Nota: Esta es la versión en línea y revisada del libro "Ángel Ruiz: recuerdos de un combatiente de Ifni" de Antolín Hernández, publicado en 2019.
NOVIEMBRE 57
A principio de
noviembre empezaron a llegar al AOE los refuerzos tan esperados por Zamalloa.
La falta de un puerto no facilitaba la labor. Además, la Armada
era tal vez el cuerpo que disponía de más piezas de museo. Algún buque, incluso,
había participado en el desembarco de Alhucemas (1925). Su buque insignia era
el crucero Canarias, botado en 1931. Se tuvo que recurrir a naves de combate o
civiles para el transporte de la tropa. Aún recuerdo el viaje que hicimos
nosotros en el Fuerteventura, apiñados en espacios cerrados, sin ventilación, y
oliendo los vómitos y otros olores que desprendían ciento de cuerpos en un
espacio tan reducido. A todo eso se añadía el problema del desembarco. En Ifni,
los barcos no se podían acercar a menos de una milla de la costa debido a la
orografía del fondo marino y, por la falta de medios anfibios (dos barcazas de
desembarco), tenían que esperar a que el mar estuviera en condiciones. A veces,
durante días o semanas. Cuando por fin se podía, los cárabos (barcas de los
nativos), se encargaban de desembarcar a la tropa. Como ejemplo, decir que se
tardó diecinueve días en desembarcar la I Bandera Paracaidista.
Fotografía expuesta en la exposició «Ifni: la mili de los catalanes en África».
El caso es que iban
acumulando efectivos. En noviembre, en Ifni estábamos el II y IV Tabor del Grupo
de Tiradores de Ifni nº 1, la II Bandera Paracaidista, el Grupo de Artillería a
Lomo nº 1 y el Grupo de Policía. Además de elementos de Transmisiones, Sanidad,
Presidencia, Marina y Aire. En total unos 2.773 europeos y 946 nativos. Muchos,
dispersos por los puestos del interior.
Esas eran las fuerzas
con las que contábamos para enfrentarnos a unos cinco o seis mil guerrilleros.
La cuenta atrás había
comenzado.
Entonces se conjugaron
una serie de circunstancias que, por raro que parezca, jugaron a nuestro favor.
Por una parte, se recibió un comunicado cifrado francés en el que se advertía
de un ataque generalizado sobre Ifni. En un principio, como era habitual, no se
tomó muy en cuenta. Fieles a nuestros principios, teníamos que verlo para
creerlo, y la noticia se confirmó cuando llegaron informes que indicaban que
unos dos mil hombres del Ejército de Liberación habían abandonado sus lugares
de concentración con rumbo desconocido. Por otra parte, se sabía que el
Ejército de Liberación estaba convocando a los baamaranis en el Zoco el Jemi,
en Marruecos, para entregarles armas (por ahí he leído que fue gracias al
Servicio de Información español. Algo del todo imposible, pues tal «servicio»
no existía). Por si fuera poco, un asistente nativo se enteró del día y la hora
exacta del ataque: las 06:00 horas de la mañana del día 23 de noviembre. El
asistente se lo contó a su superior, el capitán Rosaleny, que servía en
Tiradores. Como es natural, el oficial tardó poco en acudir a Zamalloa. Pero la
guinda del pastel fue que, el día 21, Remigio Pagán, dueño del hotel España de
Sidi Ifni, fue retenido en Mirleft, puesto fronterizo marroquí en el norte de
Ifni, cuando regresaba a la ciudad con su familia. Allí, los guerrilleros
habían suplido a los policías de frontera marroquíes y detuvieron el vehículo
obligando a bajarse a la asustada familia. A Remigio Pagán le extrañó el gran
movimiento de gente armada, la mayoría con vestimenta militar, pero no del
ejército marroquí. Retuvieron a la familia durante toda la noche, y al día
siguiente les dejaron continuar el camino. El matrimonio y sus hijos (uno de
ellos fue el que me contó lo ocurrido; es decir, esta narración está basada en
un testimonio en primera persona) volvieron a subirse a su auto, un Pontiac, y
antes de pasar el límite fronterizo (marcado por el uad seco de un
torrente), de entre los cañaverales surgieron un grupo de gente armada que
detuvo de nuevo el vehículo. Remigio, un poco cansado ya de tantas detenciones,
bajó la ventanilla y enseguida se encontró con una pistola apuntándole a la
cabeza. El portador les apremiaba a que se bajasen del Pontiac. Como es
natural, la mujer y los hijos del hotelero se asustaron, pero Remigio no. Con
mucha sangre fría agarró el cañón de la pistola y obligó al asaltante a que la
bajara a la vez que le decía: «Baja eso, que en manos de un cobarde no sirve
para nada». Su mujer, nerviosa, le gritó: «¡Pero qué haces!». Remigio, sin
alterarse, le dijo: «¿No sabes quién es? Este es Bachir, el taxista».
