Fuente: El Faro de Ceuta
Guerra
del Rif. Esta es la instantánea de una guerra irregular y asimétrica,
pronto convertida en un callejón sin salida, para unos hombres que
hubieron de ingeniárselas ante un combatiente indomable, desenvuelto y
obstinado en un espacio tortuoso por el clima y la orografía.
Desde la finalización de la Campaña de 1909, el avance de España en
Marruecos podría considerarse continuado y progresivo. Primero, por el
esparcimiento territorial que llevó a la toma de enclaves influyentes; o
mismamente, la ampliación de los límites de las históricas plazas de
soberanía española. Lo que produjo en las cercanías de la Ciudad de
Melilla la ‘Guerra del Kert’ (24-VIII-1911/15-V-1912), un combate entre
España y las jarkas rifeñas insurgentes conducidas por Mohammed Ameziane
(1859-1912), llamado ‘El Mizzian’, que con anterioridad había
emprendido una yihad contra la ocupación en el Rif Oriental.
Combatiente rifeño.
Posteriormente,
vendría el establecimiento del Protectorado y los pasos iniciales para
dar luz verde a un régimen de tutela negociado con Francia. Si bien, los
españoles se habían habituado a compenetrarse en este entorno, por
momentos virulento.
Unos, con enardecimiento lo interpretaban como el renacer imperial de
la nación; y otros, porque contemplaban aquella coyuntura como una
hemorragia de vidas truncadas y económicamente descabellada al borde del
colapso.
Pero, sin lugar a dudas, el ‘Desastre de Annual’
(22-VII-1921/9-VIII-1921) descompuso el espectro de variables
intervinientes, induciendo a una agitación social e instalando en el
punto de mira la batalla que se soportaba en el Norte de África. Siempre
en el plano de la política y punteada inevitablemente por aspectos
diplomáticos, como las desavenencias habidas con Francia; o de índole
físico, como su intrincada orografía, climatología, vegetación,
hidrografía y así, un largo etcétera.
Con estas premisas preliminares, el territorio marroquí fue testigo
de cuantas operaciones militares se materializaron ante la resistencia
nativa, a lo largo de las cuales, las fuerzas de choque cargaron con el
protagonismo bélico, encomendándose a las ocupaciones de mayor
vinculación con el indígena, hasta conseguir una homogeneidad definida
que demandaba el esfuerzo férreo de sus miembros.
Con lo cual,
el soldado familiarizado y ejercitado en las vicisitudes beligerantes
que puso en práctica con su carácter, gallardía, atrevimiento y
acometividad, encarnaría el paradigma del buen español.
En
principio, el entresijo de rivalidad colonial entre España y Francia en
Marruecos, posibilitó la multiplicación de contrabandistas y espías que
negociaban en la complicidad armas e información a los enemigos de los
actores implicados. A ello hay que significar, la porosidad en los
límites fronterizos de la ‘Zona española’ y ‘Zona francesa’ que
intrincaron las intervenciones previstas y de incógnito.
Echando
un vistazo a la vertiente española, al igual que hubo de desafiar una
divisoria penetrable, análogamente, se topó con un relieve inexpugnable:
vacío de infraestructuras viales, climatología desértica y de alta
montaña en vastos sectores geográficos, cursos hidrográficos
entrecortados e indeterminadamente condicionados por la aspereza y la
falta de fuentes de agua bebible.
Sin soslayarse, la carencia
de un representante estatal centralizado, la diseminación del conjunto
poblacional en parajes agrestes, la inexistencia de planos
cartográficos, pero, sobre todo, la destreza atesorada de los autóctonos
curtidos en la ‘guerra de guerrillas’, adquirida entre las colisiones
de las mismas tribus, y de éstas, contra el Sultán o las potencias
coloniales.
Por ende, las peculiaridades físicas de la
demarcación española hicieron muy dificultoso el control militar del
Protectorado, como las dinámicas de naturaleza belicosa que concurrían
repetidamente.
Es decir, era algo así como un área de terreno
de unos 26.000 kilómetros cuadrados aproximadamente, prolongados por un
conjunto de quebrados sistemas accidentados que configuraban Yebala,
Gomara y Rif.
Su ubicación geomorfológica coincidía con el litoral mediterráneo marroquí.
En
concreto, en Oriente, desde las Islas Chafarinas; y, por Occidente, el
Océano Atlántico. Este departamento de influencia española era
restringido en el margen Noroccidental por la zona internacional de
Tánger, que, por aquel entonces, era la puerta meridional del Estrecho
de Gibraltar. Quedando enajenado de la autoridad española por los
intereses británicos. Y, en términos orográficos, el suelo asignado a
España reunía complejidades excepcionales, tanto en lo que incumbe a su
incautación, como a su posesión efectiva.
