Nota: Esta es la versión en línea y revisada del libro "Ángel Ruiz: recuerdos de un combatiente de Ifni" de Antolín Hernández, publicado en 2019.
FEBRERO 58
Los responsables del
Ejército de Liberación eran conscientes de que poco más se podía conseguir
combatiendo y tocaba sacar lo máximo posible de la mesa de negociación. El
ataque inicial del 23 de noviembre fracasó al no poderse tomar Sidi Ifni. Como
ya expliqué, la ciudad se salvó gracias al chivatazo de un asistente nativo, y
eso torció los planes del Ejército de Liberación, que también contaba con la
insurrección de los nativos baamaranis de la ciudad, cosa que no ocurrió.
Esperaban que el rey marroquí iniciara la vía diplomática.
OPERACIÓN TEIDE
Por nuestra parte, los esfuerzos militares se destinaron al
Sáhara, donde se iba a desarrollar la batalla definitiva para acabar con
aquella guerra.
Como ya dije, Franco se
vio obligado a reconocer que para derrotar al Ejército de Liberación necesitaba
la colaboración francesa. Por mucho que le pese a algunos, y como ya se ha
explicado, los franceses eran los que siempre cortaban el bacalao. Ellos nos ayudaron
a derrotar a Abd-el-Krim treinta y cinco años antes, y ahora nos iba a ayudar a
derrotar al Ejército de Liberación.
Revista Ejército nº 932 - Extraordinario noviembre 2018.
Pero, claro, esa
«colaboración» ni era desinteresada ni estaba exenta de condiciones. Una de
ellas, era que los franceses no estaban dispuestos a actuar más allá del
paralelo 27º 40’. O lo que es lo mismo: en Ifni nos teníamos que apañar
solitos. La razón, como es natural, es que los franceses no querían líos
diplomáticos internacionales. Para operar en Ifni, sus aviones tendrían que sobrevolar
territorio marroquí, lo que no entraba en sus planes. También, por qué no
decirlo, porque a Francia le importaba un carajo lo que le pasase a Ifni. En
cuanto a Cabo Juby, podía considerarse espacio marroquí por tratarse del
«Protectorado Sur», aunque todavía no se lo habíamos entregado a Marruecos.
Por su parte, Franco le
pidió a los franceses que le echaran un cable que le ayudase a reforzar la
teoría de que todo era culpa de los comunistas. Francia accedió al capricho y
dieron mucha publicidad a la captura de un buque soviético cargado de armas que
se dirigía a Casablanca.
Para justificar la
presencia francesa en el Sáhara, territorio español, se esgrimió la excusa del
«derecho de persecución» otorgado a las tropas galas en Mauritania. Ya se ha
dicho que los guerrilleros usaban el territorio español como refugio tras sus
ataques a los franceses (el Istiqlal consideraba Mauritania parte del Gran
Marruecos). Allí se sentían seguros ante la permisividad (colaboración más
bien) española.
Nosotros a esa
operación la llamamos Teide. Los franceses estuvieron más finos y la llamaron
Écouvillon (la pelota de algodón envuelta en gasa esterilizada que se usa para
limpiar heridas). Su fin era eliminar por completo al Ejército de Liberación en
el Sáhara. O sea, se iba a limpiar el desierto.
