Nota: Esta es la versión en línea y revisada del libro "Ángel Ruiz: recuerdos de un combatiente de Ifni" de Antolín Hernández, publicado en 2019.
OPERACIÓN GENTO
Ángel Ruiz con el uniforme de Tiradores de Ifni (Archivo Ángel Ruiz)
No había tregua. Durante la primera semana
la actividad en el Cuartel General de Ifni era frenética. Zamalloa seguro que
ni dormía. En Madrid tenían prisa por acabar con aquello cuanto antes para así
correr un tupido velo y que no se hablase más del asunto. Aún quedaban por
liberar los puestos de Tiugsa y Tenín de Amel-lu y había que ponerse a ello.
Sin tiempo para sacar conclusiones de la Operación Netol (aún no había acabado)
y corregir errores, se puso en marcha la Operación Gento. El Estado Mayor no
había aprendido la lección. Pero los soldados, muchos de ellos chavales de
dieciocho años recién llegados sin apenas preparación, sí sacaron conclusiones.
Aprendieron qué clase de enemigo era el Ejército de Liberación: un enemigo
escurridizo, que se movía por el terreno como las lagartijas y que aplicaban
las tácticas de guerrilla al pie de la letra: golpear y desaparecer. Algo que
algunos ya habíamos comprobado e íbamos a comprobar de nuevo. Esta vez de forma
mucho más contundente (su táctica era sencilla y perfecta: esperaban, a veces
con varios días de antelación, en lugares perfectamente escogidos que les
facilitase la posterior huida hasta el lugar de reagrupamiento. Cuando
llegábamos a sus puestos de tirador sólo encontrábamos paquetes de tabaco
vacíos y restos de comida). Las prisas con las que se organizó la operación,
sin aún haber acabado la Netol, hicieron que, de nuevo, se reiterara en los
errores. Seguro que Zamalloa lo tenía claro, pero las órdenes venían de Madrid
y sólo le quedaba obedecer. Esa precipitación fue la que nos metió en los
combates más duros de aquella no-guerra y nos costó el mayor número de bajas
(en Ifni, en el Sáhara aún quedaba el desastre de Edchera)
Como digo, el plan de
operaciones de la Operación Gento consistía en liberar los puestos de Tiugsa y
Tenin del Amel-lu.
En ella, íbamos a
participar el II Tabor del Grupo de Tiradores de Ifni, la II Bandera
Paracaidista (la que no participó en la Operación Netol por suspenderse su
salto), disminuida en una compañía (la 7ª, la que previamente saltó en Tiliuin),
una compañía de fusiles del Regimiento Soria 9 y una sección de morteros de esa
misma unidad. Además de elementos de transmisiones y sanitarios. Al mando
estaba el teniente coronel Ignacio Crespo del Castillo. La premisa principal
era la velocidad (como se sabe, Gento era un veloz extremo del Real Madrid.
Para mí, que había algo de recochineo). El objetivo, o sea, liberar los puestos
y regresar a la ciudad, se tenía en cumplir a lo sumo en cuarenta y ocho horas.
Por ese motivo, aunque el avance inicial sería conjunto, en cierto punto se
dividiría en dos columnas para dirigirse cada una a un objetivo. Esto no le
gustó a nuestros mandos, pues sabían que no era aconsejable dividir las fuerzas
en un terreno en el que no se tiene la menor idea del potencial del enemigo ni
dónde está. Como así se reconocía en la Orden de Operación entregada al jefe de
la expedición.
Teníamos que tener
apoyo aéreo, pero los cuatro aviones preparados (es un decir) para tal menester
se quedaron en tierra porque el tiempo no aconsejaba volar con aquellos
cacharros. Esos aparatos seguirían órdenes de Sidi Ifni, no del comandante de
la Agrupación, que era el que verdaderamente sabía lo que se cocía sobre el
terreno.
