Fuente: El Faro de Ceuta
Fuente: El Faro de Melilla
Tras el abandono ineludible de la mayor parte de los enclaves americanos
en los inicios del siglo XIX, Cuba se convirtió en la perla de las
exiguas pertenencias imperiales españolas en ultramar. Lo cierto es, que
el emblema insignia daba señales de malestar dentro de la organización
jurídica, al menos, desde transcurrido el primer tercio de dicho siglo.
Por otra parte, la ocupación de La Habana por los ingleses y la
resultante política económica de libre comercio, determinaron un paisaje
aleatorio que condujo a las familias azucareras a modular algunas
coyunturas alternativas a las políticas aplicadas por los peninsulares
por medio del gobierno colonial.
Puesto de socorro dispuesto eventualmente tras la línea de fuego de Tauima durante las Campañas del Rif en 1921.
Además, la ‘Guerra de los Diez Años’ (1868-1878) era la evidencia de la
insatisfacción reinante en la isla y reveló que la carencia de reformas
moderadas generaba disputas abiertas de signo radical. A la par, la
Restauración Borbónica hubo de capotear cuatro años de intensa lucha en
la mayor de las Antillas antes de que se extinguiera en 1878 con la ‘Paz
de Zanjón’. Si bien, el escenario era todavía más espinoso, porque la
‘Tercera Guerra Carlista’ (1872-1876) arrasaba parte de España y, a su
vez, los destellos del republicanismo federalista enardecieron la
‘Guerra Cantonal’ (1873-1874). Hubo una etapa en la que los hispanos
soportaban dos guerras civiles y una tercera contienda civil-colonial al
otro lado de las aguas del Atlántico.
A pesar del cuadro ilustrado por momentos irresoluto, el régimen de la
Restauración proporcionó estabilidad a una nación conocida por sus
vaivenes políticos, mayormente, por la potestad que se le confirió a la
institución castrense que mantenía la imagen del rey-soldado como uno de
sus contrafuertes.
Esta autonomía es la que deslinda, al menos, en alguna proporción, el
fiasco concretado en las tentativas modernizadoras del Ejército,
achacable a que la mayor cuantía del presupuesto militar se designaba a
sufragar las pagas de la voluminosísima nómina de los oficiales. La
ramificación de todo ello aparejaba la suma de soldados a penas
preparados y mal equipados, dispuestos por oficiales prácticamente
sujetos a los manuales tradicionales de cómo hacer la guerra y
habitualmente agotados por lo enrevesado de las escalas.
La magnitud de la postergación habida en el Ejército, no solo a nivel
tecnológico, sino organizativo y de infraestructuras estratégicas o
básicas, radicó visiblemente en el alcance inmediato de poco más o
menos, el conjunto poblacional en las guerras civiles y sublevaciones
ultramarinas: ante la laguna del componente cualitativo, las Fuerzas
Armadas se distinguieron por encapricharse en subsanar lo anterior con
números elevados de tropas que poseían familias, trascendiendo para mal
en los hogares españoles con los sucesivos conflictos que afloraban.
Obviamente, la cadena de enfrentamientos no hizo sino multiplicar la
inercia imperante del descontento popular.
Este Ejército, a las claras incompetente para operaciones exteriores de
calado, había de ser destinado a sofocar las amenazas internas. De ahí,
que se empleara como fuerza policial más que propiamente como militar.
Su labor como instrumento moderador exhibía amplias cotas de fricción
entre los cuadros de mando y el resentimiento era marcado en las esferas
castrenses.
Es más, una notable porción de la oficialidad perturbada ante el
menester de servirse del pueblo en armas contra el pueblo llano, era
conocedor del enorme daño que ello hacía y de las abundantísimas corazas
de antimilitarismo que podía causar. A ello hay que añadir, que las
guerras civiles y los descalabros coloniales cosechados, que de una u
otra manera salpicaban a los ciudadanos, compusieron un sentimiento de
pacifismo pragmático que crispó a la oficialidad.