Efectivamente, el asaltante había sido taxista en Sidi Ifni, pero la policía le
requisó el taxi por ser sospechoso de colaborar con el Ejército de Liberación,
como estaba demostrando en esos momentos. Por lo visto, Bachir estaba
recuperando el vehículo perdido. El caso es que la familia abandonó el Pontiac
y Remigio vio desesperado como se lo llevaban.
Desde Tabelcut, en el
lado español de la frontera, el teniente Soto de la policía estaba siendo
testigo impotente de lo que estaba ocurriendo. Tenía órdenes de no actuar en
territorio marroquí y no podía hacer nada. Esperó a que la familia cruzara la
línea fronteriza y acudió en su ayuda en una moto con sidecar. Cuando el
matrimonio y sus hijos estuvieron a salvo en el puesto fronterizo español, Soto
llamó al Estado Mayor contando todo lo que Remigio había visto.
Además de todo esto,
Alí Boaída, un notable baamarani de la ciudad, dueño de la mejor tienda, huyó
la tarde de día 22 con toda su familia a Agadir. Sabiendo lo que iba a pasar,
tomó las de Villadiego (más tarde, cuando se entregó el Protectorado Sur, fue
nombrado por el rey marroquí primer gobernador de Tarfaya. Porque lo que aún no
he dicho es que Mohamed V pasó de sultán a rey. Quizás pensó que «monarquía»
sonaba más europeo y moderno que «sultanato»).
La cosa estaba clara:
el Ejército de Liberación se estaba preparando. El ataque era inminente.
Gracias a este cúmulo
de cosas, Zamalloa pudo preparar el plan defensivo.
Aquella misma noche, la
del 22, el general transmitió a los puestos del interior un mensaje de alerta
en el que comunicaba que a partir de esa noche se preveía la posibilidad, «aunque
sea remota», de que los guerrilleros atacaran Ifni.
También preparó la
defensa de la ciudad: El Grupo de Tiradores, más una sección de paracaidistas
de la II Bandera, se encargarían de la defensa exterior. Mientras que la
policía y los artilleros vigilarían la ciudad. El resto de paracaidistas, más
la unidad de automóviles, quedarían concentrados para prestar auxilio si era
necesario.
Pero, como buenos
españoles, en algo teníamos que dar la nota: aquella misma noche los oficiales
del Grupo de Tiradores estaban en el Casino, su feudo privado, celebrando la
despedida de soltero de uno de ellos. El general en persona tuvo que dar la
orden de suspenderla para que todos acudieran a sus puestos.
Los guerrilleros se
iban a encontrar con un contratiempo que no esperaban. Su plan era sencillo,
sabotear el polvorín y los depósitos de combustible, esperar a que la población
nativa se rebelarse y, lo más espeluznante: unos doscientos elementos rebeldes
se infiltrarían en la ciudad y, conocedores de los domicilios de los oficiales
españoles, los degollarían en sus casas o cuando acudieran a sus puestos. Con
eso descabezarían a nuestras fuerzas que, sin mandos que las dirigiesen, serían
(seriamos) presa fácil de los asaltantes y la turba exaltada. Como se ve, nos
libramos de una buena, pues la escabechina hubiera sido de las que marcan
época. Muchos la comparan con el desastre de Annual. Incluso, en un ejercicio
de ciencia ficción, dicen que, de haber ocurrido así, quizás hubiera sido el
fin político de Franco. Aunque divagar sobre eso ahora, como dice mi amigo
Manuel Jorques, no tiene sentido. La reflexión que hay que hacerse, la que era
factible, no una quimera, es qué hubiera ocurrido con las familias de los
oficiales si los guerrilleros entraban en sus casas para cortarles el cuello.
