Fuente: El Faro de Ceuta
Fuente: El Faro de Melilla
Desde los preámbulos del siglo XX, el septentrión marroquí se
convirtió en objetivo ineludible para la acción exterior de los
gobiernos españoles. Y entretanto, las grandes potencias pusieron su
atención en el territorio norteafricano y España, a pesar de la
tendencia desde el comienzo del régimen de la Restauración hacia un
alejamiento de toda empresa exterior, definitivamente desenvolvieron su
diplomacia para negociar la asignación de una zona de influencia.
De
esta manera, los gabinetes liberales y conservadores movidos por
sectores de la sociedad como las oligarquías de negocios, o los
militares llegados de la hecatombe de ultramar y, como no, algunos
nostálgicos que quedaban al son del imperialismo, admitieron la
operación como otro desafío colonial. Si bien, para quienes apuntalaban
el proyecto representaba una nueva coyuntura para retornar al sendero
imperialista; o tal vez, la probabilidad de enriquecerse al calor de los
aprovechamientos de los yacimientos mineros en el Rif; o lograr
mediante méritos de guerra ascender de forma vertiginosa en el escalafón
militar.
El Alto Comisario Dámaso Berenguer Fusté
rodeado de varias personas contempla un cadáver
encontrado con las manos
atadas a la espalda, tras los sucesos de Monte Arruit
(24-VII/9-VIII/1921)
Pero siendo realistas ante un escenario irresoluto, el avispero
norteafricano se erigió en un precipicio inexpugnable donde se
catapultaban demasiadas vidas. Además, el bereber insurrecto no creyó en
ningún momento en el proceder civilizador que, según los españoles,
asumía la encomienda que bajo aquella argumentación simulada se
enmascaraba el designio de explotar su territorio, prescindiendo si
fuese necesario de su cultura y esquivando las tradiciones. Y como es
evidente, esta postura de rehúso condujo a un fuerte choque de espíritu
belicoso y de planes proverbiales de hostigamiento.
A partir
de 1909 las Fuerzas Coloniales se vieron envueltas en complejas campañas
militares que constituyeron miles de perecidos. Así, las distintas
administraciones hubieron de hacer frente a costes exorbitantes que
entrañaban hacer la guerra, y una buena parte de los rotativos
comenzaron a objetar su estancia en una tierra baldía, algo nada
extraño, si se tiene en cuenta que se había forjado el estereotipo del
aguerrido combatiente cabileño que practicaba como modus operandi la
guerra de guerrillas.
De la noche a la mañana la milicia hispana contrajo una tarea
preponderante en el Protectorado, y en ese raciocinio se erigió en la
punta de lanza de los gobiernos de la Restauración abanderando el avance
en el territorio. Toda vez, que el rompecabezas del puzle apareció
cuando se forjaron dos trazados dentro del sector africanista.
Por
un lado, los seguidores de una iniciativa enérgica y belicista,
respaldando la guerra como el único bastión de incidir y pacificar la
región; y, por otro, quienes apuntaban por una desenvoltura asentada en
la incursión pacífica armada, residiendo en concatenar diversas medidas
políticas de atracción de las personas más destacadas de cada aduar o
fracción de cabila.
Los acérrimos de esta actuación
fundamentaban el despliegue de la maquinaria de guerra únicamente en el
caso de que quedase en la estacada la vía de negociación. Una maniobra
consistente en abrir brecha con acciones convergentes de modo sincrónico
desde dos puntos concretos: primero, saliendo de Melilla hacia el
interior, discurriendo por el valle del Kert para doblegar las cabilas
de Tafersit, Beni Tuzin, Beni Said y Beni Ulichek, y segundo, desde la
Bahía de Alhucemas como corazón del Rif y enclave estratégico, en la
zona de Beni Urriaguel para esparcir la inercia política a la cabila de
Tensamán hacia el Este, y a Beni Iteft y Bocoya en orientación Oeste. O
séase, un acometimiento en Alhucemas en toda regla sería la proposición
de los mandos destacados en Marruecos, la que sugirieron a los políticos
para adentrarse en la demarcación de las cabilas más insumisas a la
intervención colonial.
