Fuente: El Faro de Ceuta
Fuente: El Faro de Melilla
El desenvolvimiento del siglo XIX al XX dispuso un período
significativo en el devenir de los acontecimientos: una etapa agitada en
la que se ocasionaron importantes cambios tecnológicos, económicos,
políticos y sociales a una velocidad endiablada. Ya en las postrimerías
del siglo XIX e inicios del XX, coligado a la Revolución Industrial, con
el imperialismo hostigando a las puertas, surgió una nueva
conceptuación de potencia mundial y una compleja maraña de relaciones.
En este tiempo, la concentración de los intereses y pugnas de las
grandes potencias por la dominación de explícitas áreas geoestratégicas
hicieron inclinar la balanza mirando a Marruecos.
Ametralladoras Hotchkiss M-1914 ocupando una elevación en el terreno siempre abrupto del Rif. En la imagen puede observase que para la defensa de los servidores, se distinguen dos escudos protectores fabricados a nivel de unidad con sendas chapas de hierro. Dicha ametralladora fue confeccionada por la compañía de armamento francesa Société Anonyme des Anciens Etablissements Hotchkiss et Cie.
Y como
resultante de la industrialización afloró el imperialismo y con ello el
manejo de la fuerza militar, política y económica. Los actores
predominantes debían buscar materias primas al margen de sus límites
fronterizos, debido al aumento de la producción que inquietaba con
finiquitar los recursos nacionales. Pero, para afianzar la producción
hubieron de optimizar su posicionamiento geoestratégico, al objeto de
regular los derroteros comerciales que conectaban las colonias y la
metrópoli. De este modo, no cabía otra, las potencias se proyectaron a
la expansión colonial.
La actitud, doctrina o acción que conduce al dominio de potencias
como Francia, Inglaterra, Alemania o Bélgica, iría más allá de la
búsqueda de materias primas en continentes como Asia o África y en
algunos intervalos, conjeturaron la colonización de otros estados de
orden secundario en el concierto internacional como es el caso de
España. Ni que decir tiene, que a finales del siglo XIX, España era un
país empeñado y quebrado que resultó colonizado por los capitales
extranjeros.
Sería desde la segunda mitad del siglo XIX,
cuando la demanda imponente de los recursos mineros encauzó hacia España
los intereses de empresarios extranjeros, transformándola en su área de
influencia. Mientras tanto, tanto Gran Bretaña como Francia,
desplegaron un entramado capacitado para confrontar la banca y la
industria española, logrando una ambiciosa influencia sobre el propio
Estado y los políticos españoles. Así, el imperialismo se envalentonó en
la década 1895-1905, conocido como la ‘década decisiva’.
En este intervalo histórico se originaron cambios sustanciales que,
para bien, o para mal, alteraron las esferas de las relaciones
internacionales y la manera de concebir la política a nivel mundial,
fundamentalmente en tres matices sucintos.
Primero, la
universalización de los encajes; segundo, el decaimiento de los estados
latinos o la retrocesión de las naciones del sur, y tercero, el nuevo
soporte de las relaciones internacionales.
Comenzando por
Inglaterra, en 1901, respaldó la posición francesa en el litigio que
Francia conservaba con Italia por la ocupación de Tripolitania y Túnez,
sobre la que Francia poseía suculentas apetencias para establecer su
imperio colonial norte-africano, proporcionando por ello la firma el
10/VII/1901 del Acuerdo franco-italiano. Por este pacto, Italia
prescindía de Marruecos mientras que Francia hacía lo propio con
relación a Tripolitania, que actualmente corresponde a Libia occidental.
De
esta forma tan sutil, Inglaterra procediendo como observador del
proceso de internacionalización marroquí, proseguía diseñando su marco
geoestratégico garantizándose el control del Mediterráneo. Por otro
lado, primordial para defender su imperio colonial asiático y africano, y
mucho más desde que en 1875 el Canal de Suez había pasado a su dominio.
Sin inmiscuir, que un año más tarde, Francia planteó a España bajo
cuerda, la firma del tratado hispano-francés que en la realidad
configuraba un reparto bilateral de Marruecos que, como es sabido, no
llegó a subscribirse.
Recuérdese que el Acuerdo en su Artículo
10º, formulaba que ciudadanos franceses y españoles estaban en
condiciones de formar sociedades para tender las obras de
infraestructuras que desde cualquier lugar de Marruecos se trazaran para
llegar a la región que se determinaba a España, así como para la
explotación de minas.