Como digo, la idea
principal era la rapidez, así lo exigía el Estado Mayor Central de Madrid. Nos
suministraron víveres (un par de latas de sardinas, dos chuscos de pan y un
poco de agua) para dos días. Lo malo es que lo que iba a durar dos días en
realidad duró el doble. Como digo, de nuevo se repitieron errores: por un lado,
una mezcla de menosprecio del enemigo e ignorancia de sus fuerzas. Por otro,
sólo se disponía de tres radios de 15w para toda la columna (dos de ellas para
los paracaidistas). Y, lo más absurdo: el material se iba a transportar en
mulos. O sea, pedían rapidez y, como en la Netol, teníamos que avanzar al paso
cansino de las tozudas bestias de carga. Animales con más mili que Cascorro,
resabiados, difíciles de dominar. Los paracaidistas no tenían ninguna
experiencia en el trato con esos animales, y algunos lo pagaron caro.
Día 5:
Partimos al amanecer desde
la Fuente de las Palmeras, a las afueras de Sidi Ifni. Tengo que reconocer que
al ver a tantos soldados juntos y, sobre todo, a los paracaidistas con sus
trajes nuevos, sus armas nuevas y sus cascos de soldado americano, nos venimos
un poco arriba. Se iban a enterar los rebeldes.
Como es natural,
nosotros no sabíamos el alcance de la operación. Sabíamos que nuestros
compañeros del IV Tabor habían partido cuatro días antes en otra misión (la
Netol). Algunos pensaban que lo que íbamos a hacer era recuperar el territorio
perdido. Que, por fin, le íbamos a dar caña al moro. Lo que no nos imaginábamos
era que en realidad íbamos a rescatar a los asediados y volver con ellos a Sidi
Ifni. Vamos, que ni por asomo creíamos que nuestros mandos ya habían dado la
mayor parte del territorio por perdido.
Partimos con buen ánimo. Las primeras horas aquello era como una
agradable excursión por la montaña. Llovió un poco, lo que embarró el terreno,
pero pronto dejó de hacerlo. De los guerrilleros no había ni rastro. Pensábamos
que ya estarían corriendo hacia sus cabilas al ver semejante despliegue. Pero
era difícil un avance conjunto en un terreno abrupto y con un pésimo sistema de
comunicaciones, por lo que pronto perdimos de vista a los paracaidistas. La sexta
compañía de la II Bandera, la que avanzaba en vanguardia, quizás por las
prisas, bajó la guardia. Nadie podía pensar que iba a pasar lo que pasó. ¿Y qué
pasó? Pues que los guerrilleros, lejos de correr como conejos, lo que les
hubiéramos agradecido, nos prepararon una emboscada en toda regla: nos
esperaban a la altura de Alat Ida Usugun, justo el lugar donde se tenía que
dividir la columna.
Mapa del desarrollo de la Operación Gento (Elaboración propia a partir imagen Google Earth)
Hay un dicho militar
que dice: «Cualquier plan de combate no sobrevive al contacto con el enemigo».
Y allí cobró todo su significado. Los primeros en recibir fueron los
paracaidistas, que se quedaron clavados en el terreno sin posibilidad de
avanzar. Les siguieron los del Soria 9, que tenían la orden de seguir avanzando
sin hacer casos a los combates que se pudieran producir a su alrededor. Los
pobres chavales, que habían llegado apenas cinco días antes, casi sin poder
deshacer el petate se vieron metidos de lleno en un follón de mucho cuidado. Ni
sabían de dónde les venían los tiros. Luego les seguimos nosotros. En pocos
minutos toda la columna estaba sometida a un intenso fuego que nos dejó
clavados sobre el terreno. Ni podíamos levantar la cabeza, si a alguno se le
ocurría asomar el cuerpo era tiro fijo. Nos paqueaban a placer bien
parapetados. No podíamos repeler el ataque porque no teníamos ni idea de dónde
estaban y nadie estaba dispuesto a asomar la cabeza para averiguarlo. Es decir,
aquello ni siquiera era un combate, sino un «tiro al español» en toda regla.
Para trasmitir las órdenes, al carecer de aparatos de radio, se usaban enlaces
que recorrían las diferentes posiciones. Tal como se hacía en la Guerra Civil.
