Fuente: El Faro de Ceuta
Fuente: El Faro de Melilla
La política colonial española en Marruecos quedó plasmada en los
informes de los delegados franceses y británicos, por revelar a todas
luces las discordancias de España como actor imperial. O lo que es lo
mismo: evidencias confirmadas como la carencia de medios, escasez de
recursos económicos, desenvolvimiento condicionado del componente civil y
sujeción del poder militar. Y por ende, ausencia de alineación
supeditada tanto a las fluctuaciones políticas de la Península, como a
las pugnas constatadas en el seno de la milicia.
Ni que decir
tiene que la apreciación contradictoria sobre las Fuerzas Coloniales de
África se consumó en una visual revocatoria de la política colonial
española, con un procedimiento comparable y afín al anterior y que
igualmente terminaría franqueando varios períodos.
Tanto las apreciaciones, clarividencias y
deferencias de los agentes franceses y británicos en Marruecos sobre la
disposición y magnitud de la colonización española, alcanzaron un
calibre manifiesto.
Durante los años iniciales de su atribución, las réplicas principales
del Mariscal Louis Hubert Gonzalve Lyautey (1854-1934) hacia la
incipiente gestión en Marruecos, se fundamentaron esencialmente en las
penurias culturales que el Residente General extractaba en la exigüidad
de comprensión y la falta de agudeza de las autoridades españolas con la
esencia marroquí. Sin eludir, su insignificante finura y sagacidad para
interpretar los rasgos distintivos e inseparables del pueblo que se les
había dejado en su función colonizadora. Y es que de acuerdo con
Lyautey, el indígena bereber formaba parte de una población compleja y
arrogante, concerniente a un fervor ancestral y siempre entusiasta de su
independencia y tradiciones.
No obstante, estas
particularidades daban la sensación de ser desdeñadas por la
administración española, cuya relación con los autóctonos proyectaba un
irrisorio refinamiento, como una ignorancia poco más o menos de los
automatismos, hábitos, usos, costumbres religiosas y dialectos
vernáculos y una omisión incuestionable de comprensión hacia el contexto
territorial del Protectorado.
Habiendo compartido infinidad de vivencias
precedentes en otras esferas del Imperio francés en el Norte de África, a
Lyautey y otras superioridades, les resultaba dificultoso reconocer la
pusilanimidad de ideales y la incompetencia de las metodologías
coloniales españolas, la insignificante altura de sus propósitos y las
formas ingenuas de sus aspiraciones.
En base a lo anterior, el
Residente General insistió fundamentalmente en las anomalías del peso
moral y espiritual de los agentes españoles para la labor encargada y la
suspicacia ante cualquier reparo o sugerencia. Las comparaciones con la
demarcación francesa fueron fehacientes y repetidas, e
irremediablemente encumbradas en beneficio de la segunda.
De
la misma manera, en estos primeros años de encaje de las piezas del
puzle del Protectorado, tampoco resultaba fácil para los apoderados de
la Corona Británica entender en su justa medida el acontecer general de
la administración española y su modus operandi colonizador.
Más
que el desliz de golpe de efecto y tacto con respecto al ingrediente
nativo, lo que más parecía chocar a los comisarios británicos de Tetuán y
Tánger era el lamentable estado de desconcierto e irregularidad, como
la inexistencia de previsión, planificación y estrategia, fusionado al
atolondramiento e incompatibilidad de sus medidas y la torpeza
proveniente de las autoridades españolas. Claro, que contemplado de este
modo, las reprobaciones manifestadas por los británicos derivaban de
una posición más bien práctica, que teórica.
Me explico: la
parca disposición de dependencias, más el solapamiento entre el influjo
civil y militar, las mermas de material y formación o las lagunas de
infraestructuras y la desatención, iban a ser algunos de los
inconvenientes a los que los funcionarios británicos apuntaban como
obstáculos incomprensibles en las Comandancias de Ceuta y Melilla. A las
superioridades británicas les resultaba incongruente admitir que no
existiera control sobre estas acciones y particularmente, la indolencia
visible con que se consentían y la contrariedad inexplicable con que se
asumía este entorno por parte de las autoridades españolas.
