Fuente: El País.com | El País semanal
Apareció el marroquí con un borrico, seguido por otras
dos personas. Cuando los militares españoles les dieron el alto,
empezaron a disparar. Disparaban los tres marroquíes, pero
también disparaban otros desde las casas próximas y
muchos más que debían llevar horas emboscados en los
palmerales de las riberas. El cauce seco, que hasta ese momento
había estado sumido en una oscuridad apacible, se iluminó
como el infierno. Los españoles respondieron con sus armas, a
discreción. Uno de ellos, que hacía guardia en los
polvorines, cayó muerto. Quince minutos más tarde, los
disparos cesaron tan súbitamente como habían empezado.
Entonces cuatro soldados se aventuraron por la ribera derecha, con la
intención de sorprender a los rebeldes por la espalda. Avanzaban
entre tinieblas. Un subfusil crepitó y la ráfaga
abatió a los tres primeros. Aun herido, uno de ellos pudo lanzar
una granada contra el lugar desde el que les habían disparado.
El que había quedado ileso aprovechó la explosión
y se lanzó sobre el rebelde emboscado. La lucha era cuerpo a
cuerpo. Todo terminó cuando el soldado herido que había
lanzado la granada logró recuperar su fusil y, de un tiro en la
cara, acabó con el marroquí.
Ifni y Sáhara se convirtieron en refugio de militares con ínfulas
Franco ordenó precaución para no enfadar a Marruecos
El verano de 1957, la tensión era máxima. Muchos militares nativos se pasaban al enemigo
La misera de la tropa era tal que hubo que permitir que los soldados desfilaran en alpargatas
Sitiados en la loma, los españoles aguantaron seis días bebiendo su orín y chupando plantas
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Así comenzó la última guerra librada por
España en Marruecos. Sucedió en las afueras de Sidi Ifni
a las seis menos cuarto de la madrugada del 23 de noviembre de 1957.
Por orden de Franco, la opinión pública nunca fue
informada de las dimensiones del conflicto, que se extendió al
Sáhara y provocó 198 muertos, 574 heridos y 80
desaparecidos entre los soldados españoles que protegían
las colonias y un número indeterminado de bajas entre los
partisanos marroquíes del Ejército de Liberación
que trataban de desalojarlos.
Ifni era entonces un destino
codiciado por los militares profesionales. La independencia de
Marruecos, proclamada poco más de un año antes,
había dejado huérfanos a miles de africanistas. Como el
propio dictador, ellos habían hallado en el país vecino
una vía rápida para ascender, sueldos que duplicaban a
los de sus compañeros de la Península y un prestigio
social impensable en la metrópoli, donde sólo
podían aspirar al pluriempleo. Finiquitado el Protectorado del
Norte y expulsados del Rif y del Yebala, sólo les quedaban Ifni
y el Sáhara para continuar disfrutando de una sociedad a su
medida. Las dos colonias olvidadas se habían convertido en su
último refugio.
EL SÁHARA OCCIDENTAL (entonces Sáhara
Español) era un desierto habitado por menos de cien mil
nómadas en donde la arena y el siroco amargaban la existencia a
los españoles. Pero Ifni era un lugar de extraña belleza,
con altos montes de tierra roja cubiertos de cactus de un verde
brillante y regado por numerosos arroyos. El territorio, de 1.700
kilómetros cuadrados (tres veces el municipio de Madrid), se
hallaba incrustado al sur de Agadir. El Atlántico batía
sus 60 kilómetros de costa y suavizaba la temperatura. Cuando
estalló el conflicto, estaba habitado por 50.000 personas. De
ellas, sólo el 18% eran europeas: militares, funcionarios,
comerciantes y sus familias. Las demás eran bereberes
pertenecientes a la tribu Ait Baamarán, que 20 años antes
había contribuido con 11.000 hombres a la Cruzada de Franco.
Los
españoles no llevaban mucho tiempo en Ifni. Aunque, en
teoría, su presencia se remontaba a cinco siglos, sólo se
había materializado 13 años antes del estallido del
conflicto. En 1934 el Gobierno de la República había
encomendado ocupar el territorio al coronel Osvaldo Capaz. Él
eligió el lugar en donde fue levantada la ciudad de Sidi Ifni,
que pronto se convirtió en la capital del África
Occidental Española. Estaba situada sobre una meseta, al borde
del océano y en torno al aeropuerto. La calle principal, en la
que se hallaban las oficinas de Correos, el cine y los principales
comercios, marcaba la división entre sus habitantes: de un lado,
las casas de los europeos; del otro, el “barrio moro”,
donde los primeros no solían aventurarse. El interior del
territorio estaba salpicado de fuertes y puestos militares en torno a
los cuales los nativos habían instalado jaimas o levantado casas
de adobe. El cable telefónico era la única
comunicación entre esos puestos y la capital.
