Nota: Esta es la versión en línea y revisada del libro "Ángel Ruiz: recuerdos de un combatiente de Ifni" de Antolín Hernández, publicado en 2019.
EPÍLOGO
Como se ha dicho, una vez estancado el conflicto, todos tenían
claro que se imponía la vía diplomática. El 2 de marzo de 1958, otra nota del
Ministerio del Ejército anunciaba a los españoles las exitosas acciones para
limpiar el desierto de guerrilleros. En la misma, «Tomaron parte de las
operaciones unidades de todas las Armas y servicios, ampliamente dotadas de
modernos medios motorizados y mecanizados., constituyendo agrupaciones de
combate muy móviles y potentes» Como es natural, no se dijo nada del
importante papel que tuvieron los franceses. La nota se limitaba a decir que «Las
unidades francesas de Mauritania (…) han llevado a cabo, por su parte,
operaciones de limpieza, en colaboración con nuestras columnas». En esa
nota, además, había algo que llamaba mucho la atención. En ella se decía que la
operación Teide había consistido en «eliminar las bandas intrusas
establecidas al sur del paralelo 27º 40’». Es decir, en Cabo Juby, el
Protectorado Sur, los guerrilleros no eran «intrusos». Lo que era lo mismo que
decirle a Mohamed V: «Aquí tienes el País Tekna, sólo tienes que pedirlo por tu
boquita. Eso sí, a cambio le bajas los humos al Istiqlal para que deje de
tocarnos las narices».
Hemeroteca ABC.
Si Marruecos tenía algunas reticencias porque la
ambición de su rey era desmedida y quería más, los EEUU se encargaron de coger
de las orejas a uno y a otro (Franco y Mohamed V) para que se pusieran de
acuerdo. Uno tenía ganas de pasar página, y el otro iba a quedar ante su pueblo
como el gran libertador que había vencido a los infieles. De paso, se libraba
de su mosca cojonera particular: el Istiqlal, muy debilitado después de la
ofensiva franco-española en el Sáhara.
Y así fue, en abril se
firmó en secreto el Tratado de Cintra (más que tratado fue un acuerdo bajo
mano), por el que le entregábamos a Marruecos un trozo de territorio que nunca
le había pertenecido. La frontera sur del país alauita ya no estaba en el Uad
Draa, sus límites históricos, sino en el paralelo 27ª 40’, una línea imaginaria
marcada por capricho francés e inoperancia española. La entrega, desde el punto
de vista jurídico internacional, era obligada desde la independencia de
Marruecos en 1956, y los tekna pasaron a ser súbditos del rey de Marruecos.
Ahora, además de rezarle, tenían que obedecerle y pagarle tributo. Se dio el
caso de que los erguibats se rebelaron en contra de esta entrega (de hecho,
durante el conflicto, el jeque Jatri Uld Yumani, jefe de los Boihat, una de las
cabilas más numerosa de la tribu de los Erguibat, había dejado claro que, con
excepción de tres jefes, se habían dado cuenta de que la coexistencia con los
marroquíes no era posible y para nada querían que su territorio quedase unido
al de Marruecos).
En el acuerdo no se
decía ni una palabra sobre qué pasaba con Ifni, donde la situación seguía
estancada y donde se seguían produciendo bajas españolas causadas por los
francotiradores moros. Ni que decir tiene que el acuerdo secreto les sentó
fatal a los militares, sobre todo a los destacados en el Sáhara. Además de que
se enteraron a través de Radio Nacional, ellos no le habían dado caña al moro
para que ahora se le entregase un trozo de territorio por el que se había
derramado sangre española. Ellos se sentían orgullosos de haber rechazado a los
rebeldes con medios muy precarios y, al contrario del gobierno de Madrid,
tenían claro que el Ejército de Liberación no era una herramienta al servicio
del comunismo internacional, sino de Marruecos, por lo que interpretaron la
entrega de Cabo Juby como un «premio» a los que ellos consideraban los
agresores y auténticos enemigos. Se tomaron aquello como una traición.
