Nota: Esta es la versión en línea y revisada del libro "Ángel Ruiz: recuerdos de un combatiente de Ifni" de Antolín Hernández, publicado en 2019.
ENERO 58
Habíamos tomado y fortificado el Buyarifen, desde el que podíamos
controlar la ruta de acceso por el norte. Aquella posición era un aguijón
incrustado en territorio cedido al enemigo. Era la más alejada y peligrosa de
las que conformaban el perímetro defensivo. Y allí nos quedamos durante un mes,
al cabo del cual éramos relevados por otra compañía. Pero no para ir a la
ciudad a descansar, sino para relevar a la vez a otra compañía en otra
posición. O sea, apenas pisábamos el cuartel y teníamos un descanso. Toda la
mili, sí, la mili, de una posición de montaña a otra. De un agujero a otro. Sin
agua, sin apenas comida. Comidos por los chinches y con las ratas como
compañeras. Teníamos que meter la ropa en bidones llenos de gasolina para
desparasitar la ropa. Apenas disponíamos de un litro de agua al día para todas
nuestras necesidades. No me extraña que más de uno intentase suicidarse.
Algunos lo lograron.
Allí estábamos cuando
el Ministro del Ejercito, el general Muñoz-Grandes, antiguo General Jefe de la
División Azul, visitó Ifni.
Archivo Ángel Ruiz.
Resulta que en nuestra
compañía había varios suboficiales chusqueros procedentes de la Guerra Civil
que se reengancharon y continuaron en el ejército. Muchos de estos
reenganchados pidieron servir en África porque ganaban el doble que en la
Península y se estaba relativamente tranquilo. Algunos, como el sargento
Garrido, tenían un comportamiento más o menos decente, pero la mayoría eran
unos borrachos mal hablados, medio analfabetos y de muy malos modales con la
tropa.
Decía que El Ministro
del Ejército visitó Ifni, y uno de estos suboficiales, un cabo primero al que
le habían dado los galones apenas un año atrás, había sido su asistente en la
Guerra Civil. Es decir, en veinte años, había ascendido dos escalones en la
milicia. Este cabo primero pidió permiso para ir a ver al general
Muñoz-Grandes, y el capitán de la compañía se lo concedió. Se dice que el
general, cuando lo vio, le preguntó: «pero, hombre, ¿cómo es posible que
después de tanto tiempo sólo seas cabo primero?». A lo que el aludido contestó:
«Mire usted, mi general, cosas de la vida». No hace falta añadir que esas
«cosas de la vida» fue su alcoholismo crónico.
Como he dicho
anteriormente, para la protección del convoy se asignaban pelotones que tenían
que despejar la zona de enemigos. Yo formaba parte de uno de estos pelotones.
En él también estaba este cabo primero. Hay que decir que, por edad, tenía que
haberse jubilado, pero pidió continuar hasta principios de año (estábamos en
diciembre). Estar en el ejército y emborracharse era lo único que sabía hacer y
quizás quería postergar el momento lo máximo posible.
Cerca de la ruta
seguida por el convoy, se divisaban varias cabilas desde las que los
guerrilleros podían lanzar un ataque. Nuestros mandos, previsores, creyeron
oportuno que nos desplegáramos cerca de ellas para evitar sorpresas. Durante
tres días seguidos nuestra misión consistió en controlar una de esas cabilas.