Combatientes españoles.
Deteniéndome en algunas de las fuentes bibliográficas consultadas,
que a fin de cuentas son las que corroboran las evidencias constatadas,
es preciso fijarse en el Informe pormenorizado por una Comisión Mixta
tras la Campaña de Melilla de 1909, denominado ‘Factores del problema
marroquí’, con el que se desenmascara el territorio que previsiblemente
habría de agrandarse como una extensión diferenciada, literalmente por
“un suelo accidentado en forma de escalones que ascienden de Norte a Sur
hasta alcanzar grandes alturas y comprenden el sistema orográfico del
Rif y de Andgerah (…). El terreno, más o menos movido, ha de
considerarse siempre como quebrado para los efectos militares, pues a la
parte montañosa llevarán la guerra con preferencia los adversarios”.
Del
mismo modo, ocurre con el Informe propuesto a la Presidencia del
Consejo de Ministros confeccionado en 1925, y formulado en tanto el
conocimiento del Protectorado comenzaba a ser más sólido, hasta
refrendarse las apreciaciones propias de los datos extraídos sobre la
realidad en la que hubieron de evolucionar y maniobrar las tropas
españolas.
Dicho Informe refiere textualmente: “Entre la zona
española de Larache-Tetuán, la de Melilla y el Marruecos francés, se
extiende una vasta región montañosa poco abordable y mal conocida
llamada comúnmente ‘El Rif’. (…) Estos territorios no tienen físicamente
ninguna unidad y son un verdadero caos. (…) Una madeja de alturas
inextricable de alturas ásperas y generalmente desoladas”.
Un
año más tarde, en 1926, el General en Jefe de las Tropas Españolas en
Marruecos, José Sanjurjo Sacanell (1872-1936) puntualizaba a Primo de
Rivera y Orbaneja (1870-1930), en alusión a “la excursión hecha por
tierra desde Tetuán a Melilla” con las siguientes palabras: “El viaje a
resultado muy interesante, pero extremadamente duro por las dificultades
del terreno, muy montañoso y con senderos rudimentarios propios de
cabras, en los cuales, se han despeñado varios caballos de la escolta”.
"El
territorio marroquí fue testigo de cuantas operaciones militares se
materializaron, con el soldado español poniendo en práctica su carácter,
gallardía, atrevimiento y acometividad, que lo encarnaría en el
paradigma del buen español"
Era
ostensible que el contorno abrupto amortiguaba el aguante indígena,
haciéndolo más vigoroso en las elevaciones. Y según el Informe ‘Factores
del problema marroquí’, “… la superioridad de los medios, la disciplina
y la unidad del mando” de la milicia española, quedó debilitada por las
condiciones favorables para la ‘guerra de guerrillas’. Luego, el
escenario terrestre en el que maniobraron las tropas expedicionarias,
era el comodín de los grupos rebeldes como ‘peces en el agua’ y el peor
de los contrincantes del ejército colonizador.
Queda claro,
que en el teatro colonial la ‘guerrilla nativa’ entorpecía y frustraba
la praxis de la teoría militar de la guerra regular, como enfatizó el
General Manuel Goded Llopis (1882-1936): “… caos montañoso de difícil
acceso para las columnas de un ejército regular, y en el que los
movimientos de las fuerzas y el abastecimiento de éstas para la guerra,
constituyen problemas que sólo conocemos los que con ellos hemos tenido
que luchar para sojuzgar a aquellos indómitos y valientes guerreros que,
amparados en sus formidables baluartes montañosos, han disputado palmo a
palmo el terreno a nuestros soldados”.
No obstante, los
muchos obstáculos iban más lejos de la rudeza orográfica que presentaba
el paisaje marroquí: la ignorancia territorial de lo que verdaderamente
existía, era otra de las objeciones yuxtapuestas, para unas fuerzas
metropolitanas que, ante la exigüidad de cartografías topográficas,
podría aseverarse que transitaban prácticamente a ciegas.
Es
más, la mayoría de los infortunios en el Protectorado correspondieron a
la omisión de información previa, con la que las unidades de combate
tuvieron que desenvolverse en el terreno donde se introducían.
