La Laguna de Naila.
El emplazamiento de la torre, a la izquierda, desde la laguna.
Vista del lado oeste.
Vista del lado sur, donde mejor se observan las saeteras.
Lado este. Al fondo la laguna de Naila.
Lado norte.
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En octubre de 2011, el autor de estas líneas tuvo la suerte de contactar
con un grupo de canarios que organizan viajes desde Gran Canaria al
antiguo Sáhara español –Paco Jiménez y su grupo Sáhara Tour–, y gracias a
su gestión, el viaje en busca de la torre de Santa Cruz de la Mar
Pequeña pudo convertirse en realidad. La zona donde se suponía que
estaban los restos de la torre es hoy día el parque nacional de
Khenifiss, a unos treinta kilómetros al noreste de la localidad de
Tarfaya, en Marruecos, ciudad fundada por los españoles a comienzos del
siglo XX. Dentro del mencionado parque se encuentra la Laguna de Naila,
que es el nombre actual de la antigua Mar Pequeña. Se trata de una
enorme extensión de agua salada que entra en el continente a través de
una estrecha bocana, y que ha creado un microclima muy favorable para el
anidamiento de numerosas especies de aves, además de ser un refugio
ideal para la pesca de costa. En un entorno donde el verde de las
plantas acuáticas contrasta con el amarillo rotundo de unas dunas de
belleza excepcional, es donde se centró la búsqueda de la torre.
Una vez llegados a la laguna, unos pescadores nativos se ofrecieron a
llevarnos a un lugar “donde había unas piedras” en barca, ya que el
desplazamiento a pie exigía varias horas de esfuerzo que se obviaba por
el paseo en bote. El trayecto, de una media hora, se vio amenizado al
cruzar diversos manglares poblados por flamencos rosas y garzas blancas.
Si las últimas noticias que se tenían de la localización de la torre
hablaban de un islote en una costa rocosa, la realidad en los días que
corren es muy distinta. La ribera se ha convertido en una gran playa
arenosa que sería la envidia de cualquier destino turístico de primer
orden. Las “piedras” se encontraban a unos cincuenta metros tierra
adentro desde la playa y sólo se veía desde el mar la hilera
constructiva superior. Al acercarnos, descubrimos, semienterrada en la
arena húmeda, una construcción cuadrada de indudable antigüedad, formada
en su base por grandes sillares de piedra rojiza, que alcanzaban la
altura de cuatro hileras, sobre las que se habían colocado piedras
sueltas unidas con algún aglomerante de forma que los bordes quedaran a
la misma rasante. Según nos comentaron los guías, por iniciativa de las
autoridades marroquíes, apenas un mes antes se había decidido
desenterrar la construcción, haciéndolo hasta donde permitía el nivel de
las aguas subterráneas provenientes del mar, que es el que se ve
actualmente. La buena intención fue más allá de lo exigible y quienes
trabajaron en la excavación quisieron poner su granito de arena
intentando una reconstrucción –desgraciadamente penosa– de la parte
superior de los muros, igualándolos con piedras cogidas al azar en los
alrededores.
En los muros, de 8,30 metros de lado, destacan unos agujeros que
recuerdan inevitablemente a unas saeteras medievales, algunas recortadas
en su base en semicírculo. Se encuentran unas de otras a una distancia
semejante, buscada exprofeso para la defensa de su interior. Otros
agujeros, que no obedecen a esta serie, son tal vez anclajes para otras
construcciones auxiliares de madera que se apoyaban en los muros de la
torre. Desgraciadamente, el interior se halla cegado por piedras y
escombros, lo que hace impracticable su exploración. La calidad del
corte de la piedra y la existencia de estas oquedades defensivas indica a
las claras que se trata de una torre muy antigua, de origen
tardomedieval y que puede identificarse sin temor a incurrir en error
con la levantada por Alonso Fajardo en 1496. Todo concuerda: la
localización en la costa y dentro de la laguna, el tipo de fábrica y los
detalles de construcción, para afirmar que se trata de la torre de
Santa Cruz de la Mar Pequeña.
Otro detalle importante a tener en cuenta es la increíble similitud de
los restos de la torre africana con la torre descubierta recientemente
dentro del castillo de la Luz, en Las Palmas, levantada por el mismo
gobernador y posiblemente en el mismo año. No es aventurado proponer que
son coetáneas y que los constructores de ambas se sirvieron de los
mismos patrones de construcción. Es como si hoy día unos constructores
se hubieran servido de un mismo plano para hacer dos edificios
idénticos. La comparación visual es suficiente para llegar a esa
conclusión. Por ello nos inclinamos, al contrario que otros
historiadores anteriores, a concebir la torre de Mar Pequeña como gemela
de la de La Isleta, cuadrada y de tres alturas por lo menos, al estilo
de la torre del Conde, en La Gomera, y no más baja e incluso cubierta,
como aventuraron algunos de ellos.
Es posible que la torre haya debido sufrir un fenómeno de hundimiento
–las saeteras aparecen muy bajas respecto al nivel actual del suelo–,
tal vez por tener su base en un fondo arenoso, aunque éste es un extremo
que no se puede certificar hasta que no se realice una excavación
siguiendo los cánones arqueológicos.
La importancia histórica y arqueológica de los restos de la torre es
evidente. Además de ser la huella más antigua de los canarios y
castellanos en África, es un exponente muy interesante de las
construcciones defensivas de finales del siglo XV, en torno a la cual se
articulaba todo un conjunto de relaciones sociales con las tribus
locales que hizo que dos civilizaciones se conocieran y convivieran en
paz, al menos durante un período que duró unos cincuenta años. Este
enclave es historia viva canaria, y a los canarios nos corresponde crear
el interés necesario en nuestros vecinos marroquíes para que esta
huella no se pierda de nuevo, sepultada por las arenas del desierto.
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