Fuente: El Faro de Ceuta
Fuente: El Faro de Melilla
Eran tiempos trepidantes en las que las Fuerzas Coloniales de España
en Marruecos habrían de afrontar vicisitudes complejas en las tortuosas
montañas del Rif. Además, la inestable política interna del reinado de
Alfonso XIII (1886-1941) que arrastraba una etapa de profundas
mutaciones estructurales del sistema de la Restauración, tampoco iba a
ser una ayuda. Y es que el conflicto en tierras africanas acabó
convirtiéndose en la punta de lanza del tema central de la política que
irremediablemente intoxicó el devenir de la vida nacional, al igual que
crispó la serie de laberintos internos hasta precipitar el proceso de
crisis del régimen.
Mientras tanto, tras el descalabro
provocado en Annual (22-VII-1921/9-VIII-1921), Abd el-Krim (1883-1963),
se erigió en el más carismático e influyente galvanizador de la
resistencia rifeña enarbolando la independencia, consiguiendo
cristalizar cambios manifiestos en la estructura política y desempeñando
un dominio personalista y autocrático que le empujó a movilizar una
milicia regular.
El espejismo de inseguridad, fragilidad e
indefensión acabó adueñándose de la clase política española ante la
certeza de la calamitosa discordancia entre las posesiones estratégicas
que España todavía continuaba defendiendo y su total incapacidad para
salvaguardarlas con total garantía. En la imagen vista de la Alcazaba de
Zeluán.
De esto modo y al establecerse el Protectorado, España dedujo que de
la mano de Francia estaba en plenas condiciones de desenvolver un papel
meritorio como potencia colonial, y sin embargo se adelantó en
reproducir este modelo colonizador, sondeando para ello la inspiración
de los patrones contrastados por Louis Hubert Gonzalve Lyautey
(1854-1934), pero los gobiernos que se sucedieron tuvieron oportunidad
de detectar que el talante de Francia, lejos de ser de cooperación,
realmente enmascaraba una suerte de exclusión.
Francia y
España iban a ser en el imaginario de la letra del tratado, algo así
como dos fieles colaboradoras en una tarea común, pero a la hora de la
verdad lo que se exhibió quedó exteriorizado en indudables suspicacias y
entredichos mutuos, cuando no en una pugna directa.
“A
fin de redimir su estatus e influencia como potencia colonial, la clase
política española se empecinó en rehacer su destierro internacional,
desplegando para ello una modesta intervención en los recovecos de la
diplomacia del momento”
Ni
que decir tiene, que el arquitecto ingenioso del armazón sobre el que
se proyectaría el Protectorado francés recayó en la figura del mariscal
Lyautey, acreditado militar, además de afinado político, ahora erigido
en la máxima autoridad como Residente General en Rabat.
El
caso es que cuando se le confió la misión de coordinar la parte francesa
del Protectorado, a partir de 1912 sus atribuciones se encaramaron en
lo más alto y se acrecentaron en los trece años de continuación en el
cargo. Lyautey dispuso del respaldo venido del potente partido colonial
francés, cuyo peso en la política iría en ascenso a la conformación del
Protectorado y más aún, durante el desarrollo de la Primera Guerra
Mundial o Gran Guerra (28-VII-1914/11-XI-1918), en contraste con el
decaimiento e incompetencia del denominado ‘africanismo español’.
Como
han justificado diversas investigaciones, tanto Lyautey como los
colonialistas franceses, desde el inicio apostaron y aguardaron un
Marruecos absolutamente francés, eximiéndose de la deuda cargada por
Gran Bretaña y considerando que España no estaba lo apropiadamente
capacitada como para conservar tibiamente su zona y así desistir a ella.
Más
adelante, al culminar la Gran Guerra y al objeto de mantener su
reclamación sobre la zona Norte del Sultanato, Lyautey, entendió que
España había preservado el fondo alemán en su zona de Marruecos, el cual
había sido un frente enemigo. Realmente en la demarcación española se
había desplegado una activa colisión contra Francia y siempre a favor de
Alemania y Turquía por parte de los principales jefes marroquíes, pero
esto se produjo sin el aval de España.
El ingreso de
Turquía en la conflagración en 1914 fue fulminante para que las tribus
marroquíes favorecieran a ese bando contra el aliado por las
predilecciones hacia un país musulmán. De hecho, los representantes
alemanes y turcos apalabraron con los rifeños que tras el triunfo les
sería reconocida la independencia. Pero el gobierno español no
predispuso estos fines, sino que trató de imposibilitarlo.
