Fuente: El Faro de Ceuta
Fuente: El Faro de Melilla
Como es sobradamente conocido, tras una temeraria expansión
sobre el Rif de las ‘Fuerzas Expedicionarias Españolas’ para llegar a la Bahía de
Alhucemas y el consecuente ‘Desastre de Annual’, provocó una honda conmoción con
inimaginables implicaciones y secuelas políticas y militares que en sus orígenes
se ignoraron.
Pero, ante todo, el paradigma del Protectorado no era un
capricho colonial, sino el menester estratégico bajo la delegación del Sultán, que
Francia no se hiciese con el dominio del Estrecho de Gibraltar.
Así, en el seno del Ejército, la primera derivación se
fundamentó en la intensificación de los métodos virulentos de combate, hasta extremos
de utilizar agentes químicos en su conato de sofocar la rebelión bereber. Al mismo
tiempo, con el descalabro se incrementaron las divergencias entre las familias de
la institución armada, dividida desde 1917 en que se diseñara el conflicto con las
Juntas de Defensa. Si bien, la opinión pública compartió con la milicia su voluntad
de resarcimiento, la ráfaga de exaltación patriótica tuvo una fase social de intensas
fragosidades.
Defensores españoles con una ametralladora Hotchkiss M1914.
Paralelamente, tan pronto salió a la luz el ‘Expediente
Picasso’ redactado por el General Juan Picasso González (1857-1935), el Gobierno
no pudo disfrazar que en aquellas tierras africanas prevalecía el abuso de poder
y la corrupción. De esta manera, por vez primera, se enjuiciaba a los responsables
de una catástrofe militar de esta magnitud; al igual, que la ciudadanía tomaba conciencia
que el final del ‘Régimen de la Restauración’ estaba próximo a desvanecerse.
Y es que, no eran pocos los que continuaban manifestando
su arrogancia ante la imperturbabilidad y los ofrecimientos realizados, dando la
sensación de hallarse ante las auras de otra etapa en el desenvolvimiento del lance
y del sentir popular. ¡Hasta el punto, de no saber con exactitud dónde posicionarse!
Ahora, en las semanas inmediatas a la derrota más dolorosa,
el pueblo llano demostraba su integridad al no escatimar en hombres, ni dinero.
Todo ello, pese al hermetismo y las reservas que rodeaban su existencia.
A pesar de todo, la decepción unida a la consternación
ganaba enteros entre las gentes. Toda vez, que conforme se recibían referencias
de algunos éxitos militares logrados en aquellas regiones inhóspitas de África,
la susceptibilidad y la desconfianza se convirtieron en las reacciones imperantes.
De ahí, que resistiesen los que se reafirmaban en el convencimiento que las tropas
españolas eran incomparablemente superiores a las fuerzas rifeñas.
Tampoco, faltaron en las tertulias las habladurías y los
chismes costumbristas de cara a los marroquíes, presentados con una fuerte
carga de exacerbación y antipatía, desmintiendo los portes derrotistas y confiando
en la autoridad y capacidad de mando de Dámaso Berenguer Fusté (1873-1953).
Posteriormente, los cismas en la Administración se pusieron
de manifiesto con la celebración de la ‘Conferencia de Pizarra’ los días 4, 5 y
6 de febrero de 1922, que, aun no augurando un mínimo indicio de estabilidad política,
pretendía afrontar una solución para Marruecos, dónde meses antes del ‘Desastre’,
era ineludible el trazado de una operación militar en la zona de Alhucemas.
"En su génesis, el Desastre de Annual, pasó cómo el mayor de los cataclismos y tragedia de cualquier potencia colonial del Viejo Continente, pero el problema estuvo latente y enquistado, dada la falta de memoria histórica de los españoles, marcando y condicionando la política"
En definitiva, se pretendía ensamblar las piezas del puzle
colonial, que, por entonces, palidecían el Protectorado establecido por la ‘Conferencia
de Algeciras’ (7/IV/1906) sobre Marruecos Septentrional. Amén, que el ‘Ejército
de África’ ya había recuperado Nador, Zeluán, el Monte Arruit y las Cabilas de Ulad
Settut y Quebdana.
