Fuente: El Faro de Ceuta
Fuente: El Faro de Melilla
Apartir de la primera mitad del siglo XIX los diversos progresos
tecnológicos que derivaron a la Revolución Industrial en el Viejo
Continente, pusieron en el punto de partida la espiral conquistadora de
las potencias occidentales. Si bien, el preludio de capitales privados
en la búsqueda de otras inversiones más adecuadas, o la primicia de
nuevos mercados exteriores, pero, sobre todo, el andamiaje político de
los Gobiernos Imperiales se ensambló para implantar un procedimiento de
expansión productora por todo el mundo.
De manera, que en la
primera década del siglo XX las empresas británicas y alemanas eran las
ejecutoras del 35% de la comercialización cosmopolita, por lo que los
beneficios productivos, además de políticos sobre espacios territoriales
como Marruecos eran incontrastables. Por ende, el ímpetu desembocado
del colonialismo aparejó que el contexto se encauzase gradualmente a una
dicotomía irreversible de una Europa en la que se contorneaban dos
grandes bloques: la Alianza y la Entente.
Grupo de soldados marroquíes descansan bajo los soportales de la plaza
Mayor de Madrid, tras la entrada de las tropas nacionales en la ciudad.
Obviamente, España, entró a jugar en dicho
tablero geoestratégico por medio de un pacto con Italia en 1887, por el
que se avalaba el sostenimiento del entorno del Mediterráneo y si
llegada las circunstancias, el deber de no respaldar a Francia en el
caso de un hipotético enfrentamientos entre ambos. Pero, por encima de
todo, estaba la Entente dispuesta contra viento y marea a moderar los
desenvolvimientos tenaces de las fuerzas del Káiser Guillermo II
(1859-1941), haciendo que las administraciones de París, Londres y
Madrid contrarrestasen la presencia alemana en el septentrión marroquí a
través de la ‘Conferencia de Algeciras’ (7/IV/1906).
Con esta
breve pincelada de la política exterior e historia de la diplomacia que
irrumpe en la época de la Restauración, es preciso hacer mención al
debate que se emprende sobre la ‘europeización de España’, concebido
dentro de la aspiración innegable de modernización que aparejaba el
distintivo conocido de ‘España es el problema, Europa la solución’.
Posteriormente, con la desorientación de la ‘Gran Guerra’
(28-VII-1914/11-XI-1918) y la plasmación de la ‘Sociedad de Naciones’
(10/I/1920), se reabre en el universo científico otra controversia
encaminada a cuestiones que repercuten en el engarce de España y Europa.
Poco
a poco, el Gobierno reactiva la ocupación de las zonas que le habían
sido adjudicadas en el reparto de África consignando la embarcación
Ceres a la Bahía de Río de Oro: aparecía así, el Sáhara Occidental con
unos términos geomorfológicos aún en formación, porque éstos se
establecieron vadeando continuos acuerdos con Francia.
Y ante
la certeza de las condiciones irresolutas con que España debía de
enfrentar la ocupación en Marruecos, operando con escasos integrantes
militares y exiguos recursos, el advenimiento colonial intentaba ir
obteniendo los primeros réditos. Así, sabedor de los medios
condicionados, conserva dos posiciones en el litoral: primero, al Norte,
Tarfaya (Villa Bens) y, segundo, al Sur, Dajla (Villa Cisneros), sin
exteriorizar a penas atracción por avanzar en dirección al interior,
donde las pugnas con las huestes rifeñas curtidas y bien parapetadas, no
inspiran demasiada confianza.
De ahí, que se procurase
otorgarle algo más de peso comercial a la materia de la penetración
pacífica, por lo que inicialmente se edificó una factoría en el enclave
de Dajla. Esta inclinación radicó en dar por hechos los vínculos
comerciales con los nómadas e inducir su mejora a una escala más
próspera, hasta transformarlo en uno de los mercadillos de envergadura
en los periplos de caravanas para el mercado con el interior y en un
centro de provisiones para las embarcaciones de Canarias.
No
obstante, la iniciativa acabaría en fiasco y la urbe vernácula persistió
con su curso de supervivencia errante, aunque la región no llegando a
disponer de valor económico, con el transcurrir de los tiempos queda
manifiesta su trascendencia como punto estratégico. En concreto,
primero, como foco neurálgico de transmisiones y acopio para la
singladura oceánica y más adelante, redundando en el aspecto aéreo.
