Fuente: El Faro de Ceuta
Fuente: El Faro de Melilla
El aliciente colonialista español por Marruecos comenzó a generarse
abiertamente en la segunda mitad del siglo XIX debido, en gran parte, al
acrecentamiento del protagonismo francés en el Norte de África. Es
decir, preámbulo de la ocupación de Argelia (14/VI/1830) y travesía de
los límites fronterizos por las tropas francesas, como consecuencia de
la ayuda facilitada por Marruecos a los resistentes argelinos, con la
resultante derrota en la Batalla de Isly (14/VIII/1844).
Por
lo demás, estas vicisitudes intimidaron tanto a políticos como a
militares y en menor medida, a diversos grupos económicos, a la vez, que
comenzó a inocularse el sentimiento de inmiscuirse en tierras africanas
para asegurar la seguridad y el prestigio de España considerablemente
alicaído.
En atención al Real Decreto de 10/VII/1913
que desarrollaba la Ley de 5/VI/1912, dispuso que los cuerpos y unidades
del Ejército Colonial destinados a operar en los territorios de la
zona, se nutrieran preferentemente con voluntarios y, en su defecto, por
los sorteados llegados del reclutamiento forzoso.
En base a lo anterior, la primera determinación pasó por ocupar las
Islas Chafarinas (6/I/1848) bajo el reinado de Isabel II (1830-1904). En
paralelo, el acoso que reiteradamente padecían los presidios españoles
de la costa mediterránea, llámense Ceuta, Melilla, Peñón de Vélez y
Alhucemas y las acometidas rifeñas a las flotas en las cercanías del
litoral marroquí, se convirtieron en otras de las piezas de este puzle
que indujeron a la ambición de incrementar el dominio español en el
Imperio Jerifiano.
Uno de estos episodios puntuales, el
derribo de los hitos que demarcaban el campo exterior de Ceuta, sería el
pretexto para la declaración de guerra. Con lo cual, la Primera Guerra
de Marruecos o Guerra Hispano-Marroquí (22-X-1859/26-IV-1860), quedó
sujeta a argumentos con carices de política interior y exterior.
Primero, en el aspecto interno, se dispuso de la agresión para lograr
de momento la afinidad de la nación por medio de las clases medias y
populares, conservadores y liberales, hasta valerse propiamente del
conflicto bélico para engarzar al ejército en una campaña exterior,
sorteando así otras retóricas y en la que se concedieron cuantiosos
ascensos, recompensas y títulos nobiliarios.
Y segundo, en la
esfera internacional, se pretendió encaramar el lustre de España y al
menos, redimir el honor de la patria rememorando relatos del pasado.
Los
resarcimientos derivados a raíz del triunfo español y la atracción
progresiva de potencias como Inglaterra y Francia por Marruecos a partir
de la Conferencia de Madrid (1880), como no podía ser de otra forma,
ayudaron para que se inoculara una tendencia de opinión, el
‘africanismo’, que patrocinaría una política de encaje pacífico y
asentada en intercambios comerciales que cosechaban un importante empuje
a raíz de ver catapultadas las colonias del Caribe y del Pacífico.
En
razón de esto, la primera asociación española que mostró una clara
seducción por las materias coloniales y, más en concreto, por Marruecos,
hay que referirla a la ‘Sociedad Geográfica de Madrid’ (1876), a la que
a la postre le acompañaron cronológicamente otras como la ‘Sociedad
Española de Africanistas y Colonialistas’ (1883), o la ‘Unión
Hispano-Mauritánica’ (1883), la ‘Sociedad Española de Geografía
Comercial’ (1885), la ‘Sociedad de Africanistas de Sevilla’ (1885), la
‘Sociedad de Geografía Comercial de Barcelona’ (1909) o la ‘Liga
Africanista Española’ (1913). Además, algunas de las entidades
anteriormente citadas promovieron reuniones como Congresos de Geografía
Colonial Mercantil (1883 y 1913) celebrados en la capital de España y
Barcelona, o el Mitin del Teatro Alhambra (1884) en Madrid, en los que
se fijaron las bases de una posible incursión colonial en Marruecos. Y
en la misma línea, el fulgor del ‘africanismo’, igualmente se exhibió en
otras sociedades instituidas años atrás, que comenzaron a encuadrar
entre sus trabajos los vinculados con los asuntos marroquíes.