En retaguardia, la 10ª compañía paracaidista, la de máquinas, al percatarse de
la situación, trató de apoyar a la vanguardia con fuego de mortero. Pero,
claro, antes tenían que descárgalos de los mulos, que no lo ponían fácil,
montar los trípodes, bases y tubos. Todo eso requería su tiempo. Para colmo, al
no tener referencias visuales, tenían que disparar los morteros «de oídas».
Se vivieron situaciones
dramáticas. Los moros empezaron a disparar a los mulos, y estos se
encabritaron. Se corría el riesgo de perder una de las radios. Un joven
paracaidista acudió a sujetar el mulo y recibió un disparo en el estómago.
Murió a los pocos segundos. Una muestra más de lo patético que fue aquello: un
soldado de élite dando su vida por evitar que un mulo se desboque.
O sea, que a las
primeras de cambio todo el plan inicial se fue al garete (aproximadamente cinco
horas duró). Incapaces de superar aquello, el jefe de la columna se vio
obligado a dar la orden de repliegue sobre Alat Ida Usugun para reagruparnos y establecer
una línea de defensa en condiciones, dejando para mejor ocasión lo de avanzar.
La operación empezó a pagar las prisas con las que se concibió y se atascó a
las primeras de cambio: no aguantó el primer contacto con el enemigo, al que se
le suponía batido y bajo de moral por no haber podido conseguir sus objetivos
iniciales.
Era necesario
replegarse y solicitar refuerzos. El parte de bajas de ese primer día, entre
muertos y heridos, fue de veintitrés soldados. Veintitrés jóvenes que ni
siquiera sabían por qué estaban luchando.
Ya atardecía y llegaron
los refuerzos: la I Bandera Paracaidista, la misma que venía de Biugta sin
tiempo ni siquiera para descansar. Por cierto, al acercarse a nuestras
posiciones, por poco estuvieron a punto de liarse a tiros con una compañía de
Tiradores. Como se sabe, una de nuestras prendas reglamentarias era la chilaba.
Mis compañeros estaban agazapados, descansando entre las rocas, y resulta que
los paracaidistas los confundieron con moros. Faltó poco.
Aquella noche tuve que
dormir encogido, pues nos metimos en un corral y mis piernas daban con la pared
de enfrente de lo estrecho que era. A pesar de lo grande que es el territorio
africano, tuve que dormir con las piernas encogidas. Pero peor aún fueron las
dos horas que pasé de guardia, de las dos a las cuatro de la madrugada. Qué
miedo pasé. Doblaron la vigilancia y nos colocaron a unos cien o ciento
cincuenta metros. Nuestros mandos, sobre todo, nos advertían de que no nos
durmiéramos, pues los moros se arrastraban en la oscuridad y podían
sorprendernos y cortarnos el cuello. A mí me tocó guardia con Cambralla, un
compañero de Cádiz. No hacía más que pellizcarme y decirme que no me durmiera,
pero creo que más bien lo hacía para mantenerse despierto él.
Día 6:
Al día siguiente, la
columna tenía que reponerse y lamerse las heridas. A la II Bandera se le ordenó
que evacuara a los caídos del día anterior hasta un cruce de caminos donde los
recogería un convoy sanitario. Una vez más, me da hasta vergüenza escribir lo que
sigue: los paracaidistas se habían sobrepuesto a todos los contratiempos. Se
resignaban a luchar contra un enemigo invisible sin armamento adecuado. Sin
equipos de transmisiones. A transportar su material en mulos. A tener que
pegarse grandes caminatas. A pesar de todo, se sobreponían y le echaban valor.