Una vez más quedó claro
el nivel de unos y otros. Se decidió una fecha para el comienzo, pero nosotros
nos vimos obligados a pedir que se aplazara al no estar preparados para algo de
tanta envergadura. Se trataba de la mayor operación logística del ejército
español desde la guerra civil. El clima y la escasa infraestructura portuaria
(sólo en Villa Cisneros se contaba con un semipuerto y una grúa) no facilitaban
el desembarco y la acumulación de efectivos y material. Había que desembarcar
toneladas de munición, de combustible, de alimentos y material para fortificar
los puestos a conquistar. Además del suministro diario de leña para las cocinas
y de pan, elaborado en las Canarias. Contado, claro está, con el transporte de la
tropa y material de combate. Todo esto con dos lanchas de desembarco K, tres
buques aljibes y un puñado de barcos militares. Menos mal que los franceses nos
dejaron dos barcos de transporte. En cuanto a la aviación, tan sólo el
aeropuerto de Villa Cisneros estaba en óptimas condiciones. Una vez más,
quedaron patentes nuestras dotes de improvisación. Como por ejemplo, tener que
comprar en las Canarias todas las gafas de motorista que encontraron para
proteger del siroco a la tropa llegada de la Península, pues las afecciones
oculares estaban haciendo estragos en ella. Además, a estas tropas se les envió
con el equipo de invierno, es decir: pantalón noruego, camisa kaki, sahariana,
tabardo de tres cuartos, gorra montañera y botas. Hasta una careta antigás. Mientras
los franceses se paseaban con su uniformidad y equipo totalmente adaptado para
el desierto. Y la prueba definitiva de que somos los número uno en
improvisación, fue que, debido a la cantidad de barcos que esperaban ser
estibados en El Aaiún, se decidió realizar el suministro de agua arrojando los
bidones por la borda esperando que la marea los arrastrase hasta la playa. Ni
que decir tiene, que esos bidones antes habían contenido otras sustancias.
Con tanto trasiego era
normal que la cosa se liara: Mientras los carros de combate se desembarcaron en
Villa Bens, los obuses que iban a utilizar lo hicieron en El Aaiún. Peor fue
que las ruedas de las autoametralladoras se quedaran en el puerto canario
olvidadas durante meses. Eso por no hablar del avituallamiento de la tropa,
cuyas previsiones se vinieron abajo a las primeras de cambio y se tuvo que
echar mano de las requisas. O del suministro de agua, que a media campaña ya
escaseaba y de los cinco litros por día y soldado, se pasó a un litro. Esto dio
lugar a un mercado negro de agua. Hasta doscientas cincuenta pesetas se llegó a
pagar por una cantimplora. En cuanto al parque móvil, muchos camiones estaban
inutilizados por falta de repuestos y las herramientas y recambios se quedaron
en Canarias. La mayoría de ellos con el embrague destrozado porque los
conductores carecían de experiencia. Nos vimos obligados a requisar o alquilar
algunos en Canarias; pero, claro, el parque móvil nacional tampoco estaba para
tirar cohetes. Se da el caso de que uno de estos vehículos privados se mandó al
combate con el dueño incluido. El hombre, al no poder arreglar los frenos,
tenía que detener el camión embistiéndolo contra una duna. En Villa Cisneros
tenían veinticuatro jeeps, pero sólo uno operativo.
Pero lo peor de todo era
la deficiente preparación de la tropa. A pesar de todo esto, los soldados de
reemplazo respondieron bien. Para nosotros la precariedad era el pan nuestro de
cada día en nuestra vida civil y lo vivíamos todo con resignación y casi
optimismo. Aquello era lo normal. Era lo que tenía haberse criado en un país
empobrecido.
El caso es que la
operación se empezó el diez de febrero, aunque los franceses se adelantaron dos
días y lanzaron su ofensiva el día ocho. Casi fue un paseo militar que acabó
con el Ejército de Liberación del Sáhara. A pesar de la envergadura de la
ofensiva y del número de efectivos empleados, nosotros «sólo» tuvimos diez
bajas mortales y sesenta y siete heridos. Por su parte, los franceses, seis
muertos y diecinueve heridos. El poderío militar desplegado fue demasiado para
los guerrilleros captados entre los nativos saharauis. Ya se tuvieron que
acojonar un poco cuando vieron los preparativos de la ofensiva. Hasta carros de
combate se desembarcaron, los primeros usados en aquella guerra. Eso les tuvo
que acoquinar bastante. Se dice que aquí se demostró el poco apego entre
saharauis y marroquís, puesto que al primer contratiempo militar, los nativos
que se habían enrolado en el Ejército de Liberación, dejaron las armas y
mostraron muy poca motivación para luchar por sus «hermanos marroquíes». Nada
que ver con los baamaranis de Ifni.