Entre
éstos pueden subrayarse, primero, los de naturaleza económica, ‘Fomento
de la Producción Nacional de Barcelona; segundo, comercial, ‘Círculo de
la Unión Mercantil’ de Madrid y diversas ‘Cámaras de Comercio’;
tercero, filantrópico, ‘Real Sociedad Económica Matritense de Amigos del
País’; y cuarto, científico, ‘Real sociedad Española de Historia
Natural’ y ‘Sociedad Española de Antropología, Etnografía y
Prehistoria’.
En paralelo, se cristalizaron empresas para
estimular el comercio hispano-marroquí, como la ‘Compañía Comercial
Hispano Africana’ (1885), o los ‘Centros Comerciales Hispano-Marroquíes’
aflorados en 1904 en varias localidades y que respectivamente,
dispusieron los ‘Congresos Africanistas’ de 1907, 1908, 1909 y 1910. En
este entorno proclive es preciso sacar a la palestra la labor de la
‘Compañía Trasatlántica’, que, por aquel entonces, desde la Guerra de
África se encontraba encastrada a la zona.
De este modo y a
mediados del siglo XIX, el esparcimiento imperialista del Viejo
Continente, más la concurrencia de grupos africanistas y los traspiés
sufridos en las colonias americanas, iban a ser el caldo de cultivo para
justificar el hambre y la sed de explícitos sectores de capital
atraídos en verse envueltos en el nuevo reparto colonial. Eso sí, desde
el aprovechamiento de los recursos naturales, las asignaciones
ferroviarias, la industria armamentística y las concesiones industriales
y comerciales. A ello hay que añadir, el frenesí colonialista de los
círculos militares y múltiples medios de prensa.
Con estos
mimbres, la conjunción de grupos con afanes diferenciados y que
practicaron un menester propagandístico dinámico, colocó a España en
otra andanza colonial. Los acuerdos decididos en la Conferencia de
Algeciras (1906) llamada a sistematizar y amarrar los empeños de los
países europeos en Marruecos, conjeturaron la acción del ímpetu
imperialista sobre el Imperio Jerifiano, al establecer un Protectorado a
la carta para Francia y otro con más sombras que luces para España,
bajo un desdibujado control internacional que precipitó la sujeción del
país hasta culminar con la rúbrica de los tratados franco-marroquí de
30/III/1912, e hispano-francés de 27/XI/1912.
El primero,
constituyó el Protectorado francés y el segundo, confirió a España dos
zonas de proyección en el Norte y Sur del Imperio.
“La
repartición colonial trajo consigo el establecimiento de un patrón
interventor complejo y con múltiples sujeciones jerárquicas que
secundarían importantes irregularidades y desórdenes”
Así,
el Artículo 1.º del convenio hispano-francés introdujo literalmente:
“[…] que la zona de influencia española toca a España velar por la
tranquilidad en dicha zona y prestar su asistencia al Gobierno marroquí
para la introducción de todas las reformas administrativas, económicas,
financieras, judiciales y militares de que necesita […] Las regiones
comprendidas en la zona de influencia […] continuarán bajo la autoridad
civil y religiosa del Sultán […]
Dichas regiones serán
administradas con la intervención de un Alto Comisario español, por un
Jalifa […] Los actos de la Autoridad marroquí en la zona de influencia
española serán intervenidos por el Alto Comisario y sus agentes. El
Jalifa […] estará provisto de una delegación general del Sultán, en
virtud de la cual ejercerá los derechos pertenecientes a éste. La
delegación tendrá carácter permanente […]”.
