Nota: Esta es la versión en línea y revisada del libro "Ángel Ruiz: recuerdos de un combatiente de Ifni" de Antolín Hernández, publicado en 2019.
SEPTIEMBRE 57
La «Guerra de agosto»
provocó la queja de la diplomacia española ante Rabat. Como es natural, Mohamed
V respondió que el Ejército de Liberación escapaba a su control. Desde
entonces, los refuerzos que tan insistentemente pedía Zamalloa fueron llegando
a la zona en la medida que la pobretona España, y por extensión su ejército, se
podía permitir. El gobernador quizás pensaba que por fin le hacían caso, pero,
en realidad, según parece, esos refuerzos fueron enviados por la inminente
reivindicación que Marruecos iba a hacer en los foros internacionales sobre
Ifni y el envenenado Protectorado Sur.
El País Tekna (www.wikipedia.com)
Mientras, Zamalloa
mantenía contactos con los franceses para una posible colaboración, aunque
hasta el momento, siempre se topaba con las reticencias de Madrid y todo
quedaba en simples reuniones diplomáticas (no olvidemos que Francia, además de
apoyar a la República durante la guerra, era una firme defensora del bloqueo
internacional a Franco). Hasta que, por fin, Franco autorizó que el gobernador
se entrevistara de forma oficial con el general Bourgund, máximo responsable
militar de París en el AOF, para hablar de algo más que del tiempo. En aquella
reunión, celebrada en Dakar, empezaron a sentarse las bases de la posible
colaboración de ambos países. Claro está, el Estado Mayor Central de Madrid
tendría la última palabra.
Y en esas estábamos
cuando Marruecos exigió los territorios de Ifni y el País Tekna o Protectorado
Sur. En Madrid acabaron, por fin, de convencerse de que todo formaba parte de
una sibilina estrategia elaborada por Mohamed V y que la guerra era inminente.
Ya no cabía más eso de echarle la culpa al comunismo, como venían haciendo
hasta entonces (en una carta enviada al entonces gobernador Pardo de Santayana,
Carrero Blanco le decía: «Hay que correr entre los indígenas la especie de
que El Fassi y sus hombres son unos malos musulmanes, que sirven a Rusia, que
es enemiga de dios y que son también traidores al Sultán y en general a los
musulmanes»).
Mientras, en el Sáhara,
los guerrilleros campaban a sus anchas, y en el Protectorado Sur casi se les
entregó el territorio. Recordemos que esa franja de terreno entre el paralelo
27º 40’ y el río Draa, llamada en su momento «zona de influencia española»,
nunca fue territorio dominado por los sultanes marroquíes. En el País Tekna se
le rezaba al sultán, pero no se le rendía pleitesía. Hasta se daba la paradoja
de que los nativos no se entendían con los recién llegados del Ejército de
Liberación, pues hablaban idiomas diferentes. Le íbamos a entregar a Marruecos
una franja de territorio que nunca le perteneció sólo por nuestra incapacidad
negociadora cuando los franceses nos impusieron el paralelo 27º 40’ cómo límite
fronterizo.
Carrero Blanco se lo
dejó claro a Pardo de Santayana: «En relación con la zona norte del Sáhara,
es decir, con la comprendida entre el Dráa y el paralelo 27º 40’, conviene
hacer la vista gorda en mayor proporción, por cuanto no nos interesa que Rabat
saque a relucir que esto es lo que estúpidamente dejaron nuestros antepasados
que se llamase en los Tratados “Zona Sur del Protectorado de Marruecos”».
OCTUBRE 57
Mientras los altos
mandos jugaban su partida de ajedrez, a la que éramos totalmente ajenos los
soldados, pues la mayoría ni sabíamos jugar, el día de San Francisco, el 5 de
octubre, ocurrió algo que no olvidaré en la vida: mi primera acción de combate.
Bueno, para ser sinceros, yo no combatí, sólo corrí, igual que el resto de mis
compañeros.
Algunos historiadores
dicen que aquello fue una misión de reconocimiento de las fuerzas guerrilleras.
Dos días antes, tres compañías reforzadas habían salido a reconocer la zona
entre Tangarfa y Tagüenza. No tuvieron el más mínimo incidente. Y el día cinco
enviaron otras dos, también reforzadas, a reconocer la zona del «vértice 871».
