tiugsa) a reparar las líneas del puesto
fronterizo de Id Aisa, cerca de Tamucha. Estando atareados arreglando el
sabotaje, comprobaron que los moros de los poblados cercanos se comportaban de
una manera extraña, lo que les hizo sospechar que algo no iba bien. Dieron
aviso al cuartel y desde allí contestaron que una camioneta iría a recogerlos.
Al poco fueron atacados con ráfagas de ametralladora y los soldados no tuvieron
más remedio que refugiarse en una vaguada y defenderse durante una hora. Cuando
regresaban con un compañero herido, vieron acercarse una camioneta de la Policía.
Lanzaron unas ráfagas al aire para advertir su presencia. En el vehículo,
enviado en su ayuda, viajaba un teniente que, al creer que eran atacados, dio
media vuelta. Al llegar al cuartel se enteraron de que su capitán acudió a la
primera llamada, pero al oír el tiroteo regresó al cuartel. Luego envió al
teniente, que hizo lo mismo. Todos los integrantes de la patrulla fueron
amenazados por éste último para que guardaran silencio.
Aquel fue el primer
combate de Ifni.
En cuanto en Sidi Ifni
se tuvo noticia del suceso, el comandante Álvarez Chas montó en cólera y pidió
permiso a Zamalloa para que le dejase soltar unas cuantas bombas sobre los
atacantes. El comandante, como el propio Zamalloa y resto de mandos, ya estaba
harto de que les saboteasen, sólo les faltaba que encima atacasen con armas de
fuego a sus hombres. El gobernador le dio permiso y se preparó un Heinkel 111
para la misión, en la que iría el propio comandante. Él mismo en persona quería
ser el que escarmentara a los atacantes. El avión despegó, pero debido a la
poca visibilidad no pudo arrojar las bombas. Como el aparato no podía aterrizar
con ellas, el piloto decidió soltarlas sobre el mar. Nunca más se supo de
ellos. Lo único que se encontró fue una mancha de aceite a tres kilómetros de
la costa. Aparte del comandante, murió toda la tripulación del aparato. La
muerte de Álvarez Chas fue un duro golpe para Zamalloa, pues el jefe de policía
era uno de sus hombres más expertos y, además, era respetado por los nativos.
Se envió una
descubierta a Id Aisa para ver cómo estaba el panorama. Tuvieron que volver por
estar la pista cortada y recibir varias descargas de un importante grupo de
guerrilleros. Se repitió la acción esta vez con una compañía reforzada de
paracaidistas con el mismo resultado.
Ante esta situación,
fue necesario montar una operación de más envergadura en la que una compañía de
paracaidistas por fin llegó al puesto fronterizo de Id Aisa. Se encontraron con
una pequeña resistencia, pero lograron llegar y se lo encontraron vacío. Ni
rastro de los policías indígenas allí destinados. Aquel fue el bautismo de
fuego de los paracaidistas.
Aquello fue una prueba
más de que la guerra ya había comenzado.
Y, como era norma, en
la Península seguía el silencio informativo. No se decía nada de todo esto. Tan
sólo, el 13 de agosto, en la página 27, el ABC de Madrid publicó la siguiente
noticia sobre el accidente y muerte de Álvarez Chas. «Un avión militar
cae al mar cerca de Las Palmas y desaparecen sus ocupantes: Ayer por
la tarde, día 11, un avión militar, que salió de la base aérea de Ifni en
dirección a Las Palmas, y por causas que se desconocen, cayó al mar a unos 15
kilómetros de la costa. La tripulación, compuesta por el capitán D. Alberto
Anton Ordóñez, primer piloto; Alférez D. Antonio Sánchez Barranco, segundo
piloto; sargento D. Manuel Moure Álvarez, mecánico; cabo primera Ángel Maniega
Herrera, armero; y el comandante Sr. Álvarez Chas, pasajero, no han sido
hallados. Las operaciones de búsqueda prosiguen con intensidad».
(Como se puede
comprobar, se esconde la verdadera misión diciendo que el aparato partió de
Ifni hacia Las Palmas y que Álvarez Chas viajaba como «pasajero». El gobierno
seguía negando y no queriendo ver una realidad evidente).
