Fuente: El Faro de Ceuta
Fuente: El Faro de Melilla
Cabalgaban aquellos trechos tortuosos de septiembre de 1921, en los
que, una y otra vez, los cañones de las ‘Fuerzas Tribales Rifeñas’ no
dejaban de desbocarse. En paralelo, se acumulaban unidades peninsulares,
materiales y municiones para emprender las operaciones de reconquista,
que más bien, estaban deseosas de resarcir los agravios recibidos y dar
cristiana sepultura a cuantos cuerpos permanecían insepultos devorados
por el sol de justicia africano, en una guerra que sin complejos
manejaba la complicidad de la persuasión, intimación y represión.
Centenario de la Campaña de Melilla (1921-2021)
Por
aquel entonces, los soldados hispanos salvaguardaban la línea avanzada
de la Zona Oriental de Melilla, en una sucesión de pequeñas posiciones
fortificadas llamadas ‘blocaos’, que, a su vez, quedaban guarnecidas por
un pelotón o sección, valorando su alcance de cara a la estrategia y
por entero aisladas, en lo que atañe a un área que parecía estar
dispuesta a caer en las insensateces de la condenación.
Entre tanto, estos hombres dispuestos de voluntad, arrojo y
gallardía, se comunicaban de día a través del heliógrafo y en horas
nocturnas con estelas lumínicas emitidas por lámparas de campaña modelo
‘magín’. Obviamente, dadas las coyunturas caprichosas de las oleadas
indígenas, siempre amoldadas a sus habilidades y artimañas que le hacían
ser amo y acreedoras de la iniciativa guerrera con sus planes
proverbiales de hostigamiento, la edificación de estos blocaos no podían
ser más básica: en su frontal, una casamata de sacos terreros entibados
para impedir derrumbes y reforzados por alambradas de metro y medio de
elevación y, en algunos contextos, la puesta en escena de un sencillo
blindaje con troncos, ramas, etc.
En ocasiones, con una
cubierta excesivamente deleznable, figuraba una lámina ondulada de cinc,
que, en breve era suprimida por sus huéspedes eventuales, con motivo de
las altas temperaturas que al recalentarse en las horas punta del día,
castigaban a más no poder con los rayos abrasadores a plomo dirigidos al
interior del minúsculo habitáculo.
Con estos mimbres, a raíz del ‘Desastre de Annual’
(22-VII-1921/9-VIII-1921), emergió un sentimiento propio y de necesidad
inmediata orientado a realizar innovaciones y mejoras, demandando otras
armas, técnicas y destrezas. Para ello, se impuso una estratagema de
desgaste y destrucción de objetivos civiles y militares, contra el
primer foco independentista en la región y uno de los ejércitos modernos
más precoces del universo musulmán: los rifeños.
En cierto
modo, era inexcusable permutar en el ideal operativo aplicado hasta ese
momento, ante una resistencia nativa traducida en un pragmatismo militar
sin precedentes: la ‘guerra de guerrillas’.
Porque, la
configuración castrense norteafricana, estuvo empeñada de combatientes
derivados de la ‘Primera Guerra Mundial’ y de los desertores o
licenciados de las ‘Tropas Coloniales Indígenas’ de procedencia francesa
y española, que disponían de algún adiestramiento y vertebraron las
harcas rifeñas.
Tal es así, que la evidencia de la
metamorfosis en la organización de la resistencia anticolonial se
distingue en las formas de hacer la guerra, tanto en el plano
estratégico, como en la conexión de las ofensivas en flancos, prácticas
de distracción, repliegues, etc., como a ras de la táctica, con especial
resonancia en el manejo de la lucha defensiva y el levantamiento de
trincheras y fortificaciones. E indiscutiblemente, la tenencia de una
importante cantidad de enseres e instrumentos bélicos, llámense:
ametralladoras, fusiles de retrocarga, granadas, dinamita o alambre de
espino, que voltearon el desenvolvimiento de la acción individual y
colectiva.
“¡Esa era la
contraseña codiciada por los rifeños!, que desenfundaran las gumías como
una daga algo encorvada, tocando a degüello, mutilando y destripando a
su libre albedrío. ¡Jamás, en la historia de la guerra y en medio de lo
irracional, se causó tanta ignominia!”