CUANDO A FRANCO
le comunicaron que los guerrilleros del Ejército de
Liberación habían lanzado un ataque general contra Ifni,
ordenó al almirante Carrero Blanco, entonces ministro de la
Presidencia, evitar a toda costa un baño de sangre que provocara
la guerra con Marruecos. Esa idea ya venía siendo repetida por
Carrero en sus misivas a los sucesivos gobernadores del África
Occidental: “El Ejército de Liberación es un
instrumento de la URSS, con el que persigue crear dificultades a los
occidentales en África”, le escribió el 21 de marzo
de 1957 al entonces gobernador, el general Ramón Pardo de
Santayana. “Nos interesa conservar nuestro territorio sin crear
dificultades a nuestras relaciones con Rabat y nos conviene acabar con
el Ejército de Liberación sin llegar a una
situación de guerra, con una activa política de
desprestigio”, informando a “nuestros
indígenas” de que sus integrantes “son unos malos
musulmanes que sirven a Rusia, enemiga de Dios, y que son traidores al
sultán”.
La realidad tenía poco que ver con
lo que escribía el almirante. El Ejército de
Liberación estaba formado por miembros del partido nacionalista
Istiqlal, era respaldado por el sultán Mohamed V y estaba
dirigido desde la sombra por el príncipe Muley Hassan, que
cuatro años más tarde subiría a trono con el
nombre de Hassan II. Su jefe directo era un antiguo mercenario de la
Legión Extranjera francesa llamado Ben Hamú. Los rebeldes
habían instalado su cuartel general en la localidad
marroquí de Gulimín, fronteriza con Ifni y a 50
kilómetros de Sidi Ifni. Eran entre 4.000 y 5.000 hombres y
mantenían sitiado el territorio. Los soldados españoles
encargados de defenderlo no llegaban a la mitad: eran menos de 2.000.
Los
primeros heraldos de la guerra habían aparecido en enero. El
día 29 de ese mes, los rebeldes arrancaron 50 metros de cable
telefónico y dejaron incomunicado el puesto fronterizo de
Tiliuín, al sur. A primeros de marzo, una bomba mató a un
niño e hirió gravemente a su madre en Zoco el Arbag. El 6
de mayo mataron a tiros a un alférez indígena de la
policía; el día 7, a un sargento, y el día 9, a un
agente. El 12 de junio, en la calle principal de Sidi Ifni, asesinaron
de un tiro en la espalda a un capitán de Tiradores de origen
marroquí. El día 18 cortaron las comunicaciones
telefónicas entre la capital y el puesto de Telata de
Isbuía. El 10 de julio fue hallado el cadáver de un
policía indígena. El 18 de ese mismo mes ardieron
misteriosamente 80.000 litros de gasoil almacenados en la playa de Sidi
Ifni. El 10 de agosto, una patrulla española fue tiroteada
cuando intentaba reparar la línea telefónica cerca de
Tiguisit. Y el 16 de agosto se produjo el primer enfrentamiento armado
entre los soldados y los rebeldes marroquíes: una columna que
volvía a Sidi Ifni repelió una emboscada cerca de la
capital. Cuatro rebeldes murieron y un español resultó
herido.
La tensión era máxima en Sidi Ifni. Las
tiendas habían echado el cierre, españoles y nativos se
habían encerrado en sus casas. Los soldados, armados con un
mosquetón y cuatro granadas, patrullaban las calles en grupos de
tres. Muchos militares nativos se pasaron a los rebeldes y los mandos
decidieron apartar del servicio a buena parte de los demás.
Entonces comenzaron a producirse deserciones entre los
españoles. Un informe del 15 de septiembre relata que,
sólo en la II Bandera Paracaidista, se habían fugado seis
soldados y que la mayoría se habían pasado al enemigo.