Como es sabido, en 1895, saltó por los aires la Guerra de Independencia
cubana, la falta de perspectivas que los grupos oligárquicos isleños
hallaron dentro del programa estatal español enardeció una nueva
complejidad belicosa. Asimismo, las amargas acciones militares en la
Campaña de Melilla en 1893 hicieron caer la balanza y reavivaron el
levantamiento cubano, pues se requirieron casi dos meses para incorporar
una fuerza expedicionaria de siete mil hombres y enviarla a través del
mar de Alborán. Sin inmiscuir, las muchas dificultades y anomalías en
logística, intendencia y sanidad que fueron ostensibles.
“El Rif levantisco e insurgente sirvió de
aguijón para alzarse en pie de guerra contra las Fuerzas Coloniales de
España y no cabía sentir condescendencia alguna, ni por ese componente
infrahumano, ni por aquellos que lo alentaban hasta la muerte”
Esta radiografía permite deducir la ingente cantidad de individuos
militarizados que hubo de ser retornado a la Península con indudables
secuelas físicas, sin entrar a evaluar las de carácter emocional.
Existen pruebas fehacientes de lugares repartidos por la geografía
española que echaron mano de la asistencia caritativa tras la llegada de
los vencidos, para al menos desahogar a familias que habían perdido a
alguno de sus miembros.
De cualquier modo, las penurias organizativas y materiales del Ejército,
fruto de la delicada situación económica del país y de la inexistencia
de reformas de envergadura en la institución castrense, se hicieron
incuestionables para propios y extraños de lo que estaría por llegar en
las inhóspitas tierras africanas.
Hay que recordar al respecto, que el sistema de leva se asentaba en las
quintas mediante el sorteo de un cupo determinado de jóvenes al cumplir
la edad estipulada para servir en la milicia. Aparte de las exclusiones
en base a causas físicas y familiares, concurrían dos procedimientos
vigentes para eludir el reclutamiento: la redención en metálico y la
sustitución. Estos dos marcos legales otorgaban a los que disponían de
más recursos económicos sortear acudir a la guerra, con lo que los hijos
de los más desfavorecidos estaban llamados a defender contra viento y
marea a la madre patria. Y como era de esperar, este impuesto de sangre
se convertía en un inmutable motor de despecho social y argumento de
desorientación y abatimiento de las tropas.
A ello se aunaban las inadecuadas infraestructuras militares que hacían
que el registro de mortandad entre la tropa, tanto en tiempo de paz como
especialmente en guerra, adquiriese cifras altísimas. Fijémonos en los
siguientes datos que reflejan lo expuesto: en los preludios del siglo
XX, unos mil soldados fallecían cada año mientras prestaban el servicio
militar, y cinco veces más quedaban totalmente imposibilitados por
accidente o algún padecimiento grave.
Por último, ha de valorarse el adiestramiento insignificante, como el
defectuoso material bélico, las limitaciones logísticas y de intendencia
y el analfabetismo inextinguible. Todo esto originó que cientos por
miles de convocados a filas sin el menor ideal y la más mínima
atracción, marcharan al campo de batalla y algunos inconfundibles con
planes proverbiales de hostigamiento, como los que se encontrarían en el
septentrión marroquí con las fuerzas tribales rifeñas como
protagonistas.
Dicho esto que ha de servir para desgranar sucintamente el origen de la
resistencia popular a los episodios coloniales en el norte de África,
este es el punto de partida para percatarse de la zozobra inseparable de
la angustia que sentían las clases populares cuando el mozo alcanzaba
la edad de quintas.
Me refiero en muchos casos a un miedo aterrador ante la pérdida o
inutilidad de un ser querido. Ello puede rotular la efervescencia y
preocupación por las empresas militares que irremediablemente arrojaba
un número considerable de extintos. Por ello, nada más emprenderse la
Campaña de Melilla, el ‘Desastre del Barranco del Lobo’ (27/VII/1909)
estremeció a la opinión pública, que solo una década más tarde del revés
cosechado en el Caribe y Filipinas, entreveía, una vez más, los
mortíferos efectos del impuesto de sangre.
Simultáneamente, el pequeño resquicio de avivar el nacionalismo
divulgado en la propaganda de corte patriótico o en las evasivas al
deber y el honor, ni mucho menos favorecieron para forjar un proyecto
nacional del que gloriarse.