Por eso, se les tuvo que caer el alma a los pies cuando, en vez de vehículos
ambulancia, por la carretera, a lo lejos, de entre una nube de polvo, vieron
aparecer a un camión volquete. Sí, se ha leído bien: un camión volquete. Allí
tuvieron que acondicionar a los heridos. Hombres con disparos en el cuerpo,
tenían que viajar en un volquete por caminos llenos de baches y piedras. Pero,
lo más macabro y duro para los paracaidistas, fue que a los muertos los tenían
que transportar en mulos. Como en algunos cadáveres ya había empezado el
proceso del rigor mortis, tuvieron que romperles las articulaciones a culatazos
para poder acondicionarlos y atarlos sobre los animales. No me quiero ni
imaginar lo que tuvo que suponer para ellos el tener que hacerle eso a sus
compañeros.
Ese día, desde Sidi
Ifni se envió a la VI Bandera de la Legión como refuerzo para que protegiera el
flanco norte del avance.
Mientras los
paracaidistas de la II Bandera y lo que quedaba de la compañía de fusiles del Soria
se dirigieron a Tenín de Amel-lu, la I Bandera, el II Tabor y la sección de
morteros de las tropas expedicionarias nos dirigimos a Tiugsa.
Mi compañía avanzaba
por terreno llano. A lo lejos divisamos una cabila. En las afueras se
amontonaba el estiércol del ganado. Pasó toda la compañía y, cuando ya le
dábamos las espaldas, de debajo del montón de mierda se levantaron unas
trampillas y de ellas salieron varios guerrilleros que empezaron a dispararnos.
Con las granadas de mano conseguimos repelerlos y descubrimos que debajo de
todo aquel estiércol escondían víveres y, a la vez, lo usaban como refugio. En
aquella cueva encontramos un pequeño almacén muy bien surtido. Nos llamó la
atención encontrar leche en polvo americana.
Seguimos avanzando
hasta que llegamos a una vaguada donde se formaba una especie de oasis. Estaba
lleno de grandes chumberas y veíamos a un montón de hombres correr entre ellas.
Empezamos a tirarles con los morteros de 50mm. con el resultado de que la mayoría
de los obuses no explotaban.
Por cierto, ese segundo día ya nos quedamos sin agua ni comida.
Durante el avance, tuve
que presenciar algo muy desagradable: Llegamos a un poblado y los primeros en
entrar el él fueron los paracaidistas y empezaron a desvalijar todo lo que
pillaban. Hasta un camello y una vaca sacaron. También un montón de gallinas a
las que ataban las patas y colocaban encima del camello. Pero lo peor es que
sacaron a una mujer y empezaron a echarle mano todos por donde podían. La pobre
mujer no hacía más que gritar. Se acercó un teniente preguntando qué pasaba
allí. Los soldados le preguntaron qué hacían con ella y el oficial les contestó
que hicieran lo que quisieran. Yo también era joven, pero no entendí cómo el
ser humano puede llegar a esos extremos tan desagradables. Cuando terminaron el
pillaje, entramos nosotros, pero sólo nos encontramos casas destrozadas. Hasta
las paredes rompieron en busca de algún escondrijo. Salí de allí con el corazón
encogido ante esa muestra de barbarie por parte de soldados que en la vida
civil seguro que eran jóvenes como yo y cualquiera de esa edad, pero que en
esas situaciones sacan lo que de verdad tienen en el interior.
Seguimos con el avance
y en el siguiente alto que hicimos los paracaidistas mataron a las gallinas y
las limpiaron. Encendieron varias fogatas y las asaron para comérselas. Apenas
las pasaban por el fuego y se las comían casi crudas por la impaciencia. Ellos,
aunque mejor avituallados, también pasaban gana. A pesar del hambre que yo también
tenía, me daba un poco de repelús ver a aquellos hombres comerse la carne casi
cruda.