El desplome de la dirección liberal de
Silvela el 6/XII/1902 y el escepticismo del gobierno conservador que le
reemplazó dirigido por Villaverde, llevaron a que por recelo a la
reacción de Inglaterra, la firma finalmente no se conformase. Si bien,
la punta de lanza del proceso de internacionalización del atolladero
marroquí se promovió en 1904.
La rúbrica en Londres, el 8 de
abril de la declaración entre Inglaterra y Francia acerca de Egipto y
Marruecos ponía fin a las colisiones entre ambos actores, imprimiendo
una nueva asignación de las responsabilidades en Marruecos y predijo un
cambio de sentido en las predisposiciones de las relaciones entre las
potencias en el Mediterráneo.
Vista general del Campamento de Monte Arruit, situado al noreste de
Marruecos en la provincia de Nador, a 30 Km al sur de Melilla. En 1921
tuvo lugar en dicha fortificación uno de los episodios más trágicos e
infaustos dentro del denominado Desastre de Annual en el que perdieron
la vida alrededor de 3000 soldados del ejército español.
Digamos, que para Inglaterra, representó el último movimiento del
tablero en el entorno norteafricano, ajustando su posición de partida
antes de acudir a la Conferencia de Algeciras (16-I-1906/7-IV-1906). En
la declaración del 8 de abril y en la misma línea de la diplomacia del
momento, se englobaban artículos secretos.
La tesis de la
estrategia global británica quedaba hábilmente concretada en los carices
geoestratégicos y económicos. En el primero, intercalaba la zona que se
había fijado a España como cerramiento indispensable entre los puertos
marroquíes del Mediterráneo y la franja francesa, avalando a Inglaterra
como la única potencia con capacidad suficiente de control sobre las
aguas del Estrecho de Gibraltar.
Y en el segundo de los
aspectos, interesaba invertir lo necesario en la explotación de cada uno
de los recursos marroquíes en igualdad de condiciones que la potencia
más beneficiada, máximamente, en las explotaciones mineras en las que la
administración británica confirmaba tener gran predilección.
Continuando
con Francia, desde 1870, era inconfundible su expansión colonial como
un argumento puramente nacional, en base a restablecer la reputación
perdida tras el descalabro sufrido ante Alemania en la guerra
franco-prusiana.
Las primeras maniobras de la diplomacia
francesa interesándose ciertamente por el asunto marroquí se
emprendieron en 1900, con la firma del tratado secreto hispano-francés
y, subsiguientemente, en 1901, con el franco-italiano, y coligados a
ellos se forjó toda una sucesión de operaciones diplomáticas que
proporcionaron el diagnóstico de la política global francesa para
Marruecos.
Pero la oposición española de llevar a término el
acuerdo secreto hispano-francés en 1902, empujó a Francia a sospechar de
la extenuación política exterior habida en España. Por su parte, la
declaración anglo-francesa de 1904, aclaró definitivamente los
propósitos de Francia en Marruecos, introduciéndose en un proceso que
Inglaterra controlaba desde hacía tiempo. Alcanzado el año 1904, Francia
con un destacado partido colonialista quedaba exonerada de la coacción
inglesa y tras renunciar a sus reivindicaciones en África nororiental,
estaba en condiciones de abrir brecha aunque con algunas restricciones
en su ejecución en la zona.
A partir de este momento, el
esfuerzo en la intensidad diplomática francesa se proyectó en apuntalar
el control sobre el conjunto de los territorios del Imperio, haciendo lo
posible por impedir el asentamiento de Alemania en Marruecos, última
potencia de primer orden que aún daba muestras de interesarse y que
podría entorpecer sus objetivos. Para ello, hay que remitirse a la firma
de la declaración franco-alemana de 1905, tras la misma, al menos
hipotéticamente, Francia quedaba como única potencia en Marruecos y,
para lograr su empeño hallaría como única traba la apatía de la política
exterior española. Además, por el tratado de 1905, Alemania se
comprometía a no contrariar los intereses políticos y militares
franceses y Francia hacía lo propio con relación a los alicientes
económicos y comerciales alemanes.
Por ende, el proceso de no
interferencia entre ambos actores llegaría con la firma de los acuerdos
franco-alemanes de 1909 y 1911, respectivamente.
En 1904, era
incuestionable que Alemania había empezado un aislamiento de Inglaterra,
posiblemente el principio de los antagonismos anglo-alemán tuvieron su
génesis en precedentes económicos y técnicos por el compás del
crecimiento habido en la producción de acero en favor de Alemania que
avivaría las suspicacias británicas. Y como es lógico, Alemania, como
consecuencia de su boom industrial, precisaba de excelentes recursos,
sobre todo, hierro que algunos industriales alemanes, como los hermanos
Mannesman, afirmaban que Marruecos tenía en exceso, por lo que admitió
con resentimiento los acuerdos referentes al reparto del Imperio.