Y mientras todo eso
ocurría, a nosotros nos seguían preparando para ser unos buenos soldados (léase
con tono de ironía). Otro ejemplo de la magnífica preparación que recibimos,
fue cuando nos mandaron a un pelotón, al mando de un sargento, acompañados por
cinco nativos y dos mulas, a hacer una acampada en la montaña de varios días.
En teoría, nuestra misión, y de eso me enteré más tarde, consistía en
establecer una «zona de reconocimiento» en el sector norte.
Como provisiones nos
dieron: una garrafa de aceite, unos paquetes de alubias, trozos de tocino, un
saco de chuscos de pan que ya estaban duros, y un poco de agua. Un rancho de lo
más adecuado para un sitio sin agua. También llevábamos 150 cartuchos para el
fusil y cuatro bombas de mano PO1 y otras cuatro PO2 (unas son ofensivas y las
otras defensivas). Por supuesto, una manta y la chilaba.
Anduvimos durante toda
la mañana dirección norte, por las montañas. Hasta que llegamos a lo alto de
una y los moros nos dijeron que era allí donde teníamos que acampar. Como si
nos dicen que es en cualquier otro sitio. Era una explanada en lo alto de la
cima de un monte. El sargento nos distribuyó en diferentes posiciones. No
sabíamos qué teníamos que hacer. El sargento sólo nos ordenó vigilar y estar en
silencio. Todos callados, mudos, pasamos la noche en vela hasta el amanecer.
Desayunamos (un chusco) y empezamos a cavar trincheras y un puesto para el fusil
ametrallador.
Allí estuvimos
varios días sin tener ni idea de qué hacíamos, aparte de cavar. El sargento era
poco comunicativo y sólo nos decía que teníamos que cavar y vigilar. «¿Vigilar,
qué, mi sargento?». «¡Lo que sea, cojones!», era toda nuestra comunicación.
Estaba de mala leche, aquello le gustaba menos que a nosotros.
Archivo Ángel Ruiz.
Los moros que nos
acompañaban no llevaban apenas nada de comida y a los dos días se les acabó.
Nosotros nos hartábamos de alubias con tocino y ellos nos miraban con cara de
hambre. El cerdo, galufo, como decían ellos, está prohibido en su dieta,
pero nosotros, sin decirles nada, llenábamos unos platos y los dejábamos tras
unas rocas, escondidos de todos. Cuando parecía que nadie los veía, iban tras
las rocas y se comían las alubias y el galufo. Nadie veía nada y nadie
sabía nada. Como agradecimiento, desde aquel día hicieron las guardias
nocturnas por nosotros. El sargento no acababa de fiarse de ellos, pero tampoco
se opuso. La verdad es que no hablamos nada con nuestros compañeros moros.
Todos eran veteranos de la guerra civil y ellos iban a lo suyo y nosotros a lo
nuestro, pero no nos dieron motivo para desconfiar. Al menos, aquellos.
Como única novedad
reseñable de nuestra excursión y acampada en la montaña, fue la del avión que
voló tan bajo que hasta pude leer las marcar de las gafas del piloto. En serio.
Hicieron varias pasadas por encima de nosotros. Pasamos algo de miedo, la
verdad, pues, aunque pueda parecer un disparate, todos estábamos convencidos de
que era un avión francés; lo que podía significar que habíamos sido localizados
y no sabíamos qué podía pasar. Digo que puede parecer un disparate porque, como
es sabido, Ifni estaba rodeado de territorio marroquí por todas partes menos la
que daba al mar, por lo tanto, aquel avión tenía que haber sobrevolado el
espacio aéreo de Marruecos, algo que los franceses querían evitar a toda costa.
No sé, entonces todo era muy extraño, pero ahora, con el paso del tiempo, mi
percepción no ha cambiado. Todo esto parece esperpéntico, y lo es. Todo era un
puro esperpento.
Apenas teníamos
descanso y, la verdad, parábamos poco en el cuartel. En una ocasión, el
teniente me ordenó que, junto a un compañero, acompañáramos a un sargento moro
de Marina a su cabila, situaba en lo alto de la montaña que hay justo enfrente
del cuartel de Tiradores. Por lo visto, teníamos que ayudarle a llevarse
algunas cosas. El moro llevaba dos borriquillos. Según nos dijo el teniente, en
la cabila sólo estaban su mujer y su suegra. Vamos, que les íbamos a hacer de
escoltas.