"No cabía
surtir ningún tipo de clemencia, ni por el elemento infrahumano, ni por
aquellos que lo abogaban. De ahí, la extrema violencia que se desató
contra el rebelde bereber bajo ese sentimiento de pacifismo pragmático
en la andadura africana del soldado español"
Por
vez primera, en 1911 y sin escapatoria alguna de mantenerse hasta 1925,
que las tropas españolas desembarcasen en las costas de Alhucemas
estuvo patente en los encuentros oficiales efectuados en los
departamentos de las instituciones más significativas: desde el Palacio
Real hasta los Ministerios de Guerra y Estado, transitando por el
despacho de los presidentes del Consejo de Ministros.
Por lo
tanto, el talón de Aquiles de la turba bereber se convirtió en la
cuestión de Alhucemas, porque Protectorado y desembarco se transformaron
en equivalentes. Con lo cual, este guion se debatía apasionadamente
tanto en el Congreso, como el Senado, la prensa y sobre todo, en la
calle.
Y es que, la mayoría de los que lo deliberaban parecían
arrogarse a que la evasiva para controlar el territorio bajo el
ardiente sol africano pasaba por cristalizar una operación anfibia en
los litorales de Alhucemas; todos, a excepción de Manuel Fernández
Silvestre (1871-1921) y Dámaso Berenguer Fusté (1873-1953) que
compartían la medida, en ningún momento imaginaban un asalto de esta
envergadura, intentando acceder al territorio mediante una operación
terrestre.
A partir de los trágicos acontecimientos del
‘Desastre de Annual’, incluso aquellos africanistas del sector más
obstinado, o lo que es lo mismo, los mandos de las partidas de choque
cuyos referentes habían sido los generales, descifraron que no era
imprescindible operar desde el mar.
Lo cierto es, que a lo
largo y ancho de los poco más o menos tres lustros, los representantes
políticos y militares consideraron literalmente la participación, entre
ellos, Antonio Maura y Montaner (1853-1925), de ‘decisiva’,
‘concluyente’, ‘final’ o ‘terminante’. No obstante, ningún gobierno de
la Restauración pudo satisfacerla. Fue a la postre en 1925, cuando se
materializó, pero no porque Miguel Primo de Rivera y Orbaneja
(1870-1930) admitiera la misión como empeño prioritario de su política
en Marruecos, más bien se trató de un recurso imprevisible.
En
definitiva, todos y cada uno de los planeamientos del ‘Desembarco de
Alhucemas’ (8/IX/1925) fueron variados. Entre 1911 y 1918, se insistió
en el requerimiento de alcanzar pactos con los cabecillas de la fracción
de las cabilas más importantes, no solo de Tensamán, Bocaoya y Beni
Urriaguel dispuestas en las costas ribereñas, asimismo con notorios xeij
de cabilas del interior como Tafersit o Beni Tuzin.
En 1922 y
1923, Maura estaba por la labor de desembarcar resueltamente con todo
la resolución posible y sin pactos que pudieran atemperar la maniobra.
Del mismo modo, las situaciones de desembarco se modificaron. Los
estrategas seleccionaron especialmente las playas de Suani, Sfiha y
Espalmadero, ubicadas entre las embocaduras de los ríos Nekor, Guis e
Isli y contiguas a Axdir, poblado natal del máximo exponente del
nacionalismo rifeño Abd el-Krim (1883-1963), cuyo nombre completo es
Muhammad Ibn ‘Abd el-Karim El-Jattabi.
Los entornos políticos y
militares sobre el terreno y las mejoras tecnológicas empleadas a los
medios de combate, hicieron caer la balanza en la elección de las
franjas más favorables para el embate. De hecho, en 1925, el asalto se
perpetró en los arenales de Bocoya, fuera de la Bahía de Alhucemas.
Distribución de las distintas cabilas que pasaron a convertirse en la
célula político-administrativa básica del ámbito del Protectorado
español.
Sea como fuere, un matiz común al resto de los proyectos sería
gestionar la maniobra de desembarco mediante el manejo de lanchas o
barcazas. La alternativa, o si caso, la fórmula de muelles flotantes se
trazó como una destreza más eficaz para el descenso de las tropas y más
aprovechable para el traslado de los carros de asalto hasta la playa,
pero no contó con el aval del Cuartel General del Alto Comisario.
