Era un rincón inhóspito en la costa atlántica de Marruecos, entre un mar
salvaje y las chumberas. Pero fue el sueño colonial del franquismo, que
lo convirtió en capital de la África española. Defenderlo costó muchas
vidas. Este año se cumplen cinco décadas de su devolución. Un viaje
emocional con algunos de sus viejos habitantes hacia aquel pasado
Cuando el microbús pasa junto a las primeras casas de Sidi Ifni,
Teresa Suárez, de 72 años, comienza a aplaudir y exclama: “¡Ya estamos
en nuestro pueblo!”. Junto a ella viajan otras nueve personas
procedentes de distintos puntos de España. Han volado hasta Marrakech
para, desde allí, dirigirse por carretera a la antigua colonia, donde
vivieron su infancia y su juventud. Casi todos los años realizan el
mismo recorrido, pero esta ocasión es especial: al día siguiente
comenzarán las fiestas para celebrar el medio siglo de la devolución de
Sidi Ifni a Marruecos. Es una fecha agridulce para la mayoría de ellas
porque el 30 de junio de 1969 se extinguió oficialmente una época que
recuerdan como la más feliz de sus vidas.
Ángel Ruiz relata sobre el terreno una de las
acciones militares en las que participó a las afueras de Sidi Ifni.
Sobre la imagen aparece en en calzoncillos mientras, como él mismo
explica en el reverso de la foto, su ropa se seca tras ser despiojada
hundiéndola en un bidón de gasolina. En vídeo, el reportaje sobre la
vuelta de varios españoles a Sidi Ifni.
(Navia | CARLOS MARTÍNEZ)
El microbús se detiene frente al hotel Safa, situado sobre el
barranco desde el que Sidi Ifni se asoma al Atlántico. Abajo se halla la
playa en la cual desembarcó en 1934 el coronel Osvaldo Capaz para tomar
posesión del territorio. Aún hoy, muchos historiadores no logran
explicarse qué razones llevaron al Gobierno de la República a instalarse
en este lugar inhóspito, situado 170 kilómetros al sur de Agadir,
que apenas producía algo más que higos chumbos y que ocasionaba gastos
considerables al Tesoro. De hecho, durante los tiempos de la colonia
gran parte de los suministros llegaban por mar. El océano es allí tan
bravo que los barcos se veían obligados a fondear lejos de la playa.
Para abordarlos era preciso utilizar lanchones y vehículos anfibios. Los
niños del colegio de la Misión Católica se entretenían contando las
siete olas que debían salvar hasta llegar a la altura de los buques.
El sueño colonial de Sidi Ifni se desvaneció en 1969,
cuando el régimen de Franco, presionado por las corrientes
descolonizadoras en Naciones Unidas, se vio obligado a devolver el
territorio a Marruecos. Pero hasta ese momento tuvo rango de provincia y
envió a las Cortes los procuradores que le correspondían por su
población. También fue la capital del África Occidental Española, que
incluía, además de su propio territorio, los del Sáhara, Villa Bens (hoy
Tarfaya) y Guinea Ecuatorial.
Ana María Berger, ante el edificio del casino, cuyo interior permanece igual que entonces, salvo por las fotografías. (Navia)
En busca de un recuerdo. Sidi Ifni no tiene playas de arena blanca como
las de Agadir, ni un zoco espectacular como el de Marrakech ni edificios
tan bellos como los de Fez. Sin embargo, atrae de forma irresistible a
quienes salieron de la ciudad hace ya medio siglo. Teresa Suárez, que
nació en Tagragra, a 30 kilómetros de Sidi Ifni, lo explica de forma
contundente: “Aquí se me quitan las depresiones”. La suya no es la única
expedición que ha llegado en junio a la ciudad. En aviones, en coches
particulares, en taxis, en vehículos alquilados y en autobuses han ido
arribando hasta más de una treintena de personas desde Bilbao, Valencia,
Madrid, Granada, Canarias… Mujeres —sobre todo— y hombres que no tienen
ningún vínculo profesional o familiar con la ciudad y que, sin embargo,
pasan el año esperando el momento de emprender el largo y duro viaje:
más de 1.000 kilómetros y, para algunos, varios días de camino.
Pedro Rama, un empresario de 62 años que pasó allí sus primeros 12,
se pone cada tres o cuatro meses al volante de su coche y, en compañía
de su esposa, recorre los 1.264 kilómetros que separan Granada, donde
vive, de Sidi Ifni, donde se ha construido una casa frente al mar.