Dicho
esto, a los visos generales sobre la administración española habrían de
sumarse algunas objeciones, posiblemente, menos distinguidas sobre los
propios garantes de la política colonial que desenmascararon una
inclinación crítica hacia los mismos. Como ejemplo, el rey Alfonso XIII
(1886-1941) no gozaba de demasiado gancho y amistad en Marruecos.
De
hecho, Lyautey, reconocía que el proceder del monarca durante la
Primera Guerra Mundial o Gran Guerra (28-VII-1914/11-XI-1918), había
puesto al descubierto una inseparable francofobia y desafección hacia
Francia, tras los comienzos diplomáticos que se fueron generando con la
rúbrica del Tratado del Protectorado.
"Las
pruebas sobre el alto precio que hubo de pagar España en su peregrinar
colonizador, barren toda una diversidad de connotaciones, como su fatiga
colonial o el empleo de Marruecos como moneda de intercambio para
sostener un statu quo favorable a Inglaterra, o su engranaje en el
tablero europeo tras el naufragio de Cuba"
Para
ser más preciso en lo fundamentado, Lyautey, no mantenía una impresión
en demasía elevada sobre el soberano español, al que imaginaba
imprevisor e inexperto en materias coloniales. Otros embajadores
británicos coincidían en esta percepción, llegando a presumir que su
vínculo personal con la empresa marroquí terminaría originando
conflictos a la monarquía. Además, la estimación sobre otros líderes
políticos tampoco resultaba respetable. De los jefes de gobierno que
resultaron en Madrid desde 1912, Lyautey, tanteaba que únicamente
Antonio Maura y Montaner (1853-1925) había expuesto una estrategia
colonial razonable, asentada en su veracidad sobre las probabilidades
reales de España.
El resto de políticos españoles, abarcando a
Álvaro Figueroa y Torres (1863-1950), más conocido por su título
nobiliario de conde de Romanones, eran para el Residente General un
muestrario de intermediarios de segunda clase que no estaban al día del
genuino escenario marroquí.
Una opinión semejante se extrae
del informe realizado por el embajador británico en Madrid, Arthur Henry
Hardinge (1859-1933), que tras un desplazamiento prolongado por
Marruecos en 1914, sostuvo literalmente que el gobierno español parecía
encontrarse “paralizado por su miedo a que un movimiento de avance
pudiera conllevar una larga lista de heridos, lo que produciría una
tormenta en las Cortes”. Según Hardinge, parecía aguardar que los
generales doblegaran “un país salvaje y difícil como el Rif […], sin
arriesgar vidas entre los soldados que deben llevar a cabo esta misión”.
En
lo que atañe a los mandos militares, las valoraciones tampoco
resultaban contrarias. De los Altos Comisarios que habían discurrido por
Tetuán, certeza de los asiduos cambios de la política colonial
española, a diferencia de la secuencia mantenida por Francia, Lyautey,
consideraba que tan sólo Dámaso Berenguer Fusté (1873-1953) había sido
merecedor de dicha condición, juzgando a sus predecesores, mayormente a
Felipe Alfau Mendoza (1845 o 1848-1937) y José Marina Vega (1850-1926),
como jefes principiantes y apenas experimentados, cuyas designaciones
emanaban de complots políticos y conexiones personales.
Algo
parecido y no menos llamativo se desglosa de los informes dispuestos por
el vicecónsul británico en Tetuán, Atkinson, para quien únicamente el
general de división Berenguer, había sido lo suficientemente competente
como para conceder unidad y cohesión al carácter colonial de España. A
decir verdad, las apreciaciones difícilmente propicias sobre los
encargados de la política colonial, tuvieron un efecto dominó en la
falta de contactos diplomáticos entre la Residencia General y las
autoridades de Ceuta y Tetuán.
Como Lyautey declaró,
concurrían antecedentes estratégicos para promover esta visión. Al
menos, era incontestable que bajo el paraguas de la misma premisa se
atinaban desafectos de signos subjetivos. Éstos fueron interpretados
textualmente por el delegado británico en Tánger, para quien la
Residencia General francesa era “demasiado militar en su gestión de
gobierno y en sus relaciones con los representantes extranjeros”, y no
ponía en la balanza “las susceptibilidades de los españoles”, quienes,
por otro lado, les proporcionaba “considerables causas de irritación”.