En el momento de la
entrega, los marroquíes aún quisieron pasarse de listos. Habían pensado darle
al acto todo el boato posible y tenían previsto enviar al príncipe heredero,
Hassan II, acompañado del futuro gobernador, Alí Boaída, el comerciante
baamarani que huyó de Sidi Ifni un día antes del ataque y que se había dedicado
a suministrar armas al Ejército de Liberación, por lo que había sido declarado
en rebeldía por la Capitanía General de Canarias. Además de un montón de
ministros y jefes de algunas tribus locales adeptas a Marruecos. Previamente se
habían desplazado a Villa Bens (Tarfaya, a partir de entonces) el gobernador de
Agadir, dos funcionarios de exteriores y Ben Mizzián, general del ejército
marroquí que cuando empezó a gestarse todo este follón era Capitán General de
Canarias.
A los marroquíes no se
le ocurrió otra cosa que enviar a Tarfaya a una columna de setenta camiones y
un millar de soldados para que rindieran honores al príncipe heredero cuando
llegara a la ciudad. Podían haber seguido una ruta que discurría en todo
momento por territorio marroquí, pero, en vez de eso, con muy mala idea
pretendieron hacerlo penetrando en el Sáhara español. Pero se toparon con el
general José Héctor Vázquez, que se gastaba otras formas menos condescendientes
que las usadas por Madrid. El general envió a la frontera a la II Bandera de la
Legión, reforzada por un destacamento de caballería acorazada del regimiento
Pavía-19 y una escuadrilla de cazabombarderos T6D. Tenían órdenes muy concretas
de no permitir la entrada de los marroquíes en territorio español. Incluso se
les dio instrucciones de usar la fuerza y aniquilarlos si era necesario, aunque
eso significara entrar en guerra con Marruecos. Dejarlos pasar equivalía a que
los marroquíes creyeran que se podían pasear libremente por el Sáhara, como si
casi les perteneciera. No se les iba a dejar pasar ni una más. En la línea
fronteriza se vivieron momentos de tensión que a punto estuvieron de provocar
una guerra, esta de verdad, con Marruecos. Al final el Muley Hassan no apareció
por Tarfaya y la columna marroquí se largó por donde había llegado. Al menos,
ahí nos mantuvimos firmes.
Zamalloa, antes del
acuerdo de Cintra, pidió permiso para otra misión que reforzara el perímetro,
pero le dijeron que se estuviera quietecito, que ya estaban bien como estaban.
Mientras Franco le paraba los pies al antiguo gobernador, Mohamed V hacía lo
propio con el Istiqlal. Ben Hammú, el responsable del Ejército de Liberación,
consciente de que sin la ayuda del ejército marroquí no tenían fuerzas para
más, se alió con el rey y aceptó el status quo. Eso sí, en Ifni, el
ejército marroquí enseguida ocupó las posiciones que la guerrilla nos había
arrebatado.
Y llegó el mes de junio
y Zamalloa recibió un famoso telegrama. En él se anunciaba que «Representante
bandas armadas asegura a partir 12:00 horas día 30 harán alto el fuego en ese
sector. Observe cuidadosamente actitud de enemigo, extremando precaución. Fuego
propio totalmente prohibido. Aviación no debe volar». Lo que venía a decir
que había acabado la guerra, guerrita, conflicto armado, malentendido o lo que
fuera que sucedió allí.
En aquel mismo momento,
en pleno proceso de descolonización internacional, se tenía que haber entregado
el territorio a Marruecos. No tenía ningún sentido alargar lo inevitable y
mantener lo que quedaba del enclave: un perímetro alrededor de la ciudad de
apenas ocho o diez kilómetros. Porque, entre otras cosas, eso significaba tener
que seguir mandando allí a jóvenes a cumplir el servicio militar en las
posiciones de montaña, donde, a pesar del cese de las hostilidades, se
siguieron produciendo bajas españolas. También, el país se podía haber ahorrado
todo el dinero que invirtió en maquillar una derrota en toda regla. A Sidi Ifni
se le hizo un lavado de cara y la ciudad continuó su actividad como si nada
hubiera ocurrido. Como el boxeador que sabe que el golpe recibido es letal y de
un momento a otro se va a desplomar, pero, antes de que ocurra, trata de
comportarse como si nada. Sidi Ifni pasó a ser conocida como la ciudad de
las flores. Se la dotó de un jardín biológico, de una red escolar y de
educación media más que suficiente. Hasta un parque zoológico. Se mejoraron el
hospital y el aeropuerto. Hasta se instaló un «puerto flotante»: un teleférico
para descargar los barcos. Una obra de ingeniería ostentosa que se vendió como
uno de los grandes adelantos técnicos de la época, pero que sirvió de poco
porque la mayoría del tiempo estaba estropeada o el estado del mar impedía su
uso. Hasta se asfaltaron las calles.