Además,
se combinó la adaptación de metodologías del combate autóctono o, al
menos, una asimilación en los procedimientos occidentales. Me explico:
el hostigamiento enraizado de pequeñas partidas de guerrilleros aislados
y en constante movilidad, se armonizaron con la adopción enconada de
posiciones contempladas como vitales y el bloqueo o sitio de las
empalizadas.
También, el despliegue en los métodos de
resistencia armada de los rifeños ante las potencias coloniales, empujó
al lado español que adoptara determinadas fórmulas indicativas que
desentrañaba empotrarse en una espiral de violencia proveniente de
bombardeos indiscriminados, o resarcimientos, mediante la razia como
herramienta punitiva preponderante en la demarcación insurgente o el
manejo de gases asfixiantes.
Ni que decir tiene, que detrás de
estas variables intervinientes se concatenaron la mezcolanza de
factores, como la percepción convulsionada del contendiente y de las
pericias que éste materializaba, los niveles de violencia que empleaba
el contingente español, o el fiasco de una colonización parsimoniosa,
improductiva y sin apenas apoyo en la opinión pública.
A todo
ello, no ha de inmiscuirse, la enorme complejidad geomorfológica
claramente inhóspita y con falta de rutas o atajos de penetración,
yuxtapuesto a la severidad climatológica y la carencia de recursos
hídricos estables, hacían que las acometidas en el Protectorado
estribasen en el componente estacional, puesto que una amplia mayoría de
sectores montañosos eran infranqueables en el ciclo de temporales y
nevadas, con el inconveniente de atravesar itinerarios encenagados.
Ahora,
de lo que se trataba era segmentar las fuerzas, cristalizar avances
disponiendo de blocaos dispersos y a duras penas enlazados, efectuar
acometimientos esporádicos, etc. Asimismo, se proyectó el automatismo de
las unidades móviles interrelacionadas, llamadas a establecerse en un
terreno como el indicado y acometiendo por los flancos hasta envolver al
adversario.
Y, es que, en la memoria de la época, perduraban
escenas amargas, como el hedor de los cadáveres de hombres y bestias,
que indescriptiblemente jalonaban algunos de los recorridos más
quebrados, pudriéndose al calor y en los que no quedaba otra que
taponarse la nariz con algodón impregnado en yodo. Amén, que el rival
escaldado y vigilante a sus pretensiones, impedía que se excavaran
zanjas para enterrarlos; como tampoco se disponía de material para
incinerarlos. Si bien, se sospechaba que, en caso de materializarse
alguna inhumación, el humo los delatase con un posible asalto.
Pero,
con anterioridad a los antecedentes puntualizados y días después del
‘Desastre de Annual’, uno de estos blocaos denominado ‘Dar Hamed’,
emplazado entre la Segunda Caseta designada el Atalayón y Sidi Ahmed el
Hadj, o séase, en las faldas del monte Gurugú, resaltaba por ser el peor
de los situados en este enclave territorial, pero de capital
trascendencia para la salvaguardia de Melilla, así como para la
protección y seguridad de las unidades que habían de emprender la marcha
para los relevos de las guarniciones y cubrir las avanzadillas,
envolviendo el frente del barranco de Sidi-Musa y afianzando la travesía
de la carretera de Nador.
De ahí, que este punto neurálgico
se erigiera en uno de los objetivos preferentes de los moros rebeldes,
que continuaron su implacable progresión a sangre fría, degollando a
base de gumía a todo contrincante que encontraba a su paso.
Defensores españoles de un blocao durante la Campaña de Melilla.
A resultas de todo ello, catalogar como ‘blocao’ este efímero espacio
defensivo como ‘Dar Hamed’, iba a ser demasiado generoso, dado que las
referencias constatadas lo muestran como un conjunto de piedras y sacos
terreros con aspilleras o troneras, rematado por unos simples tablones y
una alambrada que lo ciega.
A ello ha de añadirse, la
cuantificación de individuos fallecidos a lo largo y ancho de los meses
de su custodia, así como las infames circunstancias por las que hubieron
de desfilar para preservar su conservación, lo encumbraron para que se
ganase un curioso apelativo: el ‘blocao de la muerte’ o ‘blocao malo’.