Como es sabido, la
composición franco-español accedió a España dos pequeñas franjas de
Protectorado en el Norte y Sur de unos 20.000 kilómetros cuadrados cada
una, algo menos del 10% de la superficie integral del Imperio y con el
descarte de la zona internacional de Tánger de 380 kilómetros cuadrados.
La operación colonial se desenvolvió básicamente en la zona Norte,
porque la zona Sur, valga la redundancia, emplazada entre la colonia del
Sahara Occidental y el río Draa, era un territorio inhóspito y
difícilmente poblado.
En cambio, la zona Norte se trataba de
un espacio salvaje, escabroso y abrupto y escaso en recursos naturales y
con un conjunto poblacional evaluado entre los 500.000 y 750.000
autóctonos repartidos en setenta cabilas. A decir verdad, la urbe no
alcanzaba el 10%. Tómese como ejemplos, Tetuán, con menos de 20.000
habitantes, o Larache, que ni tan siquiera llegaba a los 10.000,
formaban parte de los principales centros urbanos, mayormente bereberes
más o menos arabizados.
En cierta manera, la arabización en
los aspectos lingüísticos, culturales y étnicos habían sido más fuertes
en la planicie atlántica y en las insignificantes metrópolis,
subsistiendo en los términos accidentados la inercia del tamazight por
encima del cabileño, el rifeño y el tachelhit. Además, vivían
comunidades judías y pequeños focos de occidentales en las ciudades
principales.
Al mismo tiempo, el asentamiento humano así como
los procesos de poblamiento eran fundamentalmente rurales, como
consecuencia del predominio de una economía de calado agrario de
subsistencia que no siempre prestaba los rendimientos básicos para
garantizar el sustento diario, primordialmente, en el Rif Central y
Oriental, comarcas diferenciadas por un relieve enmarañado y una
climatología desértica.
Toda vez, que el escenario empeoraba
aún más por la presencia de comunicaciones defectuosas y vedadas por la
cadena rocosa del Rif, que se ensancha en forma de arco cóncavo quebrado
hacia el Mediterráneo, desde el Estrecho de Gibraltar al Este de la
Bahía de Alhucemas. Y en los extremos de dicho cinturón montañoso se
expanden dos llanuras: al Este, el raso baldío del Kert y al Oeste, la
más agrícola del Lucus.
Al hilo de la imagen anterior, los españoles entre los diecinueve y
treinta y cinco años podían alistarse, incluso los que estuvieran ya
incorporados a filas, pudiendo engancharse por períodos de dos, tres o
cuatro años, respectivamente, con premios en metálico entre las 150 y
180 pesetas. En la imagen, Francisco Franco Bahamonde (1892-1975) y Juan
Millán-Astray y Terreros (1879-1954), ambos consagrados en Marruecos.
Ni que decir tiene, que no ha caerse en las utopías y excesos que se
vertieron acerca de la riqueza habida en la región en la última etapa
del siglo XIX e inicios del XX, porque estas tierras brindaban algunas
probabilidades de explotación, aunque mínimas en comparación con la zona
francesa.
Las masas forestales eran parcialmente
trascendentes en los lugares montañosos con algún relente de humedad. Si
acaso, en lo lejano del tiempo debieron ser más abundantes, pero la
escasez en las tareas de mantenimiento, más el pastoreo incontrolado,
además de las talas y quemas para adquirir terrenos de cultivo,
combustible o materiales para el montaje, indujeron a su
empobrecimiento. A pesar de todo, las especies frondosas más
significativas permanecieron siendo el pino, el alcornoque, el roble, el
cedro y el abeto.
En cuanto a las perspectivas mineras habían
sido en demasía sobrevaloradas por aventureros y expedicionarios
europeos antes del Protectorado, e incluso por los propios indígenas.
Las referencias a cuenta gotas que incurrían movieron el ansioso interés
de grupos franceses, españoles y alemanes que pretendieron conseguir
del sultán autorizaciones de exploración. Pero, la afluencia forastera
indujo a que se conviniera normalizar el contexto y las conformidades en
la Conferencia de Algeciras. Sin inmiscuir, que el hierro y el plomo
contaban con mayores reservas.