Más bien aconteció lo inverso, porque España pasaba de ser una potencia
hegemónica con incontrastables heridas abiertas, a un país cerrado con
sus archipiélagos anexos, que para mayor incomodidad habría de desafiar
los nacionalismos periféricos incipientes. En cambio, las clases
acomodadas eran, probablemente, las que mayores cotas de identidad
nacional mantenían y avalaban un trazado imperial, pero al mismo tiempo,
serían las primeras en boicotear que sus hijos sirviesen en el
Ejército.
Por tanto, me estoy refiriendo a un nacionalismo de corte puramente
discursivo que no hacía sino destapar lo improcedente y caprichoso de la
realidad de los hijos del campo y proletariado, que a todas luces
probaba el lamentable estado del mozo consagrado a Marruecos.
Tales eran los sobresaltos de los jóvenes que se aproximaban a la edad
de quintas, que se valían de cualquier artimaña para escurrirse. Así,
los ayuntamientos y familias falsificaban los padrones o engatusaban a
alguien con el soborno, incluso había quienes estaban interesados en
perder peso por debajo de los 50 kilos para eludirlo por extrema
delgadez, aunque a partir de 1912 se descartó la exención y con ella las
dietas preliminares; o autolesionarse, como romperse un brazo o una
pierna para alegar un defecto físico. Al igual que se apelaba a los
medios legales de exención y se ofrecían sustitutos que no correspondían
con los requerimientos estipulados.
Esto denota que la institución castrense comprendía a la perfección que
servir en el Batallón Disciplinario de Melilla, tomándolo como uno de
tantos ejemplos, en muchas ocasiones significaba un suplicio escondido
para desertores, prófugos o reclusos, hasta entenderse mejor la
depresión moral a la que estaban sometidos en su travesía al continente
africano.
Ante lo visto, parece obvio indicar que el voluntariado, en especial, en
secuencias bélicas, no revistió demasiada importancia. Realmente, en
todo momento estuvo falto y únicamente en intervalos puntuales hubo
algún repunte en las reseñas.
Blocao de Dema en Beni-Sicar en 1921. El relato titánico del soldado español en el Rif se moduló
por medio de posiciones fortificadas estáticas, dificultosas de defender como de avituallar.
Como ya se ha planteado, las elevadas tasas de mortalidad en tiempo de
paz y, sobre todo, en los períodos de guerra, o los interminables
conflictos bélicos en los que España se vio involucrada, fusionado a las
desfavorables condiciones de vida en el Ejército, los mínimos
incentivos económicos y la perpetuidad del servicio militar, hablan por
sí solos de la poca disposición para afiliarse de manera voluntaria a
filas.
Sin embargo, no todo iban a ser referencias contradictorias, cuando el
general Agustín de Luque y Coca (1850-1935) al hacerse cargo de la
cartera de Guerra en 1912, activó otra ley de Reclutamiento, transitando
a un servicio militar universal que desterraba las exenciones
económicas de la sustitución y redención en metálico.
Gracias a ello, tres años después del comienzo de las Campañas de
Marruecos y de los clamores populares en contra de la remesa de soldados
a un teatro de operaciones extremadamente duro, ya era una certeza que
defendiesen una misma bandera burgueses, proletarios, terratenientes,
braceros, universitarios o pescadores. Amén, que esta ley continuaba
enmascarando una escapatoria para los acaudalados, o lo que es igual, la
cuota. Su desembolso comprimía drásticamente el tiempo de servicio y
garantizaba no ser consignado ante un enemigo temible y forjado sobre el
inhóspito suelo africano.
Hubo que aguardar al golpe que supuso el Desastre de Anual
(22-VII-1921/9-VIII-1921) con su consecuente acto de caótica huida, o a
la pérdida de prácticamente lo conquistado desde 1909, o tener alrededor
a medio millar de soldados españoles a merced de los rifeños y observar
las ejecuciones en las posiciones asediadas.
Va a ser a partir de este momento cuando las tropas españolas apenas
fogueadas, se verán las caras a manos de las harcas rifeñas con
movilidad superlativa, aunque a nadie se le escapa que las prerrogativas
a las que podían acceder los hijos de las clases altas no estaban al
alcance de cualquiera. Otra cosa bien diferente debió ser la acogida que
depararon a los recién venidos sus camaradas de quinta de procedencia
humilde.
