Fuente: El Faro de Ceuta
Fuente: El Faro de Melilla
Con los ojos puestos en Marruecos, la que por entonces era y sigue
siendo la doble llave de paso entre las aguas mediterráneas y atlánticas
y entre el África Subsahariana y la Europa mediterránea, desde mediados
del siglo XVIII la dinastía alauí se afianzó en la autoridad
estableciendo un imperio de predisposición unificadora sobre la región
norteafricana. Y no era para menos, porque para gobernar aquella
cartografía hubo de disponer toda una organización de territorios y
baluartes con una milicia permanente y el contacto de diversas tribus
diseminadas, pretendiendo engranarlas a los centros neurálgicos
religiosos o ciudades de influencia.
Ametralladora Hotchkiss M1914 calibre 7 mm.
apostada para batir de flanco la posición que defiende y escudando con
sus fuegos la instalación de las alambradas. En la imagen ‘ocupación de
Tazarut’ (1921).
Dicha manifestación es
ostensible al reconocer la complejidad de la articulación territorial
marroquí, porque en aquel período se ramificaba en dos bloques de enorme
importancia. Obviamente, me refiero a los sectores supeditados
propiamente a la autoridad del sultán y al poder central y como no, a
los círculos que no reconocían como tal esta autoridad, únicamente una
concepción espiritual con el precedente de producirse numerosos
disturbios locales, hasta poner en jaque el proceder del sultán y
amortiguar sus tentativas de dominio.
Luego, el relato historiográfico de Marruecos se escribe punteado por
la incansable rivalidad entre los dirigentes de las tribus para la
consecución de mayores atribuciones sociales y políticas. Fijémonos en
los preámbulos del siglo XIX, cuando el laberinto entre el majzén
jalifiano y las cofradías religiosas adquiere más fuerza al aflorar
nuevas pugnas entre los grupos sedentarios, como los nómadas bereberes
septentrionales que acaban irrumpiendo en sus territorios al objeto de
buscar pastos.
Al hilo de lo anterior y tomando como ejemplo
al monarca Mulay Sliman, este será incompetente para contraer la tarea
de intermediario, induciendo a una agitación entre las cofradías y
llegando a invadir la ciudad de Fez hasta ser forzado a renunciar en su
sobrino Abderrahman Ben Hicham, quien a su vez, reclamando la paz,
otorga la libertad a las cofradías, aunque asentará los principios para
la intromisión de las mismas en la esfera política.
Con estas connotaciones preliminares, durante los primeros decenios
del siglo XIX, en apariencia el Viejo Continente no demostraba demasiada
atracción sobre Marruecos, situación que desenmascaraba el
incuestionable desequilibrio político del Imperio Jerifiano. A excepción
de España, que tras el Tratado de paz y comercio firmado el 28/V/1767
aparentaba obtener algunos privilegios. Si bien, el resto de estados tan
solo concertaron materias estratégicas puntuales. Llámese el caso de la
competencia anglo-hispana-francesa en el Estrecho de Gibraltar, las
guerras napoleónicas, etc.
Lo cierto es, que tras la recalada
al poder de Abderrahman, el país parecía introducirse en una etapa de
relativo apaciguamiento político que tendería a la apertura al exterior,
pero conservando el control sobre el comercio e imposibilitando el
impulso de la colonia de extranjeros. De este modo, se lograba que el
majzén fuese el único favorecido de las rentas del comercio y el
conductor de las operaciones de intercambio.
Es así, como los
comerciantes europeos vieron atenuados sus intereses, emprendiendo una
presión sobre sus respectivas administraciones para que se implantasen
pactos propicios, incluyendo la ocupación de las islas Chafarinas el
6/I/1848 considerada terra nullius. Sin embargo, el majzén se valió de
los antagonismos interimperialistas para inocular un juego de equilibrio
y no desistir a las imposiciones exteriores. Ello se puso en escena
hábilmente hasta 1853, momento en que se ocasionó el alineamiento
político franco-español con los intereses del Reino Unido, llevándose a
la rúbrica diversos tratados conjuntos.
Primero, Gran Bretaña,
por el que se instaura la libertad comercial en la zona y segundo, a
modo de contrapeso con relación a la proyección de Londres con España y
Francia tras la conflagración. Tratados que terminaron desenvolviendo
parte del mercado marroquí de cara al exterior.