Véanse
algunos ejemplos que retratan y sintetizan esta realidad. Primero, en
los preámbulos del año 1922, el Mariscal Lyautey hubo de materializar un
viaje a Francia por causas médicas, habiéndose empeñado en hacerlo lo
más desapercibido posible y no conferir a su itinerario carácter
oficial. Entre otras lógicas, para no verse en la tesitura de hacer una
parada obligada en España y reunirse con algunas autoridades, entre
ellas, Alfonso XIII. Si bien, las condiciones meteorológicas adversas le
comprometieron a hacer escala en Valencia, con lo que pese a su
indudable sofoco, Lyautey hubo de aceptar un ofrecimiento inevitable del
monarca.
Lo cierto es, que sus críticas sobre el episodio
referido con pelos y señales a sus más íntimos afines, no dejaron
titubeos sobre la aflicción que el acontecimiento le originó al
Residente General. Hay que recordar, que el suceso trascendió en una
coyuntura en el que Francia contraindicaba cualquier acto representativo
con las autoridades españolas, ante el cariz que tomaban las
operaciones del Rif. Una circunstancia análoga se calcaría dos años más
tarde, pero en aquel momento, Lyautey consiguió ahuyentar una hipotética
entrevista con el rey de España.
El modus operandi de las Fuerzas Coloniales de España en Marruecos,
lejos de resultar discordantes, adquirió una envergadura definida en la
configuración de un enfoque colonial que no estuvo a la altura del
contexto imperante.
Y segundo, otra muestra clarividente de los ecos diplomáticos
asonantes se ocasionó durante la etapa del gabinete de Miguel Primo de
Rivera y Orbaneja (1870-1930), que ante todo, sondeaba impulsar una
mayor aproximación y colaboración con los delegados franceses en
Marruecos.
La negativa de Lyautey a reunirse con Primo de
Rivera, a pesar de las pretensiones del dictador español de hacer todo
lo posible para llevar a término el encuentro, más el respaldo del
gobierno francés ante estos tientos, desvelaron la ausencia de
correspondencia entre ambos. Las evasivas del Mariscal se exhibieron en
suspensiones y demoras indirectas que confluyeron al hecho
extraordinario de que Primo de Rivera acabara inspeccionando la Zona de
Protectorado francés, pero sin llegar a entrevistarse con éste.
Con
lo cual, no se trataba solamente de directrices estratégicas las que
retraían una potencial contribución pública entre los funcionarios
franceses y españoles en Marruecos, como deseaba Lyautey. Estas
eventualidades diplomáticas aisladas y otras sinónimas, dejaron
vislumbrar que existía una atmósfera de resentimiento que persistiría
enrareciendo las fricciones entre ambos estados.
Entretanto,
los agentes coloniales británicos, a pesar de compartir cuantiosos
convencionalismos sobre la influencia de los gestores civiles y
militares españoles, no perdieron oportunidad de entrevistarse y
establecer comunicación con las autoridades francesas y españolas, al
objeto de emprender la cooperación internacional en Marruecos.
En
asuntos concernientes a las preferencias estratégicas, los dictados del
Foreign Office fueron seguidos sin reparos: la posición española volvió
a quedar arrinconada en los debates sobre el destino de Tánger,
excluyéndose cualquier proposición que plantease alguna variación en el
statu quo del Mediterráneo Occidental. Sin embargo, valga la
redundancia, con el statu quo marroquí se auspició audazmente el
compromiso franco-español y el trato con las autoridades. Pero a pesar
de todo y con el paso del tiempo, la historiografía ha verificado la
proyección reinante de las tiranteces diplomáticas entre Francia y
España, así como la inmovilización y la nula asistencia entre ambas
potencias en Marruecos.
