Fuente El País.com
Los incidentes de El Aaiún muestran la distancia entre Marruecos y España, condenados a no entenderse a menos que superen los prejuicios del pasado y los malentendidos.
El fallecido rey Hassan II de Marruecos y su hijo, el príncipe Sidi Mohamed, en una audiencia en 1986.- AFP
La relectura del ensayo "Cara y cruz del moro en nuestra literatura", incluido en Crónicas sarracinas
publicado por Ruedo Ibérico en 1982 con motivo de su reedición en Obras
(in)Completas, me llenó de melancolía. Con distintos disfraces, la
historia se reitera. La aversión al moro real y la maurofilia literaria
se complementan: son las caras inseparables de la misma moneda.
Desde
la animalización brutal del morisco por los propagandistas de su
expulsión -de Aznar de Cardona al Patriarca Ribera, arzobispo de
Valencia y santo de la Iglesia- y la idealización compensatoria del
noble granadino vencido en las novelas de abencerrajes y zegríes, y del Romancero de la guerra de África,
exaltación patriótica de la cruzada de O'Donnell y la conquista de
Tetuán, en contraposición al embellecimiento mítico del pasado musulmán
de la Península por autores románticos como Florán o José Joaquín de
Mora, la doble imagen se transmite de una generación a otra mediante una
acumulación de clichés que no tienen en cuenta la percepción objetiva
de los hechos ni las complejidades de la historia.
La guerra del Rif y el recurso a míseros mercenarios rifeños durante
la Guerra Civil ennegrecieron aún más la imagen del marroquí en el
ámbito de la opinión pública española sin que la labor esclarecedora de
quienes la ponen en entredicho (María Rosa de Madariaga, Eloy Martín
Corrales, etcétera) barriera este secular atavismo. Lo de "leña al moro"
forma parte de nuestro subconsciente y toda tentativa de analizarlo
conduce a la marginación de quien lo intenta. La santa alianza de la
derecha más bruta y de la extrema izquierda que hoy presenciamos muestra
el peso abrumador de nuestra herencia. El lugar de los abencerrajes y
zegríes de antaño en nuestro imaginario heredohistórico lo ocupan ahora
los "hijos de las nubes". La oscilación pendular entre el desprecio al
marroquí real y su imagen idealizada no se sujeta a ninguna fuerza de la
gravedad.
Existen 400 asociaciones prosaharauis en España, pero ¿cuántas se ocupan en defender los derechos de los inmigrantes magrebíes?
Omar Dudú es un hombre de frontera, español para los marroquíes y marroquí para mis paisanos
Ni una ni otra parte examinan a conciencia los propios errores en vez de recurrir al arsenal de clichés descalificadores
Los desafíos a los que se enfrenta la política exterior de Marruecos obedecen a haber sido colonizado por dos Estados
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El clamor antimarroquí que concitó la poco gloriosa
retirada del Sáhara en febrero de 1976 -tanto por parte del ejército
colonial africano y los prebostes del régimen de Franco como por la
oposición democrática recién salida de las catacumbas- recreaba el
arsenal de tópicos que configuran la identidad hispana a lo largo de los
siglos. Concluida la "romántica epopeya de Marruecos" -la frase es de
Alarcón en su Diario de un testigo de la guerra de África-, el
último oficial en salir de El Aaiún lo hizo al grito de: "¡Moros, hijos
de puta! ¡Viva el Polisario!". En 1977, en el mitin inaugural del recién
legalizado Partido Comunista, la llegada de una delegación palestina
con su bandera en el terreno de juego del estadio madrileño en el que se
celebraba el acontecimiento fue acogida por el público enfervorizado al
grito de "¡Polisario vencerá!". Treinta y tres años después, la extrema
izquierda y Falange Española marchan codo a codo en su apasionada
defensa de la causa independentista sin que esa extraña convergencia
induzca a la primera a plantearse preguntas.
Existen en la
actualidad según la prensa más de 400 asociaciones prosaharauis en
España (incluso en El Ejido), pero ¿cuántas se ocupan en defender los
derechos humanos de los inmigrantes magrebíes y subsaharianos en nuestro
propio suelo? El Partido Popular que acusa al Gobierno de abandonar la
causa saharaui apoya, en cambio, las medidas xenófobas de la extrema
derecha europea respecto a quienes han perdido su empleo a causa de la
crisis y corren el riesgo de convertirse en sin papeles. En corto:
solidaridad y activismo a favor de los que no llegarán nunca a nuestras
playas para "quitar el trabajo" a nuestros compatriotas y desprecio por
los que conviven de forma precaria entre nosotros o se estrellan contra
los muros de la Fortaleza Europea. ¿Cómo no se le ocurre a nadie
examinar las razones históricas de tan llamativa diferencia? La suerte
injusta de la población saharaui tanto en El Aaiún como la que sufren
desde hace más de tres décadas los refugiados en Tinduf no podrá
resolverse sin un consenso interno y un acuerdo negociado entre las
partes, por difícil que parezca por las causas que analizo más tarde.