Otro
de los elementos a cada una de las proyecciones referidas, estribó en
el dibujo de las operaciones terrestres para amenizar las fuerzas
aparejadas que en la práctica imposibilitaría la intrusión en el
territorio. El menester de operar en Alhucemas mediante una penetración
permitió disipar el aguante de las harcas rifeñas, resultando ser la
estrategia más conveniente ante la hostil sombra rebelde.
Llegados
a este punto de la disertación, la superioridad abrumadora de los
medios de combate terminó con el espíritu de defensa de los rifeños.
Adelantándose
a lo que sucintamente relataré, puede decirse que los planes para el
‘Desembarco de Alhucemas’ contaron con el beneplácito expreso del
Gobierno, o bien, partieron del atrevimiento de los políticos. Aunque
hubo intervalos en los que el planeamiento se tramó con todo tipo de
pormenorizaciones en su etapa política. Es decir, conseguir pactos con
los nativos, pero no se elevó a las potestades gubernamentales. E
incluso, existieron algunos resquicios, al menos, tres probados
documentalmente y donde la invitación emanó de los líderes rifeños.
Pero,
distinguiendo las técnicas de pericia, persuasión, intimidación y
represión ensoberbecido por el triunfo de Annual, quizás, podríamos
estar refiriéndonos a una concepción errada de la guerra. Ciertamente,
en la guerra de ocupación de Marruecos, valga la redundancia, se
confirma la presencia de un exceso de pequeños puestos o blocaos donde
las fuerzas combatientes dilapidaban infructuosamente su esfuerzo.
Teniendo
en cuenta el veredicto de algunos componentes del Cuerpo de Estado
Mayor, un puesto militar integrado por hasta mil hombres
aproximadamente, dadas las circunstancias topográficas del Protectorado y
la peculiaridad del corolario de cabilas satélites, podía considerarse
una suerte de castillo de naipes. Fundamentalmente, por estar falta de
una onda de acción sensible sobre sus inmediaciones.
En otras
palabras: una posición de esta hechura no podía operar al convertirse en
un puesto de naturaleza estática y poco efectivo. Si estaba provista de
artillería de campaña disponía de un radio de tiro acertado de tres a
cuatro kilómetros contra blancos relativamente grandes, pero casi
ineficaz ante hombres aislados y bien parapetados. Aparte que la
orografía provocaba un sinfín de ángulos muertos que hacía inalcanzable
lograr el tiro directo. Y estos sitios con guarniciones limitadas e
inferiores a mil hombres, estaban diseminados por el terreno que ocupaba
el ejército español.
Descartando escasos emplazamientos
medianamente situados que consolidaban nudos de caminos, con aguadas
aseguradas o protección de veredas dificultosas, pero la inmensa mayoría
se dispusieron con arreglo a una visión inadecuada.
A tenor
de lo expuesto, puede deducirse que la sutileza puesta en escena en la
guerra de Marruecos no fue la pertinente, ya que resulta complicado
desde el punto de vista estratégico-militar someter a un país,
procurando batir el territorio ocupándolo con posiciones de incierta
maniobra.
En una porción de las defensas no se sumaban las
condiciones tácticas imprescindibles, puesto que ni ganaban el terreno,
como tampoco atendían a su seguridad por carencias de desplazamiento.
Algunos lo juzgaron de ‘concepción absurda de la guerra’.
Para
ocupar y salvaguardar apropiadamente una superficie como la del
Protectorado por tales actuaciones, hubiese sido obligatorio ocupar
simultáneamente cada pico y loma con un puesto, implicando que para
contrastar los 26.000 kilómetros cuadrados de territorio, se hubiesen
necesitado más de un millón de individuos.
Continuando con el
enfoque de quienes desentonaban con respecto a la línea estratégica
apoyada en la pequeña posición, en esto las sugerencias confluyen
igualmente, porque la acción de Marruecos demandaba del puesto militar,
pero dinámico y corpulento. Debiendo aglutinar algunas peculiaridades
como contar con los medios de acción más potentes, o estar bien
provistos de tropas.
