Fuente: A pie y sin dinero (Facebook)
Os
quiero presentar un texto realizado por nuestra amiga y seguidora de la
página Carmen Navarro Fontán, versa sobre su tío el CLP Antonio Fontán
Mateo caído en Alat Ida U Suggun en el marco de la operación Diana el
tres de febrero de 1958 en el territorio de Ifni.
Carmen ha desenterrado recuerdos, vivencias e inquietudes familiares y
personales, todo para que su tío no caiga en el olvido y esté presente
en el marco de todos aquellos que fueron a luchar por España a esos
territorios lejanos y no volvieron jamás.
Este escrito va dirigido a la memoria de un soldado paracaidista, mi
tío, y a la de todos los soldados que dieron su vida por España en
aquella “guerrita” como así la llamaron la misma tropa destinada en
aquel conflicto armado de Ifn-Sáhara en 1957-1958. Sirva este relato
como homenaje a aquellos valientes soldados, a los que salieron vivos y a
los que allí fallecieron. A todos ellos, mi admiración y mi respeto.
CLP Antonio Fontán Mateo caído en Alat Ida U Suggun el tres de febrero de 1958.
Esta es la la historia de mi tío, de Antonio Fontán Mateo, CLP
(Caballero Legionario Paracaidista) que falleció en Alat Ida U Suggun,
durante la operación Diana el fatídico día 3 de febrero de 1958.
La vida de mi tío no fue muy diferente a la del resto de jóvenes de la
postguerra considerando las pocas oportunidades de futuro que un pueblo
como Cazalla de la Sierra ofrecía a hombres y a mujeres en una zona
rural, simples jornaleros, sin patrimonio, sin estudios y, además,
siendo hijo de un “cenetista” que había estado preso en varias ocasiones
por su ideología política. Tras cumplir mi abuelo su condena por “rojo”
y gracias a su experiencia y conocimiento con el ganado comenzó a
trabajar como capataz de reses bravas en una de las muchísimas fincas
que aún hoy existen en la comarca, siendo normal por aquellos tiempos
que su hijo le acompañara para aprender el oficio. Mi abuelo murió
demasiado joven debido a las múltiples cornadas recibida por una vaca al
retirarle el novillo para su destete, con tan mala fortuna que se
escapó de la soga a su ayudante embistiéndole varias veces con saña e
hiriéndole de muerte pese a su traslado a Sevilla donde no pudo superar
las infinitas cornadas que el animal le propinó para defender a su
ternero y falleciendo días más tarde de su ingreso. Dejó viuda a mi
abuela y a dos niños mellizos de 6 años, mi madre y mi tío Antonio, en
plena y dura postguerra.
Y allí, con apenas ocho años y en aquella finca que vio morir a su
padre, el chiquillo continuó trabajando como vaquero por un mísero
jornal aunque necesario para su madre y hermana durante trece años hasta
llegar a convertirse en uno de los mejores honderos que dio la sierra
norte de Sevilla según decían los viejos del pueblo, pues los peones no
disponían de caballos para bregar con las reses sino con la habilidad y
la destreza de una honda y la fina puntería de una piedra para dirigir y
manejar al ganado bravo.
Tenía veintiún años cuando un primo de Sevilla les visitó en el pueblo y
les dijo que había entrado de cocinero en la Base Aérea de Tablada tras
cumplir su servicio militar. Les contó a mi abuela, a su hijo y a mi
madre que sería una buena oportunidad para mi tío salir de las miserias
del pueblo al alistarse como voluntario paracaidista y una vez terminada
el servicio militari podría trabajar en las cocinas, como él había
hecho, que tendría un buen jornal, un trabajo menos penoso que en la
finca y un futuro prometedor, el que jamás tendría en Cazalla ni en la
sierra. El futuro, les dijo, estaba en la capital y no en el pueblo como
mi madre ya sabía pues se marchó a servir con 14 años a Sevilla aunque
encontró trabajo de niñera ya que por su edad y escasa experiencia
encajaba mejor en el cuidado de los niños que sirviendo en las casas
señoriales de la capital. Mi abuela, una vez su hijo ingresó en Tablada,
se marcharía también a Sevilla trabajando de cocinera para ricas y
conocidas familias sevillanas.
Mi tío, que estaba exento de cumplir el servicio militar por ser
huérfano de padre y tener a su cargo a su madre y a su hermana no vio
mejor oportunidad para salir de allí con un futuro más prometedor que
alistarse voluntario, y así lo hizo pese a los ruegos y lágrimas de su
madre y hermana. A los 21 años, en 1956, se alistó como voluntario
paracaidista para un periodo de 24 meses. Quiso el destino y la mala
fortuna, una vez más, que durante su servicio militar estallase el
conflicto entre Marruecos y España por las colonias españolas en el
África Occidental.
Desconozco exactamente cuando fue trasladado a Sidi Ifni, pero al
fallecimiento de mi madre y entre sus cosas, encontré una carpeta donde
había conservado todas las cartas que tanto ella como su madre
recibieron de mi tío desde Sidi Ifni: la primera está fechada el día 8
de mayo de 1957, además de distintas cartas del Ejército dirigidas a mi
abuela por los acontecimientos que después sucedieron. La última carta
escrita por mi tío fue el 21 de enero de 1958, once días antes de su
muerte.