Al
hilo de lo anterior, el partido pangermanista y los industriales de
peso solicitaron al gobierno la ocupación inmediata de Marruecos. El
31/III/1905 arribaba en la bahía de Tánger el buque alemán Hohenzollern.
El Káiser Guillermo II, cumplimentado por una delegación del Sultán,
exigió salvaguardar los intereses de Alemania. Emergió así, además de
Inglaterra, otro patrocinador del Sultán claramente competidor en la
órbita geoestratégica y empresarial.
De esta manera en el
contexto global, Alemania se apartaba concluyentemente de Inglaterra y
en el entresijo marroquí, encaraba la estrategia británica recogida en
la declaración anglo-francesa de 1904 y las aspiraciones francesas. Era
de entrever, que si Francia e Inglaterra permanecían en esta postura
pertinaz, podía desatar una guerra en el Viejo Continente.
"España,
quedaban a expensas de velar por la seguridad de Marruecos en una
guerra improductiva. Con lo cual, se adjudicaba expresamente el menester
de controlar, fuera como fuese, a las belicosas y curtidas tribus
rifeñas acaudilladas por el máximo exponente de nacionalismo rifeño, Abd
el-Krim"
Una vez más,
la resignación recayó en Francia, que forzada, indagó el acuerdo con
Alemania y coordinó una conferencia a la que concurrirían los estados
que asistieron en la de Madrid de 1880 y en la que, primordialmente, se
presentaría la cuestión de incrementar la libertad económica en
Marruecos sin discriminaciones entre los estados afectados.
Este
guion se recogía en el tratado anglo-francés, aunque en ese caso
únicamente aludido a Francia e Inglaterra. Ahora, era indiscutible que
la Conferencia de Algeciras se orquestó bajo el apremio alemán.
El
prólogo de los patrones inglés, alemán y francés, permite no perder de
vista en estas líneas como se prefijaron sus políticas para perfilar
estrategias, precisar marcos globales y, en último momento, ponderar sus
intereses en la zona. Estas políticas se plasmaron en la firma de los
tratados y convenios que predominaron en las circunstancias esperadas
por cada una de ellas.
Primero, Inglaterra, quedó como única
potencia con capacidad indiscutible sobre el control del Estrecho de
Gibraltar, superando el contenido con el mandato de la
internacionalización de Tánger. España, potencia relegada y de segundo
orden, quedaba controlando el Rif, imposibilitando que Francia emplazada
más al sur, inquietase la influencia de la Base Británica de Gibraltar.
Segundo,
Alemania, visiblemente postergada de Inglaterra y con notables
intereses concernientes a los minerales estratégicos, estaba por la
labor de hacerse notar en Marruecos en defensa de sus derechos.
Y
tercero, Francia, estaba en total disposición de lograr el control de
la mayor parte del territorio marroquí para dar luz verde a su proyecto
de rehechura nacional. Toda vez, que no le quedó otra que hacer algunas
concesiones, apremiada por la estrategia británica y siempre en
beneficio de transformar Marruecos en su obra regia colonial. Me refiero
en Egipto a Inglaterra y en Marruecos a España.
Si se
observan detenidamente los tratados y acuerdos susodichos, desde la
declaración franco-italiana, transitando por la hispano-francesa o la
anglo-francesa, así como los pactos afines con esas versiones, se
advierten las políticas implementadas por Inglaterra, Alemania y
Francia. Podría decirse que cada uno exprimió al máximo el jugo de la
negociación diplomática y militar.
En los tratados se
distribuían territorios, se moldeaban los vínculos entre Estados desde
un trazado comercial, se ajustaban temas como derechos de aduanas y se
efectuaban indicaciones expresas a la constitución de grandes sociedades
interrelacionadas con la construcción de ferrocarriles y la
adjudicación de explotaciones mineras.
En definitiva, se insistía en el más puro liberalismo económico.
En
el fondo se ratifica la aportación de los intereses económicos y
estratégicos de las potencias a la internacionalización del avispero
marroquí.
Al mismo tiempo, si se confrontan estos tratados con
los que hasta ese instante había rubricado España, surgen contrastes
considerables: primero, son más complejos; segundo, se vislumbran
políticas determinadas y objetivos de política exterior incontestables; y
tercero, aunque indagan escapatorias a inconvenientes puntuales, se
encuadran en realidades de políticas globales. Y el producto de ese
balance no hace más que reafirmar la falta de una política exterior
española.