A Mohamed V ya le iba
bien la ofensiva. A él todo lo iba de cara. Con la desaparición del Ejército de
Liberación desaparecía el brazo armado del Istiqlal, su principal adversario
político. Su única implicación en el asunto fue elevar una nota de protesta
ante el gobierno francés y expulsar al cónsul español de Agadir, pero no hizo
nada para ayudar a los guerrilleros. Como siempre, jugaba a dos bandas y sacaba
ganancias de todo. Sabía que, tarde o temprano, la fruta caería madura. El
apoyo de EEUU y la Liga Árabe era su principal baza.
Los franceses, una vez
eliminada la mosca cojonera que les tocaba las narices en Mauritania, se
pudieron centrar en Argelia, donde tenían armado un buen cacao. Pero nosotros,
aún teníamos la mosca cojonera instalada en Ifni. Sin la ayuda francesa nos iba
a ser imposible repetir el éxito de la operación Teide, por lo que el gobierno
ya tenía claro que se imponía la vía diplomática.
OPERACIÓN PEGASO
El capitán general de
las Canarias ordenó a Zamalloa que lanzara otra operación de reconocimiento de
las fuerzas enemigas. Le dio la libertad de escoger la zona. Zamalloa pensó que
la más idónea era al norte, en Tabelcut, pues se podía contar con apoyo naval y
la zona estaba alejada de la anterior operación de reconocimiento. Además, se
creía que allí las fuerzas enemigas eran muy pequeñas. A fuerza de ser cansino
repito, una vez más, que nosotros no teníamos ni idea del enemigo. No sabíamos ni
dónde estaban, ni cuántos formaban la primera línea ni los refuerzos que podían
tener en una segunda línea. Nada de nada. Incluso, en la Orden de Operaciones
se especificaba que el enemigo disponía de «…un núcleo considerable de
fuerzas de cuantía indeterminada» y no se descartaba la posibilidad de que
«pueda disponer de ametralladoras». O sea, no estaban seguros de nada.
Una vez más se
subestimó al enemigo. Tal vez nuestros mandos, al comprobar que la operación
Teide estaba arrasando al enemigo en el Sáhara, creyó que estaban acabados.
También pudo influir la poca oposición del Ejército de Liberación en la
operación Siroco.
El caso es que el 19 de
febrero comenzó la operación. Se dividió en dos agrupaciones que se
concentraron en el Centro de Resistencia F, es decir, el Buyarifen. Una estaba
integrada por la VI Bandera de la Legión y la II Bandera Paracaidista. Serían
los que tenían que romper las primeras líneas defensivas del enemigo. La otra
agrupación la componía la I Bandera Paracaidista; una compañía de fusiles, una
sección de ametralladoras y un pelotón de morteros de 81 mm del IV Tabor del
Grupo de Tiradores de Ifni nº1; una sección de zapadores del Regimiento número
6 de San Sebastián y un destacamento del Grupo de Policía. Esta agrupación
estaba motorizada con cinco vehículos comando y dieciocho camiones para el
transporte de los tiradores. Contaban con un importante apoyo artillero naval y
terrestre.
El plan, como todos los
diseñados sobre plano y papel, era sencillo: La VI Bandera de la Legión y la II
Bandera Paracaidista, contando con apoyo artillero, romperían las primeras
líneas de defensa enemigas, compuestas por algunos puestos de vigilancia. Eso
dejaría libre la carretera de Tabelcut a las fuerzas motorizadas. Mientras, la
I Bandera Paracaidista saltaría en los alrededores del poblado. Una vez
agrupadas las fuerzas, se reconocería el terreno y se regresaría a Sidi Ifni.
Nada, algo sencillo que se tenía que desarrollar en unas pocas horas. Hasta le
pusieron un horario: el bombardeo artillero empezaba a las 08:00 de la mañana y
el repliegue a las 16:30 de la tarde. Tenía que durar poco para evitar la
posibilidad de que el enemigo contraatacara con refuerzos. Como es reiterativo,
no teníamos ni idea de lo que había más allá de nuestros puestos de vigilancia.
Lo que veíamos los centinelas era todo lo que sabíamos de ellos.