¿Hubieran respetado a las mujeres y niños? Y, por extensión, ¿qué hubiera
pasado con todos nosotros?
La ciudad, nosotros y,
quizás, Franco, se salvó por el chivatazo o lealtad, según se mire, de un
asistente moro. Ese Servicio de Información al que aluden algunos se cubrió de
gloria. Aunque, como he dicho, antes hubiera sido necesario que existiera ese
Servicio de Información. Los moros lo sabían todo de nosotros, pero nosotros
nada de ellos. Los guerrilleros tenían informantes infiltrados en los
cuarteles, en las oficinas, en el zoco; incluso en las alcobas de los
oficiales. Conocían sus domicilios y sus costumbres.
Por cierto, al
asistente del capitán Rosaleny, para evitar represalias, lo trasladaron a
Canarias y allí se jubiló como capitán. Hay que reconocer que se lo había
ganado. Nunca se supo su nombre. Aquel hombre salvó la vida de mucha gente. No
hubiera estado mal un homenaje, aunque fuera póstumo.
Aquella noche los
mandos reunieron al II y IV Tabor en el patio del cuartel con todo el equipo de
combate. Recordemos que el I estaba formado por nativos y se les desarmó para
evitar males mayores, como por ejemplo que ellos y su armamento pasaran a
engrosar las filas de los guerrilleros. El III Tabor estaba en el Sáhara. Se
tocó una generala silenciosa a la que acudieron, incluso, los rebajados de
servicio.
No sabíamos que la cosa
ya estaba a punto de caramelo, pero enseguida nos dimos cuenta de que algo
pasaba porque los sargentos, los mismos que te soltaban un guantazo sólo porque
les salía de los cojones (había uno que nos pedía que nos agacháramos para
poder arrearnos bien), en esa ocasión se dirigían a nosotros con buenas
palabras, con un tono casi paternal. Nos ordenaron estar preparados en todo
momento, pues había rumores de que quizás guerrilleros musulmanes atacaba la
ciudad.
La defensa de Sidi Ifni (mapa de elaboración propia a partir de imagen de Google Earth)
Sobre las diez de la noche dos compañías de fusiles del II Tabor,
una de ellas la mía, fueron desplegadas por la zona de la cota 220 y el monte
Gurram, que cerraba el camino de acceso a Sidi Ifni desde Tabelcut; así como el
campo de aviación, monte Bulaalam y laderas de la parte noroeste, con lo que se
cerraba el acceso norte a la ciudad.
Ya no éramos reclutas y
teníamos cierta experiencia de combate. A pesar de eso, todos estábamos
intranquilos. Nos pasamos la noche alerta en nuestras posiciones sin poder
fumar y ni casi hablar. En cualquier momento podían aparecer los guerrilleros.
Pero ahora no nos iban a pillar al descubierto subiendo una montaña. Ahora
éramos nosotros quienes les esperábamos a ellos refugiados en nuestras
trincheras y puestos de tirador. Contábamos con el apoyo de morteros y armas
pesadas. Se iban a enterar. Aunque ya he dicho que en los meses anteriores
vivíamos una situación de preguerra, hasta aquella noche no tuvimos la
sensación de que aquello iba realmente en serio. Se nos hizo la noche muy larga
agazapados en nuestros puestos.
Yo, con el corazón
latiéndome con fuerza, aguantaba con firmeza mi fusil y esperaba que no me
fallase. Todo apuntaba a que íbamos a entrar en combate y no lo íbamos a hacer
en las mejores condiciones. Creo que ya se ha comprendido la precariedad del
ejército español de la época y de los medios con los que contábamos. Mi primer
fusil fue un modelo de 1916 de 7mm., chatarra pura (luego lo cambiaron por un
modelo más moderno de 7’92mm.). También teníamos el subfusil Coruña, más
conocido como «naranjero» y el Z-45. El primero era un arma poco fiable, pero
el segundo era una buena arma. Menos mal que teníamos el fusil ametrallador FAO
(Fábrica de Armas Oviedo) de 7’92mm, que iba muy bien como fuego de apoyo. Cada
pelotón disponía de al menos uno. Como contrapartida, como arma pesada teníamos
las Hotchkiss usada en los campos de batalla de nuestra guerra civil. También,
como arma de apoyo, disponíamos de morteros de 50mm., aunque eran muy propensos
a estropearse debido a su antigüedad. Nos entregaron otros de 81mm, pero los
servidores apenas tuvieron tiempo de hacer una práctica y cuando llegó el momento
de usarlos era cuestión de suerte acertar o no. Pero lo peor de todo eran las
granadas de mano. Solo servían para hacer ruido. Las Breda, PO1 y PO2 eran
piezas de museo de la guerra civil y fallaban continuamente. Las teníamos que
desmontar, calibrar y volver a montar si queríamos que tuvieran algún efecto.