Con la rúbrica de la declaración entre Inglaterra y
Francia con relación a Egipto y Marruecos, España estaba urgida a
resolver su política exterior. La declaración hispano francesa de 1904
fue el preludio del convenio franco-español de ese mismo año, que se
convirtió en el primero en el que se entrevé otra visión de la política
exterior nacional y que fue confirmado con la firma del Acuerdo
hispano-francés de 1905 y el Acta General de la Conferencia de Algeciras
de 1906.
Con la firma del Acta a partir de 1907, mientras
Marruecos se sumergía en el desgobierno, las potencias emprendieron sus
celeridades sobre los departamentos del Imperio. De hecho, en el año
anteriormente mencionado, se desencadenaría una perturbación en la
franja norte de la falda atlántica de Marruecos. Es decir, Arcila,
Tánger y Larache en la costa, y Alcazarquivir en el interior, donde se
ocasionaron numerosos episodios de allanamiento, poniendo en peligro la
seguridad de los residentes occidentales.
Mientras, el Xerif
Bajá de Arcila, El Raisuni, máxima representación de la autoridad del
Sultán y de cuyos atropellos igualmente protestaban los nativos de la
región, no intervenía contra los infractores.
En 1907 se
originó la declaración secreta franco-española que reunía el
ofrecimiento a comisionados de ambos estados para disponer contactos en
caso de registrarse alguna eventualidad capaz de trastornar el
estatus-quo territorial y los derechos de España y de Francia en el
Mediterráneo. Ambos países con evidentes responsabilidades en la zona,
intensificaron acciones de acuerdo con los compromisos que habían
suscrito con la Conferencia de Algeciras.
Para ser más preciso
en lo fundamentado, el ministro de Estado español remitió una nota a
delegados de Estados Unidos, Bélgica, Alemania, Rusia, Inglaterra,
Italia, Portugal, Austria-Hungría y Suecia, denunciando la imposibilidad
de los agentes marroquíes para controlar el escenario que se cernía.
Posteriormente, el Teniente Coronel Fernández Bernal con dos Compañías
del Regimiento del Serrallo realizó el relevo a las avanzadillas de
Casablanca. Y a la postre, el 5/IX/1908, el Teniente Coronel Fernández
Silvestre se puso al mando de la policía extraurbana de Casablanca como
Jefe Instructor.
Obviamente, el avance de la organización de
la policía entrevió el recorte paulatino del protagonismo militar
español en la zona. Ya en 1909, el destacamento se había simplificado a
un oficial y veinticinco componentes. Y entretanto, las operaciones
conformadas por franceses y españoles avivaron la desconfianza alemana.
Mientras Francia hacía lo propio en Marruecos, en la vertiente
diplomática se aproximaba a Alemania para retocar las rigideces
contraídas. El 9/II/1909, se firmó al acuerdo franco-alemán por el que
las dos potencias hacían público la no interferencia en sus intereses
bilaterales: Francia, acordaba no poner impedimentos a los incentivos
comerciales e industriales alemanes; y por otro, Alemania, no
estrechando más que los intereses económicos en Marruecos, a su vez
reconocía los políticos de Francia.
En la otra cara,
Inglaterra, presagiando la innegable amenaza de sus intereses
geoestratégicos por la intimidación alemana, insistentemente entró en
escena, forcejeando a la firma del acuerdo franco-alemán del 4/XI/1911.
“España
abordó su tarea africana bajo la imposición internacional, sin apenas
voluntad de ejecutar los acuerdos entablados y con una gran obstrucción
interna, lo que justifica el despropósito de la política exterior del
momento”
Por este
acuerdo, Alemania lograba legitimar el establecimiento de sus
competitivas empresas mineras en el espacio marroquí, aunque tanto
militar como diplomáticamente dejaba a merced a Francia para que se
desenvolviera a su libre albedrío, exponiendo que no dislocaría el
ejercicio de esta y que no se contrapondría a que procediera a las
ocupaciones militares que valorase oportunas para el sostenimiento de la
seguridad de las transacciones comerciales. Por lo demás, Francia
transfería a Alemania un parte del Congo francés en lo que pasó a
denominarse Camerún.
Con este pacto, la diplomacia alemana
dejaba resuelto terminantemente la trama marroquí y Francia quedaba a
sus anchas en Marruecos.
Llegados a este punto de la
disertación, Francia, que se había visto de nuevo abrumada a hacer
concesiones, quedaba como única potencia en este entorno y se previno a
pormenorizar un acuerdo territorial con España. En principio consolidó
su posición frente al Sultán mediante un tratado riguroso que atañía
notoriamente a la soberanía marroquí, ya que esquilaba derechos
militares y de política exterior y económica, pero, sobre todo,
instalaba a Marruecos en sus manos.