Parecía un lugar tranquilo. Pero un día, al cabo primero y a mí nos ordenaron
tomar posiciones en ella, como ya habíamos hecho otras veces. Éramos veteranos,
no habíamos parado de combatir desde el 23 de noviembre, por lo que tomábamos
todas las precauciones posibles. Aun así, ocurrió algo inesperado. Al pasar por
un montón de estiércol, el cabo primero pisó una mina. La explosión me desplazó
tres metros. Cuando, tras el aturdimiento inicial y tras comprobar que no
estaba herido, miré hacia el lugar de la explosión, vi al suboficial tirado en
el suelo con la parte inferior de su cuerpo destrozada. Era un amasijo de carne
sin piernas. Me arrastré hacia él con cuidado, pues desde la cabila empezaron a
disparar. Cuando llegué a su lado comprobé que había muerto al instante. No lo
podía dejar allí, por lo que me incorporé y lo cargué en brazos hasta llevarlo
a una zona segura sintiendo los silbidos e impactos de bala a mi alrededor. Mis
compañeros acudieron y, tras dos horas de combate, lograron hacer huir a los
enemigos que nos hostigaban. Saqué aquel cuerpo de allí sin pensarlo, como en
las escenas esas de las películas que un soldado carga con el cuerpo de un
compañero herido y luego dicen que es un héroe. Yo no me considero como tal por
esa acción, tan sólo hice lo que creo que cualquiera en esas circunstancias
hubiera hecho.
Aquel hombre se tenía
que haber jubilado tres días antes. Había combatido en la Guerra Civil española
y sobrevivido a veinte años de alcoholismo crónico, y murió al pisar una mina
escondida en un montón de basura, en una guerra no declarada por un territorio
que, tarde o temprano, íbamos a ceder a Marruecos. Lo que son las cosas de la
vida. No sé, quizás el destino de aquel hombre, sin familia conocida, no era
vestir y vivir como un civil. Quizás no estaba escrito que su vida acabaría en
cualquier garito de mala muerte o en un callejón oscuros lleno de meados. Ese
hombre, y muchos como él, lo único que sabía hacer en la vida era obedecer y
dar órdenes. Casi analfabetos embrutecidos, tenían vivienda, comida, servicio
de lavandería, economatos, sanidad, todo lo que necesitaban para vivir. Fuera
del ejército eran unos desplazados que, con seguridad, se comportarían igual
que un presidiario recién liberado que acaba de cumplir una condena de varias
décadas y se encuentra un mundo desconocido. En fin, en paz descanse él y todos
los que cayeron en Ifni.
La situación se estancó
momentáneamente. Para el II Tabor ya se había acabado las acciones militares,
no volvimos a entrar en combate. Ni ellos tenían fuerzas suficientes para
traspasar nuestras defensas ni nosotros teníamos medios ni capacidad para
recuperar el territorio perdido, porque, sí, se perdió la mayor parte del
territorio. Oficialmente seguía siendo de posesión española, pero Marruecos
tardó poco en ocupar el terreno que dejamos en nuestro repliegue. Desde
nuestras trincheras veíamos grupos de nativos regresar a sus poblados. Hasta
ellos sabían que ya no teníamos fuerzas para reconquistar nada. El Ejército de
Liberación le hizo el trabajo sucio a Mohamed V, el mismo que no paraba de
asegurar que no tenía nada que ver con el ataque. El mismo que tendía una mano
amiga a Franco a la vez que con la otra le suministraba armas a los
guerrilleros.
Así estaba la situación
cuando el 10 de enero de 1958, Franco firmó un decreto por el que se declaraba
que Ifni y el Sáhara se convertían en dos provincias españolas más. Se separaron
los gobiernos militares de ambas regiones, que quedaban subordinados a la
Capitanía General de Canarias. El general Gómez Zamalloa seguiría al cargo de
Ifni, o lo que quedaba del territorio. Aunque la prensa española de la época
seguía mostrando la totalidad del territorio, tal como era antes del 23 de
noviembre, la realidad era que el general sólo tenía competencias sobre la
ciudad y su perímetro defensivo. Es decir, el que fue Gobernador General del
todo el AOE, había sido rebajado en el escalafón. Ya no disponía de contacto
directo con el Estado Mayor Central, sino que quedaba subordinado al Capitán
General de Canarias. Eso era tanto como rebajarlo y mostrarlo como el culpable
de la situación por no prevenir lo que ocurrió el 23 de noviembre. O sea,
Franco y su gobierno se lavaron las manos manchadas de incompetencia y malas
decisiones. Pero lo peor era que esas manos estaban atadas por la poca entidad
de la política exterior de una España empobrecida, atrasada y aislada. Franco
siempre fue una marioneta en manos de los americanos y de Mohamed V, que fue el
verdadero ganador de la guerra de Ifni y el Sáhara. Una guerra, por cierto,
nunca declarada. Marruecos ganó sin mancharse las manos de sangre.