Entre tanto, más que "condenados a entenderse", España y Marruecos
parecen condenados a no entenderse. Así ocurrió en el "heroico" episodio
de la reconquista del islote de Perejil por Aznar y acaece hoy con el
desalojo de los acampados en Agdaym Izik y la revuelta de El Aaiún. Ni
una ni otra parte examinan a conciencia los propios errores en vez de
recurrir al arsenal de clichés descalificadores del adversario. En medio
de tanta ceguera y griterío me refugio en la lectura de Al sur de Tarifa de mi admirado Alfonso de la Serna.
Elogio de 'Tel Quel'
Soy desde hace años un fiel lector del semanario marroquí Tel Quel. Su defensa sin falla de los valores cívicos y democráticos me recuerda a la de Cambio 16 en nuestra Transición. Con su álter ego arabófono, Nichan,
obligado a suspender su publicación a causa de la asfixia económica de
que era objeto por su independencia editorial y franqueza de opinión, es
un islote de libre reflexión en un océano de conformismo y de retórica
huera. Su crítica del majzén y del islam ideologizado que se extiende
hoy por todo el ámbito musulmán así como su condena de la censura tanto
en el campo político como en el social, educativo y artístico responden a
su aspiración a un futuro mejor y más abierto de la sociedad marroquí
en su conjunto. Ningún aspecto de esta escapa a su ojo avizor: pobreza,
desigualdad, corrupción administrativa, carencia de un poder judicial
libre e independiente. Tan difícil empresa es el eje en torno al cual
gira un semanario cuyo ex editorialista, Ahmed Benchemsi, merece los
parabienes de cuantos deseamos un avance más rápido hacia el
advenimiento de un Marruecos plenamente moderno y democrático.
La crítica de Tel Quel
al sistema no es partidista ni sectaria: aspira a la objetividad. Los
logros conseguidos en el último decenio -el reconocimiento de las
violaciones masivas de los derechos humanos en tiempos de Hassan II y la
indemnización a las víctimas de los mismos; el nuevo estatus legal de
la mujer que le concede el divorcio y otros derechos igualitarios; el
progreso imparable de la darixa o árabe dialectal magrebí en los medios
de comunicación audiovisuales; la apertura a la diversidad cultural
bereber, etcétera- son otras tantas razones, comentaba el recién
dimitido Benchemsi, para no ceder al desánimo y seguir en la brecha.
Aunque con altos, frenazos y retrocesos, el núcleo intelectual de la
sociedad civil marroquí -a diferencia del de la gran mayoría de países
árabes- resiste y tiene su portavoz en Tel Quel.
Los
recientes reportajes del semanario sobre los acontecimientos en el
antiguo Sáhara colonial español son un ejemplo de buen periodismo y,
hasta fecha de hoy (1-1-2011), lo mejor que he leído sobre el asunto.
Día por día y hora por hora, el enviado especial al campamento
improvisado de Agdaym Izik relata los hechos sin apriorismo alguno. A
diferencia del silencio y la confusión informativa de la prensa oficial y
del eco complaciente de la española a la propaganda del Polisario, La verdad sobre los insurgentes de El Aaiún, El Aaiún a sangre y fuego y Sáhara, cómo todo basculó
se ajustan escrupulosamente a sucesos y cifras comprobables y
contrastadas. Los informes posteriores de la organización Human Rights
Watch confirman su cifra de víctimas mortales: once militares y
paramilitares marroquíes y dos saharauis. Toda guerra es, como se sabe,
una oficina de propaganda, y lo acaecido primero en el campamento y
horas más tarde en El Aaiún es una ilustración perfecta de ello. El
conocido episodio de la instantánea de unos legionarios españoles
posando orgullosamente ante el objetivo de la cámara con las cabezas de
varios rifeños decapitados fue reproducido, por ejemplo, quince años
después por Corriere della Sera mussoliniano y el diario sevillano Falange Española
atribuyendo la fechoría a "la monstruosidad roja" y a su ensañamiento
con los honestos soldados de Franco. La historia reitera sus ciclos e
imposturas: la foto de los supuestos niños saharauis heridos difundida
por todos los medios de comunicación españoles cuando en realidad se
trataba de palestinos ametrallados en Gaza o de la mujer asesinada en
Casablanca en 2007 convertida por los independentistas en una mártir de
su causa son un exponente claro de un activismo partidista ajeno a toda
pretensión de verdad.