Era
más que predicho: en cualquier milésima de segundo, el fuego enemigo
con impronta rifeña, cañoneado y poderoso, era dueño y acreedor de
aquellos montículos y recuestos, que en los altillos bordeaban el
emplazamiento donde yacían las tropas españolas, preparadas para una
dura lucha cuerpo a cuerpo y hasta el último soplo de vida.
Simultáneamente,
las descargas cruzadas, virulentas y letales, complicaban, por no
decir, poco más o menos, que inverosímil, algún conato de aproximación
al fortín para el relevo de hombre a hombre, hasta el extremo de tener
que arrastrarse por un tramo impracticable, salvaje, escabroso y
despeñado, para deslizarse y contonearse por las depresiones y salir en
la misma forma, diseminados a la carrera y con riesgo de ser
inmediatamente fulminados.
Con lo cual, el entorno trazado en
tierras africanas, reflejaba la paradoja de lo que verdaderamente
ofrecían los planos, porque la expansión apresurada y lo conquistado
hasta ese momento, no congeniaba lo suficiente para el ensamble
simétrico de los blocaos y asentar un dibujo apropiado de agua en la
franja, ante un competidor que aglutinaba en sus filas entre tres mil y
seis mil componentes con fusiles adquiridos de contrabando a los
franceses como el ‘lebel’; o substraídos, el ‘máuser español’; o
comprados, el ‘remington norteamericano’.
Dicho esto, no son
pocos los analistas e investigadores que coinciden en apuntar, que el
General de División Manuel Fernández Silvestre (1871-1921), Comandante
Jefe de la Plaza de Melilla, decidió reanudar de inmediato el avance del
Ejército español; quizás, obsesionado por alcanzar cuanto antes
Alhucemas, escudo e insignia del corazón rifeño donde residen las
cabilas insurrectas. Para ello, amplificó el radio de suministro,
estableciendo numerosos blocaos en reductos elevados demarcatorios con
los términos de Beni Said y Beni Ulichek, visiblemente complicados de
sostener y sin un mínimo resquicio de agua.
Luego, no le quedó
más remedio que atomizar un ejército convencional y mucho más nutrido,
pero, que de por sí, estaba mal equipado y abastecido, en un cordón de
más de 140 fortines incomunicados, de los que estaba plenamente
convencido que el ímpetu de la vanguardia desbarataría cualquier
tentativa rifeña.
En otras palabras: la disposición de estos
blocaos parecía aglutinar criterios políticos que, propiamente,
militares o logísticos; digámosle, influenciados por las tribus
proespañolas para su resguardo.
De este modo, los blocaos se
hallan entre los 20 y 40 kilómetros según el territorio, con unas
fuerzas desperdigadas que difícilmente contrarrestan un embate
descentralizado, pero que lo pone en jaque. La mayoría lo constituyen
doce y veinte hombres, que más adelante habrán de introducirse arena en
la boca, al objeto de condicionar el estímulo de la salivación, o cavar
concavidades para localizar la humedad de la tierra.
Ciñéndome
sucintamente en la gesta desencadenada en los preámbulos de ‘Dar Hamed’
y todavía con el golpe anímico reciente de ‘Annual’, las jornadas que
le precedieron se caracterizaron por los disparos de los pacos o
francotiradores rifeños y el ascenso de la sombra rebelde en dirección a
Melilla.
Así, uno por uno, los pequeñas recintos que
abarcaban una vasta división cada vez más distante de la retaguardia,
eran desarmados y abatidos por los bereberes. Y no es de sorprender, que
cuando estos se lanzaron para desmantelarlo y no dejar piedra sobre
piedra, los encomendados a su preservación fueran aquel grupo de hombres
resueltos a consumar una odisea insalvable.
En el lance del
13/IX/1921, el destacamento legionario del blocao de ‘Dar Hamed’ recibió
las consignas oportunas de reincorporarse rápidamente a su Bandera; su
relevo, una sección reducida perteneciente a la ‘Brigada Disciplinaria’
de Melilla dirigida por el Teniente Fernández Ferrer. Al poco de iniciar
su ruta, un avispero de rifeños encubiertos abrieron fuego sobre ellos.