A
resultas de todo ello, con el percance calamitoso de Cuba, Puerto Rico,
Filipinas y la Isla de Guam ante Estados Unidos en 1898; además, de las
Islas Carolinas, Marianas y Palaos a Alemania en 1899 y la de Cagayán
de Jolo y Sibutú nuevamente a Estados Unidos en 1900, España, queda sin
su distinción de estado colonial y pasa a ser irrebatible su declive e
inferioridad en el contorno intemperante por la hegemonía, pugnando por
la posesión de dominios en África y Asia.
Con lo cual, la
apertura del reinado de Alfonso XIII (1886-1941) en 1902 concurrió con
el arrebato y la furia de la corriente regeneracionista y de otras
fuerzas políticas de tendencia regionalista, nacionalista y republicana.
Dentro de las corrientes nacionalistas, quién logró más preeminencia
política fue el catalán, en el que la polémica por el proteccionismo, la
restauración cultural y el federalismo se erigieron en los mecanismos
desencadenantes de su fundamentación.
"El
africanismo decimonónico vendría a establecerse como la punta de lanza
en la expresión incuestionable del orientalismo en España, hasta
acaparar la acometividad de la política colonial y materializar una
redefinición de la identidad nacional"
Claro,
que la crisis precedente que impulsó, hizo prevalecer la predisposición
de los Gobiernos de ambos partidos dinásticos, llámense el liberal y el
conservador, para la reactivación de la política exterior. Esta
estrategia se regirá por un acercamiento a Inglaterra y Francia,
perseverando en un epílogo diplomático que se indaga desde la ‘Paz de
Utrecht’ (1713-1715), al igual, que la reposición de los nexos con
América Latina y la coyuntura de fomentar una fase de estabilidad y
statu quo en el Estrecho de Gibraltar. Escenario este último acreditado,
donde se enmarca el engranaje con Europa y tras una experiencia de
retraimiento internacional en el período de magnificencia del predominio
europeo de los imperialismos.
De este modo perspicaz, España,
con cierta circunspección e incluso digamos que sutileza, transita de
imperio a potencia de segunda clase. La proximidad a Gran Bretaña y
Francia, en principio, ayudaría a la consolidación de España en el
Estrecho y al unísono, dejaba agrietado el proceso de consecución de un
viejo empeño en la política exterior: Marruecos y lo que comprendía el
avispero de las fuerzas tribales rifeñas.
Ni que decir tiene,
que el margen del Estrecho de Gibraltar se convirtió en el eje
Baleares-Canarias y en la órbita portentosa donde se atinaban las dos
potencias ultra pirenaicas: Gran Bretaña y Francia. La primera, en cuyo
dominio estaba la localidad andaluza de Gibraltar y la inspección de la
franja nororiental de la costa afro mediterránea, Egipto, y, la segunda,
con su influencia en Túnez y Argelia estaba atraída por amplificar su
supremacía hacia el Oeste. Por lo que los británicos hilaban
ingeniosamente el control más occidental entre los dos continentes.
Simultáneamente,
contemplando el menester definido de Marruecos, necesariamente hay que
referirse a su posición geográfica privilegiada y de proyección
comercial y militar de que gozaba con respecto a Europa. Entre las
sucesiones de cordilleras elevadas que franquean la demarcación de
manera trasversal, estas son el Atlas Medio, Gran Atlas y Pequeño Atlas o
Antiatlas, fluyen tres extensos valles que reunían a los residentes con
sus concernientes núcleos urbanos: Fez, Marrakech y Tarudant.
Fortín de las Minas de Uixán recuperada por las tropas expedicionarias españolas.
Luego, Marruecos era una nación cotizada como potencial colonial, con
el añadido de lucir un valor geoestratégico inmejorable para ambas
orillas del Estrecho; en tanto, que se trataba de un territorio
inexplorado y sumido a un permanente desequilibrio político por las
innumerables revueltas y escaramuzas entre las tribus y etnias que lo
componían, con la vista puesta en el líder carismático del movimiento
anticolonial Abd el Krim (1882-1963). De hecho, no ha de soslayarse la
acción europea en trechos antiguos como la voluntad portuguesa
desplegada en los siglos XV-XVI; o la hispana, en los siglos XVI-XVIII
y, por último, los francesas y británicos desde el siglo XVIII.