Un grado de exploración algo más
minucioso permite dejar entrever hasta qué límite la gravitación de
percepciones e intereses de carácter personal, conquistaron una
importancia en esta indisposición. Ello desbloquea un cambio en el
temple de los engarces franco-españoles tras la derrota de Abd el-Krim
(1883-1963) y el final del entresijo del Rif, del que surgieron
veredictos más positivos sobre las autoridades civiles y militares
emplazadas en la región, tanto por la parte británica como francesa.
Finalmente,
las reformas incrustadas por el gobierno en 1931, hallaron entre los
observadores extranjeros un bufido desentonado y valoraciones indecisas,
que impugnaron su validez para la distensión de la tarea española en
Marruecos y su conveniencia para conservar el comedimiento entre Francia
y España.
Estos escrúpulos cebaron dos dimensiones: primero,
los saltos incesantes en las atribuciones dispensadas y la disposición
del personal del Ejército de África y, segundo, la política española en
base al nacionalismo marroquí. Tal es así, que en lo que compete a las
autoridades civiles y militares, pronto se desenvolvió una unanimidad
con las modificaciones presentadas por la administración de Manuel Azaña
Díaz (1880-1940). Amén, que de igual forma afloraron calificaciones
descabezadas, porque lejos de contrarrestar políticamente al Ejército de
África, el gobierno azuzaba su politización por medio de la promoción
pedante de mandos seguidores al régimen y el apartamiento de los
señalados como menos allegados al mismo.
Junto con otras
máximas, como los recortes en personal y servicios, se rebatió el hecho
de que el menester colonizador en el sector español se contemplaba
afectado por los zarandeos políticos de la Península. También, el
constante cambio de mandos, como el relevo de jefes de demostrada
capacidad por otros con fórmulas más contiguas al régimen, sin soslayar,
la quiebra en la cadena de la política colonial y la limitación de
dirección resultante, se convirtieron en las puntas del iceberg
reiteradamente aludidas en la correspondencia oficial.
"España
se retrataba al desnudo como un integrante fracasado del grupo de
países mortecinos, invalidado para cristalizar un ejercicio colonial
civilizador y enfrascado en un recóndito y drástico sumario de reflexión
crítica sobre su asentamiento y hoja de ruta en los tiempos que se
avecinaban"
A este
tenor, no sólo a lo vertido en el primer gobierno de la República, sino
además a los que le acompañaron entre los años 1933 y 1935,
respectivamente, que implementaron una invalidación íntegra de las
prioridades de la política colonial y una reparación acelerada de los
oficiales discriminados por la anterior dirección. Los juicios y
acusaciones contra la politización del Ejército de África se fusionaron a
la progresiva incapacidad de la administración española, en lo que se
concibió como la marcha atrás de los logros alcanzados.
En
paralelo, algunos gerentes británicos señalaron el grave peligro que la
gobernación republicana incidía frente a Marruecos, donde el ímpetu
reavivado de fuerzas esculpidas como revolucionarias, no veía ante ellas
sino a individuos debilitados que bregaban entre la incertidumbre y la
confusión. Sin obviar, el porte de las autoridades con respecto al
nacionalismo marroquí, en la que el reciente movimiento ganaba a pasos
agigantados más preeminencia.
De ahí, que un nutrido grupo de
mandos militares próximos a la Residencia francesa, condenasen
inadmisible que España no conjugase su política indígena con la de
Francia, mucho más consistente en su presencia con las inclinaciones
nacionalistas. Llegando a la conclusión, que no era consciente del
riesgo inminente que a posteriori el nacionalismo marroquí encarnaría en
todos los niveles.
En consecuencia, la tesis oficial de la
diplomacia española se redujo a la conformación de que se encontraba en
Marruecos con plenos derechos históricos y en igualdad de condiciones
con Francia, a pesar de los despuntes tortuosos que la situación le
había hecho franquear desde los inicios de siglo. Éste sería el motivo
central desde la instauración del Protectorado del gobierno de Manuel
García Prieto (1859-1938), hasta el chispazo y subsiguiente deflagración
de la Guerra del Rif (8-VI-1911/8-VII-1927), también llamada Segunda
Guerra de Marruecos, en los que como es sabido, terciaron los gabinetes
de concentración nacional de 1921.