Me acompañaba el
Catalán, un soldado de mi escuadra. Así era cómo le llamábamos, aunque era de
Murcia. Vivía en el Barrio Chino de Barcelona y, según se comportaba, llevaba
una vida acorde al lugar donde residía.
Al llegar a la cabila,
las dos mujeres esperaban en la puerta de una casa. Una era una chica joven, la
esposa del moro. Al lado de la vivienda, vimos una sábana tendida secándose al
sol. Estaba manchada de sangre. Por lo visto, el moro se había casado con la
joven el día anterior y eso era la prueba de virginidad, de pureza, y formaba
parte del trato matrimonial. Seguramente el sargento, un hombre mayor, veterano
de la Guerra Civil, había comprado a la joven a cambio de algo de dinero o
algunas cabras y vacas.
El sargento enseguida
empezó a cargar a los burros de cosas. El Catalán y yo lo mirábamos hacer, en
ningún momento nos decía nada y no estábamos allí para ayudarle a cargar. Ante
nuestra sorpresa, vimos como cogía una azada y empezó a cavar en el suelo de
tierra de la vivienda. Sacó una orza llena de manteca de cabra. En el otro
extremo del habitáculo sacó otra vasija, pero ésta llena de billetes franceses
de diez mil francos. Pusimos los ojos como platos, como es natural. El Catalán
me miró, y enseguida le vi las intenciones. Me lo corroboró cuando me dijo
susurrando que le daba con el mosquetón en la cabeza y llenábamos las mochilas
de billetes. Yo le argumenté que si hacíamos eso nos fusilaban. Pero él
insistía y me dijo que podríamos decir que nos quiso quitar las armas. Me costó
lo mío convencerle de que nos podíamos buscar la ruina para toda la vida. Por
lo visto, a él le daba igual. Huérfano de padre y madre, acostumbrado a vivir
entre maleantes, le daba todo igual, hasta que lo fusilaran por esa acción. Ya
contaré cuando, durante la operación de liberación de Tagragra, me dijo de
pegarle un tiro a un prisionero alegando que quería huir.
El caso es que el
sargento moro cargó todos los utensilios que pudo y partimos todos juntos. Al
llegar a la ciudad, el moro y las dos mujeres se dirigieron al cuartel de
Marina. Nosotros nos fuimos al nuestro y le dimos novedades al teniente, o sea,
ninguna. Por prudencia me callé las intenciones de mi compañero.
Al poco tiempo, mandaron a dos secciones de mi compañía al
destacamento de Tagragra (Tiugsa)
Tiugsa.
Voy a tratar de hacer
una pequeña disección de cómo era aquel terreno donde teníamos situado el
destacamento.
Aquella zona era bastante
llana. Como punto estratégico era ideal, pues desde allí, con las
ametralladoras bien emplazadas, se controlaba todo el llano. El puesto era
bastante grande, cuadrado. Con una puerta central y en las dos esquinas
frontales dos torres cuadradas. Enfrente de la puerta central había un gran
árbol, un argán. Recuerdo que un compañero moro me explicó todo el proceso para
sacar el aceite. Sí, he dicho «compañero moro». También los había que se
mantuvieron fieles y yo tenía una buena amistad con él.
Allí también tuve la
suerte de conocer al sargento Luis Suárez Marrero. También a su mujer, Teresa
Lorenzo, y a sus cuatro hijos: África, Luis, Manuel y María Teresa (Maruchi).
Con ésta última conservo una buena amistad.
En una gran hondonada
había una fuente de agua dulce, algo raro, pues lo normal era que todas fueran
de agua salada. Allí se suministraba el agua para todas las cabilas de los
alrededores. A lo lejos, a unos tres o cuatro kilómetros, se divisaba una
especie de castillo solitario en aquel desierto africano. El compañero moro nos
comentó que aquel castillo pertenecía a un gran jeque. Tenía a un hijo
estudiando medicina en Inglaterra que precisamente fue allí a casarse. Y era
cierto, pues al día siguiente se celebró en el llano una gran fiesta con caballos.