En estos términos el puesto militar se
hubiese afianzado como una fortificación realmente estratégica,
ejecutante y fornida. Perfectamente entrelazada con la base de
abastecimiento establecida sobre un puerto de la costa, de forma que
cuando se atinase transitoriamente cortado por asedio o aislamiento,
tuviera probabilidades de aguantar una resistencia prolongada de meses,
aun contra la eventualidad de un hipotético levantamiento general. Su
ubicación, además de las características taxativas de higiene y
salubridad, había de responder a la condición de defenderse con total
seguridad.
Vista la posible idea deformada de la guerra en la
que las fuerzas tribales se excedían en acometividad y furia, ésta no
tuvo la secuencia esperada, entre otros motivos por el incesante tejer y
destejer de los gobiernos y la demora técnica del ejército.
Para
ser más preciso en lo fundamentado, desde 1909 hasta 1925, se cambió
hasta en ocho ocasiones de Alto Comisario, llámense Felipe Alfau, José
Marina, Francisco Gómez-Jordana, Dámaso Berenguer, Ricardo Burguete,
Miguel Villanueva, Luis Silvela, Luis Aizpuru y Miguel Primo de Rivera;
como así mismo, se reemplazaron otras tantas sus colaboradores.
Curiosamente, lo inverso ocurrió en los franceses, quienes conservaron
en la Residencia General al mariscal Louis Hubert Lyautey (1854-1934)
desde 1912 hasta 1925.
Y es que, desde Rabat, capital del
Protectorado francés, Lyautey, administraba la política y las materias
militares de Marruecos, siendo quién gozaba de la última palabra:
ejecutaba la dirección sobre el territorio; inspeccionaba la aplicación
de las leyes, tanto las musulmanas como las de procedencia francesa que
incurriesen en la población; o dirigía la urbanización de las ciudades y
promovía las obras públicas.
"El
talón de Aquiles de la turba bereber se convirtió en la cuestión de
Alhucemas, porque Protectorado y desembarco se transformaron en
equivalentes"
Por lo
demás, además de controlar el estímulo del comercio, era la cabeza
visible con extensa integración de las tribus, reproduciendo
adicionalmente los intereses de Marruecos, inexcusablemente compatibles
con los de Francia ante el universo diplomático europeo. Contando con el
soporte ilimitado del partido colonial francés, una de las agrupaciones
más pujantes de presión de la Tercera Republica y con peso en la
política exterior del Estado.
En España, a pesar de la
prerrogativa de los militares en el Protectorado, la última decisión de
las operaciones sobre el terreno la tenía el Gobierno. Sirva de muestra
la suspensión del ‘Desembarco de Alhucemas’ en 1911 y 1913, a escasas
horas de producirse en su conjunto.
Los gobiernos del período
político de la Restauración zozobraron durante casi veinte años en la
ciénaga de la inseguridad. El imperecedero dilema de si invadir o no el
territorio magrebí se convirtió en una situación habitual. Las lógicas
se quedaron en papel mojado: las administraciones no contaron con la
horquilla popular interna, porque no imperaba una fuerza colonial
musculosa que realizara su encargo de convencer y ganar seguidores o
partidarios. Tan solo percibieron su resuello en las tragedias de vidas
humanas, como acontecería después del infortunio de Annual.
A
resultas de todo ello, temían los reproches surgidos de la opinión
pública, envalentonados desde la prensa de izquierdas, que a más no
poder reprobaba la remesa de mozos a Marruecos; incidencia que no
acaecía en Francia porque la milicia se sustentaba esencialmente de
soldados tunecinos y argelinos.
Si a ello se amplifica la
total escasez de travesías, incluso de senderos que truncaban el envío
de tropas y pertrechos a las líneas avanzadas del frente, más un
profundo oscurantismo de la zona, o la ausencia de cartografía, se
hallaban los ingredientes que puestos sobre la mesa y examinados por los
ministros en sesiones del Consejo, inducía a una especie de
aturdimiento con tan solo ver la viabilidad de que se ocasionaran
ramalazos como en 1909, en las afueras de Melilla, o en 1911, en torno
al Kert.
Obviamente, esa indeterminación gubernamental
sobrecargó la función del ejército y en este sentido, numerosos
analistas sostienen que debía haberse resuelto por penetrar y conquistar
la demarcación al ardor de las armas.