La oficina de propaganda de Rabat ha sido
como de costumbre más torpe y lenta: el caso del muerto inexistente en
Melilla el pasado verano es un botón de muestra. Pero hay algo más
grave. La falta de reacción inmediata a las acusaciones delirantes de
genocidio lanzadas por los activistas prosaharauis y la prohibición a
los periodistas españoles de acceder a El Aaiún revelan un increíble
autismo. Que el discurso de Mohamed VI con motivo del trigésimo quinto
aniversario de la Marcha Verde no hiciera mención alguna a la creciente
protesta social de los acampados en Agdaym Izik causa perplejidad. ¿A
ninguno de los consejeros reales se le ocurrió la idea de abordar el
tema de sus reivindicaciones y desactivar así la revuelta que se
incubaba?
Tras establecer un balance de las víctimas mortales,
convalidado como dijimos por la organización Human Rights Watch -los
militares que desmantelaron el campamento no portaban armas de fuego y
fueron degollados o lapidados por quienes se habían adueñado de la
organización de Agdaym Izik-, el editorialista de Tel Quel concluía:
"El
descontento de la población saharaui -pobreza, paro, promesas
incumplidas...- fue el caldo de cultivo de la violencia desatada el 8 de
noviembre. La chispa que la hizo prender fue la evacuación con
mangueras de 3.500 jaimas. El campamento improvisado un mes antes era
expresión de una protesta social, no de una reivindicación
independentista. Pero una y otra vez acabaron mezclándose contra el
enemigo común: esa administración que desde hace 35 años favorece la
corrupción endémica y el enriquecimiento escandaloso de algunos
mandamases locales, instrumentalizados ad náuseam por Rabat a fin de
mantener supuestamente los equilibrios tribales".
Frente a este
fracaso -la tardanza en comprender que quien domina la comunicación gana
la guerra ante la opinión pública-, solo la transparencia informativa y
la respuesta a las demandas sociales de los saharauis pueden garantizar
un futuro mejor para nuestra ex colonia. El proceso de
descentralización inspirado en las autonomías de Galicia, Cataluña y
Euskadi solo será creíble en la medida en que Marruecos reforme sus
instituciones para dar paso a un Estado verdaderamente democrático.
El último morisco
En
la España de la Baja Edad Media, dividida entre reinos cristianos y
musulmanes, existían asimismo varias comunidades híbridas que no
encajaban en esta partición rigurosa. Pues no solo habitaban los
mozárabes (cristianos de Al Andalus y de los reinos de Taifa) y
mudéjares (moros de Castilla y Aragón), teóricamente protegidos unos y
otros por el poder reinante, sino también otros grupos humanos
intermedios que desaparecieron paulatinamente en la fase final de la
"Reconquista" (Ortega y Gasset dijo con tino que no puede llamarse
Reconquista a una guerra que dura ocho siglos). Junto a los elches (así
se denominaba a los renegados convertidos al islam y a sus
descendientes) y farfanes (cristianos diseminados por el Magreb que
retornaron a Castilla por la inseguridad reinante bajo el poder de los
benimerines), las crónicas de la época nos hablan de los enaciados,
hombres de frontera, a caballo entre las dos civilizaciones, que en los
siglos XIII y XIV actuaban de mensajeros o intermediarios entre los dos
bandos (el arabista Felipe Maíllo ha trazado un sugestivo retrato de
ellos). Tras la toma de Granada y la abolición del estatuto mudéjar a
raíz de la rebelión del Albaicín en 1501, los musulmanes fueron forzados
a convertirse o escoger el destierro al norte de África, y quienes
permanecieron en la Península pasaron a ser moriscos (un término por
cierto despectivo, si bien en menor grado que el de marranos aplicado a
los criptojudíos). Aunque teóricamente cristianos, aquellos fueron
expulsados definitivamente hace cuatro siglos y se dispersaron por la
rosa de los vientos. La mayoría de ellos se refugió en el Magreb, en
donde en muchos casos no fueron acogidos precisamente con los brazos
abiertos. Pero sus descendientes reivindican hoy con orgullo su origen
andalusí y algunos de ellos forman parte de la actual élite intelectual
de Marruecos.