Excediéndose
en acometividad y furia, el volcán de la fusilería nativa desde cotas
dominantes se hizo más impetuoso, a la que le siguieron cargas incisivas
de los cañones que desenmascaraba el talón de Aquiles de los vigilantes
hispanos desbordados.
No obstante, venciendo el trance
ocasional que conjeturaba soportar las cientos por miles de detonaciones
indomables, el relevo se realizó durante la mañana equilibrando el
desafío que no se detuvo ni con la irrupción de la oscuridad.
Instantáneamente,
se generaron las primeras bajas entre los valedores empeñados en no
renunciar a su empeño denodado, entre ellos, Fernández Ferrer, atrapado
por la metralla.
Ya, en horas previas que contrastaban las
auras del atardecer del 15/IX/1921, las harcas contuvieron las
estampidas hasta servirse meramente de la artillería. Mientras, los
heridos aumentaban y el mando considerando que la posición estaba en el
alambre, notificó a la superioridad por el heliógrafo el curso de los
acontecimientos y envió un enlace hasta la Segunda Caseta.
Recibida
la petición de socorro en el Atalayón, la unidad más cercana presta a
operar era el ‘Tercio de Extranjeros’ que un año antes, la había
instaurado su valedor y promotor, José Millán-Astray y Terreros
(1879-1954), que a posteriori, se denominó ‘Tercio de Marruecos’,
después ‘Tercio’ y, finalmente, ‘La Legión’.
Sin titubear un
sólo instante, el Teniente Eduardo Agulla Jiménez-Coronado, pidió
autorización expresa para auxiliar el blocao de ‘Dar Hamed’, pero su
designio se desechó por estimarse arriesgado desguarnecer su situación y
catalogarse una misión suicida. Pero, por encima de todo, era
inadmisible quedar a la expectativa y de brazos cruzados y, en su
defecto, si la infamia e indecencia por la indolencia pesaba más,
trasladarse cuanto antes a aquel infierno de manera espontánea.
Nada
más suscitarse esa probabilidad, el Jefe de la Unidad se atinó con que
la totalidad de sus subordinados enarbolaron su decisión y, con ello,
optó prestamente por elegir exclusivamente a quince.
Pronto,
en camino y caladas las bayonetas, los impertérritos legionarios
superaron las barrancadas, vadeando y llegando al arma blanca ocuparon
el blocao, acarreando consigo a dos maltrechos que lidiaban en el
exterior, cuando sus bravos defensores agonizantes ofrendaban lo mejor
de sí mismos entregando sus vidas.
Lo que a posteriori
sucedió, por todos es conocido: el blocao quedó prácticamente sitiado,
por lo que era inevitable fracturar el cerco y atacar a un contrario
enfurecido, perceptiblemente superior en número y armamento. A pesar de
todo, los legionarios lograron su propósito y franquearon los
obstáculos.
En tanto, el resto de valerosos que esperanzados
esperaban los refuerzos, perecieron conforme se les agotó la munición y
los que permanecieron a pie enjuto, resistieron hasta pasar a cuchillo
sin replegarse un solo ápice.
Nuevamente desplomándose la
tenebrosidad de la noche, se hacía más impetuoso el fulgor de las
andanadas: una de ellas, mortal, alcanzó a Fernández Ferrer, quedando al
mando el Suboficial Cardoso, quien resultó malherido en el rostro.
Irremediablemente,
alrededor de las 23:00 horas, un estruendo de artillería impacta en el
blocao diezmado y destrozado, desmoronando una de las esquinas y con
ello, fulminando a Cardoso y a otros tantos militares. En milésimas de
segundos, recoge el listón el Cabo Sergio Vergara vinculado al ‘Batallón
Disciplinario’, lesionado desde la jornada previa y que en minutos
muere por un tiro.
Ahora y para admiración de España, es el
Legionario de Primera, Suceso Terrero López, quien, a la desesperada,
decidido maniobra en la defensa de ‘Dar Hamed’, frente a los abordajes
rifeños bien parapetados que agreden con fiereza.