Eso en Ifni, porque en
el Sáhara los planes para ese territorio eran diferentes. Mientras al gobierno
de Franco no le importaba perder la tierra de los baamaranis, un terreno sin
ningún valor comercial ni estratégico que ocupamos por las presiones francesas,
en el Sáhara era diferente: sus yacimientos de fosfatos y el posible petróleo
eran un buen motivo para mantenernos allí. Pero nuestros mandos eran
conscientes de que iba a ser imposible defender un territorio de aquella
extensión con los pocos medios de los que disponíamos, sobre todo, mecanizados,
imprescindibles para cubrir grandes distancias en el desierto. Además de que
toda la logística necesaria para llevar a cabo las operaciones tenía que ser
trasladado desde Canarias: agua, víveres, material de construcción. Todo.
Como medidas
defensivas, en noviembre se acordó fortificar las plazas fuertes (pero sólo las
costera: El Aaiún, Villa Cisneros, Villa Bens, El Argoub, la Güera y un
destacamento en el faro de Cabo Bojador), y el repliegue de las fuerzas
europeas del interior a ellas. Es decir, los soldados y policías indígenas
fueron abandonados a su suerte en los puestos del interior. Dejarlos allí era
casi tanto como condenarlos a muerte, o sea, un crimen. No es de extrañar que
se sintieran abandonados por los españoles y desertasen a las primeras de cambio.
Este hecho, además de que fue interpretado como un abandono por parte de los
saharauis, fue utilizado por el Istiqlal para lanzar el rumor de que los
españoles se estaban preparando para abandonar el Sáhara, y que dependía de los
saharauis decidir si el territorio iba a ser ocupado por los infieles franceses
o por el venerado sultán.
Allí, el primer ataque
de cierta entidad se realizó el 25 de noviembre sobre el embarcadero de Sidi
Atzman, situado a unos 30 km. de el Aaiún, el lugar adonde llegaban todos los
suministros y los posibles refuerzos para la zona. Al fracasar este ataque, los
guerrilleros se centraron en el convoy diario de suministro que abastecía la
ciudad. Además de esto, se tenía noticias de que el faro de Cabo Bojador estaba
apagado y la guarnición que lo protegía no respondía a los mensajes de radio.
Se envió una patrullera y encontraron el faro vacío con signos de haber sido
saqueado y restos de sangre. Lo que sucedió en realidad fue que la tropa nativa
que defendía la instalación se había pasado al enemigo y ayudaron a capturar a
los dos fareros y sus esposas (personal civil) y a los dos soldados de
transmisiones. Todos compartieron cautiverio con los defensores de Tabelcut.
Por lo tanto, el gobierno tampoco supo nada de ellos hasta dieciocho meses
después y gracias a un prisionero francés que dio la voz de alarma.
Al Sáhara también
habían llegado algunos refuerzos. Los guerrilleros lanzaron algunos ataques de
poca entidad sobre El Aaiún. Todos fueron rechazados con facilidad y pocas bajas.
Esto animó a nuestros mandos a asomar la cabeza al exterior de la caseta de
playa, ahora rodeada de alambradas, para efectuar reconocimientos de las
fuerzas enemigas. El primero fue sobre el margen izquierdo de la Saguia el
Hamra, hasta llegar al pequeño oasis de Meseied. Al acercarse a su objetivo,
los legionarios de la 2ª y 3ª compañías de la XIII Bandera fueron recibidos con
fuego de ametralladora. Por suerte para ellos, los guerrilleros se precipitaron
y sólo les causaron un herido. Ante el ataque a bayoneta de los legionarios,
apoyados por un B21, los guerrilleros huyeron.