Aquellos que arrastraban meses combatiendo y resistiendo las penalidades
de las campañas norteafricanas, el resentimiento de estos ante la
recalada de los supuestos señoritos debió ser como el agua calmando la
sed del ardiente sol africano. Aunque, en la teoría se originaba un
avance a la democratización de las Fuerzas Armadas, la práctica deparaba
el arraigo de medios falaces para salirse por la tangente del enganche.
Los reconocimientos médicos junto a los sobornos se convirtieron en un
as bajo la manga para los más reacios a alistarse, regularmente,
aquellos con medios económicos a su alcance. Por antonomasia, el
clientelismo y caciquismo, señas de identidad de la Restauración, en el
fondo se resistían a esfumarse. A decir verdad, en los círculos rurales
mayoritarios estas anomalías enquistadas persistieron y descompusieron
la igualdad en el servicio militar. Ello no hacía sino contribuir al
desconcierto de los más desventurados que habían de asirse a su fusil e
intentar sofocar la rebelión bereber.
Luego, es posible vislumbrar la consternación vivida de aquellas fuerzas
expedicionarias en una tierra baldía frente a un enemigo formidable y
orgulloso practicando como modus operandi la ‘guerra de guerrillas’. Tal
debió ser la encrucijada de muchos militares al ser testigos de ello,
que se pusieron manos a la obra para extirpar los reportes negativos
acerca del ejército colonial, esforzándose por refutar las habladurías
que deambulaban en torno al servicio militar y lo que allí les
aguardaba.
Si el soldado peninsular no era el más motivado del momento, el Ejército
español menos aún, había alcanzado un proceso sin igual de
modernización, lo ideal hubiese residido, al menos, desenvolverse en un
espacio poco complejo. Pese a todo, el Gobierno se embarcó en una tarea
resbaladiza y digamos al filo de lo imposible, porque en pleno apogeo
del imperialismo las fuerzas tribales de Abd el-Krim (1883-1963) se
constituyeron en el talón de Aquiles: se trataba de una región con una
orografía accidentada, recursos hídricos no especialmente copiosos,
meteorología extrema y una población indígena diseminada y sin núcleos
urbanos de fuste que agilizasen la ocupación.
Del mismo modo, las vías por denominarlas de alguna manera eran
imaginarias, mientras que las tribus que allí subsistían abanderaban la
rivalidad entre sí e insumisas al sultán de turno, estaban habituadas a
la guerra y al pillaje como formas de ganarse el sustento o complementos
económicos. No menos destacado, los inquilinos franceses de la franja
sur de Marruecos y Argelia más o menos contrarios al proceso español,
puesto que perseguían beneficiarse de su frustración, lo que se descifra
en la permeabilidad de los límites fronterizos para la horda de
turbantes que consideraban una intromisión en su hábitat natural, así
como la acogida de disidentes o el contrabando.
Por lo demás, lo estratégico de la demarcación produjo que resultase una
colmena de confidentes e informadores compinches que como mínimo
creaban inestabilidad. Ni que decir tiene, que la zona española estaba
mutilada territorialmente, porque Tánger, la perla norteña marroquí y
llave maestra del entramado marítimo, se calificó administración
internacional y brindaba cobijo a los rivales de España.
Corresponde subrayar que asimilado el capítulo finisecular con profundas
huellas, se demandaban algunos aliados y una bocanada de aire fresco,
la extenuación hispana era palpable, pero diligentemente surgió Reino
Unido, no sin alicientes de por medio. La administración británica
contemplaba con buenos ojos el Estrecho de Gibraltar para la seguridad
de sus órbitas náuticas y España, potencia de segunda clase, no
configuraba un riesgo inminente para sus intereses.
En cambio, no acaecía igualmente con Francia, porque se sospechaba que
si se apoderaba de la costa meridional, pudiera armarla a su antojo. Lo
atractivo para España es que jugaba con un pequeño armazón defensivo
norteafricano que desarticulaba la Península de una potencial agresión
francesa desde el flanco sur. Si bien, lo inapelable es que fuera como
fuese, había que invadir el territorio adjudicado en los tratados
internacionales, lo que se interpretaba en mandar infantes inexpertos
prestos a luchar y morir en un territorio envuelto en un halo de horror
diabólico: el Rif.