Llegamos a las
montañas. Una de ellas estaba cubierta de cactus, tabaibas y arganes, de cuyos
frutos sacan el aceite moruno. Detrás de cada una de esas plantas había un moro
escondido que no éramos capaces de ver, pero ellos a nosotros sí. No podíamos
ni levantar la cabeza. Salían disparos de todos los lados. Nos veíamos
incapaces de avanzar y tomar la cota. Una de ellas, llamada Cabeza de Ratón,
por lo visto era una buena posición estratégica, y los mandos decidieron que
una compañía de paracaidistas la tomara al asalto. Nosotros, los tiradores,
desde atrás protegíamos su avance. Poco a poco, de piedra en piedra y de cactus
en cactus, consiguieron llegar a la cima, pero los moros ya se habían ido. Por
suerte, los paracaidistas sólo tuvieron un herido. Pero ocurrió algo que
demuestra hasta qué punto aquella era una guerra patética. Resulta que, antes
de que lo paracaidistas empezaran el asalto, avisaron a Sidi Ifni para que
mandaran a la aviación a bombardear la cima. Los dos únicos aparatos
disponibles en esos momentos tenían que pasar por el aeropuerto para cargar
bombas, pues regresaban de otra misión. El caso es que los paracaidistas
iniciaron el asalto y los aviones no aparecían. Otra cosa que hay que decir y
refuerza más el patetismo, es que la única radio de la que disponían los
paracaidistas (nosotros ni eso), era una antigua radio de tanque Sherman
americano. Para poder transportarla sobre los mulos era necesario desmontarla
en dos piezas. Pues bien, cuando los paracaidistas ya estaban en la cima, vimos
aparecer los aviones a lo lejos. Entonces los mandos cayeron en la cuenta de
que había que avisarles de que no descargaran las bombas. El sargento al cargo
de la radio, el pobre hombre, trató de descargar el armatoste, montarlo y
prepararlo lo más rápido posible, pero no le dio tiempo. Un avión entró por la
derecha y soltó las bombas. El segundo lo hizo por la izquierda. Cada uno lanzó
quince bombas grandes como cántaros. Nosotros, desde abajo, las veíamos caer y
explotar en los cactus donde estaban nuestros compañeros paracaidistas. No
podíamos hacer otra cosa que lanzar maldiciones contra los pilotos, cuando
ellos no tenían culpa de nada. Hubo varios heridos. Por suerte, como era
habitual, no todas las bombas explotaron.
Como ya se ha dicho,
gracias a los tratados con los EE.UU. este país suministró a Franco 150 cazas
F-86 Sabre, usados en la guerra de Corea, pero con la condición de no
usarlos en guerras coloniales, por lo que no se pudieron utilizar en Ifni. Los
americanos, tras la independencia de Marruecos, se dieron cuenta de que era ese
país con el que tenía que llevarse bien para controlar una zona estratégica tan
importante como era el Estrecho de Gibraltar. Pero también hay que añadir que
estos aviones hubieran servido de poco en la guerra de Ifni y el Sáhara, pues
estaban pensados para el combate aéreo, no para el apoyo terrestre. Además, sus
características no les permitían operar en aeródromos tan primitivos como los
que había en la zona. Y esto fue reconocido por los propios americanos.
(Sobre la utilización
del material cedido por los americanos, hay algunas lagunas. Está asimilado que
los americanos nos «prohibieron» usar ese material en la guerra de Ifni y el
Sáhara; pero, en cambio, sí se usaron los jeeps Willys, los camiones Dogde y
los cañones sin retroceso, por ejemplo. Algo no cuadra).
Pero se da la paradoja
de que podíamos haber tenido los mejores aviones para el apoyo de fuerzas
terrestres: el T-6D Texan. ¿Y por qué no los tuvimos?, pues por el jodido
orgullo nacional. Resulta que los franceses, que sí veían venir lo que luego
ocurrió, en el verano del 57, ofrecieron una cuadrilla de estos aparatos al
gobierno español. O sea, que los gabachos eran conscientes de que España
necesitaba material adecuado para el tipo de guerra que se avecinaba. Pero,
como es natural, Franco rechazó el ofrecimiento. Más tarde, tuvo que
envainársela y comprar doce de esos aparatos. En fin.
Por lo tanto, los
aviones usados en la guerra de Ifni eran material de chatarra de la Guerra
Civil que apenas podían mantenerse en el aire. Los guerrilleros no disponían de
aviación ni artillería antiaérea, por lo que el único enemigo de las fuerzas
aéreas españolas era su antigüedad. Como es natural, no disponían de adelantos
técnicos ni, a pesar de verse venir lo que ocurrió, se dotó a los aeródromos de
la zona de sistemas de ayuda a la navegación. Los pilotos hasta carecían de
planos del territorio, por lo que tenían que volar «a ojo». Demasiado hicieron.