SI LOS ESPAÑOLES
eran pocos, su penuria de medios era escandalosa. Los transportes de la
Bandera Paracaidista se reducían a dos jeep, dos camiones Ford y
una ambulancia. Los soldados utilizaban viejos mosquetones Mauser. Para
los escasos ejercicios de tiro recibían sólo diez balas y
cuando acababan de disparar debían entregar los casquillos o
devolver los proyectiles sobrantes. Los aviones eran ancianos Junker y
Heinkel más peligrosos para sus pasajeros y tripulantes que para
el enemigo: en mayo se estrelló uno cuando trataba de despegar
(14 muertos) y en agosto se estrelló otro cuando intentaba
aterrizar (seis muertos). En vísperas de la guerra, cada soldado
disponía de sólo 288 balas. El arsenal parecía
extraído de la guerra de Gila, pero los muertos eran de verdad.
La
miseria en que se hallaba la tropa ha quedado reflejada en un informe
redactado por el jefe de la II Bandera Paracaidista en septiembre de
1957, sólo un mes antes del estallido de la guerra: “El
traje de faena comienza a deteriorarse, especialmente en aquellos que
sólo tienen un traje de faena, por no haber podido entregar el
segundo reglamentario por falta de existencias. En lo que se refiere al
calzado (…), se encuentra francamente deteriorado en general.
(…) Estas necesidades se han tendido que solucionar permitiendo
que los legionarios compraran en el comercio de Ifni calzado no
reglamentario y dando orden para que toda clase de servicios e
instrucción (…) se realizaran en alpargatas.”
Pocos
días antes, el 23 de junio, se había producido un relevo
en la cúpula del gobierno del África Occidental. El nuevo
gobernador, el general Mariano Gómez de Zamalloa, recibió
el primer baño de realidad cuando el Junker que le trasladaba
desde Canarias estaba a punto de aterrizar en Sidi Ifni. El teniente
coronel encargado de recibirle le comunicó por radio que, dado
que todos los soldados estaban movilizados, no disponía de tropa
para formarle la guardia de honor en el aeropuerto.
Si el ataque
de la madrugada del 23 de noviembre contra Sidi Ifni fue un fracaso, no
ocurrió lo mismo con la ofensiva de los rebeldes contra los
puestos del interior. Las noticias que llegaban a la capital desde
aquellos fuertes aislados eran alarmantes. Hameidusch había
caído y su jefe, un sargento, había sido fusilado delante
de sus hombres. Bifurna había sido tomado y nada se sabía
de sus cinco defensores. En Tabelcut, un teniente, un cabo, un guardia
civil y cinco soldados eran dados por desaparecidos. En Tiugsa, que
soportaba un duro asedio, los rebeldes habían asesinado a un
tendero español y le habían vaciado los ojos. En Tamucha,
el teniente que se hallaba al mando había muerto de un tiro en
la cabeza. En Tenín había caído un soldado. Telata
de Isbuía, al sur del territorio, se hallaba bajo fuego de
mortero y varios de sus defensores estaban gravemente heridos.
Ésas eran las noticias cuando los guerrilleros comenzaron a
cortar los cables del tendido telefónico y, uno tras otro, los
puestos fueron quedándose mudos.
TELATA DE ISBUÍA
era un cruce de caminos. El fuerte, situado en una hondonada, se
hallaba rodeado de montañas muy quebradas. Tal vez porque los
asaltantes sabían que contaba con una guarnición
importante (130 hombres, de los que casi el 40% eran indígenas)
y porque sabían que en el recinto había mujeres y
niños, su ataque fue feroz. Los heridos necesitaban
atención médica inmediata. El general Gómez de
Zamalloa ordenó que una compañía de la Brigada
Paracaidista acudiera a su rescate. Aquella decisión
desencadenó el episodio más dramático de la guerra.
El
convoy, al mando del teniente Antonio Ortiz de Zárate, estaba
formado por tres viejos camiones y una ambulancia. Además de los
cuatro conductores, en los vehículos viajaban 60 soldados, un
capitán médico y un brigada practicante. Cada soldado
llevaba rancho para un día (una lata de sardinas, un chusco de
pan y una cantimplora de agua) e iba armado con un mosquetón y
seis cartucheras con 20 balas cada una. Además, el grupo contaba
con una ametralladora, un viejo mortero y una radio. Eran las 17.35 del
día 23. En el patio del cuartel de Sidi Ifni y ya con un pie en
el estribo del camión, el teniente se despidió de sus
compañeros: “¡Entraré en Telata o en el
cielo!”, proclamó. Resultó lo segundo, y en el
tránsito le acompañaría buena parte de sus hombres.