En esta última carta contaba a mi abuela, muy de pasada, las incursiones
que hacían con su compañía, la 6ª de la II Bandera de Paracaidistas,
contra los moros enemigos. Detallaba que habían padecido desde hacía
nueve días un viento llamado “Siroco” que les dejaban medio ciegos por
la arena y que inutilizaban las armas porque se introducía por las
ranuras del armamento, se pegaba a los lubricantes y las encasquillaban.
Este viento y el efecto que producirían en las armas serían decisivos
en su muerte como luego detallaré.
La IIª Bandera Paracaidista a la que él pertenecía, participó junto con
la VI Bandera de la Legion, el Batallón Soria nº9, la Iª Bandera
Paracaidista y el IV Tabor de tiradores en la operación Diana (31 de
enero al 3 de febrero) para la organización defensiva de dos zonas de
resistencia al este de la capital del territorio. La IIª Bandera
Paracaidista y la VIª de la Legión tenían como cometido ocuparse del
perímetro exterior de la zona sur. Una vez finalizada con éxito la
operación Diana las unidades paracaidistas regresaron a Sidi Ifni para
continuar constituyendo la reserva móvil, a excepción de la 6ª Compañía
de la II Bandera Paracaidista, la compañía de mi tío Antonio, que
guarneció un punto de apoyo en Alat-Ida-Usugún. Y otra vez el destino
decidió que una vez acabada la operación fuese su compañía la única que
no regresara a lugar seguro en Sidi Ifni como el resto de unidades que
participaron en la operación.
La noche del 3 de febrero soplaba el “Siroco”, un viento fuerte
acompañado de una fina lluvia, y estos son los acontecimientos que
produjeron la fatal y trágica muerte de mi tío: el golpe final del
destino. Escribo literalmente según consta en el informe que guardó mi
madre y que les envió D. Ramón Soraluce Goñi, Comandante Mayor de la
Agrupación de Banderas Paracaidistas del Ejército de Tierra y de la que
es Primer Jefe Accidental, el Comandante D. José Blanco Blanco:
“Que el CLP Antonio Fontán Mateo, falleció el 3 de febrero de 1958, y
que según declaran testigos presenciales se produjo de la siguiente
forma: estaba durmiendo en su puesto porque le tocaba descansar a él y
haciendo de puesto en su mismo pozo otro CLP, y
limpiando este su armamento por orden de su Oficial teniendo este
cargado, por necesidades del servicio como centinela, quitó el seguro y
cuando iba a quitar el cerrojo del arma se produjo el disparo que se
introdujo en el finado por el bajo vientre, causándole la muerte, pero
no instantánea, porque entre el mismo CLP que estaba con él de puesto y
con otros compañeros que llamó le hicieron la primera cura individual y
luego fue evacuado en Jeep sobre Sidi Ifni donde encontró su muerte. En
los últimos momentos demostró su entereza de carácter, perdonando y
aliviando la aflicción del CLP, causa involuntaria de su muerte”.
Este informe está fechado el 25 de octubre de 1958, casi nueve meses
después de su muerte, tras los insistentes requerimientos de mi madre
para que el Ejército les explicara oficialmente cómo había muerto su
hermano. Ella siempre temió que le hubiesen capturado los moros porque
se contaban verdaderas atrocidades que, según parece, les hacían a los
prisioneros capturados por el enemigo. Este temor venía avalado porque
el cuerpo de mi tío tardó muchísimo tiempo en ser repatriado, meses,
como de igual manera reclamó sus efectos personales en diversas cartas
pidiéndoles sus pocas pero entrañables pertenencias. Nunca llegaron.
Existen varias cartas del Ejército excusándose, por diferentes motivos,
no poder entregar sus efectos personales a los familiares. Mi madre
murió con la sospecha que en el féretro que trajeron a su hermano, él no
iba dentro.
El conocer que fue muerto por “fuego amigo” resultó un sentimiento
agridulce. Por un lado la tranquilidad que no fue ni prisionero ni
desaparecido era un alivio pero saber que murió por la imprudencia de un
compañero tampoco tenía consuelo. En la carpeta con todas las cartas
hay una del soldado al que se le disparó el arma y que mató
accidentalmente a mi tío donde no sabe cómo pedirles perdón a mi abuela y
a mi madre y donde se percibe que llevará este remordimiento hasta el
último de sus días. Al leerla sentí una tremenda tristeza por su
desconsuelo y por su sentimiento de culpa. Fue una tragedia para ambos
soldados, uno porque perdió la vida y el otro porque cargaría con ese
peso el resto de la suya.
Mi abuela literalmente enloqueció, neurastenia le diagnosticaron, y tuvo
que dejar de trabajar. Fue el colmo de una vida durísima, tan ingrata y
demoledora como solía ser con personas luchadoras, nobles y sin
recursos, donde lo único que poseían eran sus manos para trabajar y a
sus seres queridos, y que trágicamente la vida se los arrebata a
machetazos destrozando su mente hasta la locura. Jamás mi madre le dijo
que su hijo estaba enterrado en Cazalla, sabía que si conocía este
detalle -y acrecentado por su enfermedad- querría de nuevo retornar sola
al pueblo para estar cerca de su hijo aunque estuviese bajo tierra.