Como bombardero usaron el Heinkel 111, diseñado para soltar las bombas a gran
altura por los alemanes. Sus visores de bombardeo eran ineficaces para
bombardear a los guerrilleros a baja altura. Las bombas de caída libres
disponibles para esos aparatos, adquiridas en la Guerra Civil, estaban
diseñadas para atacar ciudades y grandes concentraciones de tropas, y debían
ser arrojadas desde una altura de unos mil metros. Por lo tanto, al arrojarse a
baja altura, las bombas no explotaban. ¿Y qué se hizo?, pues recurrir a la
«inventiva española» y nuestras dotes innatas para la improvisación. Se decidió
arrojar cajas llenas de bombas de manos y de mortero sin seguro. Se arrojaban
por la portezuela de los aviones y al caer se dispersaban y estallaban al
impactar contra el suelo. Vamos, una bomba de racimo Made in Spain. Otro
artilugio que dio el innato genio español fue el que se bautizó con el nombre
de su «inventor»: la «bomba Frías». Consistía en un bidón de gasolina al que se
adhería una granada de mano. Al estallar causaba un efecto parecido a una
pequeña bomba de napalm. Pero, como es natural, estos ingenios eran más
peligrosos para los que tenían que manipularlos que para los propios
guerrilleros, por lo que, por suerte, pronto dejaron de usarse.
De todo esto
oficialmente no se dijo ni pio. Menos mal que hubo testigos que lo podemos
relatar. Lo que sí se decía oficialmente era lo siguiente: «Desde el
comienzo de las hostilidades y durante toda la semana, los “Junkers” y los
“Pedros” han paseado triunfalmente por los cielos de Ifni los colores gloriosos
de nuestra Bandera, y desde el alba hasta las primeras horas de la noche nos ha
sido familiar el ronroneo constante de sus motores, en una actividad incesante,
que señalaba el cumplimiento de un servicio tras otro, en un ir y venir
ordenado y sin apresuramientos, pero terriblemente eficaz y mortífero como bien
habrán comprobado los enemigos de España». (ABC del 8 de diciembre de 1957.
Páginas 64 y 65). En fin.
Día 7:
Al día siguiente de la toma de Cabeza de Ratón, al fin, la columna
llegó a Tiugsá. Mientras la 8ª Cía. y la Plana Mayor de la Bandera Paracaidista
entraban en el fuerte, nosotros nos desplegamos en forma de pasillo para
defender la retirada. Nosotros, que pensábamos que íbamos a reforzar la defensa
del fuerte para impedir que el enemigo se hiciera con él, entonces fuimos
conscientes de que se iba a entregar el territorio.
Defensores Tiugsa (Revista Ejército nº 932, Extraordinario noviembre 2018)
Desde nuestras
posiciones vimos pasar a los pobres y valientes defensores de Tiugsá, que
habían resistido dos semanas sin apenas víveres ni munición. Murieron tres
soldados y trece fueron heridos. La verdad es que tuvieron un comportamiento
ejemplar. Los civiles también: el médico Roberto Rivas atendió a los heridos
durante el asedio. Su mujer, Lolita Pahiño, prestó especial atención a los
soldados en la enfermería. Teresa, la esposa del sargento Marrero, siempre fue
como una segunda madre para los soldados. También la esposa del brigada Gamazo
colaboró en todo lo que pudo. Los hijos e hijas de todas ellas supieron
mantener la calma y fueron un ejemplo para los defensores. Fueron dignos de
admiración. Un acto más de valentía a pesar de los pocos medios de los que
disponían. Allí murió la primera víctima civil de la que se tiene constancia:
Luis Gastearena, el tendero de Tiugsá. Los guerrilleros lo mataron después de
sacarle los ojos, según testigos presenciales.