Eso sin hablar de lo peligroso que era llevar esas bombas en nuestros macutos.
Paracaídas usado en Ifni expuesto en la exposición «Ifni: la mili de los catalanes en África»
Y qué decir de los paracaidistas, la más moderna de nuestras
unidades y tropa de élite. Ellos no estaban mucho mejor que nosotros. Una
unidad pensada para el ataque fulgurante y sorprender al enemigo, no podía
desplegar todo su potencial por falta de transporte aéreo, lo que les obligaba
a luchar como una unidad convencional de infantería. Con el agravante de que
tenían que transportar el material en mulos, (sí, como en la Guerra Civil), por
lo que perdían toda su identidad basada en la rapidez. La precariedad les
afectaba hasta el punto de que tenían los paracaídas contados: si se estropeaba
o perdía uno, era un hombre menos en el salto. Después del primer salto de
guerra que realizaron (en Tiliuin), algunos tuvieron que regresar bajo el fuego
enemigo a recuperar sus paracaídas. Incluso, ante la falta de calzado adecuado,
les dieron la libertad de proveerse ellos mismos en los comercios de Ifni. En
armamento tampoco andaban muy bien, y ya no digamos en el número de munición
por hombre (se ha calculado que, contado todos los proyectiles disponibles en
Ifni y la Península, a cada soldado nos correspondían 288 balas). El colmo del
ridículo era que los paracaidistas tenían cuatro cañones sin retroceso… y
cuatro proyectiles, o sea, uno por pieza. Y esto lo cuenta Alfredo Bosque Coma,
un gran experto en el tema. Hay que joderse.
Más adelante se les
facilitó material más adecuado, como los modernos CETMEN, pero en esos momentos
era lo que había; y con ese material íbamos a librar una guerra.
Ataques del Ejército de Liberación.
A las cuatro de la mañana cortaron las
comunicaciones telefónicas con los puestos de interior. Tan sólo los que
disponían de radio podían comunicarse, o sea: el Zoco de Arbaa El Mesti, Telata
de Isbuia, Tenin de Ame-lu, Tiugsá y Tiliuin. Del resto no se supo nada más.
Serían las cinco y
media cuando en los arrabales de la ciudad empezaron a oírse disparos. Hay
versiones contradictorias, pero parece ser que un paracaidista que custodiaba
el polvorín dio el alto a un moro que se acercaba con un borrico. Detrás,
distinguió dos sombras más. Al darles el alto, los moros empezaron a disparar y
se inició un tiroteo en el que cayó herido un artillero que defendía el
polvorín, moriría horas más tarde. A la refriega acudieron la policía y una
escuadra de paracaidistas. Los guerrilleros arreciaron el fuego y se llegó a
luchar cuerpo a cuerpo. Los agresores, al verse sorprendidos, huyeron dejando
atrás un paracaidista muerto y dos heridos. También a un policía herido además
del centinela del polvorín que, como se ha dicho, murió horas después. Eran los
primeros caídos en lo que, por fin, ya se podía considerar la «guerra de Ifni».
Al amanecer nos tocó a
nosotros. Los guerrilleros, algo desconcertados porque ni había estallado el
polvorín ni la población nativa se había levantado contra nosotros (además de
no lograr la escabechina entre los oficiales), atacaron en masa por el norte.
Allí los contuvimos y los rechazamos. Les ocasionamos varios muertos y heridos.
También capturamos prisioneros, entre ellos, dos mujeres.
Los contuvimos y
rechazamos, la ciudad, de momento, se había salvado. En lo personal, tengo que
lamentar el haber visto caer muerto al primer compañero. Era un muchacho
catalán que, inconscientemente, asomó el cuerpo fuera de su pozo de tirador y
fue alcanzado en el pecho. Se desplomó como un saco de patatas. Entonces y sólo
entonces, fui realmente consciente de que nos iba la vida en aquello.
