Fuente: El Faro de Ceuta
Fuente: El Faro de Melilla
Ni que decir tiene, que el Desastre de 1898 supuso la fractura de la
nación española y de su estructura social, pero sobre todo, el
descalabro del Ejército, por aquel entonces, columna vertebral durante
prácticamente el siglo XIX con el concepto estado-nación. En el
imaginario colectivo quedaba el desmoronamiento de la imagen
inmortalizada por el Imperio Español y el abatimiento como sentimiento
social, unido al papel de las Fuerzas Armadas ante las circunstancias
excepcionales del momento.
Estos ingredientes indujeron que se
reprodujesen idénticos errores en el septentrión marroquí, porque el
Ejército se desenvolvió de manera arcaica y disfuncional, tanteando más
el prisma cuantitativo que el cualitativo, lo que determinó que entre
los años 1895 y 1898, se enviasen partidas de hombres a Cuba sin apenas
preparación y una estrategia pertinente para enfrentar una campaña que
se saldaría en tragedia.
En el centro de la imagen, Dámaso Berenguer
Fusté (1873-1953), nombrado Alto Comisario de España en Marruecos el
25/I/1919 y
desde esa posición diseñó un plan para la pacificación
definitiva del Protectorado. Si bien, no supo imponer su criterio a
su
subordinado el General Silvestre en el desarrollo de la política y
estrategia militar en la zona de Melilla.
La quiebra militar y los resultados que adquirió para España la
Segunda Guerra de Cuba (24-II-1895/10-XII-1898), no dieron la sensación
de ser lo bastantemente gravosos como para alejar los viejos fantasmas
de estilos tradicionales y procederes tácticos impulsados durante el
citado siglo y que se perpetuaron en el primer tercio del XX, con
acciones inalterables y poco prácticas del patriotismo con relación a
las colonias desde Cuba al Rif. De este modo, no fueron pocos los que se
opusieron drásticamente al enganche de soldados cuando las élites se
lanzaron a la caza del envite colonialista en el Norte de África,
partiendo del mismo patrón con el que en tiempos pasados se había
afrontado la Guerra de Cuba. Me refiero a los sistemas de quintas,
reservistas, excedentes de cupo, redenciones, etc.
Aquello
terminaría causando tumultos sociales, huidas de prófugos y la renuncia
de Antonio Maura y Montaner (1853-1925) al frente del Gobierno. Mientras
tanto, la ciudadanía confiaba en la noción de España y su protección,
pero no con los trazos gubernamentales de influencia para salvaguardarla
de los límites fronterizos coloniales. Luego, tanto Cuba, como Puerto
Rico y las Filipinas, implicaron una reacción en cadena generalizada.
Obviamente, cada uno de estos elementos acabarían predisponiendo la
premura de la revisión de la Ley de Reclutamiento y Reemplazo del
Ejército, dando pie a otra prescripción asentada en el sistema de cuotas
y que valió para serenar las conciencias de los militares y políticos,
atenuar las demandas populares e instaurar el Cuerpo de Voluntarios para
el Norte de África. Sin embargo, esta Ley seguiría relegando a las
clases menos favorecidas a expensas de los requerimientos propios de la
milicia, siendo regularmente como se diría en palabras llanas, ‘carne de
cañón’ para orillar el tándem de contrariedades que afloraron con la
Campaña de Marruecos (1909-1927) y más en concreto, en la Guerra del Rif
(1921-1926).
Por lo tanto, las certezas en el puzle de África
en concatenación con la encrucijada de 1898, no más lejos de enderezar
las fórmulas y subsanar los deslices ocasionados, nos reportaría al
infortunio ocurrido en el Desastre del Annual (22-VII-1921/9-VIII-1921),
porque aunque el contexto y los actores fueran otros, la labor bélica
de la población española fundamentada en minúsculas capas medias con
menos recursos y, sobre todo, en el extensísimo plantel de las capas
bajas, prosiguió rindiendo cuentas dentro del entramado militar y
político, cuantiosas desdichas individuales y colectivas que
difícilmente quedarían en el olvido.
Dicho esto, los hombres
que mayoritariamente quedaban inmersos en el campo de batalla eran en su
conjunto analfabetos, con deficiente estado nutricional y apenas
instrucción, a los cuales les quitaban o escamoteaban los alimentos,
equipos y armas.