Escrito esto a propósito de Omar Dudú (vástago de
algún andalusí apellidado Fuentes). Organizador del movimiento cívico
melillense de los años ochenta del pasado siglo que reclamaba la
ciudadanía española para los musulmanes de esta ciudad, se puso en
contacto conmigo para recabar mi apoyo a su causa. Meses después,
durante su breve estancia en el Ministerio del Interior en Madrid, me
llamó de nuevo para informarme de los problemas y de las presiones de
que era objeto y que acarrearon finalmente su dimisión y paso a
Marruecos. Lo conocí en persona semanas después de su llegada a Rabat,
cuando se hospedaba con su familia en el hotel Safir, y desde entonces
le he visto en diversas ocasiones en la capital marroquí, Marraquech o
Tánger. Integrado en el Ministerio del Interior rabatí, se ocupa desde
hace más de veinte años de la organización del peregrinaje a la Meca de
sus conciudadanos melillenses y de reunir en su domicilio una biblioteca
consagrada a la historia de Al Andalus y a las casi siempre
conflictivas relaciones hispano-marroquíes de los dos últimos siglos.
Sociable,
extrovertido, ansioso de comunicación con los suyos, ha participado en
varios encuentros sobre el tema morisco y el legado andalusí con
intelectuales de los dos países. De su colorido anecdotario espigo ahora
el relato de sus estudios en Melilla en un colegio religioso español
del que era el único "moro" y de las puyas que le lanzaban los Hermanos
de la Salle por ser lo que es: un hombre de frontera y de identidad
compleja. Español para los marroquíes y marroquí para mis paisanos.
Su
destino evoca para mí el de un rezagado morisco, pues, tras su paso por
Marruecos, fue despojado de su nacionalidad española y padece un exilio
similar al de sus ancestros: carece de toda documentación hispana y no
puede disponer siquiera de los bienes familiares que le corresponden por
herencia. El pasado mes de julio quiso ver a su madre anciana y enferma
y no pudo: su visita -y el homenaje que querían tributarle sus
conciudadanos - no fueron autorizados, supuestamente por coincidir con
un viaje electoralista y "patriótico" de Mariano Rajoy a Melilla (la
tensión reinante en el paso fronterizo de Bení Enzar tampoco favorecía
la cita con los suyos). Recientemente se acercó a saludarme a Marraquech
y lo encontré cansado y melancólico. Solo deseaba, me dijo, ver a su
madre y vivir tranquilamente con su familia. Comprobé una vez más que la
situación del hombre de frontera es siempre ingrata, y que ni España ni
Marruecos han reconocido como se merece sus bien intencionados
esfuerzos por tender puentes entre las dos orillas.
Omar Dudú al
Funti es el último morisco y las circunstancias le han impedido ser
enaciado, esto es, un mensajero que encarna los intereses no
necesariamente contrapuestos de un musulmán melillense. Los prejuicios
recíprocos no son fáciles de erradicar y habrá que luchar para
superarlos por una parte y por otra. Entre tanto, quienes nos sentimos
fronterizos como una forma de ser debemos excusar los "duelos y
quebrantos" de su itinerario en busca de una doble fidelidad difícil de
alcanzar.
Sin solución a la vista
En 1976 y 1977 publiqué dos extensos artículos en el semanario Triunfo, recogidos luego en el libro El problema del Sáhara.
Su orientación promarroquí suscitó una reacción violenta en mi contra
por casi todo el conjunto de las fuerzas políticas españolas. Sabía que
nadaba a contracorriente, pero no dudé en hacerlo. (Aún hoy, según me
dicen, la página web del llamado Observatorio del Sáhara me incluye en
la lista de los "malos" y afirma contra toda evidencia, dada mi absoluta
aversión a toda clase de honores y medallas, ¡que fui condecorado por
el monarca alauí!).
Los desafíos a los que se enfrenta la política
exterior de Marruecos desde su independencia obedecen a un hecho muy
simple: el haber sido colonizado por dos Estados en vez de uno. Las
fronteras trazadas con cartabón y regla por quienes se adueñaron del
continente africano en los dos últimos siglos no tuvieron en cuenta las
realidades políticas y sociales de los habitantes sometidos a su
dominio. En algunos casos, como el de Argelia, unieron los tres
departamentos franceses de Orán, Argel y Constantina con el inmenso
desierto con el que hasta su llegada no tenían relación política alguna.