Como es
sabido, entre 1859 y 1860, respectivamente, se desarrollaría la Primera
Guerra hispano-marroquí imprimida por fundamentos externos e internos de
la política española, insistiendo que voltearía la disposición sobre
aquella topografía en función de una extensa campaña de penetración
desde Ceuta. Coyuntura que llevaría a la ocupación de Tetuán, más la
confirmación de beneficios territoriales en el Rif, una compensación de
guerra y la presencia diplomática y misionera hispana en la capital Fez.
Un
año más tarde, como derivación de las condiciones de la firma de paz,
se suscribiría el nuevo Tratado de Comercio entre España y Marruecos,
regulando la estampa española al otro lado del Estrecho. Toda vez, que a
este Tratado le acompañó otro con Francia en 1863, términos que en su
combinación terminarían cercando la soberanía marroquí sobre su
territorio, más aún cuando se amplificaron las autorizaciones a
explotaciones agrarias y de subsuelo.
“Aunque
en este conflicto no aparecía supuestamente enredada la integridad de
la nación como el honor patrio, ambas cuestiones estaban en la balanza
de fuerzas concéntricas y el entresijo marroquí se había convertido en
una dificultad enquistada y de peliaguda solución en la gobernabilidad
de España”
Pero, al
objeto de solucionar el inconveniente que conjeturaba la protección en
los lazos euro-marroquíes, se emplazó a la Conferencia Internacional de
Madrid en 1880. Los efectos de esta reunión no fueron otros que la
prolongación de la protección, al encomendar los propósitos marroquíes
en manos de las potencias europeas.
En otras palabras: el
statu quo de Marruecos presumía el colofón empírico de su autonomía
interna y externa, con la implicación de sostener la unidad dentro de un
incontestable pacto de elites locales y exteriores. Tras estas fechas,
comienza a constatarse la aparición de españoles en Marruecos,
representando poco más o menos el 90% de europeos, pero con reducidos
frutos económicos al resultar la mayoría de los emigrantes de las capas
populares menos preparadas.
Esta afluencia inclinará la
balanza en la inestabilidad irreversible del sistema político marroquí. O
lo que es lo mismo: las concesiones que el sultán materializaba a los
foráneos indujeron a la antítesis local tanto de ulemas como
representantes religiosos, comerciantes, jeques y caídes.
Paulatinamente
se producirían una cadena de desaprobaciones, aunque aún sin el soporte
de organización. Estas protestas podrían encuadrarse como el principio
de lo que estaría por detonar en cuanto al futuro nacionalismo marroquí
contemporáneo, allí donde justamente se enmarca la intervención española
en los comienzos del siglo XX y la consecuente crisis humanitaria de
los acometimientos.
A partir de 1894, con el fallecimiento del
monarca Muley Hasan y la enrevesada llegada de Muley Abdelaziz, se
agrieta otro período de incidencia exterior, imponiendo al trono
marroquí a resignarse ante los requerimientos franceses de ver
aumentadas las ventajas económicas en los puertos. Tales hechos
agravaron el deslustre de la Casa Real y la negativa de los grupos
incitadores al poder central.
En paralelo, las preeminencias
que París estaba logrando en Marruecos y la desconfianza ante los
impulsos militares desde Argelia, con la evasiva de la protección de los
límites fronterizos, indujeron a reproches por parte de políticos
africanistas, llegándose a proponer que el más mínimo de los indicios de
ataque a la independencia de Marruecos, sería valga la redundancia, un
ataque a nuestra nación.
Es por ello, que España incide en los
asentamientos desde las plazas de Ceuta y Melilla, al igual que
construye carreteras y aborda la explotación de las minas del Rif. Este
aprovechamiento del subsuelo marroquí se convertirá en la chispa que
encienda el conflicto, porque ante las rigurosas metodologías de
expropiación, suministro y trabajo minero, la urbe vernácula acabará
enfureciéndose tras una profunda conflictividad. Más aún, con la
tradición rifeña de autonomía a flor de piel y el pronunciamiento
punzante ante cualquier ímpetu centralizador.
Subsiguientemente,
la determinación de la población nativa a los intereses españoles
confluiría en el Desastre del Barranco del Lobo (27/VII/1909) y la
génesis de la Semana Trágica (26-VI-1909/2-VIII-1909). La política de
statu quo admitida por las potencias europeas de conservar la unidad del
Imperio Jerifiano y las posesiones del sultán, definitivamente quedaron
trastornadas por Francia que adoptó sobre el Norte de África un
protagonismo opresor en lo político y económico. Y todavía más, tras el
Tratado del Entente Cordiale anglo-francés de 1904 sustentado en la
autonomía británica y francesa en Egipto y Marruecos. A este tenor se
originaron las llamadas crisis internacionales en el Norte de África,
cuando hizo acto de presencia en la escena política una nueva potencia:
el Imperio alemán.