El acuerdo implantaba la
gestación de reformas para prevenir la amplificación económica de
Marruecos y erigirlo en un régimen regular. Sin soslayar, que las
reformas asignadas por Francia repercutían en el ejército, la
administración, la justicia, la economía, las finanzas y la enseñanza.
Y, por si fuese poco, el Sultán aceptaba las ocupaciones militares que
Francia considerase pertinentes para la conservación del orden. A
resultas de todo ello, interesaba que el Residente General fuese el
único intermediario del Sultán de cara a las embajadas extranjeras y
admitía que Francia determinase, de común acuerdo, las bases para una
articulación financiera.
Lo cierto es, que a pesar del sinfín
de obstáculos, el Sultán Muley Hafid estuvo a punto de abandonar su
cargo, pero los eficientes servicios de la diplomacia francesa dieron su
fruto y el 30/III/1912 se firmó el convenio.
Ocho meses más
tarde, el 27/XI/1912, se refrendaba el acuerdo franco-español.
Indiscutiblemente en el tratado se recogía el contenido de la
internacionalización de Tánger, hasta ahora el único escollo que todavía
estaba por disiparse tras la Conferencia de Algeciras. El entendimiento
por momentos caía en saco roto, ya que la ciudad se topaba en la zona
establecida a España y cuanto más terreno se transfiriera al sector
internacional, más se le sustraía al Protectorado español.
Conjuntamente, su resolución resultaba trascendente para los intereses
estratégicos de la parte británica.
Los intentos de
negociación que se desarrollaron en la capital de España se prolongaron
lo indeseable, concretándose diversas comisiones a las que concurrieron
delegados franceses, españoles y británicos. Curiosamente, esta sería la
última reunión a la que acudió una representación de la diplomacia
británica. En ellas se trató de decidir el régimen del terreno
tangerino. El 25 de octubre se consiguió un acuerdo entre las partes
contribuyentes, firmándose el tratado el 27/XI/1912.
Francia,
tras perder varias demarcaciones a lo largo y ancho del proceso de
internacionalización, negoció con España y comprimió palpablemente su
zona de influencia en razón a las proposiciones perpetradas en 1902 y
1904. En el caso de España, acabó cediendo 45.000 kilómetros cuadrados
con respecto a la superficie acordada entre ambas potencias en el
convenio de 1902, como desquite por las concesiones francesas a
Alemania.
Y mirando al tratado de 1904, las zonas extraviadas
por España en favor de Francia incumbieron a la orilla izquierda del río
Uarga y una pequeña área en el extremo derecho; como una pequeña franja
junto al Muluya y otra adyacente a la laguna de Zenga próxima al
paralelo 35º.
En España, la opinión pública acogió el acuerdo
con total apatía, pues a la hora de la verdad había sido la suma de un
mandato internacional. La no intervención española llevaba aparejado la
de Francia en las cercanías de las plazas de soberanía españolas, como
se apuntaba en la declaración franco-británica de 1904, y con ello la
pérdida del por sí hecho añicos prestigio español y, tal vez, a medio
plazo, el quebranto de Ceuta y Melilla.
En consecuencia, el
tratado controvertido y ampliamente debatido en las Cortes, entre otros
supuestos, se llegó a plantear la viabilidad de efectuar el repliegue de
las fuerzas que estuvieran fuera de las plazas de Ceuta y Melilla. Así,
se puede afirmar que la inauguración del Protectorado de España en
Marruecos, al menos en lo que a la voluntad de emprender la empresa se
refiere, podría decirse que fue de lo más deplorable y patético.
España
abordó su tarea africana bajo la imposición internacional, sin apenas
voluntad de ejecutar los acuerdos entablados y con una gran obstrucción
interna, no sólo de las fuerzas políticas distantes al sistema y los de
la oposición, sino igualmente, con las irresoluciones de los que, desde
el Gobierno, habían colaborado en el proceso, lo que justifica el
despropósito de la política exterior del momento.
Finalmente,
Inglaterra, garantizaba sus intereses estratégicos relacionados con
Gibraltar; y junto a Alemania, prevaleció la capacidad de explotación de
minerales estratégicos. Por su parte, Francia y España, quedaban a
expensas de velar por la seguridad de Marruecos en una guerra
improductiva y preservar las empresas comerciales y mineras instaladas
en su zona. Con lo cual, España, se adjudicaba expresamente el menester
de controlar, fuera como fuese, a las belicosas y curtidas tribus
rifeñas acaudilladas por el máximo exponente de nacionalismo rifeño, Abd
el-Krim.
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