Palacio del Gobernador en la actualidad (foto del autor)
Sidi Ifni era una ciudad ficticia. Se le dotó de estatus de
provincia española (de dudosa legalidad jurídica), pero en realidad nunca dejó
de ser un pequeño enclave colonial con los roles sociales muy definidos. A
todos los que nacían allí, de origen europeo o nativo, se le otorgada el
documento nacional de identidad donde, en nacionalidad, constaba: «española».
Una supuesta provincia más, como Cuenca o Teruel, donde a los nativos, por
preservar sus costumbres sociales y religiosas, se les permitían cosas que en
Cuenca o Teruel serían delito. Se dio la paradoja de que Ifni y el Sáhara eran
las únicas «provincias» españolas en las que se infligía el Fuero de los
Españoles en el que se proclamaba la confesionalidad del Estado a la Religión
Católica, Apostólica y Romana.
En realidad, no era más
que una manera de defender lo indefendible. Como cuando Castiella, el ministro
de Asuntos Exteriores español, declaró ante la Comisión de las Naciones Unidas
sobre descolonización, que España no poseía Territorios No Autónomos (TNA), o
sea, colonias, sino que tenía provincias en África que constituían parte
del territorio nacional.
Sidi Ifni era una
ciudad donde convivían dos realidades paralelas. Por un lado, las élites vivían
mucho mejor que en la Península y disfrutaban de privilegios y comodidades
impensables en la metrópoli. La cercanía de las Canarias y el contrabando, les
permitían tener los últimos adelantos tecnológicos a un precio muy asequible.
Incluso se aprovisionaban de ellos y de otros artículos de lujo para luego
pasarlos como mercancía franca a la Península y revenderlos allí. A la vez, los
soldados pasaban sed, hambre, calor y frío en las trincheras mientras eran
comidos por los chinches y pulgas; velando por la seguridad de todos ellos.
Manuel Jorques, en Historias secretas de Ifni (hablan los soldados), lo
explica muy bien: «... Sidi Ifni, como todas las ciudades sitiadas y en alerta
por una posible reanudación de un conflicto bélico latente, prosperaba gracias
al sudor, la sangre –e incluso la muerte- que a diario manchaba sus flancos.
Podría decirse que aquellos miles de jóvenes soldados que se marchitaban en las
trincheras eran el alimento de la ciudad. De un ciudad en la que, mientras los
hombres en los parapetos el campo sentían el pulpo del frío agarrado a su carne
hasta el alba, algunos de sus jefes jugaban a las cartas, bebían, bailaban y se
divertían en el Casino de Oficiales».
Todo formaba parte de
una farsa. Muchos estamos convencidos de que en Cintra le pusieron fecha de
caducidad a Ifni. Es probable que Castiella, el ministro que firmó el acuerdo,
pidiera unos años de plazo antes de la entrega, para así venderle la moto a la
opinión pública española de que en Ifni no habíamos sido derrotados. «Veis,
hemos sabido defender con valentía y honor la integridad del territorio
español. Los moros no han conseguido echarnos de aquí. Y, para que veáis que
tenemos proyectos de futuro, vamos a seguir mandando a nuestros jóvenes a las
trincheras y nos vamos a dejar un montón de pasta aquí». En fin. Otro motivo
para no entregar el territorio nada más acabar la guerra, quizás fue porque eso
hubiera significado validar el uso de la fuerza como medio de reclamación
territorial, lo que ponía en peligro otros enclaves españoles en África.
Hasta que, por fin, el
4 de enero de 1969 se firmó el Tratado de Fez, el plazo dado por los marroquíes
en Cintra había finalizado y la ONU apremiaba a que se descolonizara ya el territorio.
A cambio, Hassan II (Mohamed V falleció en febrero de 1961) nos daba el derecho
de faenar en sus costas. Qué bien. La decisión tenía que ser ratificada con las
Cortes y hubo más oposición de la esperada (casi inaudita en una Cámara no
democrática)
Para convencer a los
sectores más críticos (Blas Piñar se oponía firmemente a que se entregase un trozo de
«territorio español»), el Consejo de Estado se vio obligado a admitir que Ifni sólo era
una provincia de naturaleza «funcional». Lo que desmontaba el argumento de que
Ifni era «una provincia tan española como Cuenca», según Carrero
Blanco.