Indudablemente, el maremágnum de coyunturas
infernales del escenario bélico les hacía ser más vulnerables a las
enfermedades y no menos, a lo más impactante de la fragosidad del
espacio geográfico: la violencia de los acometimientos ante un enemigo
que se superaba en agresividad y furia, ahora deseosos de resarcir el
agravio recibido y proporcionar cristiana sepultura a los cuerpos que
todavía permanecían sin inhumar y abrasados por el ardiente sol
africano.
A resultas de tales acaecimientos, muchos de los
contemporáneos, especialmente, los afines a las cuestiones políticas y
militares, optaron por centrarse en los lamentos de publicitación sobre
la derrota consumada, salvando eso sí, algunas pretensiones: intentando
que la indiferencia repentina de las vicisitudes sorteara en lo posible
cualesquiera de los reproches a sus intervenciones.
Es más, en
numerosos intervalos terminó empleándose a fondo como arma arrojadiza,
según el interés, sin evaluar y poner remedio a las ramificaciones
sociales que los sucesos de la guerra estaba teniendo en el país. Tal es
así, que las esferas liberales o progresistas exigían responsabilidades
sobre el trato ofrecido a los soldados y, por su parte, los
conservadores descifraban las acusaciones como injurias al honor del
Ejército. Mientras, que en paralelo a los intelectuales, aunque
contrarios al avance del conflicto, no prestaron demasiada atención a la
disposición de las tropas batidas o de los repatriados que
paulatinamente retornaban.
Sin inmiscuir, que algunos medios
de la historiografía prescindieron a toda costa el más mínimo indicio de
un diagnóstico profundo de este curso tenebroso, porque entrañaba
compartir el fracaso de una muerte anunciada durante un período en la
que los referentes históricos se asentaban única y exclusivamente en
mostrar a España como ‘nación triunfadora’, ponderando en incidencias
retrospectivas de manera gloriosa y poniendo énfasis en hazañas de
figuras destacadas, que por otro lado, en ningún tiempo antes habían
ocupado las páginas de infortunios militares.
“El
tenaz aguante rifeño y los enfrentamientos hispano-marroquíes
alcanzaron su cenit en 1921, cuando se ocasionó el Desastre de Annual:
cataclismo militar con manantiales de sangre que aclararon los
espejismos de grandeza hasta convertirse en energía térmica disipada, en
este caso, abrasada en el cielo de la sombra rebelde”
Con
estos mimbres, al comenzar la Primera Guerra Mundial
(28-VII-1914/11-XI-1918) dirigía el Gobierno Eduardo Dato e Iradier
(1856-1921), que no tardó en hacer saber el punto de vista de
neutralidad ante el conflicto. En estas circunstancias y desafíos que
hacían peligrar el sistema de la Restauración, la realidad delicada de
la dirección con vaivenes incesantes, fusionado a los descontentos
obreros, más la espiral de los nacionalismos locales y de
republicanismos, así como la plasmación e influencia de las Juntas de
Defensa, que a la postre dieron lugar a la crisis institucional de 1917.
Estos
obstáculos quedaron disipados con la claudicación del Gobierno,
influido por la Corona a los imperativos de un grupo compacto de las
Fuerzas Armadas y la instauración de un nuevo ejecutivo conducido
nuevamente por Dato. Con lo cual, el rompecabezas castrense se adentraba
reiteradamente en la vida política. Aunque los máximos dirigentes
estaban desgranados por las tiranteces entre ‘africanistas’ y ‘no
intervencionistas’, en cuanto al atolladero de Marruecos y, como no, al
entuerto por los ascensos en función de los méritos de guerra y el
escalafonamiento.
Recuérdese al respecto, que con anterioridad
el Ejército había sido emplazado a sostener el régimen con el
beneplácito de la Corona y el Gobierno. Estas reseñas dieron origen a
que numerosos integrantes militares instasen al patrocinio de sus
intereses corporativos, incluyéndose los ascensos por escalafón y el
mejoramiento de la sanidad. Multiplicadores nada desdeñables de los que
subsiguientemente resultaron las Juntas de Defensa.
Para ser
más preciso en lo documentado, a partir de 1917 y durante el ciclo que
se identificó por una eminente conflictividad social, la cúpula militar
iría contrayendo de manera prolongada el encargo de ser garante del
orden público.