Queda claro,
que la provisión de armamento estaba mermada, el agua se extinguió y de
un momento a otro el blocao quedaba a merced de los insurgentes.
Lógicamente,
el protagonismo hispano se catapultaba y el ardor aguerrido se
deshacía, lo que allanaba la encrucijada de arrimar a unos cien metros
una pieza de artillería: su fogonazo en tiro directo, haría volar por
los aires lo poco que perduraba de las arremetidas a manos de las harcas
rifeñas, truncando el hálito de los hombres que, desde entonces,
pasaron a formar parte de los soldados de todos los tiempos, forjando
una leyenda en las páginas doradas de los Ejércitos de España.
Por
ende, al igual que otras tragedias indescifrables, el ‘Desastre de
Annual’ y la masacre de ‘Monte Arruit’ en los desfiladeros infructuosos
de ‘Izummar’, ‘Ben Tieb’, ‘Dar Drius’, ‘El Betel’ y ‘Tistutin’, o el
asedio de ‘Dar Hamed’ que nos legaría episodios para la gloria, parecen
reivindicarnos el silencio con una profunda reflexión en su praxis, más
que improperios y reproches. Como, del mismo modo, de recogimiento y
respeto, en comparación a las lecciones morales, para los que se
contemplaron agraviados por la derrota, interpretando que desquitarse
las ofensas por la Patria, se transformó en un deber para con los
caídos.
Cada uno de estos escenarios belicosos con sus
acaecimientos, cicatrizan un viacrucis particular con la consiguiente
pesadilla inefable para las ‘Fuerzas Expedicionarias Coloniales’,
vapuleadas y, por momentos vejadas en aquellos barrancos y quebradas,
por integrantes intratables ataviados con chilaba y acaudillados por el
máximo exponente del nacionalismo rifeño, Abd el-Krim (1883-1963), que
ni mucho menos amilanaba a sus huestes.
“Hechos
como los aquí retratados, abren el pórtico de la sangre derramada
generosamente y que dejan a expensas del lector, la constancia
abrumadora del heroísmo materializado hasta las últimas consecuencias,
como el ocurrido en el blocao de Dar Hamed”
Sin
perder de vista, que el líder se tornó en una figura de notable relieve
internacional, persuadiendo a sus hombres de las tentativas del
ejército invasor: desposeyéndolos de sus haciendas y mujeres, o
exigiéndoles a prescindir de la religión, hasta recordarles los
preceptos del Corán en correlación a la ‘Guerra Santa’.
El
aguijón enquistado de ‘Annual’, evidenció la rotunda frustración de las
políticas establecidas, porque las cabilas de retaguardia consideradas
leales e insobornables, se soliviantaron ante la contingencia del botín.
No
cabe duda, que Silvestre y sus secuaces se sintieron engañados por los
ofrecimientos de fidelidad de los caídes del Rif, tributando un precio
muy caro por la convicción depositada en los extensos círculos de
conversaciones para rubricar los pactos. Su esfuerzo sería improductivo y
me atrevería a decir que baldío, sobrellevando los asedios al fragor
del despiadado bochorno marroquí, sin aguadas, ahogados por el olor de
los difuntos expuestos a los buitres carroñeros, racionando los
proyectiles y acribillados por sus propios cañones desatendidos.
¡Esa
era la contraseña codiciada por los rifeños!, que desenfundaran las
gumías como una daga algo encorvada, tocando a degüello, mutilando y
destripando a su libre albedrío. ¡Jamás, en la historia de la guerra y
en medio de lo irracional, se causó tanta ignominia!
Y en las
resonancias y reverberaciones de cada una de las acciones relatadas, aún
están lejos de apagarse los ecos de uno de los más graves reveses
militares de la España Contemporánea, con incuestionables fábulas de la
atrocidad marroquí y la incapacidad de las ‘Fuerzas Coloniales
Hispanas’, cuando no ha de soslayarse, hechos como los retratados que
abren el pórtico de la sangre derramada generosamente y que dejan a
expensas del lector, la constancia abrumadora del heroísmo materializado
hasta las últimas consecuencias, como el ocurrido en el blocao de ‘Dar
Hamed’.
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