Sebastián Bish, que nació en la ciudad en 1947 y fue maestro nacional en
el colegio del barrio de Colominas, suele volar con su amigo Ángel
Ruiz, de 84 años, y sus respectivas esposas desde Valencia hasta
Marrakech, donde alquilan un coche y conducen más de 400 kilómetros. La
familia Berger viaja desde Bilbao y desde Logroño: la madre tiene 83
años; su hermano Santiago, 68, y su hija Concha, 64. Pilar García, de 68
años, que se mueve en una silla de ruedas eléctrica, vuela desde Las
Palmas a Agadir, donde la recoge un taxi y la lleva hasta Sidi Ifni.
Ana María Berger baila con su futuro marido en el casino de oficiales hacia 1953.
El de estas personas no es solo un viaje físico, sino emocional.
Regresan una y otra vez para recuperar algo tan intangible como la
felicidad que dejaron atrás cuando se marcharon. El empresario Rama lo
resume así: “Cuando me llevaron a la Península me partieron la infancia.
Tuve sensación de desarraigo y todavía, a los 62 años, la tengo”. Pilar
Martín-Peñasco, que nació en Sidi Ifni en 1945, recuerda: “Fue duro
abandonar la ciudad. Ya en Murcia, cuando me iba a la cama, me esforzaba
en soñar con ella”. Amelia Rojas, también nacida en Sidi Ifni, en 1950,
afirma: “Cada vez que me voy de aquí es como si hubiera hecho una
cura”.
Por lugares como la plaza principal, el zoco, el cine Avenida, el
edificio de Correos, el faro, el hospital y el casino de oficiales no
parece haber pasado el tiempo desde entonces. Sin embargo, es evidente
el deterioro de varias propiedades del Estado español. El ejemplo más
llamativo es el edificio de la Pagaduría, una bonita construcción que se
halla en estado ruinoso. En 1999, Rama intentó poner fin a esa
situación: “Me dirigí al Ministerio de Asuntos Exteriores y a la
Embajada de España en Rabat y me ofrecí a conservarlo, pero me
respondían con desidia. Si Francia hubiera tenido esta tierra, esos
edificios no estarían abandonados”. Desalentado, se olvidó del asunto.
Amelia Rojas (izquierda) y Pilar Martín-Peñasco, ambas nacidas en Sidi Ifni, se asoman desde la barandilla sobre la playa. (Navia)
A pesar del estado de los edificios, las personas que cada año acuden
aquí en peregrinaje contemplan la ciudad con los ojos dulces de la
memoria. ¿Qué ven exactamente?
Años dulces. La familia Berger es, entre esos visitantes, lo más parecido a una dinastía. Viaja a Sidi Ifni
desde 2006. Ana María llegó a la ciudad en 1941, con ocho años, cuando
su padre, militar, fue destinado a la colonia. Allí conocería a su
futuro marido, un teniente recién salido de la academia. Hay una foto de
los novios bailando en el gran salón del casino de oficiales: él lleva
su impecable uniforme de paseo y ella viste con elegancia. Es fácil
imaginar en torno a ellos a las otras parejas girando al ritmo de la
orquesta. Se casaron en 1954.
Amelia, fotografiada en el mismo lugar durante la colonia. De la primera vez que volvió a la ciudad recuerda: “Toda mi vida se me vino encima de golpe”. Ahora vive en Sevilla.
“Mis años aquí fueron felicísimos”, afirma Ana María, emocionada.
Está en el mismo salón donde fue tomada la foto, que hoy se halla
decorado con imágenes de la Marcha Verde. “Aquí transcurrió mi infancia,
mi juventud, mi matrimonio. Sidi Ifni ha sido todo”. Su hija también
recuerda una infancia feliz, con chapuzones en la piscina —que entonces
era solo para los oficiales y sus familias—, concursos de belenes y
bailes de disfraces en el casino. Un hermano de Ana María, Santiago, ha
viajado este año a la ciudad con su esposa: “La estaba volviendo loca
hablándole de mis recuerdos”.
Cuando van a Sidi Ifni,
los tres Berger se reencuentran con otro hermano de Ana María. La
vuelta de Javier a los orígenes ha sido completa: tiene 74 años, se
instaló en la ciudad hace seis y está a punto de casarse con una mujer
bereber de 35. En su piso del humilde barrio de Tamarrús, explica su
odisea: “Yo tenía muy buenos recuerdos de Ifni. Antes de jubilarme
trabajaba en España como arquitecto técnico. Me vine a Ifni porque, con
la pensión que tengo, aquí sí puedo vivir, puedo pagar una casa, la luz,
el agua y mantenerme”.