Aunque Antonio Maura y Montaner (1853-1925) era propenso
a una ocupación militar parcial, en esos intervalos decisivos el engranaje del Ejército
estaba apático. El Presidente conservador trabajaba para complacer a los africanistas,
fundamentalmente, a Berenguer y Juan de La Cierva y Codorníu (1895-1936), mediante
una incursión en Alhucemas, digamos, que a modo de un sucedáneo con una ofensiva.
Entretanto, González Hongoria y Fernández Ladreda (1878-1954),
Ministro de Estado, respaldaba el retraimiento del Rif Central con respecto a Yebala
y a la superficie de la Comandancia de Melilla, con una maniobra negociadora en
la primera de las demarcaciones, a diferencia de la acción directa.
Como resultado de estas discordancias, apenas trascurrido
un mes se ocasionaba la dimisión del Gabinete. Un poco más tarde de la desbandada
del Gobierno maurista, aumentaron los reportes de la inminente renuncia del Alto
Comisario, debido a que sus proposiciones no concordaban con el Ministro de Guerra,
José Olaguer Feliú y Ramírez (1857-1929).
Con lo cual, la tesis del Protectorado caía en la disyuntiva
de retractarse: los acuerdos y conveniencias se tildaban de vergonzosos y el margen
de actuación en Marruecos quedaba reducido a dos inclinaciones: la guerra o la
renuncia.
Además, aun abordándose una aproximación a este entresijo,
era infructuoso y carente de toda posibilidad con el caudillo Abd el Krim (1882-1963),
convertido en el cabecilla carismático del movimiento anticolonial. El líder rifeño
tenía perfectamente aprendida la lección: a la finalización del embate mundial,
el resentimiento hizo mella en él y no volvió a comportarse como aquel ‘moro amigo’
de los españoles.
Administrativamente, existiendo demasiadas trabas para
capotear las réplicas y prejuicios popularizados, el órgano superior del poder ejecutivo
no descartó sus objetivos civilistas. Indudablemente, los derroteros a seguir en
el Protectorado se presumían sin atajos, tan sólo restaba la guerra.
La particularidad que el Gobierno desatendiera el proyecto
de Severiano Martínez Anido (1862-1938), que, por otro lado, declinó a su cargo,
conjeturaba una informalidad total, dado que sabiéndose de buenas tintas sus planes
belicosos, se le hubiese reclamado desde Melilla para inmediatamente relegar su
propuesta. Súbitamente, el sobresalto se propagó en España, cuando en 1923 afloraron
las primeras sospechas de las fuerzas tribales rifeñas sobre el frente de ‘Tizzi-Azza’,
‘Tafersit’ y ‘Tifarauin’.
Este conjunto de gestas memorables que, por ironías de
la historia, tal vez, arrumbadas a un segundo plano, se sucedieron en las postrimerías
de 1922 y principios de 1923. Su devenir cobraba sentido, en tanto se progresase
adecuadamente, o su indolencia conllevara a bifurcaciones demoledoras en la moral
miliar con la estela cercana del arrebato de ‘Annual’.
De hecho, se atisbaba que la nación suspiraba con preocupación
el desenlace de lo que allí estaba en juego, no importando el cómo materializarlo.
Por esto mismo, con más efervescencia que nunca, se instaba a la posesión de Tánger:
“En Tánger debe ondear la bandera roja y gualda, solamente, porque es necesaria
esa ciudad a nuestros intereses”. Teniendo en cuenta que en los meses yuxtapuestos
al ‘Desastre’, el empeño nacional era partidario de una ejecución contundente, admitiéndose
una determinación de este calado, si finalmente el Estado Mayor del Ejército lo
decidía.
Fijémonos detenidamente en el fragmento extraído del periódico
español ‘El Adelanto’ N.º 12.036 de fecha 22/VIII/1923, diferenciándose la apreciación
de su contexto y la retórica que aglutina. Literalmente refiere: “Grave, muy grave
es lo ocurrido estos días en aquella zona, y, aunque no es de temer que tengamos
otro desastre como el de hace dos años, porque los medios con que contamos nos permiten
temerlo, es una vergüenza que un Ejército numeroso y con poderosos medios de combate,
esté inactivo y esperando cada día un ataque del enemigo, sin que se le autorice
a avanzar de una vez”.