Aquel hecho fue letal
para los legionarios, pues su comandante achacó la fuga del enemigo a las
excesivas precauciones adoptadas; por lo que, embargado por una subida de
testosterona legionaria, dio órdenes terminantes de que en la próxima acción
tenían que arriesgar más.
Esa próxima acción no
tardó en llegar. La columna motorizada de la XIII Bandera que partió de El
Aaiún el 13 de enero de 1958, tenía como misión hacer otro reconocimiento para
confirmar el despliegue guerrillero alrededor de la capital del Sáhara. Sólo
era eso: una labor de reconocimiento, pero los legionarios les tenían muchas
ganas a los moros y, si se entablaba combate, no estaban dispuestos a que se
les escapasen de entre las manos de nuevo. A la altura de Edchera cayeron en
una emboscada perfectamente planificada. En vez de replegarse, a pesar de las
órdenes recibidas, se lanzaron al ataque con el ímpetu que les caracteriza.
Querían acabar la faena. Esa acometividad fue su perdición. El enemigo,
superior en número, estaba perfectamente atrincherado en las irregularidades
del terreno y ejecutó una emboscada perfecta. El resultado del desastre de
Edchera fue que cuarenta y dos legionarios perdieron la vida y otros cincuenta
y cinco resultaron heridos. Fue el mayor descalabro de aquella guerra,
guerrita, conflicto armado, refriega o lo que fuera.
A partir de ahí, las
autoridades españolas se dieron cuenta de que expulsar al Ejército de
Liberación del Sáhara iba a ser más difícil y sangriento de lo que se pensaba.
Por lo que, por fin, Franco se dio cuenta de que necesitaba la colaboración
francesa.
OPERACIÓN DIANA
Volviendo a Ifni, para el II Tabor se había acabado el combate, no
así para otros compañeros. Para el Estado Mayor aún no se había cerrado el
perímetro con total garantía, por lo que diseñaron la Operación Diana para
asegurar nuestras posiciones por el este, lo que se denominó Centros de Resistencia
E’ y D’ (Xarafa y Alat Ida Usugun). Como era habitual, se diseñó una operación
militar si tener la más mínima idea de las fuerzas enemigas. A muchos nos
resulta totalmente incompresible que el mando español, a pesar de contar con
medios aéreos, no fuera capaz de identificar las principales concentraciones de
tropas enemigas. Ni que no enviara patrullas para obtener información mediante
la captura de prisioneros o la infiltración de unidades de reconocimiento entre
las posiciones del Ejército de Liberación. Por eso se decidió que la operación,
realizadas a finales de enero del 58, fuera de cierta envergadura. Consistía en
dos agrupaciones terrestres que debían avanzar y enlazar con tropas
paracaidistas previamente lanzadas tras las líneas enemigas. Esa era la idea
inicial, pero un fuerte siroco impidió el salto, lo que quizás salvó a la
compañía de la II Bandera de la aniquilación. Esta afirmación se debe a que
parece ser que en la zona de salto se encontraba el puesto de mando guerrillero
y allí se concentraba una gran cantidad de enemigos que hubiera efectuado el
tiro al blanco con los paracaidistas mientras descendían.
Revista Ejército nº 932 - Extraordinario noviembre 2018.