Fijémonos
en el marco de la Campaña de Melilla o Guerra del Rif (1909-1910), lo
acontecido en el ‘Desastre del Barranco del Lobo’ (27/VII/1909),
considerado por los historiadores como único. El Alto Comisario de
España en Marruecos, Dámaso Berenguer Fusté (1873-1953), hizo mención a
este agravante con la siguiente indicación: “No hay que olvidar que todo
este terreno, inexplorado, jamás recorrido por viajeros ni exploradores
de nuestra civilización, era tan desconocido para nosotros y para toda
entidad europea, como la más ignorada región del mundo, era la primera
vez que tropas organizadas iban a penetrar en él, como era la primera
vez que su misteriosa orografía y sus espléndidos paisajes se
desarrollan ante ojos civilizados”.
En idéntica sintonía, otro
de los componentes que desmejoraron claramente el horizonte con vistas a
la pacificación, y que recrudecieron la proyección urgida por la laguna
de información topográfica, residió en la ausencia de una red de
comunicaciones que al menos discurriese como tal. Realmente, lo que allí
se ratificaba eran pasos de tierra intransitables que conectaban a
duras penas las cabilas, ralentizando cualesquiera de los movimientos de
las tropas españolas.
Cuando las circunstancias atmosféricas
eran sobradamente desfavorables por la sequedad o, en contraposición,
por las lluvias abundantes, la red viaria quedaba a merced de lo
inservible para cualquier desplazamiento o desalojo.
Ya, en
las etapas veraniegas totalmente abochornadas, la locomoción de
soldados, vehículos y ganados, causaban cortinas de polvo provenientes
de las partículas de tierra que ahogaban a los hombres y animales.
Toda
vez, que en el tiempo húmedo, los aguaceros copiosos transformaban los
caminos intrincados en trampas de barro y fango, que inmovilizaba las
ruedas de los carros. Además, los empinados de las pistas en los sitios
más salvajes, hacían impracticable el empleo de medios mecanizados.
Por
antonomasia, la mula se convirtió en la pieza de carga admisible en
aquel hábitat descomunal; si acaso, este ‘todoterreno híbrido’, hallaba
en ciertas rutas graves y espinosos aprietos para su hechura. Cualquier
tentativa de traslación en las tropas requería de un arrojo desmedido;
la dotación de posiciones avanzadas y de grandes campamentos, no eran
sencillos y, a la postre, los convoyes dispuestos en caravanas e
hileras, eran un blanco asequible para la guerrilla indígena.
Otras
de las variables identificativas para las fuerzas colonizadoras estribó
en la rémora de surtirse adecuadamente de provisiones en el campo de
operaciones, ante la penuria de recursos que apremiaba al reparto de
racionamientos desde puntos estratégicos como Ceuta, Melilla, Larache o
Tetuán, o algunas otras esferas españolas de entidad. Dicho y hecho,
este recorrido irreemplazable de pertrechos por tierra hasta escondites
insospechados, era apesadumbrado por los contratiempos apuntados y la
amenaza persistente de las jarkas rifeñas.
Ateniéndome a la
descripción de Vico, que lo hace en paralelo a lo que en el año 1898
mantenía España con sus tres grandes y valiosas colonias en Cuba y
Puerto Rico en el Caribe, y el Archipiélago de Filipinas en el Pacífico,
en lo que representó el principio del fin del Imperio Español, explica:
“En Marruecos no hay vías férreas, ni buenos caminos, ni riqueza alguna
que facilite los suministros y el terreno es muchísimo más quebrado que
en Cuba”.
A los inconvenientes físicos y carestía de veredas
de penetración, se incluía el endurecimiento climatológico y la
irregularidad de recursos hídricos permanentes, que eran de acceso
trabajoso, dando origen a que la guerra en el Protectorado conllevase un
importante ingrediente estacional, puesto que numerosos sectores de
montaña eran insuperables en el período de tormentas y ventiscas.
El
clima local está sujeto por una amplitud térmica que crea enormes
desajustes en la temperatura periódica; o séase, un ambiente
mediterráneo que acaecía en su versión marítima en las franjas más
apacibles de la costa y muy definidas, en contraste con la seca, en gran
parte del interior. La situación semiárida se adentra en los sectores
de transición a los desiertos.
Por lo tanto, se acentúa más la
aparición climatológica de alta montaña, ayudado por su ascendente
mediterráneo en las áreas de monte de moderada elevación. Habitualmente,
las variantes atmosféricas se identifican por lucir dos estaciones
destacadas: la seca compatible con el verano y la húmeda con el
invierno.
Con la época estival seca y bochornosa se daba un
salto a una variación inclemente álgida, con chaparrones moderados que
eran pluvio-nivales en altura. Asiduamente se concentraban en fases
desencadenadas.