Escuetamente hay que reseñar el escollo
desatado en 1905, con el empuje de una política imperialista germana que
arrastró al Kayser Guillermo II a comparecer en Tánger, desaprobando la
incursión pacífica de Francia. El encuentro entre Alemania y Rusia en
la que el zar actuó de mediador, no llevó a ningún acuerdo prometedor.
De ahí, la trascendencia de la Conferencia de Algeciras
(16-I-1906/7-IV-1906) no ya sólo para España, sino incluso para el
devenir de la paz mundial.
Aunque es preciso resaltar que en
dicha Conferencia se clausuró la política de statu quo en la región, al
incorporarse cambios políticos sobre la soberanía del sultán y el
andamiaje del majzén, obteniendo las potencias mejores mediciones
económicas, así como el pulso del ejército franco-español tanto en los
márgenes fronterizos como en los puertos, con la finalidad de proteger
las posesiones extranjeras. Sin soslayar que las fricciones persistían.
Seis
años más tarde se da pie a la segunda crisis, con otra apelación de
Alemania sobre las tierras africanas. Amén, que esta colisión colonial
terminaría solventándose con la concesión internacional de espaciosos
territorios para Berlín en África central, en la que contra todo
pronóstico Francia cedería Camerún.
De esta manera, Marruecos
acabó erigiéndose en un claro retrato de las más ensañadas luchas
europeas por la supremacía económica y estratégica global, preconizando
en parte lo que habría de resultar a partir de 1914 con la Gran Guerra o
Primera Guerra Mundial. Y entretanto, el sultán Muley Hafid, sucesor
del testigo dejado por Abdelaziz, no pudo atajar la praxis colonial de
Marruecos entablada en Algeciras y encastrada a la crisis con el Imperio
alemán, lo que culminaría con la imposición de Francia del Tratado de
Protectorado de 30/III/1912 y la renuncia en su hermano Muley Yusef.
Es
desde este mismo momento y bajo la inspección discreta de Francia,
cuando se reserva la supuesta reputación del sultán, tomando las riendas
la potencia protectora de cada una de las reformas administrativas,
judiciales, económicas, financieras y militares, que el gobierno franco
estimase oportuno encajar. Evidentemente, este escenario auparía a
Francia en ser abogada de “Su Majestad Jerifiana” contra toda amenaza
externa o interna, pero asimismo, en la gran potencia encaramada y
preponderante sobre la gestión de las riquezas de este territorio.
Por
su parte, el Protectorado español de Marruecos vio luz verde en 1912,
incrustando su zona en la región del Rif, con una configuración
institucional similar a la francesa. Pero era instintivo que se
continuaba con el encasillado socio-histórico del Marruecos ancestral,
porque el Rif conservaba rasgos inconfundibles e iban a ser la antesala
del avispero marroquí.
Aislados e incomunicados, limitados de munición y con agua apenas para dos días, los blocaos serían asediados y aniquilados unos tras otros, sin que sus defensores tuvieran la más mínima viabilidad de salvación. Muchos de los blocaos se situaron de manera inadecuada, atendiendo más a criterios políticos que propiamente a los militares. En la imagen ‘construcción de un blocao en Taulet’ (1921).
Además, los gobiernos españoles barajarán a esta zona de influencia
jalifiana, procediendo el Alto Comisario del Protectorado un amplio
molde de atribuciones institucionales, económicas y sobre todo,
militares. Debiendo de referir como primer Alto Comisario al Teniente
General Felipe Alfau, al que le acompañaron oficiales de enorme peso en
la vida política interior, como los Generales Sanjurjo o Berenguer,
hasta la entrada de la Segunda República (14-IV-1931/1-IV-1939) y
paréntesis en que el sino del Protectorado quedaría a merced de
comisarios civiles.
Realmente, las Fuerzas Coloniales de
España en Marruecos desconocían casi todo, por no decir todo, acerca de
este territorio peculiar, porque una cuestión incumbía la conexión
comercial o la actuación en áreas específicas de aquella zona,
fundamentalmente, tras la repartición terrestre de la Conferencia de
Algeciras, y otra totalmente diferente, la adjudicación del control
geográfico de un Protectorado cuajado de anomalías. De hecho, se
desconocía la superficie exacta de la zona subordinada a su tutela.