La mayoría de los que vuelven a la antigua colonia año tras año
comenzaron a hacerlo de la mano de la Asociación de Amigos de Ifni. Esta
organización se constituyó oficialmente en 2003 y agrupa a 168 socios
repartidos por toda España. Su presidente, Luis González, que estrenó
sus estrellas de teniente en el territorio en 1959, quiere celebrar la
próxima asamblea general en Sidi Ifni. Él tiene sus reservas con
respecto a las personas que han acudido allí este verano: “No me hace
gracia que la gente vaya cuando se celebra la entrega a Marruecos”,
dice.
Años amargos. Loreto Gallegos, de 70 años, y Francisco Montes, de 78,
se conocieron a través de la asociación. Es fácil comprender por qué
ella desea regresar allí. Pero no resulta tan sencillo entender por qué
él, que hizo la mili en la ciudad en 1963 y 1964 y la recuerda como “un
infierno”, vuelve al territorio. Ambos pasean de la mano junto a la
barandilla que se asoma sobre la playa y el mar bravo.
“Llegué a Sidi Ifni en 1965”, relata Loreto. “Mi padre era teniente
coronel de Tiradores II y vivíamos en el barrio [militar] de Colominas.
Los militares éramos una gran familia. Era como si siempre estuviéramos
de vacaciones”. En 1968 fue elegida reina de las fiestas. “Todos los
años, en la semana del 18 de julio (fecha en la que se conmemoraba el
alzamiento militar contra la República), nombraban a la hija de un
militar y a sus damas de honor. Me hacían entrevistas, había baile en el
casino, los tenientes iban con sus uniformes de gala…”.
Francisco, su pareja, la escucha con una sonrisa, pero endurece el
gesto al empezar a desgranar sus propios recuerdos: “Dicen que el día
más feliz en la vida de un hombre es cuando nace su primer hijo. Pero el
día más feliz de mi vida fue cuando un anfibio me llevó hasta el barco
fondeado frente a la costa y este se alejó de Sidi Ifni”. A pesar de su
juventud, él estaba entonces casado y ya tenía una hija de cuatro años.
“Nos encuadraron en una unidad nueva y nos alojaron en el cuartel de
Artillería de Montaña. Allí nos tenían trabajando con pico y pala, como
esclavos”. ¿Por qué vuelve entonces a Sidi Ifni? “Las cosas malas no se
olvidan, pero se sofocan. Y vengo con Loreto, que tiene tan buenos
recuerdos…”.
Tiempo de guerra. Por duro que fuera el servicio militar de
Francisco, no parece probable que lo fuera más que el de Ángel Ruiz. La
llegada de este recluta a Ifni coincidió con la guerra de 1957-1958:
cientos de guerrilleros marroquíes afectos al partido nacionalista
Istiqlal y apoyados secretamente por el entonces rey de Marruecos,
Mohamed V, atacaron el territorio en poder de España. El conflicto, que
se extendió al Sáhara, provocó 198 muertos, 574 heridos y 80
desaparecidos entre los soldados españoles y un número indeterminado de
bajas entre los partisanos marroquíes. España tuvo que renunciar a la
mayor parte de Ifni y solo conservó la capital.
Hassan Aznaq, en su barbería, de la calle del Seis de Abril. El establecimiento lleva el nombre de María, en homenaje a María Güemes, una española que se negó a abandonar Sidi Ifni. La mujer solo salió de la ciudad para fallecer en un hospital de Casablanca en 2001. (Navia)
A Ángel, que tenía 21 años y hasta unos días antes no había oído hablar
jamás de Ifni, lo destinaron al regimiento de Tiradores I. Lo recuerda
hoy, medio siglo después, de pie en un cruce de caminos situado en los
montes que rodean la ciudad. Lleva en la cabeza un tarbush rojo,
parecido al de su uniforme de soldado. “Al segundo día de mi llegada,
sin haber tenido tiempo siquiera a quitarle la grasa al mosquetón, me
enviaron a un pelotón que debía apostarse de noche en este lugar y
registrar a todo el que pasara por aquí”, dice al tiempo que señala el
camino, hoy asfaltado, en el que se halla. “Al que llevara armas,
debíamos detenerlo y atarlo con unas cinchas de plástico que nos dieron.
Pero el sargento al cargo era un hombre mayor que tenía mucho miedo.
Nos dijo: ‘Oídme, chavales. Vamos a ocultarnos allí, entre aquellas
tabaibas’ [señala con la mano los matorrales rodeados de cactus que hay
al borde de la carretera], ‘y a callar, porque si viene alguno de los
guerrilleros nos va a atacar’. Y así pasamos la noche, calladitos.