Los
reproches de Lyautey eran simulados, pero sirven para confirmar a todas
luces las dificultosas relaciones entre Francia y España desde el mismo
instante de la composición del Protectorado. Dichas proximidades se
intrincaron todavía más, a raíz de Annual. Me explico: los agentes
franceses de Rabat apreciaron con descaro la primicia que entreveía la
aparición en escena del caudillo Abd el-Krim, vehemente y ensoberbecido
tras la superación cosechada sobre las tropas españolas.
Si
hasta aquel momento la afanosa oposición a la presencia hispana estaba
siendo fragmentada por la intransigencia de las cabilas, estas acabaron
contagiándose de una fuerte consonancia tribal hasta consagrarse a
luchar entre sí. Simultáneamente, Abd el-Krim, lograba encaminar su
poderío gracias a los dotes de mando y agudeza política, como a su
preponderancia en las metodologías de propaganda y el reclamo
irrefutable de la yihad y la unidad.
Luego y como es sabido, en los inicios de 1923 proclamó la República del Rif con un gobierno y una bandera propia.
Llegados
a este punto, los franceses y más en concreto, Lyautey,
sobreentendieron que si se desligaban por completo de España y adquirían
un talante de neutralidad benevolente hacia la corriente rifeña, ésta
se circunscribiría a la hostilidad impuesta contra los españoles,
dejando al margen el Protectorado francés. Posteriormente, puede
considerarse un desacierto en su premeditación, porque Abd el-Krim
terminaría atacándolo, pero de cualquier manera, la política de Francia
ocasionó frecuentes enojos en los gobiernos españoles.
Lyautey,
creía estar en la razón que la acción rifeña era un conflicto enfocado
únicamente contra los españoles, a su juicio, contrarios a los moros
desde la época de la Reconquista. De manera, que asumió una política de
neutralidad en el choque hispano-rifeño, aunque aquello apuntaba a una
imparcialidad complaciente hacia estos, ya que sus operadores y
encargados se manejaron con entera libertad por el Marruecos francés y
los mismos autóctonos del Rif pudieron proveerse de productos,
incluyéndose armas de fuego, tanto en la franja francesa de Marruecos
como en Argelia, donde cada año se trasladaban a ganarse el sustento en
las ocupaciones de recolección agrícola.
Indiscutiblemente,
este gesto concreto de Francia que favoreció y sirvió de atracción a
Abd el-Krim y sus incondicionales, era concluyente para el
encadenamiento del rompecabezas de España en el Rif. En otras palabras:
la horda de turbantes halló en la disposición francesa una ayuda
solapada, sin la que no hubieran podido ingeniárselas para oponer
resistencia al Ejército Colonial Español. Y entretanto, las autoridades
españolas ponían el grito en el cielo ante la actitud arrogante de
Francia, reflejando la profunda desaprobación hacia su encaje colonial.
Queda
claro, que a los ojos de Francia, España era divisada como un país
anticuado, sin apenas recursos, nulo como potencia colonizadora, incluso
despiadado y violento hacia los nativos. El vislumbre despreciativo
francés hacia España queda manifiesto en la conexión diplomática y
política, así como en los rotativos franceses. En sus referencias,
Lyautey y otros apoderados del Protectorado, especificaban con pelos y
señales la empresa de España en Marruecos como un precedente de lo que
no debía hacer en ningún otro tiempo una nación colonizadora.
Para
ser más preciso en lo fundamentado, Lyautey, postulaba estar convencido
de que el apasionamiento aplicado por el movimiento rifeño contra
España se debía, no tanto a la pericia ejercida por Abd el-Krim, sino
sobre todo, a la torpeza e incapacidad de los españoles.
Sin
inmiscuir, otro de los descontentos que intensificaba el sentimiento de
abatimiento nacional de cara a la galería de las potencias
mediterráneas, pero sobre todo, frente a Francia: la cuestión de la
ciudad internacional de Tánger que España contemplaba una mutilación
indebida en toda regla.
Con lo cual, el entresijo colonial
de España en Marruecos se remató induciendo a un descrédito engorroso
del sistema liberal, apresurando el golde de Estado (13/IX/1923)
efectuado por Miguel Primo de Rivera y Orbaneja (1870-1930) y la
extinción del régimen constitucional.