Por ende, la zona no poseía
demasiado peso agrícola, pero tampoco era desmedidamente pobre, como se
engrandeció en circunstancias definidas por quienes lo contrastaban de
arriba abajo al Maroc fructífero del Protectorado francés.
En
otras palabras: en su conjunto, escaseaba de medios, pero la aspereza
del clima y el relieve peliagudo en llanuras y cubetas de la región
oriental y montañas del Rif y Yebala, problematizaban
extraordinariamente cualquier indicio de presteza agrícola, aunque había
otros sitios que operaban con buenas tierras y suficiente humedad.
Póngase por caso la llanura atlántica y algunos valles con vegas, como
la del Lucus y las franjas hortícolas que se valían útilmente del agua
llegada de los ríos y riachuelos.
Así, las producciones más
importantes eran las cerealísticas como la cebada, esencialmente, el
sorgo y el trigo en la alimentación. Y en menor abundancia se obtenían
maíz y legumbres. La higuera cuyo fruto era un sostén indispensable en
el suministro cotidiano, por antonomasia, se convirtió en el cultivo
arbóreo con mayor establecimiento. Mientras que de igual forma, el
almendro, el olivo, la vid, el nogal y los cítricos contaban con un
notable protagonismo en la zona.
Ya, en los preludios del
siglo XX, Marruecos refería todavía un mecanismo político-administrativo
primitivo, integrado por el Majzén, a modo de poder central y una
administración territorial configurada en provincias que desplegaba
elementalmente dos moldes de organización.
Primero, el
territorio administrado por entidades supeditadas sin más del Majzén, el
denominado ‘Bled el Majzén’, y segundo, el territorio que gozaba de una
autonomía interna gestionada en el cuadro de las composiciones tribales
tradicionales, el conocido ‘Bled es Siba’.
El encasillamiento
otorgado al ‘Bled el Majzén’/’Bled es Siba’ se manejó copiosamente por
los promovedores propagandistas del colonialismo, quienes sombrearon a
la perfección el segundo, como una demarcación plenamente anárquica y
desorganizada que escapaba de las manos del sultán, al objeto de alegar
una intromisión en los guiones marroquíes que tenía como premisa
salvaguardar los intereses económicos y políticos europeos.
El
Majzén estaba formado por un conjunto de círculos que procedían bajo la
base de un principio de centralización dominante. El núcleo duro lo
conformaba el sultán, jefe de la comunidad atribuido del poder político y
religioso, aunque más bien no se trataba de una potestad incondicional,
porque ante todo debía acatar los principios del derecho público
musulmán.
Asimismo, la Administración Central era conducida
por el gran visir que intervenía por encargo del sultán y en lo más alto
se hallaban varios visires o ministros encargados de la diplomacia, el
sostenimiento del ejército, la inspección de los procuradores del Majzén
en los distritos territoriales y la resolución en los pleitos de los
marroquíes con el Majzén y de las cabilas. Si bien, el autoridad directa
y legítima del Majzén se circunscribía a las principales urbes del
Imperio y a la llanura del litoral atlántico. En la zona española se
establecía a la región correspondiente a esta planicie una parte de
Tetuán y Yebala. Aunque estas acotaciones podían alterarse según la
disposición política reinante. Además, los principales encargados del
Majzén en el territorio, primero, los bajaes en las ciudades y, segundo,
los caídes en las cabilas, se designaban directamente por el sultán,
quien les encomendaba poderes concretos.
"Los
acuerdos decididos en la Conferencia de Algeciras conjeturaron la
acción del ímpetu imperialista sobre el Imperio Jerifiano, al establecer
un Protectorado a la carta para Francia y otro con más sombras que
luces para España"
A su vez, los caídes se erigían en los ejecutores de aplicar la justicia islámica en delegación del soberano.