¿Y qué sucedió en los puestos del interior? Pues que la mayoría de
ellos cayeron aquella misma noche y otros aguantaron el envite. Algunos apenas
estaban defendidos por unos pocos policía nativos (dos o tres en algunos casos)
que a las primeras de cambio desertaron o se pasaron al enemigo (en otros
puestos respondieron con lealtad), no tenían muchas más opciones. Uno de ellos
era el puesto fronterizo de Tabelcut. En él prestaban servicio cinco policías
europeos, entre ellos mi amigo Alfonso Alsua, del que ya he contado que participó en el primer
combate de agosto, y cuatro nativos, además de un soldado de transmisiones. Al mando
estaba el teniente Felipe Soto. Allí también vivía el cabo 1º de la Guardia
Civil, Juan Rubio Martos, encargado del puesto fronterizo, con su mujer y dos
hijos pequeños de dos y cuatro años. Tabelcut, por su proximidad con Mirleft,
donde Remigio Pagán había detectado una gran presencia de gente armada, fue de
los primeros puestos en recibir el ataque. En un principio, oficialmente se
dieron a todos por desaparecidos, y así constaba en las listas de baja. Más
tarde, cuando se supo que habían estado varios meses prisioneros, los voceros
oficiales, quizás para tapar las vergüenzas del régimen, escribieron que se
rindieron a las primeras de cambio. La realidad fue otra. De nuevo, por suerte
aún hay gente que puede contar la verdad.
Puesto fronterizo de Tabelcut.
En cuanto recibieron el
ataque de un centenar de guerrilleros, se asignaron los puestos para la
defensa. Con pocas municiones y armas obsoletas. De los policías nativos,
aunque se mantuvieron fieles, poco se podía esperar, por lo que prescindieron
de ellos. Con poca munición y poco alimento, resistieron durante tres días. La
mayor preocupación de los asediados era garantizar la seguridad de la esposa
del guardia civil y sus dos hijos. El día 26 se acercó un hombre con bandera
blanca. Se presentó como el caid de Tiznit, que decía actuar en nombre del rey
Mohamed V. Teniendo en cuenta la amistad de ambos países, les ofrecía hacerse
cargo de ellos para, así, evitar su sufrimiento y el de la mujer y los niños.
Le dijo al teniente Soto que se haría cargo de la mujer de Rubio y sus dos
hijos hasta trasladarlos de forma segura hasta Málaga. Al resto de la
guarnición del puesto se les garantizaba derecho de tránsito hasta Ceuta.
Incluso, podían llevarse la bandera y foto del Caudillo. Antes esas
condiciones, el teniente Soto accedió a entregar el puesto. Custodiados por el
caid y policías marroquíes, fueron trasladados hasta Mirleft. Allí pasaron un
día, y cuando iban a ser trasladados de nuevo, un grupo de unos diez
guerrilleros irrumpieron para meterlos en una furgoneta y llevárselos con
destino a Agadir. Empezó un cautiverio de año y medio.
Mohamed V saludando a los prisioneros liberados. En el círculo, Alfonso Alsua.
El comandante Mena, jefe
del Grupo de Policía de Ifni, el 13 de diciembre les envió una carta a los
padres de mi amigo Alfonso en la que decía que su hijo desapareció el día 23 de
noviembre. También que se tenía constancia, por «emisoras extranjeras», que se
encontraba en Marruecos en calidad de
prisionero y que cuando tuvieran noticias fidedignas sería comunicado a la
mayor brevedad. Por lo visto, nunca tuvieron «noticias fidedignas» o nunca
hicieron nada por tenerlas. De lo contrario, no se explica que los dejaran
tanto tiempo en manos del enemigo. Fueron liberados en abril de 1958 gracias a
que un francés con el que compartieron
cautiverio, al ser puesto en libertad, anunció que con él había unos cuarenta
españoles. Ya era público, por lo que el gobierno casi se
vio obligado a reclamar su liberación. La entrega se hizo en medio de una
ceremonia vergonzosa y humillante para los prisioneros. Otro bochorno más para
apuntarle al gobierno de entonces.
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