Inicialmente, Primo
de Rivera recalaría en el poder con la premisa de librar a España de
aquella carga por momentos insoportable. En contra del sentir de la
amplia mayoría de los militares, poseía unos consabidos y enraizados
convencimientos abandonistas. Sostenía que la acometida marroquí carecía
de sentido alguno por ser el Protectorado un espacio díscolo y
costosísimo de conservar.
Pero de la misma manera que los
gobernantes civiles que le habían antecedido, entendía que España no
podía abandonar bajo ningún concepto Marruecos, puesto que ello
delataría un alegato de ineficacia a los demás países del Viejo
Continente y arrastraría a España a un grave deslustre internacional, si
es que ya no lo estaba. Su ideal se basaba en acortar al mínimo la
ocupación de la zona.
Así, en 1924, se inclinó por un
repliegue hacia el margen de la costa, pero esta maniobra de evacuación
de posiciones hasta asentar la línea reforzada distinguida como ‘línea
Primo de Rivera’, no le otorgó consumar el plan previsto de simplificar
los gastos y contingentes, porque Abd el-Krim supo explotar
talentosamente entre las cabilas el retroceso español como otro triunfo y
su reputación se agrandó todavía más. Sobraría exponer en esta
disertación, que la incitación por desprenderse de un territorio que
conjeturaba una fuerte dosis de pesada servidumbre, erre que erre se
repetiría en aquellos años difusos.
En tanto, Primo de
Rivera no desistió en hacer varias tentativas en diversos trazados, pero
ninguna le dieron sus frutos. Primero, comenzó a perfilar una operación
de Desembarco en Alhucemas que no entrañaba cambios radicales en la
política de repliegue y de abandono de Marruecos. Toda vez, que algunos
la tradujeron como una manera de maquillar el entorno antes de retirarse
definitivamente del Rif.
Y segundo, materializó ingratos
esfuerzos de negociación, los cuales lejos de hacer desaparecer la
guerra y pacificar la zona, conllevaron a dar más ímpetu de agresividad a
las cabilas insurgentes.
Por ende, Abd el-Krim, supo leer
las pretensiones de paz como un indicativo de fragilidad por la parte
española, enfervorizándolo y alentándolo a seguir batallando. Asimismo,
se dieron pequeños pasos para una redistribución territorial pactada con
los otros actores europeos que no ocultaban su atracción en el área del
Estrecho.
Las ansias por indagar una escapatoria al enredo
marroquí sembró hambre de revisionismo del statu quo, cuyos
contrafuertes recayeron en las constantes demandas de Tánger y
Gibraltar. Si bien, España calificó que la excepción de Tánger del
Protectorado era un entorpecimiento para llevar a término el menester
colonizador y en cuanto al Peñón, en absoluto admitió la soberanía
británica sobre él.
A pesar de todo, se barajó la
viabilidad de renunciar al tratado franco-español de 1912 y sugerir la
internacionalización de la zona española, así como la ocasión de acordar
algún canje de territorios con Gran Bretaña, como Ceuta por Gibraltar, o
transferir el interior del Protectorado español a Francia por Tánger,
pero las potencias poco interesadas en retocar el statu quo no daban su
brazo a torcer.
Ciertamente, aquella impresión de complacencia
por la acogida al sistema internacional en calidad de potencia
mediterránea dentro de la trayectoria franco-británica, abrió la senda a
un sentimiento de fracaso por la dependencia angustiosa con respecto a
Francia y Gran Bretaña en la política exterior.
No cabe
duda, que la mayor antipatía se declaraba hacia Francia y el
embotamiento francófobo llegaría a alcanzar en los años veinte cotas a
tientas inabordables, escaldando a los sectores más liberales que habían
sido aliadófilos durante el desenvolvimiento del conflicto mundial.
Sin
duda, en los años enmarcados por la dictadura de Primo de Rivera, es
cuando con más descaro se desata la indisposición española ante una hoja
de ruta internacional dirimida humillantemente y supeditada al eje
franco-inglés, con la inclinación de incrementar tanto el influjo como
la autonomía de España en el terreno de la política exterior.
Si
acaso, daba la sensación de que Primo de Rivera se dejase llevar hacia
un desafío a la supremacía franco-británica mediante una alianza con la
Italia de Benito Mussolini (1883-1945), cuyas ambiciones con relación al
Mediterráneo Occidental eran cada vez más insaciables y al mismo tiempo
involucraban a un duelo con Francia.