En idéntica sintonía, el noticiero continuaba indicando:
“Así, no podemos continuar. Es preciso que España entera decida de una vez cuál
ha de ser nuestra actuación en el Rif. ¿Hay que avanzar y se puede avanzar? Pues
adelante”.
Lo cierto es, que el sinsabor agridulce y la frustración
terminaron por apoyar una corriente que radicalmente rondaba, no encajando en
su incesante recorrido de moderación ideológica: “La guerra es la guerra y no hay
guerra sin quebrantos. Más el país prestaría de nuevo y de buen grado su esfuerzo,
si supiera de antemano que sería el último, el decisivo, el eficaz, para llegar
cuanto antes a una honrosa y digna paz, de la que España es merecedora”.
Tal compensación, no era más que un obrar chispeante y
esplendoroso derivado de una máxima latina: ‘Si vis pacem, para bellum’ que significa,
‘Si quieres la paz, prepara la guerra’.
Curiosamente, los primeros destellos en los movimientos
encaminados para la reconquista de las posiciones malogradas en 1921, hubo quienes
la desentrañaron como si se tratase de otra ‘guerra de religión’ o, al menos, la
prolongación de los duelos centenarios entre cristianos y musulmanes.
Sin embargo, reflejar la ‘Guerra del Rif’ (8-VI-1911/27-V-1927)
como una contienda religiosa, no era el ingrediente habitual de los conservadores.
Por norma, los partidos dinásticos argumentaban la estancia en el continente africano,
recurriendo a la teoría de la independencia nacional y a los compromisos internacionales
que al menos, encaramaran a España en algunos peldaños más altos.
Asimismo, se analizaba la oportunidad de encandilar a
los vecinos del Sur hacia la civilización. Su intransigencia era manejada como
un mecanismo más allá de su naturaleza indómita e incivilizada. Pero, asemejar
las acometidas rifeñas como una guerra secular de ‘moros y cristianos’,
presumía asimilar al soldado español con los ‘viejos caballeros medievales’ de
profundas creencias cristianas.
Posiblemente, alejarse de este estereotipo se
transformó en una fórmula con la que acreditar las pretensiones colonizadoras,
que no de invasión de España en Marruecos. Ahora, la tónica se fragmentaba. De
manera, que el retrato despectivo del musulmán desautorizaba cualquier
aspiración de establecimiento próximo a un Protectorado. También, la política
indiferente del programa de Maura colisionó contra una indiferencia absorbente.
Miembros de una Harka rifeña.
Si acaso, su tenacidad residía en el escarmiento empedernido
y ejemplar del marroquí, con un sacrificio forzoso que pusiese el punto y final
a la guerra; a la par, que se enaltecía el patriotismo. Inversamente a tan indisimulado
afán de desquite, se desconfiaba en el potencial de gestión del Gobierno de Maura.
Desde esta perspectiva, se hacía hincapié en que los Altos
Comisarios sucedidos desde 1912, aguardaron la convivencia de españoles y marroquíes.
Amén, que, en aquella coyuntura era incuestionable que ello resultase utópico: la
seducción política implicaría ser una táctica incapaz.
Por lo demás, Álvaro Figueroa y Torres (1863-1950), más
conocido por su título nobiliario como el conde de Romanones, optaba por el encaje
de una política armada. Algo así, como hacer uso de la fuerza cuando la preparación
política del territorio quedase fuera de toda expectativa. En otras palabras: una
estratagema compenetrada con la política ‘del palo y la zanahoria’.
Tampoco era novedoso que la sociedad española permaneciera
intoxicada, contemplando con desazón y angustiada la ‘Campaña de Marruecos’ como
la única tabla de salvación para modular las zozobras económicas. En esta atmósfera
enrevesada de juicios y apreciaciones, se originó la marcha del Alto Comisario y
la designación posterior de Ricardo Burguete y Lana (1871-1937), coincidiendo con
el primer Aniversario del ‘Desastre de Annual’ (22-VII-1921/9-VIII-1921) y el capítulo
aciago del ‘Asedio de Monte Arruit’ (24-VII-1921/9-VIII-1921).