Es
más, se excluía la cifra de autóctonos que debían atender, aunque eran
sabedores que se trataba de una urbe esencialmente campesina, con dos
enclaves de trascendencia: llámese Tetuán, de unos veinte mil habitantes
y, por otro, Larache, con apenas diez mil.
Igualmente, no se
sabía con precisión las riquezas reales o potenciales que escondía la
comarca. Como tampoco constaba la implementación de una red de
comunicaciones que allanara la inclusión en el territorio y su
consecuente control. A lo que hay que añadir, que los recursos
agrícolas, ganaderos y pesqueros apenas solapaban las estrecheces
habidas entre la población, por lo que era inevitable incluir géneros
variados para preservar la subsistencia.
En cuanto a la
parcelación socio-institucional aplicada desde 1912, cabe subrayarse dos
organizaciones. Primero, en la cúspide local del esqueleto político
indígena se hallaba el jalifa, ayudado por el majzén. A la par, las
ciudades estaban guiadas por los bajás, mientras que los caídes hacían
lo propio en el recinto rural. Y segundo, el armazón colonial se movía
en torno a la figura del Alto Comisario, a su vez auxiliado por
delegaciones como los Servicios Indígenas, Fomento y Hacienda, entre
algunos.
En este trazado el dibujo de los interventores e
interlocutores coloniales ante los notables locales adquiría un grado
importante, pues se convertían en la mejor pasarela institucional entre
el tándem autóctono y colonial, aunque la voz cantante de esta última
dominaba sobre la autoridad indígena.
Por ende, la
financiación de este mecanismo administrativo corría a cargo de la
potencia colonizadora, en este caso España, lo que significaba un
incesante y costoso esfuerzo para la Hacienda Pública.
Podría
decirse que la colonización de Marruecos respondió a un patrón directo,
desplegado sin colaboración política de la población nativa con una
labor descomedida de los colonos que contendieron, junto con los
militares, por la dirección de los fines públicos, transformándose en
una rama social recia que empantanaría cualquier rectificación formulada
por la metrópoli en la política totalitaria que se ejecutaba ante los
colonizados.
“Abarrán iba a ser
la primera pieza del puzle en ser abordada por una fuerza descomunal de
cabileños, presumiendo una eminente victoria psicológica que dejó su
rastro en el Rif, a la que le siguieron el resto de fragmentos para dar
cuerpo a un cuadro teñido de sangre como Annual, Buhafora, Cheif,
Izzumar, Da el-Quebdani, Monte Arruit, Zeluán…”
Llegados
a este punto, el Protectorado español en Marruecos se identificó desde
su arranque por la consistencia de los marroquíes a tolerar la
dominación hispano en la zona, lo que se descifró en violentos e
impetuosos duelos que causaron una hemorragia de civiles y militares
autóctonos y coloniales muertos.
Desde 1912 y al objeto de
contener la resistencia cabileña, las técnicas adoptadas se hicieron
cada vez más virulentas, abarcando el afianzamiento de cuerpos
especiales. Conjuntamente, en España el rehúso a la expansión colonial y
a cualesquiera de los hábitos de represión dispuestos eran notorios en
sectores apreciables de la población, incluyéndose a una parte
sustancial del Ejército. Ambas muestras de disconformidad, la innegable
en la colonia y la proveniente de la península, trascendieron
directamente en la vida pública y la sociedad española hasta el preludio
del Desembarco de Alhucemas (8/IX/1925).
Este territorio era
una franja de tensiones inmutables donde se eternizaban diversos focos
de resistencia en función de la oposición exhibida por las cabilas
rifeñas. Hay que recordar que en 1911, con anterioridad a instituirse el
Protectorado, España ya había invadido algunas ciudades con la ayuda de
El Raisuni, señor de Yebala, que controlaba con mano dura las tribus de
la comarca occidental.
No obstante, El Raisuni, al no ser
nombrado jalifa del Protectorado, terminaría protagonizando imponentes
operaciones de rebeldía y agitación hasta 1919 que se expandieron a toda
la región: esto se encastraría con la negativa acompasada a la
presencia colonial y vislumbrarse que las principales acciones contra
los españoles a manos de las cabilas satélites se concentrarían en la
circunscripción oriental y central del Rif.
Desde 1912 a 1920,
con mayor o menor acentuación, el movimiento de resistencia permaneció
abierto a pesar de la celeridad de las tropas españolas, resultando
distintos cabecillas locales que forjaban la idiosincrasia de las
harcas, cuya instantánea de guerra irregular y asimétrica en una tierra
baldía pronto se convertiría en un callejón sin salida contra la
ocupación.