Las ambigüedades
preliminares de Primo de Rivera ante el compás del conflicto se vieron
rebasadas, así como los ambages de la Segunda República
(14-IV-1931/1-IV-1939). Al margen de estas distinciones, sobrevenían
otros componentes difíciles de desdeñar que las autoridades españolas
aceptaron en privado y que a menudo salieron a relucir en documentos
británicos y franceses. Éstos, como no podía ser de otra manera, hacían
alusión a las insignificantes lucideces coloniales de España y las
contrariedades procedentes de la misma.
En otras palabras: la
inacción y el retroceso de España como estado, su condición de nación
alicaída, más su inadvertencia en los progresos de la Revolución
Industrial, o el hecho de que el colonialismo anacrónico en tierras
americanas fuera un rastro del ayer sepultado en el descalabro sufrido
en Cuba.
Abrazando el derecho de sus requerimientos
históricos, diversos notificados aquilataban que la estampa de España en
Marruecos respondía más a un anhelo por defender falsas apariencias de
cara al marco internacional, que a una incitación claramente colonial.
Para bien o para mal, así recapitulaba el embajador británico este
momento: “España estaba apremiada a empeñarse en la andadura marroquí,
pensamiento que sin vaguedades asestaba Lyautey”.
Cada uno de
los prejuicios contrastados circularon a más no poder en el conjunto de
la etapa descrita, desde la génesis y el plantel de la zona de
influencia española en Marruecos hasta los acaecimientos de 1936.
Corresponde
hacer hincapié, que estas introspecciones de índole geoestratégica y
política sobre la competencia de España como actor colonial, se
circunscribieron en un forjado más vasto y en causa de cimentación
intelectual sobre la alteridad del Oriente, que por otro lado, había
comenzado a fraguarse en varios territorios del Viejo Continente como
Francia y Gran Bretaña y cuyos trazos principales se habían determinado
en las postrimerías de siglo.
Las exacerbaciones y frenesíes
salidas del orientalismo europeo sobre su naturaleza, más su
identificación, vigor y revelaciones, se transformaron en un terreno
suculento en el que acabarían alumbrándose postulados legitimadores en
la labor civilizadora occidental del universo árabe y la congruencia de
las potencias coloniales para conformarla.
En este engranaje
colonial el protagonismo de España quedaría postergado a los arenales
históricos, equiparado al de una nación cuyos semblantes diferenciados y
dinamismos nacionales, se habían visto ampliamente amortiguados por una
dilatada declinación abierta en el siglo XVII y cuyos últimos síntomas
se habían hecho ostensibles en 1898.
España se retrataba al
desnudo como un integrante fracasado del grupo de países mortecinos,
invalidado para cristalizar un ejercicio colonial civilizador y
enfrascado en un recóndito y drástico sumario de reflexión crítica sobre
su asentamiento y hoja de ruta en los nuevos tiempos que se avecinaban.
Este
decadente bagaje cultural e ideológico no sólo se acumuló en el
descarte expeditivo de España del reparto colonial, sino que del mismo
modo, desembocó en un sinfín de interpretaciones nada halagüeñas junto a
deformaciones sobre sus verdaderas potencialidades coloniales.
Las
pruebas sobre el alto precio que hubo de pagar España en su peregrinar
colonizador y de los que algunos se han detallado brevemente en este
texto, barren toda una diversidad de connotaciones, como su fatiga
colonial o el empleo de Marruecos como moneda de intercambio para
sostener un statu quo favorable a Inglaterra en aguas del Estrecho, o su
engranaje enmarañado en el tablero europeo tras el naufragio de Cuba y
como contrapeso para salir a flote de su fracaso.
Sea como
fuere, la legitimidad indeterminada del talante hispano en Marruecos,
más las estrecheces habidas en el Ejército de África, las paradojas del
procedimiento colonial en la zona y exclusivamente, el creciente
desgaste de las autoridades, culminaron en varas de medir en torno a las
cuales pendieron la mayoría de las apreciaciones enfiladas, cuyo
alcance en la política colonial a duras penas quedaron ocultas.
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