En cambio, para los
estados que avalaban el statu quo, una posible coalición ítalo-española
revertía el contexto, básicamente, por los efectos que podría adquirir
en caso de la detonación de otro desenlace bélico en Europa que retase a
Francia e Italia en bandos contradictorios.
Ante un
hipotético escenario de guerra, Italia además de operar con sus
litorales peninsulares, más las Islas de Cerdeña y Sicilia, podría
contar igualmente con las Islas Baleares. Ambas potencias fusionadas en
el Mediterráneo podrían entorpecer seriamente las comunicaciones
marítimas de Francia con sus colonias emplazadas en el Norte de África.
Otras
de las cuestiones reincide sobre lo trascendente que suponía para
Francia proteger sus enlaces directos de la metrópoli con su imperio
africano, dándonos a conocer que durante la Gran Guerra la contribución
militar de las colonias francesas de África se cifraron en unos 800.000
individuos.
Ante la inexistente representación y la amarga reputación de España en
el exterior de cara al concierto de potencias influyentes, Marruecos se
convirtió en la válvula de escape para reincorporarse en el sistema de
relaciones internacionales, no ya de realce, sino de pura supervivencia.
En la imagen ocupación del Gurugú.
Y no iba a ser menos el posicionamiento británico, ya que le
inquietaba un incierto conflicto en el que España se engarzase a una
potencia enemiga, ya que los itinerarios comerciales indispensables
podían verse condicionados, así como Gibraltar, que quedaría a merced
ante un acometimiento perpetrado desde suelo español.
Por
lo tanto, la representación de España en el conjunto del sistema
internacional de aquel período era poco más o menos, insignificante,
pero ejercía una labor específica como actor regional del Mediterráneo,
no desde la vertiente militar o naval que no abarcaba, ni por una
capacidad económica de la que estaba totalmente carente, sino más bien,
por su condición geomorfológica y sus posesiones extra peninsulares,
fundamentalmente, la costa norteafricana y los puertos baleares.
Digamos,
que la disposición en el mapa convertía a España en el activo con el
que se le valoraba o tenía en cuenta, lo que le confería la categoría de
lo que se conoce como ‘mediana potencia’ o ‘potencia intermedia’. De
ahí, que París y Londres percibieran con desvelo los síntomas de la
afinidad hispano-italiana, por lo que podía constituir en el cambio del
equilibrio en el Mediterráneo.
Fríamente, el notable
engranaje hispano-italiano tuvo más de falsos aires de apariencia que
propiamente de autenticidad. Ambas naciones se valieron de esa amistad
interesada como mecanismo de influencia sobre Francia y Gran Bretaña, al
objeto de obtener beneficios en sus concernientes políticas
mediterráneas. Mussolini estaba al tanto que España cargaba con el
lastre que padecía y que le truncaba moderar los lazos
político-económicos que le vinculaban a Francia. Además, España se
oponía a tomar el testigo de potencia de intereses cerrados y le costaba
afrontar las limitaciones infligidas por Francia, como su nada sinuoso
desaire hacia la exigua proyección colonial, pero ese fiasco o
resentimiento por el tratamiento recibido no enmendaban las
circunstancias de que España era un país dependiente, esencialmente, con
respecto a Francia, con quien no olvidemos que compartía límites
fronterizos tanto en Europa como en África.
Y en su defecto, la salida del atolladero rifeño llegó del tiento adquirido por Francia.
Ya,
en la primavera de 1925, Abd el-Krim, impetuoso y más proyectado que en
ningún otro tiempo de fraguarse en su lucha anticolonial, decidió
abordar el Protectorado francés. Sus éxitos fueron grandilocuentes y se
llegó a sospechar por el desmoronamiento de Fez, capital religiosa del
Imperio. La embestida rifeña significó nada más y nada menos, que un
vuelco drástico en la política de Francia con relación a España. Por
primera vez desde la hechura del Protectorado, los franceses sugirieron a
España su apoyo inmediato para anular cuanto antes la resistencia
rifeña.