Desde
Sidi Ifni hasta Telata de Isbuía hay 35 kilómetros. El
camino entre ambos lugares es hoy un agradable paseo de 20 minutos en
coche. Pero para los 66 militares de la expedición de Ortiz de
Zárate duró diez días y fue un infierno.
La
carretera era un camino de cabras. Nada más partir, comprobaron
que los radioteléfonos con los que debían comunicarse
entre los vehículos no funcionaban. Avanzaban en fila india,
casi al ralentí. En dos horas sólo lograron recorrer 20
kilómetros. A las 19.30 el teniente, que temía una
emboscada nocturna, ordenó acampar y situar los vehículos
en círculo, con las cabinas apuntando hacia fuera.
A las
7.30 del día siguiente reemprendieron la lenta marcha. Dos horas
más tarde se toparon con las primeras barreras colocadas por los
rebeldes. Los soldados saltaron de los camiones. Mientras unos
retiraban las piedras de la carretera, otros se desplegaban a los lados
del camino para protegerlos. Siguieron adelante. A las diez, se
averió el primer camión. Lograron volver a arrancarlo,
pero los obstáculos colocados en el camino eran cada vez
más numerosos y los soldados tuvieron que descender, formar dos
columnas y caminar flanqueando los vehículos. A las 10.45
empezaron a dispararles desde tres puntos diferentes. El teniente, que
se había parapetado tras la rueda de un camión,
ordenó un contraataque. Lograron acabar con cuatro guerrilleros,
pero varios soldados cayeron heridos. A uno de los rebeldes lo
mató un cabo primero a machetazos.
Continuaron avanzando.
Cuatrocientos metros más adelante, ya a la vista de Telata de
Isbuía, encontraron la pista completamente cortada por una
montaña de piedras y empezaron a lloverles balas. Uno de los
soldados cayó con el pecho atravesado. Los rebeldes disparaban
desde una loma y el teniente envió un grupo a tomarla. Desde lo
alto del monte, Ortiz de Zárate comprendió que era
inútil intentar avanzar hacia el fuerte y ordenó hacer un
campamento. Envió a un grupo de hombres a recoger las mantas y
un poco de comida que habían dejado en los camiones. Al pasar
junto al cadáver de su compañero, vieron que lo
habían acuchillado en la cara y en el pecho y le habían
quitado hasta las botas. Cuando volvían a subir por la ladera,
un rebelde surgió tras una roca, soltó una ráfaga
y mató a dos de ellos.
AISLADOS EN LO ALTO de la
loma, los españoles montaron la enorme radio Marconi para pedir
ayuda a Sidi Ifni, pero el aparato no funcionaba. Desesperado, el
teniente levantó el trasto sobre su cabeza y lo
despeñó por la ladera. El mortero también estaba
averiado.
Durante todo ese día y el siguiente fueron
hostigados por disparos. Los soldados permanecían tumbados, para
ofrecer el menor blanco posible. A las seis de la mañana del
día 26, los rebeldes intentaron asaltar la posición. El
teniente fue alcanzado por una ráfaga en el pecho y cayó
muerto, y un soldado se derrumbó con una bala en la cabeza. A
media tarde, un avión lanzó varios paquetes de comida y
un paracaídas con una garrafa de agua. Pero los soldados
sólo lograron recuperar dos de los paquetes; los demás
cayeron en manos de los guerrilleros.
Sitiados en lo alto de la
loma, los españoles soportaron durante seis días los
ataques de los rebeldes y aplacaron la sed chupando las plantas y
bebiéndose sus orines. Por fin, el 2 de diciembre oyeron el
cornetín que anunciaba la llegada de refuerzos. Los rebeldes se
evaporaron y rescatadores y rescatados se dirigieron con los
cadáveres medio podridos al fuerte de Telata, donde fueron
recibidos como héroes.
La liberación de Telata de
Isbuía y de los otros puestos sitiados costó decenas de
vidas. La mayoría de los muertos eran jóvenes soldados de
reemplazo. Su sacrificio sirvió de poco. En el palacio del
Pardo, Franco había llegado a la conclusión de que
aquellos fortines eran indefendibles. Prohibió cualquier intento
de reconquistarlos y ordenó que fuesen dinamitados. Las tropas
se retiraron a Sidi Ifni y dejaron el resto del territorio en manos de
Marruecos. También entregaron a Mohamed V el llamado
Protectorado del Sur, una franja de desierto casi tan extensa como
Cataluña, situada al norte del Sáhara Occidental.
Sólo habían transcurrido tres meses desde el primer
ataque contra Sidi Ifni.
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