Desde entonces y con el señuelo de conservar el
orden, la contracción del poder militar frente al político era
inquebrantable, culminado con el golpe de Estado (13-15/IX/1923) del
Capitán General de Cataluña Miguel Primo de Rivero y Orbaneja
(1870-1930), siendo ayudado por la Corona y sectores sociales que
defendían sus intereses.
En todo ello, no ha de dejarse en el
tintero que el Desastre de Annual apresuró la desintegración democrática
de la Restauración, induciendo a tres crisis de Gobierno con múltiples
cambios. Llámese el Gobierno de Maura, entre agosto de 1921 y marzo de
1922; el Gobierno de José Sánchez-Guerra y Martínez (1859-1935), entre
marzo y diciembre de 1922 y, por último, el Gobierno de Manuel García
Prieto (1859-1938), entre diciembre de 1922 y septiembre de 1923.
En
definitiva, la forma autoritaria de gobierno a modo de dictadura
parecía reproducir la receta de urgencia que terminaría determinando el
desconcierto político de la Restauración. Pero, más bien, estaríamos
hablando de una estructura de contención institucional al regazo de un
lapso económico apacible.
Por ende, los tentáculos represivos
de Primo de Rivera no liquidaron el resentimiento interno del Ejército,
aun cuando se moderó el apretón de los africanistas tras la satisfacción
del Desembarco de Alhucemas (8/IX/1925). Toda vez, que en 1930, la
dictadura perdía fuelle a la sombra de la Gran Depresión (1929-1939) que
irremisiblemente atajó su éxito económico y su final confluiría en una
fase de transición que habría de culminar con el anuncio de la Segunda
República. Pero este resquicio quebrado no se finiquitaría hasta el
golpe de Estado (17-20/VII/1936) encabezado por Franco, Queipo de Llano y
Mola, aunque con una visión social y política distinta.
En la imagen y sentado, Dámaso Berenguer Fusté junto a su Estado Mayor dirigiendo una de tantas operaciones por las que obtuvo
diversas condecoraciones, sintiéndose más identificado con las Juntas Militares de Defensa que con los militares llamados ‘africanistas’.
Si bien, para rematar la tesis en cuanto al componente militar y sus
variables, hay que retrotraerse en el tiempo para redundar en la
política exterior española apuntalada en dos principios discordantes.
Primero, la renuncia a cualquier compromiso con alianzas que en cierta
manera pudiesen involucrarla en complicaciones ajenas. Y segundo, la
autodeterminación de no ceder ni un ápice de territorio sobre el que se
poseyese soberanía. La colisión entre ambas nociones se hacía
indiscutible, pues durante la época del imperialismo una pequeña
potencia como España no estaba en condiciones de mantener un reducto
colonial sin una política de alianza acorde.
Como es sabido,
la punta del iceberg acabaría disipándose con la guerra
hispano-estadounidense (21-IV-1898/10-XII-1898) y la consiguiente
pérdida del Imperio Ultramarino, pero lo que nadie sospecharía que años
más tarde, España tocaría fondo cuando un contendiente ágil, maniobrero e
insaciable, le ocasionaría no pocos descalabros como los rifeños,
atacando y diezmando una fuerza superior en tamaño.
A pesar de
todo, el aislamiento internacional de España entre las postrimerías del
siglo XIX y los preludios del XX, puede traducirse en función de
fuerzas concéntricas: el tablero geopolítico estaba supeditado por los
alicientes de las potencias circundantes y la diseminación de los
espacios españoles, significando para cualquier probable aliado un
sinfín de inconvenientes que no se veían recompensados con lo minúsculo
que España podía contribuir a una alianza.
Llegados hasta
aquí, España se topó con no pocos complejos ante las exigencias
ineludibles en tierras africanas y un enemigo pionero en las luchas
anticoloniales: el bereber levantisco, definido por su índole claramente
arrogante e intrépido, independiente e incansable ante cualquier
adversidad.
Años más tarde de desatarse la hecatombe de 1898,
las élites españolas empiezan a interesarse por algunos de los proyectos
del Norte de África. Entre los pretextos que revelan esta atracción se
hallan los intereses de otros estados occidentales, además del hambre o
sed por recuperar una reputación bastante dañada y los designios mineros
de la zona de Marruecos.