Recuerdo a mi abuela siempre de negro, de luto perpetuo, solo prendía de
su pecho un broche de plata y un relicario con la foto en miniatura de
su hijo, muerto en la guerra por fuego amigo, y que yo aún conservo.
Hasta que mi abuela murió en 1992, mi madre fue al cementerio de Cazalla
para visitar la tumba de su hermano a escondidas de mi abuela. Lo hizo
primero estando soltera acompañada de su novio, el que dos años más
tarde sería su marido, mi padre; cuando sus hijos fuimos naciendo y a
primeros de diciembre íbamos a Cazalla para ver la tumba del tito
Antonio. Esa fecha tan cercana a la llegada de la navidad era perfecta
para convencer a mi padre de ir al pueblo con la excusa de ir la fábrica
de mantecados, comprar el mosto para las migas y el aceite en el
molino, y por supuesto, el famosísimo y exquisito anís de guinda. Mi
madre era astuta como nadie para convencer a mi padre de hacer algo sin
que se diese cuenta de cuál era realmente su verdadero propósito: ir a
ver la tumba de su hermano. Una vez compradas todas las viandas
cazalleras nos encaminábamos al campo santo con aquella frase de
“Emilio, ya que estamos aquí vamos a ver la tumba de mi hermano…”.
Siempre sonrío con ternura al recordarla.
Mi padre se quedaba con nosotros en el paseo del cementerio y mi madre,
sola, iba al encuentro con su hermano. Perpetuamente la recordaré allí,
a lo lejos, con ese paño blanco impoluto que se traía de casa y que
mojaba en el agua de un cubito celeste limpiando la fría losa de mármol
gris donde yacía su hermano. Siempre nos pareció de lejos que hablaba
con él, probablemente contándole cosas de la familia, de su madre, del
pueblo, de nosotros… Y cuando regresaba a nuestro encuentro traía
lágrimas en sus ojos que se deslizaban por sus mejillas y mi padre la
abrazaba, y juntos, con el brazo de mi padre por encima de los hombros
de mi madre y nosotros cogidos de sus manos, salíamos caminando por el
paseo de cipreses de vuelta a Sevilla.
Y así lo hizo mi madre junto con mi padre durante 60 años, uno tras
otro. Cuando mi padre falleció en 2009 la llevábamos nosotros, unas
veces acompañada de mi hermano Emilio y otras conmigo, hasta hace dos
años que ella lamentablemente falleció. Un día ya estando muy enferma,
me dijo: “Mari, tengo una pena muy grande” y me sorprendió enormemente.
Mi madre ha sido una mujer que jamás ha mostrado debilidad alguna a
nadie, mujeres tan curtidas por la dureza de su vida como jamás
volveremos a conocer y mucho menos contarnos ninguna debilidad a
nosotros, sus hijos. ¿Qué te pasa, mamá?, le dije realmente preocupada.
“Me da mucha lástima mi hermano -me dijo con tristeza-, porque el día
que yo falte ya no tendrá a nadie que cuide su tumba y se va a caer a
pedazos ni habrá nadie que le visite y le recuerde”. Me conmovió el alma
y le dije: no te preocupes, mamá, que yo te juro que iré cada primeros
de diciembre a Cazalla a cuidar su tumba, hablaré con él tal y como tú
lo haces de la familia, de tus hijos, de tus nietos y biznietos y de los
familiares que aún sigan vivos. Y quédate tranquila porque para el día
que yo falte le pediré a mi hijo que lo siga haciendo él, y que le
acompañen mis nietos para que nuestra familia nunca le olvide y tenga
el orgullo de recordar, generación tras generación, que el tito Antonio,
tu hermano paracaidista y en la plenitud de su vida dio la vida por
España.
El año pasado fue al cementerio mi hermano Antonio, militar de carrera
que con 18 años y debido al cariño que mi madre siempre nos transmitió
por el ejército y sus valores, ingresó en la academia militar en 1977.
Destinado en Ceuta, en el cuerpo de Ingenieros, ha estado casi 42 años
hasta hace apenas 3 que ha pasado a la reserva. Su hijo, también es
militar, en Infantería Ligera destinado en Bilbao.
Este año, a primeros de diciembre, iré al cementerio de Cazalla a
cumplir la promesa que un día le hice a mi madre. Le pediré a mi hijo
que me acompañe, le indicaré donde se encuentra su tumba y juntos, tal y
como hacía mi madre, limpiaremos con dulzura la losa donde reza que
murió a los 23 años en la guerra de Sidi-Ifni, le contaremos cómo nos va
la vida y la familia y le diremos que jamás le vamos a olvidar porque
mientras siga su recuerdo en nuestros corazones seguirá vivo entre
nosotros.
Hasta pronto, tito.
Carmen Navarro Fontán.
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