Para
la ocasión determinada de España, los contactos sostenidos con
Marruecos se promueven desde la época romana. Cuando comparece el siglo
XVIII la importancia que, por entonces desempeñaban las plazas militares
y centros penitenciarios de Ceuta y Melilla, y a su vez, el
Archipiélago de las Canarias, eran cruciales en la vertiente defensiva y
comercial. España finaliza esta centuria con un ‘Tratado de Paz y
Comercio’ rubricado en la ciudad de Mequinez (1/III/1799).
A
lo largo y ancho del siglo XIX se resuelven otros ‘Tratados’, 1845 y
1859, respectivamente, hasta que llega la ‘Guerra Hispano-Marroquí’
(22-X-1859/26-IV-1860), al objeto de proteger los límites fronterizos de
Ceuta y Melilla y que se ultima en Tetuán con el ‘Tratado de Paz de Wad
Ras’ (26/IV/1860).
Desde este mismo instante comienzan a
reflejarse otros signos y muestras entre España y Marruecos, y un
indicativo fehaciente es la gentileza española al país alauita a la hora
de implementar la ‘Conferencia de Madrid’ (3/VII/1880), patrocinada por
los delegados de Inglaterra, Francia, Portugal, Holanda, Alemania,
Bélgica, Noruega, Suecia, Estados Unidos, España y el Sultán de
Marruecos Hassan I (1836-1894) para formalizar el proceder del derecho
de protección.
Lo cierto es, que, habiendo adquirido
preponderancia política y comercial en la zona del Estrecho, las élites
marroquíes anhelaban modernizarse, pero tenían claro que para abordar la
causa habrían de acercarse a los actores europeos. Ya, desde el año
1900, la fragilidad interna del Imperio era absoluta y ello reportaría a
las administraciones de España y Francia a trenzar un compromiso en el
que se designan los límites geográficos españoles en el Sáhara
Occidental y Guinea Ecuatorial.
En los años subsiguientes los
movimientos diplomáticos se prolongan y en 1902 prevalece otra tentativa
de alianza bilateral entre ambos Estados, pero esta finalmente no llega
a fraguarse; por lo demás, ante el escepticismo y los titubeos de
España, Francia opta por abordar otras negociaciones con los británicos.
Seguidamente,
el 8/IV/1904 se refrenda la Entente entre Francia e Inglaterra por la
que los británicos consiguen tener vía libre en la ocupación de Egipto
originada en 1882, lo que afianza su protagonismo en la demanda
comercial con Oriente Próximo por el paso marítimo directo con la India
cruzando el Canal de Suez.
Y cómo compensación, los galos
obtienen el camino despejado en la colonización de Marruecos, abriéndole
el resquicio de consumar el Imperio Norteafricano, una vez que habían
integrado Argel en 1830 y, un año más tarde, Túnez. Esta secuenciación
de divisorias avalaba el esparcimiento financiero y comercial y el
patrocinio cultural de estas circunscripciones.
Pero, es
indudable, que los representantes que firmaron el ‘Acuerdo
franco-británico’ no omitieron en ningún momento el encuadre de las
probabilidades de España en la asignación del Imperio de Marruecos. Y es
que, ante el criterio occidental era imprescindible convenir los
derechos empeñados en los siglos de relación con Marruecos. Así, Francia
quedaba autorizada por Inglaterra para acordar directamente con España a
propósito de las competencias ‘de posesión’ que valoraba, con la
salvedad de que el Gobierno Británico estuviese enterado de las
polémicas bilaterales que constasen.
El 3/X/1904 se legalizó
el ‘Acuerdo franco-hispano’ que vino a retocar el preliminar entre
Francia y Gran Bretaña y encarnó la identificación de una zona de
influencia en Marruecos para España: la adyacente a Ceuta, Melilla y
demás plazas de soberanía en el Norte del Imperio Jerifiano.