Corrían de un lado a otro con los jinetes disparando sus fusiles y gritando,
como en las películas de indios. Mira que venir de Inglaterra a casarse a este
secarral. En fin.
Estando en Tagragra nos atacó el siroco procedente del desierto.
Un viento fuerte y candente que golpea con las partículas de arena como
aguijones de avispa. Se te clavaban en la carne como agujas al rojo vivo. Era
continuo, noche y día. Quemaba hasta el aliento. No sabíamos dónde meternos.
Durante el día íbamos a la fuente a por agua para mojar las mantas y tumbarnos
sobre ellas para poder descansar, pero no servía de nada, enseguida se secaban.
Por las noches nadie podía acercarse a la fuente, estaba prohibido, ni
españoles ni moros, por lo que apenas podíamos dormir. Cuatro días duró el
siroco.
Un pozo en Tagragra (sahara-news.webcindario.com)
En Tagragra estábamos
en continua alerta, pues ya se barruntaban movimientos de mucho personal por
allí y rara era la noche que no se oía una ráfaga de ametralladora. Pero a
pesar de eso y del siroco, fue donde mejor estuvimos, pues tener una fuente
cerca era un privilegio del que no disfrutamos en otras posiciones, en las que
apenas teníamos una cantimplora de agua por día para todas nuestras
necesidades. Siempre teníamos a dos hombres vigilando el manantial noche y día.
Nuestros mandos tenían miedo a que lo envenenaran. Allí también nos lavábamos,
siempre de dos en dos.
Hoy en día ya no queda
rastro del cuartel (más adelante explicaré cómo y por qué lo destruimos), y en
el solar ahora lo ocupa una mezquita. Es paradójico que cuando Rey Jaime I de
Aragón conquistó el reino y ciudad de Valencia, lo primero que hizo fue mandar
destruir todas las mezquitas y en los solares se edificaron las grandes
iglesias que tenemos en la capital; y ahora, los nativos han construido una
mezquita en el lugar que ocupaba el fuerte de Tagragra, símbolo de nuestro
dominio y de la fe católica en esas tierras.
Durante muchos años los
recuerdos que viví allí se guardaron en lo más profundo de mi mente, pero no
estaban olvidados. Sólo necesitaban un aliciente para florecer de nuevo. Eso me
ocurre cada vez que visito Ifni y voy a Tagragra. Y una de las cosas que recuerdo
es que cada noche salíamos de patrulla. Íbamos a los poblados cercanos y
entrábamos en las casas buscando armas o a cualquiera que tuviera pinta de
sospechoso. Siempre nos llevábamos a algún detenido. Cuando llegábamos lo
metían en el calabozo del cuerpo de guardia y allí lo interrogaban en busca de
información. Si alguno no colaboraba o no decía lo que nuestros oficiales
querían oír, éstos le daban una verga a un soldado para que golpease con ella
al prisionero. En una ocasión, y de eso fui testigo, un teniente, viendo que el
soldado golpeaba con poca fuerza, le arrebató la verga y empezó a golpearle con
ella con fuerza mientras le decía: «¡Así es cómo tienes que pegarle, no cómo tú
lo haces!». A los prisioneros que quedaban heridos, los sacábamos a rastras
fuera del cuartel hasta que venían sus familiares a llevárselos. A otros no los
vimos salir.
Como ya he ido
contando, las cosas estaban tensas. Vivíamos en una preguerra constante. Las
agresiones y sabotajes del Ejército de Liberación eran provocaciones en toda
regla a las que no podíamos responder. Nosotros, los soldados, apenas nos
enterábamos de nada y no teníamos conocimiento de toda la magnitud del asunto.
Eso no quiere decir que fuéramos del todo ajenos a lo que se cocía. «Radio
macuto» funcionaba a la perfección. Los soldados que trabajaban en las oficinas
del Estado Mayor o de asistentes de jefes y oficiales, eran una buena fuente de
información cuando teníamos la suerte de salir «de paseo» por la ciudad. Más o
menos estábamos al tanto de los acontecimientos. También nos enterábamos de
cosas caseras, como que cuatro paracaidistas se habían ahogado en la playa. O
que un legionario, en un bar de la calle Seis de Abril, sacó la pistola y mató
a tres parroquianos. Sabíamos que estábamos en estado de alerta, pero, como es
natural, no teníamos toda la información de la que sí disponía nuestros mandos.