Pero, claro, la cosa no
empezó bien. De momento, un día antes de la operación, corrió el rumor de que
los paracaidistas de la I Bandera iban a efectuar un salto de guerra a gran
escala. No se sabe de dónde partió, pero el caso es que eso alertó a los
guerrilleros. Que nosotros no supiéramos nada de ellos no quería decir que
ellos no lo supieran todo de nosotros. Estaban infiltrados en nuestras filas,
en nuestros hospitales, en nuestros despachos, y hasta en nuestras casas
vistiendo ropa de asistentes, criados o cocineros. Por lo tanto, se perdió el
factor sorpresa.
El bombardeo previsto
para las ocho de la mañana se tuvo que retrasar porque aún no estaban listos
los trabajos topográficos necesarios para el tiro de artillería y morteros. Una
vez comenzado el fuego de artillería, a él se unieron los apoyos navales y
aéreos. Desde los barcos se dispararon ochenta y ocho obuses y sólo once
explotaron. A la aviación no le fue mucho mejor. De las veinte bombas que se
soltaron sólo estallaron unas pocas mientras otras se quedaron enganchadas en
los aparatos soltándolas en el mar. En fin.
Cuando los
paracaidistas y legionarios atacaron las posiciones enemigas, se encontraron
con mayor resistencia de la esperada y se quedaron clavados en el terreno. Como
en otras ocasiones, a las primeras de cambio, la misión, tal como fue concebida
en un principio, había fracasado. La resistencia del enemigo obligó a cancelar
el lanzamiento completo de la I Bandera Paracaidista, y decidieron que sólo
saltara la 1ª compañía, enviando al resto en apoyo de las tropas que estaban
intentando abrir la brecha.
Por fin los legionarios
y paracaidistas lograron despejar la carretera de Tabelcut y la compañía
motorizada de Tiradores pudo iniciar el avance sobre las 13:30 horas. A la
misma vez, los paracaidistas se dirigían hacia la zona de salto situada en la
retaguardia enemiga. Se eligió Erkunt, muy cerca de la costa. Aparte de no
saber lo que les esperaba abajo, corrían el riesgo de que el viento los
arrastrase hasta el mar. Si caían en él, estaban perdidos. En todo Ifni no
había ni un solo chaleco salvavidas, y los buques no se podían acercar debido a
los rompientes de la zona. Por fortuna, ni los guerrilleros les esperaban abajo
con grandes contingentes ni el viento hizo de las suya.
Los paracaidistas y las
fuerzas de Tiradores se agruparon y a las 20:00 horas comenzó el repliegue. Las
últimas unidades llegaron a la ciudad a las 02:00 horas de la madrugada.
Aquella operación nos costó ocho muertos y diez heridos. Fue un fracaso, pues,
además del elevado número de bajas, no se logró el objetivo inicial: llegar a
Tabelcut. Además, nos demostró que el Ejército de Liberación de Ifni no tenía
nada que ver con el del Sáhara. También nos dejaron claro que si queríamos
reconquistar el territorio teníamos que pagar un alto precio en vidas. Precio
que, por fortuna, nuestro gobierno no estaba dispuesto a aceptar.
MARZO-JUNIO 58
En Ifni, tras la operación Pegaso, las acciones guerrilleras se
limitaron a pequeños golpes de mano. Tanto nosotros como los guerrilleros nos
dedicamos a mirarnos de una trinchera a otra. Éramos como dos boxeadores
mediocres y en baja forma que se habían dado un par de guantazos y ya no podían
con su alma.
El Ejército de
Liberación había cesado sus actividades, limitándose tan sólo a minar el
perímetro, observarnos desde sus posiciones y a dar por saco de vez en cuando
con pequeños golpes de mano y disparos esporádicos. Pero eso no quería decir
que estuvieran bajo mínimos, al menos, no lo suficiente como para derrotarlos
definitivamente. Tampoco que podíamos bajar la guardia.
Mapa de Ifni.
Los próximos meses iban
a transcurrir de una posición de montaña a otra. Apenas pisábamos el cuartel y,
menos, la ciudad. Nuestra labor básicamente consistió en mejorar las posiciones
del perímetro defensivo. El pico y la pala nunca dejaron de ser una parte más
de nuestro equipamiento tanto como lo era el fusil. Luego, en reemplazos
posteriores, algunos soldados que ocuparon aquellas posiciones llegaron a decir
que ellos no «estuvieron tan mal». Me alegro por ellos, de verdad, pero el
trabajo sucio ya estaba hecho con el sudor y la sangre de los que antes
habíamos pasado por allí.