Ahora, desalentados y amilanados batiéndose en sucesivas oleadas con
apenas margen de error para salir ilesos de la sombra rebelde, comenzaba
la empedernida andadura africana del soldado español. Los mandos eran
conscientes de la precaria capacidad de combate de las tropas
expedicionarias. Por ello, se recurrió al empleo de huestes indígenas
medianamente ejercitadas, aunque tal medida no respondía únicamente a
criterios castrenses.
“Si las Campañas de Marruecos se
definieron por la asimetría e irregularidad en la manera de percutir de
los insurrectos, las masacres perpetradas por los acólitos de Abd
el-Krim y su despiadada metodología de hacer la guerra, no pasaría
desapercibida para muchos de los soldados españoles”
La decadencia política suscitada por las numerosas bajas habidas de
nacionales y lo desacreditado del lance colonial, hicieron que los
gobernantes se inclinasen por verificar las acciones. Más aún, era
asiduo el apremio de pactos, aunque colisionasen ante el dictamen y el
sentir del mando militar. Por cada uno de estos factores, las unidades
españolas se colocaron preferentemente en la segunda línea o
retaguardia.
De hecho, cuando se les requería en la primera línea, protegían
posiciones en altura asaltadas preliminarmente por fuerzas indígenas o
tratadas con las tribus. Toda vez, que la contrariedad de esta misión
rubricaba las dos caras de una misma moneda. Primero, al ser unidades
apenas duchas en los métodos de pericia, persuasión, intimidación y
represión, pendían de los soldados nativos para sus intervenciones y,
segundo, dicha inacción influía en su moral. De manera, que viéndose
forzadas a participar en un enfrentamiento directo, su fiabilidad bélica
podría calificarse de irregular.
Llegados hasta aquí, estos soldados que parecían vivir en un bucle
histórico, tenían ante sí, aguerridos combatientes que dominaban un
escenario de operaciones considerablemente férreo, dividido y confuso:
la ‘guerra de guerrillas’ discurría como tónica general y haría de las
suyas como panacea inalcanzable. Así, el relato de la extrema
adaptabilidad de las líneas enemigas y la utopía de ponerles cerco por
su compás colosal, era un indicativo insistente en los manuales de
guerra españoles. Son diversas las muestras que apuntan a la capacidad
del rifeño para mimetizarse en la fragosidad del terreno y su rasgo de
operatividad con una mínima logística.
En consecuencia, si las Campañas de Marruecos se definieron por la
asimetría e irregularidad en la manera de percutir de los insurrectos,
las masacres perpetradas por los acólitos de Abd el-Krim y su despiadada
metodología de hacer la guerra, no pasaría desapercibida para muchos de
los soldados españoles, que quedaban paralizados de terror,
desconcertados y padecían estados disociativos o ansiedad extrema. Otros
tantos, veían canalizados ese deterioro psicológico mediante la
ebullición del arrebato que resultaba fundamentado por una
caracterización del enemigo: algo así como un cobarde que no peleaba
cuerpo a cuerpo, o un portento traicionero que mataba en embocadas y,
por doquier, mutilaba y torturaba.
Y es que, mientras las hordas rifeñas se liberaban del terreno con su
mordacidad envalentonada, las fuerzas regulares quedaban atrapadas en
sus reductos con faltas de víveres y bien servidas de intenso fuego
enemigo. En contraste, las harcas en incesante movilidad no concedían
objetivos idóneos, prescindían el enfrentamiento en campo abierto,
dejando al adversario condenado en su posición y relegándole a cualquier
posibilidad de ingenio.
Con lo cual, el Rif levantisco e insurgente sirvió de aguijón para
alzarse en pie de guerra contra las Fuerzas Coloniales de España y no
cabía sentir condescendencia alguna, ni por ese componente infrahumano,
ni por aquellos que lo alentaban hasta la muerte. De ahí, el extremo
ardor que se desató como acicate contra el rebelde rifeño, tenaz
defensor de su territorio y verdadera encarnación del mal, en justo pago
por cualquier forma de dominación a la que se veía supeditada la
semblanza del soldado español en el avispero marroquí.
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