Empezó a llover, pero el sargento insistió: ‘Aquí, ni respirar, y si
pasa alguien, que pase”.
El Café Madrid, cuyas paredes están adornadas con fotografías de temática española, incluida una foto del dictador Francisco Franco. (Navia)
Dos semanas después de empezar la guerra, Ángel tuvo su bautismo de
fuego. Él y otros compañeros iban protegiendo un convoy que llevaba
material para fortificar una montaña. A un lado del camino había una
cabila, y el capitán les ordenó inspeccionarla. “Cuando íbamos a
entrar”, relata Ángel, “una mina estalló a los pies de un compañero.
Quedó destrozado de cintura para abajo. Lo cargué mientras las
ametralladoras de los rebeldes nos comían, y lo llevé hasta donde no
llegaban los proyectiles, pero para entonces ya estaba muerto”.
Mapa del antiguo territorio español.
Todos los años, cuando viaja a Sidi Ifni, Ángel recorre los lugares
en los que salvó la vida de milagro. Explica con detalle el rescate de
las personas sitiadas en el destacamento de Tagragra, situado a unos 20
kilómetros al norte de Sidi Ifni.
Entre aquellos rescatados estaba Teresa Suárez. Había nacido allí
mismo. Era hija de un sargento de la Policía Territorial y entonces
tenía 10 años. Hoy la ciudad se ha extendido sobre los restos del fuerte
en el que vivía con su familia. En medio de una calle sin asfaltar hay
dos tumbas y un pozo. Apoyada en el pretil de este último, Teresa
recuerda cómo a las siete de la mañana del 23 de noviembre de 1957
empezaron a oírse tiros.
“Las balas entraban silbando por las ventanas”, cuenta. “Para
protegernos, los responsables del puesto nos metieron a los niños en un
pozo como este. Éramos 12. La mayor era mi hermana, que tenía 15 años, y
el menor tenía tres meses. Su madre, musulmana, había muerto de un
tiro, y el padre, un soldado indígena, había entregado sus cinco hijos a
mi madre para que los cuidara. En el pozo había que bajar unas
escaleras hasta un rellano rodeado de agua, en el que nos instalaron.
Había dos soldados indígenas muertos: uno estaba tirado en la escalera y
el otro junto a nosotros, en el rellano. Un brigada los mató cuando
intentaban desertar. Les habían echado unos sacos por encima para que no
los viéramos. Allí estuvimos dos semanas, hasta el 7 de diciembre,
cuando nos rescataron”. En cuanto los sacaron de allí, los artificieros
dinamitaron el fuerte.
La familia de Teresa se instaló en Sidi Ifni. Con el correr de los
años, ella se casó con un teniente. En 1969, cuando abandonó el
territorio, estaba embarazada de su primer hijo. Aún tendría dos más.
“Vengo a Sidi Ifni todos los años, desde hace 10. Al principio estaba 15
días, pero ahora me quedo un mes o 40 días. Aunque esté feo y sea
pobre, yo lo veo tan bonito…”.
Sebastián Bish nació en Sidi Ifni en 1947. Es hijo del que fuera
director del colegio de niños y último alcalde de la ciudad. Su madre
era la directora del colegio de niñas. Durante la guerra, recuerda haber
visto camiones cargados de muertos subiendo por la cuesta que lleva
desde el río a la ciudad, soldados apostados en las azoteas y calles
cortadas con alambradas. “Sidi Ifni mejoró tras la guerra”, afirma. “Se
hizo el hospital, el puerto, el barrio de Colominas”. Él cree que la
población local no se unió a la sublevación y que la entrega del
territorio a Marruecos fue “una traición”. “Los de Marruecos llegaron y
ocuparon las casas. Los otros, si tenían suerte, vivían de la pensión”.
Desde 2000, cuando se jubiló, Bish viene a la ciudad todos los años. En
un quiosco llamado Cleopatra y situado junto al hotel Safa, se reúne a
charlar con otros nacidos en Ifni.
A pesar del medio siglo transcurrido, todos sienten nostalgia de los
tiempos de la colonia. En aquella época las familias de los militares
recibían con disgusto su destino a Sidi Ifni, pero, para su sorpresa, se
encontraban una existencia placentera en un lugar con un clima benigno y
con sueldos que doblaban y hasta triplicaban los de la Península. Bish
lo resume así: “Aquí llegaban llorando y se iban llorando”.
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