Castiella quería tener
las manos libres para centrar toda su atención en la reivindicación de
Gibraltar, para lo que necesitaba el apoyo del grupo de los países árabes en la
ONU, quienes respaldaban la integración de Ifni a Marruecos. Como mantener Ifni
y reivindicar Gibraltar eran términos incompatibles, el ministro se encargó de
desmontar algunos argumentos que históricamente se habían usado para justificar
nuestra presencia en Ifni. A saber:
Admitió que nunca hubo
una factoría pesquera en Santa Cruz de la Mar Pequeña. También, que ésta nunca
se localizó en Ifni.
La ocupación de Ifni se
efectuó de manera unilateral sin contar con los franceses (¿) y ocupando más
territorio del que correspondía.
El enclave tan sólo era
«una mera cabeza de puente inviable e ineficaz» en el que era imposible
la pesca.
Castiella también echó
mano de argumentos militares y estratégicos:
Las difíciles
comunicaciones con la capital hacían que su defensa resultara muy costosa en
medios y hombres.
El territorio, o lo que
quedaba de él, ya no podía ser usado para defender a las Canarias.
El embarcadero (unido a
tierra por el teleférico), construido a un kilómetro y medio de la costa,
estaba habitualmente estropeado y sólo podía utilizarse en verano. Además, sólo
podían atracar buques de hasta cincuenta metros de eslora.
El aeropuerto no era
apto para aviones reactores y casi siempre estaba cubierto por la niebla.
Las comunicaciones
telefónicas y telegráficas eran muy deficientes. Tan sólo una estación de radio
de campaña enlazaba de vez en cuando con Canarias.
El único motor
económico de la ciudad eran las fuerzas españolas y los funcionarios. Tan sólo
disponía de una fábrica de hielo, una de gaseosa y una agricultura de
subsistencia.
Económicamente era una
ruina. Sólo en complementos de sueldos para los militares, el gobierno se
gastaba un millón de pesetas al día.
Ante estos argumentos
(que ya podían haberlo pensado antes), las Cortes votaron mayoritariamente a
favor de la «retrocesión del territorio de Ifni» (no provincia). Eso sí, como
la opinión pública no iba a entender que se entregase sin más un territorio que
diez años antes se había defendido con las armas, no se le podía decir todo
eso. No se le podía decir que durante años les habían vendido un producto falso
en el que se habían gastado mucho dinero y por el que habían muerto muchos
jóvenes y otros habían regresado mutilados. Lo que se le dijo fue que se
entregó para cumplir las resoluciones de la ONU y como muestra de nuestra
eterna amistad con nuestros hermanos marroquíes.
El 30 de junio de 1969, la bandera española fue arriada por última
vez en Sidi Ifni. Muchas familias, de militares y civiles, tuvieron que
abandonar sus hogares y empezar una nueva vida. La despedida estuvo llena de
amargura y tristeza. Yo estuve de paso, pero muchos de ellos habían nacido allí
y no conocían otra cosa. Aquel era su lugar de origen. Yo nací en Alcaraz, y le
tengo cariño a mi tierra. Ellos nacieron en Ifni, y también le tienen cariño a
su tierra.
Arriada de la bandera de España en Sidi Ifni.
Según, Rifi, un amigo
nativo baamarani, con partida de nacimiento española: «Los españoles se fueron
de un día para otro y nos abandonaron. Nos dejaron en manos de los marroquíes,
que al día siguiente entraron y lo desvalijaron todo. Aún hay veces que cuando
salgo de casa espero ver a Juan, a Manolo... a mis amigos españoles de la
infancia».
¿Para qué se derramó la
sangre de muchos jóvenes españoles? Para nada, absolutamente para nada.
La noche de aquel ya
lejano 23 de noviembre de 1957, cuando nos reunieron en el patio del cuartel de
Tiradores ante el inminente ataque guerrillero, nos podían haber dicho que
íbamos a combatir y morir por un territorio que tan sólo era «un gran
almacén de municiones, provisiones y pertrechos», según Castiella (y de
chatarra, añado yo), que no valía ni una gota de sangre de un soldado español.
Si nos hubieran dicho todo lo que Castiella le dijo a las Cortes, quizás, la
sublevación no hubiera sido de los moros.
Como punto final, no hay mejor epílogo que una frase escrita por
Diego Sánchez Cordero: «Las guerras siempre se pierden. Esta se perdió, y
también el lugar que ocupábamos en otro continente».
FIN
En el Café Madrid de Sidi Ifni (foto del autor)
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