"La
Conferencia de Algeciras vino a constituirse en la institucionalización
explícita del empaque francés y en menor magnitud de la española en
Marruecos, algo que atomizaba el contrapeso geoestratégico que se
mantendría activo en aguas del Estrecho"
En
otras palabras: hay que atribuirse las conversaciones mediadas en el
anonimato por la superioridad británica como la gran potencia imperial.
Con todo, España tanteó exprimir las prerrogativas que sugería esta
negociación recurriendo a su tradición con Marruecos, pero renunciar a
este enfoque no tendría un argumento razonable ante la ramificación del
rodaje imperialista que contendían las potencias occidentales.
En
todo momento España era consecuente de que acogería lo que se le
asignara, porque Francia siempre jugó con un as en la manga de sentirse
más poderosa, y en el fondo debía de recuperar y desquitarse lo que
había extraviado con su retirada de Egipto.
Ahora bien, el
panorama que se cernía para España en el reparto con una misión de
potencia ajena, la realidad residió en que a renglón seguido salía
ganadora al no perder nada. Tras los sucesos de la ‘Guerra
hispano-estadounidense’ (21-IV-1898/10-XII-1898) los desdenes de España
por interesarse en la empresa europea de colonización encandilaban a
numerosos políticos e intelectuales, lo que hizo remozar las
pretensiones africanistas.
Esta efusión afloró tras el colofón
de la Reconquista en las postrimerías del siglo XV, siendo una
percepción que se conservaría centelleante en el pueblo español. La toma
de Argelia por los franceses daba propulsión a las intenciones
españolas hacia Marruecos, lo que en parte nos trasegó a la conquista de
las Islas Chafarinas en 1848 y la ya citada ‘Guerra Hispano-Marroquí’.
Desde
la última etapa del siglo XIX esta atmósfera se gestó por motivos de
varios componentes como la maquinación de los sectores colonialistas que
se habían reasentado desde el molde caribeño-filipino hacia el
occidente magrebí; además, del desvanecimiento del Sultán Mulay Hassan
(1873-1894) y el refrendo del ‘Tratado de París’ (10/XII/1898).
A
resultas de todo ello, el ‘africanismo decimonónico’ vendría a
establecerse como la punta de lanza en la expresión incuestionable del
orientalismo en España, hasta acaparar la acometividad de la política
colonial y materializar una redefinición de la identidad nacional: el
plan oficial del siglo XIX es intrínseco en la praxis del imperio
colonial, tanto desde la visión económica como desde la hechura política
y territorial del Estado como nación.
De cara a los objetivos
de Francia de que la solución del asunto de Marruecos se cristalizase
con ambos acuerdos de 1904, se asomaban las inclinaciones de una tercera
potencia, Alemania, que no admitía una distribución tan beneficiosa
para el pueblo francés. Los germanos y sus aliados observaban que el
entresijo de Marruecos era un problema que interesaba al continente en
general y, por lo mismo, valga la redundancia, habría de ser el mismo
continente el que intermediara en las decisiones.
Tras
suscribirse el ‘Acuerdo franco-hispano’ en 1904, Guillermo II lanza una
arremetida diplomática y en 1905 realiza una visita de alarde al Sultán
Mulay Abd al Malik en Tánger. Despunta aquí la denominada ‘primera
crisis marroquí’, dando origen a uno de los forcejeos coloniales más
enjuiciados hasta el desbordamiento de la ‘Gran Guerra’ y la conocida
‘cuestión de Marruecos’.
Perceptiblemente, el Káiser subrayó
su total discrepancia con el reparto de Marruecos, preconizando la
independencia de este Imperio. Asimismo, quiso propagar la imagen de que
aquello más bien lo convulsionaba el matiz económico, que teóricamente
el tono político, por lo que instaba a que los accionistas y apoderados
germanos no se sintieran perjudicados en la repartición. Finalmente, se
planteó la organización de un coloquio en el que se introdujese el tema y
este ofrecimiento atrajo al Sultán, que reflexionaba en la servidumbre
del proceso de modernización, y, a su vez, lo comunicó como propio a la
Comunidad Internacional.
Como es sabido, este marco confluiría
en la organización de la ‘Conferencia de Algeciras’, cuyo designio
vendría a concretar la proyección de Marruecos y los actores
circundantes en su territorio. España, era sensata en torno a su
extenuación militar ante la contingencia de defender sus posesiones en
el eje Baleares-Canarias y las regiones adyacentes a Ceuta y Melilla. Y
como no, desde la administración británica se interpretaría como un
límite al ensanchamiento francés en las periferias de Gibraltar, porque
españoles e ingleses compartirían intereses en este frontispicio
marítimo.