En esta disyuntiva se
adhiere el criterio de algunos guías de cabila, como el padre de Abd
el-Krim, condenando abiertamente el procedimiento adoptado por el
Gobierno en la política de atracción. El líder de Beni Urriaguel alegaba
algunas razones del ambiguo modo usado, tildando el cambio persistente
de mandos con responsabilidades en Marruecos, agregando que cuando éstos
comenzaban a conocer verdaderamente su funcionamiento,
incomprensiblemente eran relevados.
En su sentir se
desbarataba todo lo obrado, desmontando la reputación de España ante los
ojos de los naturales, hasta el punto de pensar que por esa vía en
ningún tiempo se llegaría a pacificar la zona.
Como resultado
de ello, los nativos entreviendo el modo de dirigir la extensión
ocupada, se protegían contra cualquier progresión política o militar. En
la misma interlocución, el xeij de Axdir criticaba la elevada inversión
de dinero que los gobiernos manejaban en el Rif, debido a la dirección
improcedente de su conducción y a la incompetencia de las demandas en
las que debía emplearse.
La tardanza en los procedimientos de
los que hace alusión Abd el-Krim, hacía trabajoso el ejercicio de
penetrar en un territorio inexplorado. Porque a nadie se le escapa que
en aquellos años la premisa recaía en pacificar, ocupar y colonizar ante
un avance por momentos temerario, pero para ello era imperioso
dominarlo, comportando para gran parte de los africanistas la guerra en
todas sus traducciones.
Luego, ¿qué empresa colonial se
implementó a lo largo de la historia que no hubiera requerido de un
mínimo indicio de violencia? Y para hacer la guerra, primeramente, había
que orquestar un plan congruente que otorgase la supremacía en el campo
de batalla que se le atribuía a un estado occidental como España. Este
era uno de los contrafuertes del imaginario ideológico-cultural de los
africanistas: el belicismo, porque el expansionismo llevaba encadenado
el conflicto bélico.
Recuérdese que durante los años de la
Gran Guerra (1914-1918), el eslogan de los regímenes de España era de no
cometer actos que indignasen a los contendientes, principalmente a
Francia. De hecho, Francisco Gómez-Jordana y Sousa (1876-1944) hubo de
seguir una política benévola con El Raisuni (1871-1925), mientras que en
el sector oriental no se produjeron operaciones ambiciosas. La tregua
de hostilidades ayudó a que se promoviera un vuelco en la política de
los gobiernos con respecto al Protectorado.
De esta manera,
los gabinetes que se sucedieron hasta desencadenarse el estrepitoso
desplome de la Comandancia General de Melilla en 1921, lo apuntalaron en
Dámaso Berenguer, nuevo Alto Comisario para encarrilar el ser o no ser
de la acción en Marruecos. Para ello, no quedó otra que incrementar el
presupuesto consignado al gasto militar: si en los años 1918 y 1919,
respectivamente, existían asignaciones de 317 millones de pesetas, un
año más tarde, se daba el visto bueno a una partida de 262 millones
suplementarios y, a su vez, se engrosaba el contingente de soldados,
pasando de 190.000 integrantes a 216.000.
Este rumbo se
centralizaba implícitamente en una apelación con más visos políticos que
militares. Y el objetivo estaba claro: reducir el impacto en la opinión
pública en contraposición al coste militar y a la voracidad de las
bajas de soldados en tierras africanas.
A pesar de todo, se
premeditó el empuje de una conquista eficiente del territorio: Dámaso
Berenguer enfocó su deferencia al interior de Yebala en la franja
occidental de Marruecos, para aniquilar la perturbación de El Raisuni y
dar por finalizada la política indulgente, dando paso a las armas.
Una
vez pacificada la zona referida, llegaría el momento de echar un
vistazo al Rif. Pero esto, finalmente no se plasmó, ya que en realidad
ambos frentes se desarrollaron de manera casi equidistante.
Y
mientras tanto, no cabía surtir ningún tipo de clemencia, ni por el
elemento infrahumano, ni por aquellos que lo abogaban. De ahí, la
extrema violencia que se desató contra el rebelde bereber bajo ese
sentimiento de pacifismo pragmático en la andadura africana del soldado
español.
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