Una de ellas era la octava, la mía. Pero, por las órdenes que nos dieron
nuestros mandos y por la experiencia que viví, más bien se trataba de
«reactivar» el puesto de Tamucha, abandonado desde los sucesos de agosto. El
puesto fronterizo de Id Aisa no presentaba ninguna garantía, por lo que se
decidió establecer un punto defensivo en esa antigua fortaleza portuguesa.
Tres días antes
partimos todo el tabor hacia las montañas del noreste del territorio, en la
zona limítrofe con Marruecos. Fueron tres días de marcha cargados con todo el
equipo militar y las provisiones suficientes para cinco días. Teníamos que
racionalizar el agua, pues el terreno es muy seco y apenas hay fuentes naturales,
y de las pocas que hay, algunas son de agua salada. A mí se me acabó al segundo
día.
Archivo Ángel Ruiz.
Nuestros mandos,
guiados por los nativos que conocían el terreno, nos metieron por una vaguada
entre dos montañas. En lo alto de una de ella se divisaba la silueta de una
antigua fortaleza. Desde allí abajo no podíamos precisar si estaba ocupada o
no, pero eso era lo que parecía o, al menos, lo que nuestros mandos creían.
Estuvieron un buen rato mirándola con prismáticos y llegaron a esa conclusión.
Como digo, nuestra
misión era ocupar de nuevo Tamucha, y a ellos nos pusimos, por lo que empezamos
a subir la montaña. El terrero era muy agreste, lleno de grandes rocas,
tabaibas, cactus y arganes. Después de varios días de marcha, con sed y hambre,
no estábamos para muchas alegrías y enseguida empezamos a caer y resbalar.
Poco a poco y con mucho
esfuerzo íbamos ascendiendo, mirando sólo el terreno que pisábamos, con
cuidado. Ya estábamos llegando cuando de repente empezaron a dispararnos desde
todas partes. El susto fue tremendo, de esos que te dan un vuelco el corazón y
te quedas temblando, y paralizado. Nos estaban disparando a matar. A nosotros.
Incluso a morterazos. Disparaban desde la fortaleza y desde la montaña. Estaban
escondidos tras las rocas. En un momento pasamos del silencio de la montaña a
estar en medio de un paqueo infernal. No sabíamos dónde estaba el frente, pues
no había «frente», sino «todos los lados». Los disparos provenían de todas
partes, o sea, una emboscada en toda regla.
Yo no veía a mis mandos,
pero sí oí una cosa: al turuta tocando retirada. No me lo pensé y eché a correr
hacia abajo. Todos empezamos a correr hacia todos lados, pues nadie sabía dónde
estaba el enemigo y disparaban de todas partes. Fue un caos. Como he dicho, el
terreno era abrupto y escarpado y más de uno, con el afán de huir, tropezaba y
caías por barrancos de varios metros de altura. Oros, se tiraban directamente
para huir de quienes nos disparaban. Se oían gritos, lamentos, llantos. Yo no
paraba de correr. Estaba cagado de miedo. Tropecé con una piedra y me caí, me
levanté; tropecé con un compañero y los dos caímos, nos levantamos y
echamos a correr en direcciones opuestas.
Detrás oía los disparos
y los gritos. Corrí como creo no he vuelto a correr en mi vida. Corrí tanto que
me perdí. Todos nos perdimos. Nadie sabía dónde estaba el puesto de mando. Me
junté con dos compañeros y buscamos refugio en un lugar alejado y seguro. En el
fondo de una vaguada, vimos a un acemilero que sujetaba a una mula cargada de
cajas de municiones. El muchacho, al vernos, se nos puso a llorar rogando que
no lo dejáramos solo, pues no quería morir allí. Pesamos en refugiarnos en lo
alto de una montaña por eso de la ventaja del terreno elevado, pero los moros
estaban enfrente y podían vernos, por lo que optamos por permanecer agazapados
en la vaguada. Cuando anocheció, empezamos a subir. Era tan empinada que lo
mismo subíamos un metro y con un resbalón descendíamos dos. A la mula se le
resbalaron las cajas de munición hacia atrás y cayeron en medio de un gran
estropicio. Al menos, todo el que puede armar tres cajas de madera llenas de
balas rodando ladera abajo y una mula coceando y relinchando en medio de la
noche. Los moros empezaron a disparar de nuevo, pero esta vez duró poco. Como
es natural, no nos preocupamos por las cajas de munición que se quedaron allí.