De posición en posición
y de guardia en guardia, cuando no estábamos picando en la tierra. Guardias
interminables abrigados del frío con la chilaba y una manta e intentando no caer
rendido por el sueño y el cansancio. De ello dependía tu vida y la de tus
compañeros. En medio de un silencio sobrecogedor rodeados de chinches y
estrellas. Con el oído atento al más mínimo roce, siempre en tensión. El peor
puesto era el de «escucha». Se solía situar entre las alambradas, de las que
colgábamos latas para que hicieran ruido, y el enemigo. Era como un puesto
avanzado al que se accedía por huecos que dejábamos entre los alambres. Se
situaba en un agujero y su misión consistía en eso: escuchar al enemigo. Porque
verlo, si no había luna llena, era imposible. ¿Y cómo se comunicaba este
«escucha» con sus compañeros? Muy sencillo: con una cuerda atada en su muñeca.
El otro extremo lo tenía el centinela del puesto de guardia más cercano. Se
comunicaban mediante tironcitos. Pero esta cuerda también tenía otra finalidad:
arrastrar el cuerpo en el caso de que el infeliz «escucha» fuera abatido.
Algunas noches hubo
algún que otro tiroteo. Unos pocos causados por el enemigo, pero la mayoría
porque a algún centinela nervioso o aburrido se le había escapado un tiro.
Bastaba eso para que al momento todos empezáramos a tirar a ciegas. Hasta que
algún sargento u oficial ponía orden. La verdad es que era preferible eso antes
que estar toda la noche al borde de un ataque de nervios.
Para tener una idea de
lo que significaba estar de «escucha», mejor que lo explique Diego Sánchez
Cordero: «Estaba yo tendido en el suelo envuelto en mi manta, confundido con
la oscuridad y el silencio, con el oído puesto en cualquier ruido que pudiera
producirse. De pronto sonó el trallazo seco de un tiro, al que siguieron otros
y otros más, y explosiones de bombas. La noche quedó rota, como si fuese el
principio del fin del juicio final. Por encima de mi silbaban las balas, y la tierra
se estremecía con cada una de las explosiones. Me arrastré a un lado buscando
un lugar más seguro. Con mi movimiento se le escapó la cuerda al centinela que
la sujetaba, y entró en la zona donde estaban las latas, haciendo un ruido
infernal cuando las tocaba la cuerda. Inmediatamente todos los tiros fueron en
aquella dirección. Me refugié detrás de un montón de piedras, llegando a la
conclusión que yo era blanco de los míos y de los otros. Así amaneció y
entonces puede ver que me encontraba en el campo de minas. Por el miedo, dejé
de respirar y de moverme, sólo se notaba que estaba vivo por el sudor de mi
frente. Cuando me recuperé un poco del susto empecé a pensar cómo salir del
atolladero, salvando el pellejo. Asomar la cabeza o ponerme de pie para que me
vieran mis compañeros, lo descarté por peligroso. Y, la verdad, no había muchas
soluciones para elegir, teniendo en cuenta que me encontraba en mitad de un
campo de minas. Ya había tenido suerte de llegar hasta allí sin saltar por los
aires, para salir, más que suerte, necesitaba ayuda. Se me ocurrió una idea,
aunque estaba seguro que serviría de pitorreo. Lo único blanco que llevaba eran
los calzoncillos. Me los quite como pude, sin moverme mucho. Sin apenas sacar
los brazos, los extendí encina de las piedras, y me puse a rezar porque un
compañero los viera, y reconociera unos calzoncillos usado por los soldados del
ejército español. Con eso y la noticia de la desaparición de un soldado, puede
que la suerte me diera otra oportunidad para seguir respirando.
Y me la dio Aquella
noche salvé la vida muchas veces, tantas como veces temí que la perdería. Con
la duda en el ánimo de si estaba vivo o muerto, fui rescatado por mis
compañeros».
Esta era la realidad de
los soldados en las trincheras. Creo que vale como ejemplo.