Escenarios, ambos, concatenados a pérdidas humanas insepultas
y en los que se encendieron las llamas del rencor y el rechazo hacia el rifeño,
haciendo gala del desmoronamiento ensangrentado acaecido en la Comandancia de Melilla
y de los desagravios imborrables, escenificando el amargor fusionado con lágrimas
cargadas de emoción imposibles de contener, hasta abrazarlas con el renombre de
los que dieron su vida por España.
Por si no bastase este clima de suma convulsión, la llegada
a la Alta Comisaría de Burguete y sus predicciones de retorno al diálogo con los
insurrectos en la política del Protectorado, no tardaron en acarrear el rehúso
colectivo.
En el fondo, se presagiaba que, con un paso en falso, la
República Francesa se valiese de este artificio para abrir brecha a través de una
disputa diplomática y hacerse con Tánger. Hasta el punto, que, sin recatos, había
quienes enarbolaron la capacidad de España para la ocupación de Alhucemas, legitimando
una operación bélica decidida y urgente.
La desautorización de otra tentativa de desembarque cayó
como un jarro de agua fría: la resolución de diluir las Juntas de Defensa como objeción
del Gobierno de José Sánchez Guerra y Martínez (1859-1935), erigió a los africanistas
en el cuerpo hegemónico del Ejército.
Más aún, cuando se reavivó la exasperación al conocerse
el ascenso del marqués de Alhucemas, así como la candidatura para el puesto de Alto
Comisario, de Miguel Villanueva y Gómez (1852-1931) y su borrador civilista.
El mero esquema de su implantación ya tenía en alerta a
las harkas de Abd el Krim, y la enfermedad de Villanueva le imposibilitó tomar posesión.
A lo que se ensambló el desembolso de un rescate por los trescientos españoles prisioneros,
entre ellos, el General Felipe Navarro y Ceballos-Escalera (1862-1936), redimidos
tras unas escabrosas negociaciones que se dilataron dieciocho meses.
Era evidente que el Protectorado derivaba en el servilismo,
demandando un entendimiento enmascarado ante un adversario inexpugnable e insaciable
en inferioridad numérica, pero que contrarrestaba los embates asimétricos, saliendo
airoso en la mayoría de las ocasiones.
"Dos años de avatares equidistantes para ver colmadas la culpa del otro, arrastraron a España a un colapso sin precedentes, ante un adversario inexpugnable e insaciable en inferioridad numérica, pero que contrarrestaba los embates asimétricos, saliendo airoso en la mayoría de los casos: el rifeño"
La elección de Luis Silvela Casado (1865-1928) se tradujo
por el despecho, cómo de total desacierto. A su vez, la petrificación de su alegato,
al declararse más inclinado por la intervención conjunta militar y civil, le reportó
a un agrado creciente por parte de los conservadores.
No obstante, el modus operandi de Alhucemas se alargaba
en su exclusión. Obviamente, al presentirse los últimos coletazos del Gobierno de
concentración liberal, se acechaba el balanceo en la orientación de la política
marroquí.
Es digno mencionar el párrafo expositivo que atañe al rotativo
‘La Gaceta Regional’ N.º 907 de fecha 24/VIII/1923, que al pie de la letra señala:
“Las medias tintas, las componendas con los moros, no sirven para otra cosa que
para engreír, para que nos engañen y para hacer interminable una situación que
nos desprestigia y arruina (…) España tiene arrestos para sobreponerse a sus desventuras,
tiene instinto de conservación, posee en alto grado la fe y la confianza en su Ejército
y con esas virtudes por bandera y con el recuerdo de su historia gloriosísima, sabrá
seguir, tranquila y consciente de su elevada misión, el derrotero que le marca su
honor y deber”.