Conjuntamente, se confirma una
propensión punteada por el afán civilizador de la región: el simple
hecho de que Marruecos suscitara encanto entre los actores colonialistas
europeos, sumamente atractivo para los intereses estratégicos y
comerciales y ser llave de travesía entre el Mediterráneo y el Atlántico
y el África Subsahariana y la Europa Mediterránea, apareja razones más
que clarividentes por la riqueza de su suelo y subsuelo.
Y es
que, la política que proyectaban cristalizar los países de Europa sobre
el Imperio jerifiano estaba bordada por el respeto formal al statu quo
prescrito en la Conferencia de Madrid de 1880. Esta manifestación se
hizo ostensible al valorar la composición de la organización territorial
marroquí, porque en aquellos trechos Marruecos se distribuía en dos
bloques de enorme importancia en cuanto a los tiempos futuros.
Primero,
hay que referir la bled-es-majzen que envuelve los sectores
subordinados a una suprema autoridad nacional, centralizada e
indiscutida como país distintivo del orden, no impidiendo que la
autoridad central incurriese en todo tipo de abusos contra sus
poblaciones, pero igualmente, con prácticas contrapuestas a su
continuismo como Estado, despuntando la arbitrariedad y subsiguiente
desequilibrio. A este contexto atañen los recintos urbanos y territorios
adyacentes que habitualmente estaban comunicados y con acérrima
vigilancia en sus accesos.
Y segundo, las demarcaciones que no
reconocían a la autoridad del sultán, únicamente una supuesta
paternidad espiritual, denominándose bled-es-siba. Digamos que un
territorio insurgente y agitador, enemigo a cualquier consigna o
advertencia extranjera que mínimamente descompusiera sus tradiciones
seculares y maneras autónomas de representación.
Por lo demás,
estas superficies eran habitadas por tribus, clanes locales o grupos de
individuos con un área vinculada, cuya autoridad central recaía en su
jefe y que de manera espontánea se agregaban a una cofradía religiosa.
Claro ejemplo de este último entorno es el enclave rifeño del Norte,
propiciando numerosos levantamientos locales y poniendo en serio peligro
al sultán, al empujarlo a amortiguar sus tentativas de dominación.
“Los
traspiés y despropósitos expansionistas junto a las intransigencias
nativas remataron la naturaleza del concepto de Protectorado,
transformándose en una dirección directa de rúbrica colonialista”
Inicialmente
se preconizaba un enfoque tendente a auspiciar los lazos hispanos
marroquíes típico del primer regeneracionismo. O séase, hacer de
Marruecos un estado independiente y aliado de España.
Pero las
inestabilidades del Imperio jerifiano, tanto en su carácter gubernativo
como de recursos, tonificó el denuedo colonialista de las potencias
europeas en este territorio, particularidad que se cuajó con la
expedición de embajadas específicas, predominio comercial en las bahías y
una mayor intromisión política que ayudó a desmejorar la realidad
marroquí. Y por si fuese poco, Francia dispuso poner fin a la política
de observancia del statu quo en el Noroeste de África, pasando de un
extremo a otro con una especulativa incursión pacífica. Amén, que los
conflictos aparecieron aceleradamente, más aún, cuando la visual germana
colisionaba abiertamente en el Mediterráneo con los propósitos
británicos y franceses.
Posteriormente, al ardor osado de las
influencias que se acrecentaban por el asunto marroquí, se emplazó a la
Conferencia de Algeciras (16-I-1906/7-IV-1906) en el que quedó
suficientemente despejado el encaje prioritario de Francia y España como
valedores de aquella comarca, siempre y cuando se acatara la facultad
del sultán, la integridad del territorio jerifiano y la holgura
económica. Y entretanto, se vislumbraba un vasto devenir de conexiones
entre Madrid y el Norte de África, pero no exentas de arduas rigideces.
Progresivamente,
los acuerdos subsiguientes al escenario de Algeciras, pincelaba la
presencia española en el Rif, prefacio del avispero marroquí, además de
Yebala y las plazas de Ceuta y Melilla con 23.000 kilómetros cuadrados.