“Pronto pudo constatarse
que aquella penetración aparentemente pacífica se tornó en una escalada
militar, dado el carácter ingobernable del corolario de cabilas
satélites practicando como modus operandi la guerra de guerrillas”
Incuestionablemente,
este advenimiento terminaría acomodando el problema marroquí en una
dirección diametralmente opuesta al intrínsecamente esperado por Primo
de Rivera. Y en paralelo, Philippe Pétain (1856-1951), designado jefe de
las operaciones en el Marruecos francés, con una idea diferente a la de
Lyautey de cómo neutralizar a los contingentes nativos, le costó
convencer a Primo de Rivera para que realizase un esfuerzo militar más
allá del Desembarco de Alhucemas (8/IX/1925), que a la postre se cuajó
en una acción combinada hispano-francesa. Si bien, intuitivo y comedido a
todos los resquicios de una posible solución que pudiera aparecer,
prefirió asumir la obligación de seguir la campaña franco-española que
finalmente lograría su designio: la rendición de Abd el-Krim y con ello
el aplacamiento del bereber insurrecto.
El atajo al
sometimiento y desarme de las tribus se generó con extraordinaria
premura: España retornó a la superficie abandonada y dicha extensión se
reconoció pacificada en 1927. No obstante, el sostenimiento del
Protectorado proseguiría siendo un peso exorbitante para la Hacienda
Pública. En los años subsiguientes, España progresó en su incursión y el
carácter eminentemente militar de la zona permaneció. Conjuntamente,
los inconvenientes de la política interna con fluctuaciones políticas
comparecidas de la Segunda República (14-IV-1931/1-IV-1931), más la
Guerra Civil (17-VII-1936/1-IV-1939) y el franquismo (1939-1975), ni
mucho menos facilitaron la desmilitarización.
Al igual que
la generalización del régimen civil y la instauración de un Protectorado
que equivalía para la potencia colonial el deber de respetar cada una
de las instituciones, prescripciones, modos y tradiciones de los
marroquíes, pero en el fondo la presión de los sectores militares se
oponían tajantemente a ver dilapidados el control efectivo de las áreas
que gestionaban.
En consecuencia, siendo consciente de no
haber salido como hubiese aspirado en el reparto marroquí, España valoró
su aportación en los tratados internacionales sobre Marruecos como una
ganancia relativa, por el objetivo cumplido de ser considerada como
potencia regional de envergadura y en componente imprescindible de la
estabilización en el Mediterráneo.
España salía del aquel
socavón y superaba el retraimiento diplomático sostenido, a la par, que
se afiliaba en la política internacional de alianzas y se adjudicaba una
garantía exterior de seguridad. Amén, que durante un tiempo redundó la
impresión de gratitud hacia el resto de actores, por concederle que se
sumase al sistema internacional en calidad de potencia colonial dentro
de la esfera franco-británica.
Queda claro, que la
administración española no tenía afanes por embarcarse en un territorio
levantisco e insurgente que desde un principio se alzaría en pie de
guerra, sino de apuntalarse en la imperiosa reconstrucción interior
pero, no teniéndolas todas consigo con que Francia terminara por
descartarla de Marruecos, reaccionó ante la imparable actuación francesa
y se involucró en una empresa colonial que implicaría ser enormemente
frustrante y pesada.
Muy pronto pudo constatarse que
aquella penetración aparentemente pacífica se tornó en una escalada
militar, dado el carácter ingobernable del corolario de cabilas
satélites practicando como modus operandi la guerra de guerrillas. Los
que pronosticaron que Marruecos sombrearía a otra Cuba, no se
confundieron: las suposiciones más tenebrosas sobre las contrariedades
de la colonización se habían quedado incompletas.
Ahora era
perceptible la articulación defectuosa del Protectorado, además de la
corrupción de quienes lo gestionaban y el deplorable estado del ejército
en el que habían crecido exponencialmente la apatía y la falta de
disciplina, a lo que habría que añadir, la realidad de algunos mandos
resueltos a dejarse llevar por el espíritu empedernido de conquista.
Este iba a ser el paisaje demoledor de la política colonial española,
tremendamente nefasta, incluso repelente y atroz en muchos de los
aspectos que la acompañaron.
A fin de redimir su estatus e
influencia como potencia colonial, la clase política española se
empecinó en rehacer su destierro internacional, desplegando para ello
una modesta intervención en los recovecos de la diplomacia del momento.
Para ello hubo de explorar una posible coyuntura y confió haberla
localizado en una Europa que por entonces se asignaba África en zonas
puntuales de proyección.
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