En vísperas de la independencia, los negociadores franceses de los
Acuerdos de Evian intentaron separar el Sáhara del nuevo Estado argelino
y asegurarse así el usufructo de sus riquezas petroleras, pero la firme
actitud de la dirección del Frente de Liberación Nacional les forzó a
renunciar a sus propósitos. De hecho, el Sáhara no conoció frontera
alguna hasta la llegada del colonizador. Sus pobladores nomadeaban desde
la actual Mauritania hasta Libia y Sudán.
El caso de Marruecos es
diametralmente opuesto. Su fragmentación artificial por Francia y
España hubiera conducido, de aplicarse al pie de la letra el respeto a
las fronteras dibujadas por ellas, a la creación de varios Estados: el
de Tánger, dotado de un estatuto internacional; el del Protectorado
español del Rif y la Yebala; el del Protectorado francés; los de Sidi
Ifni y Tarfaya, y, por fin, el del Sáhara Occidental. Desde su accesión a
la independencia, Mohamed V reclamó la soberanía sobre estos tres
últimos, soberanía que Franco concedió a regañadientes: primero en
Tarfaya y luego en Sidi Ifni, tras una guerra inútil y sangrienta. La
asignatura pendiente del Sáhara, convertido por el dictador en provincia
española, no se resolvió sino en 1976, tres años después de la creación
del Frente Polisario que reclamaba la independencia del territorio.
Lo
ocurrido después -administración marroquí, huida de una parte de la
población saharaui a Tinduf, proclamación de la RASD, guerra entre el
Polisario y Marruecos, construcción del muro defensivo, suspensión de
las hostilidades- venía cantado. Mientras Rabat modificaba la
composición étnica del territorio con el asentamiento de decenas de
millares de dajilís, oriundos en su mayor parte de las regiones
lindantes con la antigua colonia española, y transformaba social y
económicamente la zona a fin de reforzar sus vínculos con el norte, el
Polisario se atrincheraba en Tinduf, con el sostén militar de Argel y el
apoyo masivo de la opinión pública española. Dicha situación se ha
prolongado durante tres décadas y no le vislumbro salida alguna.
Marruecos no abandonará el Sáhara (y en el caso improbable de que lo
hiciera, ello equivaldría a un terremoto de consecuencias imprevisibles
para todos, incluida España), y Argelia, esto es, el ejército que de
hecho la gobierna junto al clan Buteflika, necesita la existencia de un
enemigo estratégico que justifique sus jugosos presupuestos militares
(¡10.000 millones de euros en 2010 para la compra de armas!), de los que
una buena parte va a los bolsillos de la clase dirigente. Dicha
situación puede alargarse por tiempo indefinido, y las conversaciones de
paz, también.
Pocos se han parado entre nosotros en reflexionar
qué ocurriría si el plan de autonomía avanzada para el Sáhara no se
concreta, ya por falta de una propuesta marroquí creíble, ya por el
enquistamiento del Polisario y su opción de recurrir de nuevo a las
armas. El número de dajilís es hoy muy superior al de los oriundos de la
ex provincia española y presumiblemente no se dejarían desarraigar por
las buenas. Más aún: la división tribal entre tribus promarroquíes e
independentistas podría concluir en un baño de sangre. La defensa
jurídica del derecho de autodeterminación debe tener en cuenta la
complejidad de los elementos a los que actualmente nos enfrentamos como
lo hizo Miguel Ángel Aguilar en uno de los raros ejercicios de lucidez y
pragmatismo aparecidos en la prensa española de estos últimos meses (El abandono del Sáhara, EL PAÍS, 16-11-2010).
Una
posible reanudación de las hostilidades sería la peor perspectiva para
el Magreb, para España y, sobre todo, para los propios saharauis,
abocados a una lucha fratricida como las que ensangrientan a una buena
parte del continente africano. En vez de amagar con contraproducentes
marchas verdes en la frontera de Ceuta y organizar manifestaciones ante
el Instituto Cervantes de Rabat (¿qué tiene que ver nuestro primer
escritor con el unanimismo inquietante de una opinión pública presta
siempre a mostrar sus agallas a nuestros vecinos de la otra orilla, y
con la respuesta simétrica del patriotismo ofendido de esta?), Marruecos
debe poner fin a su clientelismo funesto en el Sáhara y satisfacer las
legítimas demandas de empleo, educación y acceso a la vivienda de
quienes acamparon en Agdaym Izik. Quedará por resolver, ojalá sea más
pronto que tarde, la suerte dramática de los refugiados en Tinduf, cuya
población se ha multiplicado también en las tres últimas décadas y cuyo
retorno a su país de origen y su digna inserción gradual en el mismo no
se presentan a todas luces fáciles.
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