Otra cosa «curiosa» fue
que la columna de liberación tuvo que proveerse de los víveres de los sitiados.
Ellos tenían más comida que nosotros. Tagragra era una fortaleza muy sólida y
bien equipada, con grandes almacenes. También tenía un pozo del que manaba
bastante agua de buena calidad.
Nosotros nos
desplegamos por las montañas parapetados tras piedras y rocas para cubrir la
retirada de la columna. Algunos de los defensores miraban desconfiados hacia
nuestras posiciones, parecía que no acababan de fiarse. Un cabo de los nuestros
salió de su escondrijo y gritó: «¡No tengáis miedo, que somos nosotros, los de
la octava compañía!». Un teniente de ellos lo oyó y, con muy mal humor, se
acercó a él, le hizo ponerse firmes y, después de arrearle un sopapo, le soltó
delante de toda la tropa «¿Tú les has dicho a mis hombres que no tengan miedo?
Estos hombres son los más valientes del ejército español».
Una vez vacío el
puesto, se colocaron cargas explosivas y, cuando estábamos a una distancia
prudencial, voló todo por los aires.
La retirada tampoco fue
nada agradable. Cansados como estábamos todos, cargados con todo el equipo de
guerra y con la tensión acumulada por todo lo que estaba ocurriendo, se nos
hizo de noche andando por aquellas montañas. Teníamos los pies en carne viva y
los pinchos de los cactus nos aguijoneaban. También teníamos que ayudar a los
que no podían valerse por ellos mismos. A más de uno oí llorar.
A mí, como cabo, se me
ordenó que con un pelotón inspeccionáramos una cabila para evitar posibles
sorpresas. Como es natural, nos acercamos con todas las precauciones posibles.
Tomamos posiciones a su alrededor, cubriendo todos los lados. En eso, que se
abrió la puerta y salió un moro con los brazos en alto gritando: «gualo,
gualo». Nos acercamos a él con precaución y lo cacheamos. No llevaba
nada.
Entramos en la cabila
por un corral pequeñito. Vimos una puerta también pequeña y la abrimos con mucho
cuidado por lo que pudiera haber dentro. El interior estaba lleno de gallinas
y, nada más abrir, todas empezaron a cacarear y mover las alas para tratar de
volar y salir de allí. El susto que nos dimos fue tremendo. Registramos la
cabila. En una habitación encontramos dos baúles, uno más grande que el otro, y
los dos muy bonitos. El pequeño estaba lleno de papeles y el grande de ropa. O
sea, nada de valor. Pero sí me llevé un espejo pequeño para poderme afeitar.
Más de cincuenta años después todavía lo conservo como recuerdo. No por su
valor económico, que no lo tiene, sino por el aprecio que le tengo. Es muy
bonito, tiene el marco labrado en bronce.
Una vez comprobamos que
no había nadie más, regresamos con el grueso de la columna andando por una
vaguada. El moro andaba unos metros por delante de nosotros. El Catalán, del
que ya hablé anteriormente, me dijo: «Ruiz, ¿le pego un tiro y decimos que quería
escapar?». Como es natural, le dije que ni se le ocurriera. El Catalán era del
Barrio Chino de Barcelona, por lo que era una buena pieza.
Mientras, la II Bandera
también había llegado a Tenin. Ellos lo hicieron al atardecer, por lo que les
fue imposible llevar a cabo una evacuación inmediata y tuvieron que pernoctar
allí y salir al día siguiente.
Pero el día no podía
acabar sin ningún otro sobresalto.