Nuestra monotonía
transcurría entre guardias, cavar trincheras y, en los pocos momentos de
descanso, escribir o leer cartas o revistas que nos enviaban desde casa. Eso
los que teníamos la suerte de saber escribir y leer. Muchos llegaron allí
siendo analfabetos y, algunos, aprender a leer y escribir fue lo único que se
llevaron del ejército. Tuve un compañero, un pastor de León, que no sabía leer
ni escribir. Tampoco nadie de su familia, por lo que en muchos meses no pudo
cartearse con nadie. Ni su familia tenía noticias de él ni él sabía nada de los
suyos. Hasta que recibió una carta escrita por el párroco de su pueblo dictada
por su madre. Se pasó una semana con la carta metida en el bolsillo. A veces lo
veíamos con ella en la mano mirándola, y veíamos como se le humedecían los
ojos. Hasta que por fin nos enteramos de que no sabía leer y que por vergüenza
no había dicho nada. Sus compañeros de escuadra le leyeron la carta y le
escribieron la contestación. Porque, si hay una cosa positiva que aún no he
dicho, quizás lo único bueno que sacamos de todo aquello, es que se creó entre
nosotros unos vínculos de amistad y compañerismo muy fuertes. Esa amistad, en
muchos casos, dura hasta el día de hoy.
Yo, aparte de con mi
familia, me carteaba con mi madrina de guerra. María del Pino, se llamaba
(espero que se siga llamando), y vivía en Telde, Las Palmas. Sólo los que nos
vimos en aquella situación sabemos lo que significaban las madrinas de guerra
para los soldados. Cuando estábamos en las trincheras sus cartas de aliento y
sus paquetes de comida eran esperados con ansiedad. Esa correspondencia nos
ilusionaba y nos daba esperanza. Además de cartas y revistas me enviaba
paquetes con galletas y frutos secos. Mantuvimos una correspondencia formal y
llena de ánimos por su parte. Me escribía sobre cosas entretenidas que me
hacían olvidar un poco todo lo que me rodeaba. También me mandaba fotos. Tengo
que decir que hasta esperaba con impaciencia sus cartas. Algunos compañeros
solían contar hazañas ficticias para sorprenderlas, pero yo siempre le fui
sincero en la medida que la censura militar me lo permitía.
En esa rutina estaba
inmerso hasta que, por fin, me llegó la licencia.
Archivo Ángel Ruiz.
Con alegría y lleno de ilusión por salir por fin de allí, preparé
mis cosas junto a mis compañeros. Las sensaciones eran contradictorias. Por una
parte, con la alegría lógica de dejar atrás la suciedad y dejadez en la que
estábamos instalados y que ya formaban parte de nuestra normalidad. También, de
la tensión constante que suponía tener enfrente a unos moros que se declararon
nuestros enemigos. Por otra, con algo de tristeza por todo lo que habíamos
vivido y, sobre todo, por los compañeros que no iban a acompañarnos porque
estaban en el cementerio de Sidi Ifni o se habían quedado en las montañas
desaparecidos para siempre. Por supuesto, la tristeza se incrementaba al saber
que nos teníamos que separar de los que, durante mucho tiempo, habían sido
nuestros compañeros. Allí se crearon unos vínculos unidos por el sufrimiento
común. Compartimos todo lo que teníamos. Todo era de todos, hasta las tristezas
y alegrías. Nos convertimos en algo más que amigos. Daba igual nuestra
procedencia, nivel cultura, profesión o situación social. El uniforme de
soldado, sin galones, nos convirtió a todos en iguales; y el hambre, la sed y
la suciedad eran común para todos. No diferenciaban al culto del inculto, al de
ciudad y al del campo, al que hablaba andaluz o catalán. No íbamos a echar de
menos ni las ratas ni a los chinches ni a los moros, pero sí a nuestros
camaradas.
Hicimos el petate sin
entender aún qué había pasado y por qué. En aquel momento tampoco me hice
muchas preguntas.
El barco que nos tenía
que trasladar a Canarias era el Cabo de Hornos. Como ya se ha explicado, no
podía acercarse a la costa y tuvimos que subir a él por medio de anfibios.