Supongo que a los moros luego les fue muy bien.
Guerrilleros del Ejército de Liberación.
Ya en lo alto, buscamos
un escondrijo tras unas grandes rocas y allí pasamos la noche, hechos un
ovillo, todos juntos y sin decir ni pio. Tengo que reconocer que fue una acción
muy poco heroica, pero en mi descargo y en el de mis compañeros, he de decir
que, aparte de que éramos todos unos jóvenes sin apenas preparación militar,
resultaba muy desmoralizador ser acribillado sin saber de dónde provenían los
disparos. Los moros parecían lagartijas. Se escondían detrás de cada mata, de
cada piedra de cualquier accidente del terreno que pudieran aprovechar. Sabían
muy bien hacer la guerra de guerrilla. Además, las balas silbaban como si
fueran cohetes de feria y eso acojonaba mucho. Encima, los muy canallas
marcaban las puntas de las balas para que explotasen. O sea, que es natural que
en nuestro primer contacto con el enemigo saliéramos por patas.
Al día siguiente, bien
temprano, a lo lejos oímos un cornetín. Pero claro, no sabíamos si era de los
nuestros o una treta de los moros, por lo que no nos atrevíamos a salir, ni
siquiera a asomar la cabeza. Y, por lo visto, no éramos los únicos. Tardaron
bastante en reunir a todos. Nosotros, no llegamos hasta las dos del mediodía.
Hasta bien entrada la tarde no nos mandaron formar para contar las bajas. Por
suerte, la mayoría fue fruto de las caídas, brazos y piernas rotos, no de los
disparos. Eso sí, a algunos alcanzaron: a un compañero mío, un tiro le entró
por la espalda y le salió por el costado. Cuando le alcanzaron, según me
contaron, se quedó quieto como una estatua, y luego se desplomó sin decir ni
una palabra, no tuvo fuerzas ni para quejarse. Por suerte, sólo le hirieron y
se pudo recuperar. Fue uno de los cuatro heridos por disparos que tuvimos.
Ya he reconocido que
pasé miedo y que fue una acción muy poco heroica por nuestra parte; pero como
digo eso también digo que luego, cuando hubo que dar la cara, nos comportamos
como auténticos soldados. No fuimos héroes. Luchábamos por nuestra patria, por
nuestros compañeros o simplemente por salvar la vida; cada uno tendría sus
motivaciones. Dejados de la mano de Dios. Desatendidos, con armas que eran más
peligrosas para nosotros que para el enemigo. Muertos de hambre y de sed,
comidos por las pulgas. Con más pinta de pordioseros que de soldados. Sin
embargo y pese a todo, ahí estuvimos cuando hizo falta. Muchos compañeros no
volvieron. Ellos, quizás, sí fueron los verdaderos héroes.
Continuó con la
narración: Volvimos al cuartel con el rabo entre las piernas. Poco después, una
compañía del IV Tabor fue destinada a Tiugsá como refuerzo de la zona, y una de
sus secciones destacada como guarnición a aquella fortaleza en ruinas. Luego,
entre los días 24 y 25 de noviembre, fue tomada de nuevo por los rebeldes,
causando muertos, heridos y desaparecidos.
Recientemente, en un
viaje que hice a Ifni junto a mi esposa, el guía nos dijo que nos iba a llevar
a ver una fortaleza «francesa» donde, según él, están enterrados los cuerpos de
sesenta soldados franceses (no lo puedo asegurar). Eso me despistó. En un
todoterreno nos condujo hasta ella y, al llegar, comprobé que era la misma
donde ocurrieron los hechos que acabo de narrar. Al principio no la reconocí,
pues estaba bastante restaurada y al cuidado de una ciudadana francesa (quizás
por eso el guía pensaba que la fortaleza era francesa, no portuguesa), pero
enseguida me di cuenta de que era la misma. Aún conservaba los nidos de
ametralladora desde los que nos dispararon. Cincuenta años después, por fin y
en tiempo de paz, con la ayuda de mi esposa, pude «tomar» la fortaleza de
Tamucha.
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