Para garantizar el
traslado de los evacuados de Tiugsa, se le ordenó a una sección de la 3ª
Compañía del Regimiento Soria 9, que escoltara a una sección de zapadores enviada
a reparar la pista de Tiugsa a Sidi Ifni. El convoy, al mando del alférez de
las Milicias Universitarias, Rojas Navarrete, avanzó hasta llegar a las
posiciones avanzadas de la VI Bandera de la Legión. Se les comunicó que no
podían seguir adelante pues la zona estaba batida por fuego enemigo. Los
vehículos no podían dar la vuelta, por lo que avanzaron unos centenares de
metros hasta un recodo en el que poder cambiar el sentido de la marcha. Los
soldados se desplegaron cuerpo a tierra para proteger la maniobra. En ese
momento el infierno se desató sobre ellos. Más de un centenar de guerrilleros
dispararon sus armas automáticas contra el convoy mientras paraban a los
legionarios con fuego de mortero y ametralladora. Los infantes del Soria,
inexpertos y asustados, se defendieron bien, pero se vieron superados y pronto
estaban luchando cuerpo a cuerpo. Gracias a que los legionarios de la VI
Bandera pudieron al fin acudir en su ayuda, no murieron todos. De los treinta y
dos hombres que componían la avanzadilla, dieciocho murieron y diez resultaron
heridos. Es decir, sólo cuatro lograron salir sin un rasguño. Entre los muertos
estaba el alférez Rojas Navarrete. Este hecho tuvo gran repercusión en la
Península, pues la muerte de un alférez de las Milicias Universitarias no era
fácil de esconder. Para contrarrestar el efecto negativo, se orquestó una
campaña de prensa para elevar al alférez a héroe nacional. Su muerte es una de
las pocas cosas que se recuerdan de aquella guerra. De los otros diecisiete
caídos, ni palabra.
Día 8:
El regreso de la
columna que partió de Tenin no fue fácil. Entre los liberados había civiles,
mujeres y niños; además de los defensores que habían estado soportando un asedio
de dos semanas, algunos de ellos heridos.
Dos secciones de la
octava compañía se encargaron de proteger la retaguardia. Una misión
complicada, pues no habían tenido tiempo de explorar el terreno para preparar
un repliegue con las mínimas garantías de seguridad. Además, la compañía de
armas pesadas había agotado todos los proyectiles de mortero.
Los guerrilleros sabían
que Tenin era el último puesto a liberar y echaron toda la carne en el asador.
Además, eran dueños de un terreno cuya orografía les favorecía. Empezaron a hostigar
sin descanso a las dos secciones (la 2ª y la 3ª) y les causaron varias bajas que
quedaron atrás. Entre ellos hubo actos de verdadero heroísmo. El capitán Páez,
jefe de la octava compañía, cuando por fin llegaron a un lugar seguro, tuvo que
decidir entre regresar para recoger a sus paracaidistas caídos o continuar y cumplir
la misión de proteger la columna de evacuación. Con buen criterio y seguramente
con el corazón roto, eligió lo segundo. Lo primero hubiera sido un suicido que
habría condenado a toda la columna. Fue una decisión difícil de la que el
capitán Paez, según dicen los que lo conocieron, jamás se recuperó ni encontró
consuelo. Los cuerpos de seis de sus soldados quedaron para siempre en las
montañas de Ifni. A saber qué sería de ellos. Qué tristeza para sus compañeros
y, sobre todo, para sus familias.
La primera compañía de
la I Bandera Paracaidista, reforzada con una sección de ametralladoras y un pelotón
de morteros, se desplegó en las cotas cercanas para proteger la retirada.
Por fin, el día 8 de
diciembre, día de la Purísima Concepción, las diferentes columnas de liberación
llegamos a Sidi Ifni (las secciones de la II Bandera que se encargaron de
proteger la evacuación de Tenin lo hicieron la mañana del día 9). Parece
mentira, pero todos estábamos deseando tumbarnos en nuestros camastros llenos
de piojos y chinches.
La operación Gento nos
costó 33 muertos, 33 heridos y seis desaparecidos.
Han sido muchas las
conclusiones sacadas por diferentes autores. Casi todos, incluso los militares,
coinciden en que la planificación de la Operación Gento fue un puro desastre
causado por las prisas del Estado Mayor Central por acabar con aquello. También,
casi todos, incluso los civiles, coinciden en que si no hubiera sido por la
actuación y decisiones de los mandos sobre el terreno y el coraje y valor de
los soldados, el desastre hubiera sido aún mayor.
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