Ellos, la mayoría veteranos de nuestra guerra y la División Azul, se morían de
ganas por darle caña al moro. No habían ganado una guerra para bajarse los
pantalones ante una pandilla de, según ellos, campesinos zarrapastrosos
desagradecidos.
En los meses previos al ataque del Ejército de Liberación, como he
explicado, solíamos salir de patrulla a los poblados del interior. A pesar del
estado prebélico, se suponía que los nativos no eran nuestros enemigos. Aun
así, nuestra actitud, la que nos ordenaban nuestros oficiales, no era pacífica.
En algunos casos era hasta agresiva y prepotente. Durante mucho tiempo y desde
mi ignorancia, estuve convencido de que todo aquello ocurrió por las
provocaciones a las que nuestros mandos sometían a los nativos sólo para coger
medallas. Yo no sabía nada de conferencias, de acuerdos internacionales, de
reivindicaciones territoriales, de protectorados ni nada de eso. Yo sabía lo
que veía y lo poco que oía. Y lo que veía era que durante aquellos meses, casi
cada noche, una sección de Tiradores se trasladaba a la cabilas donde se
suponía había concentraciones de guerrilleros. Las órdenes que llevábamos eran
muy estrictas: abrir fuego sobre cualquier cosa que se moviera. Sin
contemplaciones. Cuando llegábamos al poblado, nos situaban en posición de
abrir fuego y mandaban a los guías nativos a hablar con el jefe de la cabila
para que abrieran las puertas. Supongo que por miedo, algunos no las abrían y
trataban de huir saltando los muros y, siguiendo el principio de que cualquiera
que huye es sospechoso, encendíamos unos focos y eran tiro fijo por poco que
nos esforzáramos. Para suerte de ellos, las nulas prácticas de tiro que hicimos
y nuestro poco interés por hacer blanco, jugaron a su favor. Los hombres,
mujeres y niños saltaban por donde podían para huir de nuestros disparos. Huían
porque no querían caer prisioneros, pues, viendo cómo los tratábamos, seguro
que se esperaban lo peor si eso ocurría. Me da algo de reparo contar esto, pero
son cosas que están en mi mente y espero que nadie se moleste.
O sea, en aquel
entonces, yo estaba convencido de que todas estas acciones las hacíamos sólo
para que nuestros mandos buscaran sus estrellas (al año de estar en África ya
les regalaban una sólo por estar allí). Y, claro, un día sí y otro también, los
moros se hartaron y ahí comenzó el problema. Normal que se levantaran contra
nosotros, pensaba yo. Como digo, siempre he estado convencido de que los
guerrilleros nos atacaron porque se hartaron de nuestra manera de tratarlos.
Ahora, después de mucho tiempo, he aprendido muchas cosas y me he dado cuenta
de algunas. Cierto que fuimos los agredidos y que el Istiqlal y Mohamed V,
aparte de nuestro inoperante gobierno, fueron los que propiciaron la situación,
pero nuestra actitud de ejército de ocupación no ayudó a ganarse a los
baamaranis de los poblados del interior, los que en gran mayoría apoyaron a los
rebeldes. En Sidi Ifni, en cambio, donde la mayoría de los nativos vivían a
costa de los españoles, ya fuera trabajando para ellos o vendiéndoles cosas, el
apoyo era menor. Las mujeres de los oficiales, que en la vida civil ostentaban
el mismo rango que sus maridos en la vida militar, daban buena cuenta de las
pagas en los comercios locales. Para nada los mercaderes querían perder a su
gallina de los huevos de oro.
El caso es que, como
siempre, el pueblo llano y los soldados rasos son los que pagan los platos rotos.
Algunos definen a lo que ocurrió allí como «guerrita». Otros, creen que ni
siquiera llegó a eso. No sé, cada cual que piense lo que quiera. Yo sólo sé
que, aunque sea en muy pequeña escala, viví experiencias que me marcaron y que
no quiero ni imaginarme lo que ha de ser vivir una guerra de verdad.
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