Por su parte, los españoles se sumaron a distintas
estrategias, al margen de la represión militar vista, con la premisa de
propagar la discordia y el desplante entre la punta de lanza de las
turbas rifeñas.
En los estrenos de 1920 fue designado
Comandante General de Melilla, el General de División Silvestre, quién
promovió una reactivación de las operaciones militares en el Rif
central. Sus aspiraciones se basaron en conquistar posiciones próximas
para lograr comprimir por aislamiento al resto de insurrectos que
todavía aguantaban en Beni Saíd y que se negaban a someterse.
En
cambio, Berenguer, Alto Comisario del Protectorado, no advertía la
eventualidad del avance sugerido por Silvestre, porque entendía que
primero era ineludible zanjar el asunto de la región de Yebala, antes de
reiniciar las acciones previstas en la región oriental de Beni Saíd.
Cómo es conocido, desatendiendo las instrucciones dadas por el Alto
Comisario, el Comandante Militar de Melilla no cesó en su avance,
ganando la sumisión de esta última área.
Si bien, para
salvaguardar los territorios de las irrupciones de la horda de
turbantes, se emplearon diversas posiciones de protección, entre ellas,
la de Annual en 1921, dónde se fijaron blocaos, a modo de sistema
defensivo con posiciones precarias, mal provisionadas y escasamente
fortificadas y guarnecidas con parapetos de escasa altura, abarcando un
vasto territorio cada vez más distante de la retaguardia.
El
atrevimiento de la toma de Beni Saíd y del resto de áreas colindantes
hay que achacárselo más bien al desfallecimiento de la población por
motivos de la atroz hambruna que sufría, que propiamente a la
intervención en combate. A pesar del engañoso e ilusorio sometimiento
cabileño, en el Rif central los invulnerables aumentaban y vigorizaban
sus esfuerzos para contrarrestar la ofensiva militar de España, llegando
incluso a lanzarse a la desesperada contra los agentes oficiales
españoles, entre quienes produjeron importantes pérdidas.
Alcanzado
el fatídico año 1921, se constituyó una Confederación Tribal para
asistir a los grupos más abrumados, pero el cautiverio de la hambruna
que arrasaba el Rif reprimió que se reforzara como oposición firme. La
obstinación a la ocupación era espinosa de controlar, ya que jefes o
notales que expresaban ser amigos de España, iban a serlo
imaginariamente, porque sin recatos recibían dinero y simultáneamente
contribuían en acciones contrarias para jugar a dos bandas.
Abarrán
(30-V-1921/1-VI-1921) iba a ser la primera pieza del puzle en ser
abordada por una fuerza descomunal de cabileños, presumiendo una
eminente victoria psicológica que dejó su rastro en el Rif. Del mismo
modo, la huida de la harca aliada que agilizó la conquista, confirmaba a
todas luces la fragilidad del procedimiento de ocupación utilizado por
los españoles. Más tarde, habrían de comparecer a la sombra del
movimiento anticolonial con Abd el-Krim aupado como líder carismático,
el resto de fragmentos para dar cuerpo a un cuadro teñido de sangre como
Annual (22-VII-1921/9-VIII-1921), Buhafora, Cheif, Izzumar, Da
el-Quebdani, Monte Arruit, Zeluán, etc.
A fin de cuentas,
estas serían algunas de las instantáneas más atroces e inhumanas de una
milicia sobredimensionada en los puestos dirigentes, con una oficialidad
alicaída y una participación estigmatizada entre las clases militares,
que ayudaban a engrandecer las Juntas de Defensa, disconformes con la
prodigalidad de ascensos, condecoraciones y prebendas que agraciaban a
los africanistas, donde el cumplimiento de la más mínima campaña sobre
el terreno rebelde, suponía colosales riesgos difíciles de valorar e
inverosímiles de presagiar.
Con lo cual, aunque en este
conflicto no aparecía supuestamente enredada la integridad de la nación
como el honor patrio, ambas cuestiones estaban en la balanza de fuerzas
concéntricas y el entresijo marroquí se había convertido en una
dificultad enquistada y de peliaguda solución en la gobernabilidad de
España, en una de cuyas respuestas residía en que las operaciones
militares comportaban un elevado coste humano y económico, desparramaban
un reguero de odios y resentimientos y dejaban tras de sí tierras
ganadas ficticiamente, pero no dominadas, porque el colonialismo español
en África estaba abocado a la frustración.
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