El
‘Bled es Siba’ que abrazaba la mayor parte de la zona española, estaba
al margen de la autoridad directa del sultán. Y aunque concurrían un
aluvión de puntualizaciones, éste podía llegar a entrometerse en la
determinación de conflictos internos y básicamente, externos y su
jerarquía religiosa era acreditada en todo momento.
Los
vínculos con el Majzén estribaban de la reciedumbre y destreza del poder
central. La dirección interna de este territorio descansaba sobre el
principio de autonomía de los habitantes a modo de cabilas, pasando a
convertirse en la célula político-administrativa básica que se trataban
de acuerdo con tradiciones ancestrales y el derecho consuetudinario.
A
resultas de todo ello, el procedimiento de los intereses colectivos
estaba encomendado a los caídes, designados o confirmados por el sultán y
a las yemas, institución de carácter deliberante en la que predominaba
una actuación democrática.
Y entretanto a lo expuesto
sucintamente, el Ministerio de Estado pasó a ser el primer ente
metropolitano capaz de guiar la política en Marruecos y prescribir las
reglas y normas imprescindibles al Alto Comisario, máxima autoridad
española en la zona. Pero ante la intransigencia de algunas cabilas
contrarias al establecimiento del Protectorado y la más que factible
gestación de acciones militares hostiles, se optó porque quedase
subordinado a los ministerios de la Guerra y de Marina, con relación a
la disposición y funcionamiento de las fuerzas militares y navales allí
desplegadas.
Obviamente, esta dependencia combinada a la que
se agregó la especificación de las competencias del Alto Comisario por
el fisgoneo del Ministerio de Estado en la zona y de otras entidades
metropolitanas, entorpeció el funcionamiento con unidad de criterio y
ocasionó enormes desarreglos y disconformidades, porque en definitiva no
se constituyó un centro neurálgico que conjugase el correcto ejercicio
colonial.
El Desastre de Annual (22-VII-1921/9-VIII-1921)
demostró a todas luces tanto las incoherencias perpetradas por la
Administración como las incompatibilidades de la política colonial. Y
tras la plasmación el 13/IX/1923 del Directorio del general Miguel Primo
de Rivera y Orbaneja (1870-1930), se instituyó la Oficina de Marruecos
en la Presidencia del Gobierno, siendo la primera organización
metropolitana consagrada taxativamente al trazado de las cuestiones
marroquíes.
No obstante, en 1925, el atajo por finiquitar
cuanto antes la sublevación rifeña, llevó a Primo de Rivera a reemplazar
la Oficina por otra secretaría que le concediera practicar un control
más directo sobre la política a desenvolver. He aquí, la Dirección
General de Marruecos y Colonias, dependiente de la Presidencia del
Consejo de Ministros.
De manera, que el nuevo rumbo tomado fue
asignado de mayores capacidades que la Oficina, al objeto de avalar una
misión solícita y fluida en los asuntos coloniales y habilitar un trato
más inmediato entre la Presidencia y los enclaves africanos, aunque la
ausencia de nociones claras imposibilitó que las directrices llegasen en
sus formas debidas.
A partir de 1931 el régimen republicano
legisló diversas disposiciones enfocadas a reestructurar los organismos
metropolitanos encomendados de encarrilar la política en el
Protectorado. Los primeros giros obedecieron al fondo reformista de la
nueva administración, pero, a posteriori, fueron el rastro de la
inestable política colonial perjudicada por los incesantes cambios de
gobierno y las arduas dificultades internas que debía de afrontar.
Así,
tras reducirse la idoneidad de la Dirección General para aumentar el
control de la política en Marruecos de la Presidencia del Gobierno, se
provino a su desaparición por contemplarla una traba administrativa en
la conexión directa y operativa entre el Alto Comisario y la
Presidencia. Tres años después, en 1934, las materias afines al
Protectorado se fijaron directamente al presidente del Consejo de
Ministros, para lo que estaría asistido por una Secretaría Técnica.
Un
año más tarde, la Secretaría se reemplazó por la Dirección de Marruecos
y Colonias, que acabó erigiéndose en la Dirección General. En esta
medida cayó en la balanza la conveniencia de aliviar al presidente de
estas responsabilidades.