A
pesar de ello, el asentamiento del Protectorado Español habría de
aguardar al año 1912, porque hasta entonces las refriegas derivadas de
la intransigencia local marroquí totalmente disconforme a la aceptación
del dominio en aquel territorio, se convirtió en la punta de lanza de
constantes acometidas y enfrentamientos, que acabarían causando miles de
bajas entre civiles y combatientes de ambos bandos. Uno de aquellos
embates corresponde al Desastre del Barranco del Lobo (27/VII/1909) con
más de 1.200 bajas producidas.
Durante esta acción, las
decisiones transmitidas desde la capital de España al Ejército eran
incontestables y directas para reprimir a los sublevados con el
bombardeo de poblaciones, la quema de viviendas y campos de cultivo en
un paraje de evocación infausta, diseminando el estupor de una
autosuficiencia baladí por parte de individuos excedidos de
autocomplacencia y sin empatía hacia los hijos del pueblo, que, a su
vez, se sentían acogidos por una bandera que generaba una riada de
huérfanos y viudas y unos pocos predilectos. Sin duda, este primer
fracaso debía de haberse aprovechado para allanar males derivados de
unas tropas de levas infundidas en una ilusoria superioridad, pero
parcamente motivadas, demuestra a todas luces la inepta interacción,
además de la deplorable experiencia heredada durante 1898.
Con
esta temeridad se pensó en culminar de una vez por todas la crisis
marroquí, pero los intereses de los dos bloques emergentes europeos,
estos son, primero, la Triple Alianza formada por Alemania, Italia y el
Imperio austrohúngaro y segundo, la Triple Entente, conformada por la
alianza franco-rusa, la Entente Cordiale franco-británica de 1904 y el
acuerdo ruso-británico de 1907, desplomarían definitivamente los afanes
de conservar vivo el statu quo en Marruecos.
Los traspiés y
despropósitos expansionistas junto a las intransigencias nativas
remataron la naturaleza del concepto de Protectorado, transformándose en
una dirección directa de rúbrica colonialista. La praxis colonial
desenvolvió en las gentes marroquíes, y por añadidura, en el Magreb, tal
como reza el título de esta disertación, un sentimiento etnocéntrico
que se limitó a una feroz resistencia al modelo colonialista que engarzó
el Tratado de Fez (30/III/1912) y su aplicación descompuesta en la
práctica. El tenaz aguante rifeño y los enfrentamientos
hispano-marroquíes alcanzaron su cenit en 1921, cuando se ocasionó el
Desastre de Annual: cataclismo militar con manantiales de sangre,
retrocediendo en el tiempo para caer en la cuenta de las tragedias de
Cavite o Santiago de Cuba, que aclararon los espejismos de grandeza
hasta convertirse en energía térmica disipada, en este caso, abrasada en
el cielo de la sombra rebelde.
La decadencia de Annual y el
fallecimiento de Manuel Fernández Silvestre (1871-1921), van a ser el
punto de inducción para una lucha encarnizada entre España y las Fuerzas
Tribales de Abd-el Krim (1883-1963), convertido en líder carismático
del movimiento anticolonial, aunándose los ímpetus de dos sectores
propiamente contrapuestos del Ejército: primero, los ‘africanistas’, con
la distinción de Francisco Franco Bahamonde (1892-1975) y José
Millán-Astray y Terreros (1879-1954) y, segundo, los ‘no
intervencionistas’, encaramados por Dámaso Berenguer Fusté (1873-1953) y
Primo de Rivera.
Los síntomas nocivos de una guerra
improductiva y las tensiones internas en el interior del Ejército,
cesaron tras enormes esfuerzos y el apoyo de Francia con el consabido
Desembarco de Alhucemas y el laberinto de los contingentes indígenas.
La
humillación de Annual había destapado la sagacidad y capacidad de
organización de las Tribus del Rif, evidenciando la semblanza del
bereber insurrecto y, a la par, el fiasco estrepitoso del Ejército
Colonial Español y su ineficacia para contraer un papel moderno tras la
fisura del 98.
Finalmente, a pesar del profundo rechazo de
gran parte de la población, si lo contrastamos con la Guerra de Cuba,
los nuevos criterios colonialistas tendidos por una buena parte de las
clases económicas, políticas y militares, situaron a España de cara a
renovados pasos extra peninsulares en el Norte de África. Tales
motivaciones fueron las que imprimieron el acontecer de una aventura
colonialista sin fundamento y con el elevado coste humano reprimidos a
sangre y fuego.
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