Alcanzado este punto de la disertación, poniendo la
mirada reiteradamente en la ‘Conferencia de Algeciras’, difícilmente
pasan desapercibidos los ideales imperialistas y nacionalistas que
avivaban el acaparamiento de Marruecos, más el veredicto público
sumergido en una fase de dificultad económica y de descredito del
sistema de la Restauración y de sus caciques, que toleró el reparto con
bastante desconfianza, a pesar de ser la anfitriona del evento.
Indiscutiblemente,
no se confiaba demasiado en las perspectivas de España para estar a la
altura del elenco de grandes potencias del momento y contribuir en la
incierta innovación de Marruecos. En parte, este contexto confirmaría
que, desde el Gobierno Central de Madrid, se indagase continuamente en
reservar el statu quo para corroborar su neutralidad, estando en el
reparto, pero que eso no aparentase mediar sin más. Conjuntamente, se
trataba de hacer valer la posición que se le ofrecía, pero con un porte
afable con Europa, lo que no era un ejercicio nada sencillo. Así, en
esta trama la sensación de penetración pacífica adquiriría fuerza y, más
tarde, se revalorizaría la impresión africanista.
Nadie pone
en duda que los ajustes en las negociaciones fueron laboriosos, si
acaso, enrevesados, sobre todo, vislumbrando el asedio diplomático al
que estaba subyugado el Imperio Jerifiano desde los años 1880, en el que
llegaba a su cierre con la apertura de la desintegración del Sultanato
promulgado en Algeciras.
A todo lo cual, Alemania, reivindicó
algunos pactos con España e Italia frente a la Entente; Francia, tuvo en
todo momento el conato de retractarse por su renuncia a Egipto,
fortaleciendo su disposición en el Norte de África; mientras que Italia,
apostó por templar los alicientes entretejidos en el Mediterráneo, pero
esta maniobra llevó a que todos recelaran de la comitiva italiana. En
cambio, Inglaterra, desde su posicionamiento aventajado de primera
potencia mundial y miembro de la Entente, apuntaló Gibraltar y su apogeo
naval en la zona.
Qué indicar sobre Estados Unidos desde su
puesto de mediador, porque se posicionó comedidamente del bando francés.
Por último, España, sosteniendo una actitud ficticia de espontaneidad y
familiaridad con las representaciones, se ganó que se exploraran los
derechos que asumía en Marruecos. Por lo que la incrustación y el
acoplamiento de las piezas del puzle de África Septentrional podría
afirmarse que rozó la imprecisión por su notoria complejidad.
En
consecuencia, el Acta de la ‘Conferencia de Algeciras’ aglutina las
delimitaciones categóricas de las fronteras coloniales en su carrera
desenfrenada por la posesión de asentamientos en el Norte de África.
Las
cifras numéricas evidencian el contraste sustraído: a Francia le
incumbieron cerca de siete millones de kilómetros cuadrados, emplazados
en el Centro y Norte; a diferencia de España, a la que se le concedieron
290.000 metros cuadrados en el ribete costero del desierto, así como
las gestiones del Norte bajo la conformación de protectorado: el Rif y
el país de Yebala. Designada primeramente ‘África Occidental Española’
y, a posteriori, ‘Sáhara Occidental’, abarcó una delimitación de
tiralíneas, excepto el arco sureste que se rectificó para que Francia
definitivamente se quedase con la mina de hierro de Fderik.
Aunque
las comarcas conferidas a España eran áridas y pedregosas, a medio y
largo plazo implicaron tener alcance logístico como escala de viaje en
el periplo hacia la colonia de Guinea Ecuatorial, al igual que como
centro de abastecimiento para la expedición pesquera de Canarias.
En
resumidas cuentas, la ‘Conferencia de Algeciras’ vino a constituirse en
la institucionalización explícita del empaque francés y en menor
magnitud de la española en Marruecos, algo que atomizaba el contrapeso
geoestratégico que se mantendría activo en aguas del Estrecho terciada
la segunda mitad del siglo XIX.
|