La operación se llevó a
cabo con relativo éxito, aunque nos costó ocho muertos y cuarenta y siete
heridos. Se tomaron las cotas en las que se iban a establecer las posiciones
defensivas. Los guerrilleros se replegaron, pero, para sorpresa de los mandos
españoles, no se contentaron con perder el terreno. Otra vez el siroco, como si
se tratase de un elemento bélico más, jugó un papel importante: los
guerrilleros, aprovechando la ocasión, lanzaron una ofensiva. Eso, como digo,
fue toda una sorpresa, pues hasta entonces jamás intentaron recuperar las cotas
perdidas. Nuestras posiciones estaban defendidas algunas por tan sólo un
pelotón de paracaidistas. El siroco inutilizó las ametralladoras y los
paracaidistas se vieron obligados a retirarse, aunque volvieron a recuperarse.
El ataque del Ejército de Liberación hizo temer a nuestros mandos de la
posibilidad de un ataque a mayor envergadura. Lo que era una prueba más del
desconocimiento que teníamos del enemigo, pues los guerrilleros carecían de
fuerzas para llevarlo a cabo.
La entidad de la
ofensiva guerrillera, unido a algunos rumores de que el ejército marroquí podía
apoyar a los guerrilleros con unidades blindadas, hizo que el general Zamalloa
volviera a pedir refuerzos, tanto de material como de hombres, a Madrid. Pero
el Estado Mayor consideraba que en Ifni ya había una fuerza suficiente como
para garantizar la defensa. Además de que opinaban que el Ejército de
Liberación tampoco tenía efectivos para lanzar un ataque que pudiera romper
nuestra línea defensiva y que los rumores del apoyo de unidades blindadas
marroquíes sólo era eso, rumores. Pero había otro motivo: los refuerzos
solicitados por Zamalloa se iban a destinar a la ofensiva que se estaba
preparando en el Sáhara junto a los franceses.
OPERACIÓN SIROCO
En Ifni aún hubo una
operación más llamada precisamente Siroco. Su fin aún es discutido por los
expertos, ni ellos se ponen de acuerdo en los objetivos que se pretendían con
ella. Algunos dicen que como mero ejercicio de «presencia en la zona». Otros,
para evitar que guerrilleros de la zona acudieran al Sáhara cuando se lanzase
la ofensiva conjunta con los franceses. Otros, que la operación fue la reacción
a los ataques que se estaban produciendo sobre los recién conquistados Centros
de Resistencia D’ y E’. El caso es que no se sabe bien, pero la operación
Siroco, mucho más modesta que la Diana, se llevó a cabo. Los infantes del Batallón
Expedicionario Soria 9, con la cobertura de la I Bandera paracaidista, ocuparon
el poblado de Arba el Mesti. Por cierto, los paracaidistas apenas habían tenido
tiempo para descansar tras la operación Diana, por lo que su estado físico,
según uno de sus integrantes, era «lamentable». Se registraron los edificios
del poblado y se abandonó después. Por suerte, tan sólo hubo que lamentar siete
heridos entre los paracaidistas. El general Zamalloa calificó la acción con un
gran triunfo por «el gran quebranto moral y material sufrido por el enemigo».
Esa gran «quebranto» consistió en ocho guerrilleros muertos, según el
testimonio de dos guerrilleros tomados como prisioneros, y dos camiones
destruidos. Cuando los soldados españoles entraron en el poblado, vieron una
columna de ocho camiones en la que huían los guerrilleros. Se dio aviso a la
aviación y se envió un Heinkel, que sólo pudo destruir dos vehículos, sin poder
impedir la huida del enemigo. Con otro aparato más capacitado, se hubiera
destruido toda la columna.
Quizás, para lo único
que sirvió esta operación fue para enterarnos de que las relaciones entre las
fuerzas armadas marroquíes y el Ejército de Liberación, no eran muy amigables.
Al menos, eso es lo que se desprende de las declaraciones de los dos
prisioneros capturados. Parece ser que hasta tuvieron algún enfrentamiento
armado. Algunos opinan que los blindados marroquíes no estaban preparados para
ayudar a los guerrilleros, sino todo lo contrario.
Mortero Valero de
50mm (Foto del autor)
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