Pero, claro, el Atlántico no lo ponía fácil y tardamos once días en embarcar
todo el pasaje. Nuestro menú durante los once días consistió en carne de búfalo
enlatada para desayunar, carne de búfalo para comer y carne de búfalo para
cenar. Aquello era pura grasa y con el calor que hacía no había quién se lo
comiera. Como es natural, nunca más he vuelto a probarla.
El viaje de regreso no
fue mejor que el de ida. Para dar una idea del tipo de transporte que usábamos,
decir que el Cabo de Hornos era un barco de pasaje americano botado en 1920. Su
primer nombre fue el de Empire State. O sea, cuando yo me subí a él ya tenía 38
años. En 1940 lo compró la naviera Ybarra y lo rebautizó como Cabo de Hornos.
Aunque parezca increíble, pasó a ser el trasatlántico de más porte de la marina
civil española. Al año siguiente fue desguazado.
El caso es que llegamos
a Las Palmas y lo primero que hicimos fue cambiar latas de carne de búfalo por
plátanos. Después de doce días, entre la espera y la travesía, llevábamos las
mochilas llenas de aquella carne infame y, para nosotros, comer plátano, fue
todo un manjar. Lo que son las cosas. Allí estuvimos cinco días alojados en
tiendas de campaña en el mismo puerto de La Luz. No teníamos ninguna comodidad,
pero después de casi dieciocho meses en las montañas de Ifni, nos sentíamos
como un explorador de mundos desconocidos que, después de mucho tiempo, vuelve
a la civilización. Aquello nos parecía un hotel de cinco estrellas. Y, sobre
todo, no había moros disparándonos.
Aquí tengo que contar
algo un poco íntimo: durante mi estancia en Las Palmas pude conocer a mi
madrina de guerra. Ya he dicho que se llamaba María del Pino y vivía en Telde.
Durante los días que estuve allí paseábamos cada día a la luz del día a la
vista de todos. También, una vez llegué a casa, seguimos manteniendo la
correspondencia. No sé si eso, unido a los prejuicios de la época, tuvo algo
que ver, pero el caso es que se quedó soltera. Aún me pregunto si yo tuve algo
que ver con eso y aún siento algo de arrepentimiento por actuar de aquella
manera.
Al quinto día de estar
en Las Palmas nos embarcaron en el mismo barco rumbo a Cádiz. El viaje esta vez
fue más rápido y apacible. Pero, al llegar al puerto, las autoridades
portuarias se empeñaron en que teníamos que pasar por la aduana para
registrarnos. No estábamos dispuestos a que nos hicieran aquello. No sé qué se
pensaban que podíamos llevar, aparte de mucha hambre y cansancio. Desde lo alto
del buque todos empezamos a gritar: «¡Qué no somos contrabandistas, somos
soldados y venimos de la guerra de Ifni!». Al final cedieron y nos dejaron
desembarcar sin pasar por aduana.
Por fin estábamos en la
Península y, como, una vez más, dice Diego Sánchez Cordero, sentí que: «Todo
se había quedado en aquellas tierras africanas: inocencia, salud e ilusiones». Todos
volvimos como derrotados.
Al día siguiente nos
montaron en un tren borreguero hacía Alcázar de San Juan. Estuvimos todo el día
y la noche en aquel tren. Allí cogí otro en dirección a Albacete y de allí a
Alcaraz en el coche correo de las ocho de la mañana. Llegué a mi pueblo y a la
primera que vi fue a mi tía Felisa. Luego a toda mi familia que me esperaba en
la plaza del pueblo.
Era el 30 de junio de
1958.
A fecha de hoy, el
único reconocimiento oficial que tengo que mi participación en la guerra o
conflicto de Ifni, es una medalla en papel. Si quería la de metal la tenía que
pagar de mi bolsillo. Los diferentes gobiernos democráticos se han negado a
atender nuestras reivindicaciones. Un reconocimiento oficial, sólo pedimos eso.
Por desgracia, el tiempo pasa.
Diploma de la Medalla de la Campaña Ifni-Sáhara de Ángel Ruiz (foto del autor)
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