No habría de transcurrir demasiado
tiempo, para que la Dirección General, como las anteriores, quedase
abortada tras la sublevación militar dirigida contra el Gobierno
constitucional de la Segunda República y el golpe de Estado
(7-VII-1936/20-VII-1936) y sus labores quedasen en manos de la
Secretaría de Marruecos, dependiente de la Presidencia de la Junta
Técnica de Estado. La creación en 1938 de los Servicios Nacionales,
comportó la cristalización del Servicio Nacional de Marruecos y Colonias
en la órbita de la Vicepresidencia del Gobierno, que se convirtió en la
Dirección General de Marruecos y Colonias al concluir la Guerra Civil
(17-VII-1936/1-IV-1939). De momento, la Dirección General quedó adscrita
al Ministerio de Asuntos Exteriores.
En 1942, el laberinto de
las inconveniencias que apremiaban la Segunda Guerra Mundial
(1-IX-1939/2-IX-1945) a la vuelta de la esquina, requería que la
Dirección General de Marruecos y Colonias precisara del máximo contacto
con los departamentos ministeriales y de nuevo se emplazó en el entorno
de la Presidencia del Consejo de Ministros hasta la consumación del
Protectorado.
Llegados a este punto, al objeto de llevar a
término los deberes adoptados en el convenio hispano-francés, las
jefaturas españolas hubieron de hilvanar un entramado
político-administrativo que englobase una administración marroquí y otra
española que colaborase e intermediara a las autoridades marroquíes.
Pero aquel espacio territorial escapaba a la propia autoridad real del
sultán y cuantiosas parcelas impugnaban el Protectorado y la
representación hispana. Y es que, el control se acortaba a unas pequeñas
comarcas distantes entre sí, que se hallaban sometidas a la autoridad
del Majzén; o bien, habían sido ocupadas por las fuerzas expedicionarias
tomando como pretexto las disposiciones del Acta de Algeciras
(16-I-1906/7-IV-1906).
Posteriormente, varias disposiciones
oficiales dispuestas en 1913 pusieron los primeros soportes de la
organización en la Administración. La función española la desempeñaría
un Alto Comisario designado por el Gobierno que, a su vez, estaría
apoyado por un secretario general y tres delegados relacionados con los
Asuntos Indígenas, Fomento de los Intereses Materiales y Asuntos
Tributarios, Económicos y Financieros.
Finalmente, desde
aquella etapa la máxima autoridad del Protectorado estuvo a merced de la
figura de un militar, exceptuando algunos meses del año 1923 y la
extensión republicana. Las disposiciones detallaban que el Alto
Comisario intervendría el papel del Jalifa, como de los bajaes y de las
autoridades de las cabilas por medio de las Fuerzas Coloniales de España
en Marruecos. Se implantaba de esta manera la razón de ser de una
fórmula interventora múltiple y con ocupación.
En
consecuencia, la repartición colonial trajo consigo el establecimiento
de un patrón interventor complejo y con múltiples sujeciones jerárquicas
que secundarían importantes irregularidades y desórdenes, fusionado a
que la fragmentación del territorio invadido y la insumisión rifeña
existente en numerosas regiones, implicaron que se confiriera a los
comandantes generales de Ceuta, Melilla y Larache, la viabilidad de
demandar directamente criterios de signo político al Ministerio de
Estado en ocasiones de emergencia y tener la voz cantante en las
operaciones de policía, para las que únicamente debían pedir
autorización del Alto Comisario cuando pudieran repercutir a la política
general.
La falta de concreción instó a que se procediera con
una extensa autonomía y que irremediablemente conduciría a cuantiosas
fricciones y contrariedades de coordinación. Tal vez, en intervalos en
que más que nunca la praxis política y militar debían estar
intrínsecamente coligadas. Al menos, este era el sentir generalizado
desde diversas esferas de la política colonial en Marruecos.
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