Aparentemente, las realidades meteorológicas
fueron uno de los precedentes del descontento constante de aquellos
hombres impertérritos que hubieron de servir en Marruecos.
En
esta tesitura, Goded, hace un retrato impecable aglutinando a la par la
adversidad del clima y la incidencia de los rebeldes, en una sucesión de
entorpecimientos para la incursión de las tropas españolas. En su
convencimiento y valoración, los soldados debían competir “contra el
enemigo y contra el clima, con los calores abrasadores del verano
africano, con las lluvias torrenciales del invierno, con los
devastadores temporales de viento y nieve”.
Finalmente, para
rematar el relato sucinto del entorno natural que percutió a más no
poder en Marruecos, con restricciones, estrecheces, trabas y barreras
impensables que podrían parecer intemperantes para encumbrar el
merecimiento y estimación de los que afanosamente intervinieron en
territorios tan escabrosos, estímense algunos fragmentos del Informe
Médico del Rif correspondiente al año 1930, en atención a las cuestiones
relacionadas con el estado de bienestar o de equilibrio que puede ser
percibido subjetivamente, asumiendo como tolerable el estado general en
el que se mueve; u objetivamente, con el que se observa la existencia de
indisposiciones o elementos perjudiciales en el sujeto.
Al
pie de la letra subraya: “Los traumatismos son frecuentísimos y graves
en el Rif, por lo peligroso de sus pistas con sus empinadas cuestas y
profundas barrancadas. La circunstancia de ser el Rif una región
montañosa con cimas que oscilan y aun pasan de los 2.000 metros, (…),
imprime a la circunscripción la característica del clima de montaña con
sus recios temporales de agua, nieve, viento y frío, alternando con días
de maravillosa luminosidad y trasparencia del aire. Tónica, estimulante
y sana la montaña en general, obliga, en cambio, a prevenirse contra
sus inclemencias con reparadora alimentación y adecuado albergue para
combatir sus recios vendavales, ventiscas e intensos fríos”.
Como
matiz a este documento facultativo, se propusieron medidas y pautas
para atenuar las dolencias clínicas concurrentes en los soldados que
servían en el Rif. No siendo su propósito, ni mucho menos, representar
el contexto físico contraproducente, sino el procedimiento para sortear
las posibles derivaciones del mismo sobre la Tropa, porque sus
observaciones estaban avaladas por la ciencia médica del momento.
Un
ejemplo que bien puede reflejar el vaivén y la severidad de los
temporales, subyace en el lapso tempestuoso sobrevenido en el otoño de
1927 y producido en la comarca de los Beni-Aros.
Casi un siglo
después, este episodio relevante ha quedado asentado en multitud de
documentaciones y expedientes de archivo y ahora lo hace en esta
disertación, puesto que indujo al retraimiento de posiciones en la zona y
ocasionó cuantiosos decesos por aludes y congelaciones.
En un
telegrama remitido urgentemente desde el Protectorado en la jornada del
13/XI/1927 a la capital de España, cuando aún estaba en sus primeros
coletazos el fenómeno meteorológico, el comunicado cita ni más ni menos:
“Tremendo temporal se ha desencadenado sobre esta zona (…) el temporal
es durísimo de frío y nieve que sigue cayendo sin interrupción cortando
por completo toda comunicación con las columnas y toda posibilidad de
enviarles socorro”.
De la misma manera, se justifica la
viabilidad de abandonar posiciones de montaña donde la dureza del frío
se hiciese inaguantable, haciendo hincapié en las unidades de combate
extraviadas de sus correspondientes columnas, y con las que no existía
la más mínima comunicación; así como las infraestructuras gravemente
afectadas, como hangares devastados, atracaderos asolados con sus
respectivas embarcaciones destruidas por el ímpetu de las olas, etc.
En
consecuencia, esta es la instantánea de una guerra irregular y
asimétrica, con una milicia que tenía en su haber la experiencia
colonial de Cuba y Filipinas: lo que en principio parecía el
resarcimiento de 1998, muy pronto se tradujo en un callejón sin salida,
para unos hombres que se las tuvo que ingeniar ante un contendiente
desenvuelto, intrigante, artificioso y obstinado que le acarreó no pocas
desgracias, en un espacio intensamente contrapuesto, tanto por la
exclusividad del clima y la orografía entre elevadas cordilleras y
valles tortuosos, pero, sobre todo, con acometidas implacables de unas
tribus indomables. Así, el Rif, se transfiguró en un espejismo a modo
de pesadilla, para un régimen español fluctuante y una Corona cada vez
más inconsistente en los trechos descritos.
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