Sin inmiscuir de esta disertación, la repulsa en la rivalidad
marroquí de un modo visceral, al reforzarse la oratoria parlamentaria del diputado
socialista Indalecio Prieto Tuero (1883-1962), obsesionado por la conducción del
Marruecos hispano. Su argumentación quedó justificada en el deniego de los tres
guiones tradicionales manejados por los africanistas que sucintamente citaré, y
que durante la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX, hacían valer el
ensanchamiento expansionista por lógicas geopolíticas.
Primero, el Protectorado no era imprescindible para el
desarrollo del tratamiento del suelo y el cultivo de la tierra, si bien, en la metrópoli
había campos de mejor calidad; segundo, Marruecos no era una región de esparcimiento
financiero, porque España no aparejaba ni exceso de producción industrial, ni
capitales sobrantes; y tercero, el país alauita no constituía una línea fronteriza
con Francia, sino un frontis causante de asiduas asperezas.
En esta tesitura, Prieto, no contradijo las circunstancias
de la colonización, sino el proceder del Gobierno español. Por ello, reclamó la
inhabilitación de la ‘Ley de Jurisdicciones’ o ‘Ley para la represión de los delitos
contra la Patria y el Ejército’, en vigor entre 1906 y 1931, respectivamente; además,
de la desaparición del Cuerpo de Intendencia y el cierre de las academias militares.
En consecuencia, resultó incisivo que España aspirase implementar
una tarea civilizadora en Marruecos, presumiendo la enorme escasez y el ahogo en
que se hallaba. A este tenor, apelar al patriotismo de la ciudadanía por este mismo
precedente, configuraba un verdadero despropósito.
Las voces obreras afirmaban que la elocuencia del ‘patriotismo’
se explotaba abusivamente en los instantes de más desasosiego. El aparente sentimiento
por la tierra natal o adoptiva se infundía desde la infancia como algo que confería
a España cierta supremacía sobre otros pueblos. Y, desde esta panorámica, el dietario
nacional se cimentó en una herencia de épicas batallas, que en 1898 se toparon
con el principio del fin del ‘Imperio Español’, dilapidando sus tres grandes y valiosas
colonias: Cuba y Puerto Rico, en el Caribe, y el Archipiélago de Filipinas, en
el Pacífico.
Luego, el convencionalismo aun sin modificarse, al igual
que no se depuraron las responsabilidades en aquel marco agreste del Rif, milagrosamente,
las harkas insurgentes no se lanzaron a la conquista de Melilla, que hubiera desencadenado
una crisis de proporciones escandalosas.
Concluyentemente, en su génesis, el ‘Desastre de Annual’,
pasó cómo el mayor de los cataclismos y tragedia de cualquier potencia colonial
del Viejo Continente, pero el problema estuvo latente y enquistado, dada la falta
de memoria histórica de los españoles, marcando y condicionando la política desde
los años veinte hasta ya entrada la ‘II República’ (14-IV-1931/1-IV-1939).
A resultas de todo ello y dejando al descubierto a políticos
más preocupados por su supervivencia, que, por gobernar, con habituales cambios
de gobiernos y discrepancias de opiniones políticas contrapuestas, habría que recordar
al respecto, que el ‘desastre militar’ se define en la ‘Historia de las Operaciones
Militares’, “cuando una tropa aguerrida es puesta en fuga y acuchillada sin piedad
por el enemigo, que siempre es de número muy inferior al derrotado”.
Dos años de avatares equidistantes para ver colmadas la
culpa del otro, arrastraron al Reino de España a un colapso sin precedentes.
Transcurridas las primeras jornadas de aquel acaloramiento
y hervor patriótico, lo único que primaba era salvaguardar la hombría y reparar
a los caídos con la venganza. Conforme afloraban las reseñas de aquel infortunio
llamado el ‘Desastre de Annual’, salía a la palestra, la praxis peyorativa de los
asuntos militares. Llámense: el inadecuado manejo de los recursos, o la depravación
y el envilecimiento generalizado, o la inexactitud en el planeamiento de las operaciones
materializadas y así proseguiría un largo etcétera, harían que nos ganáramos a pulso,
la fama de ser demasiado torpes y excesivamente osados.
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