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En el campamento de reclutas
Del viaje hasta Ifni, que te voy a contar, tú lo padeciste igual o peor que yo. Malos trenes, horrendo barco, casi suicida desembarco y llegada con cinco kilos perdidos en los cinco días que duró.
Al pisar tierra firme, un montón de veteranos, enfundados en sucios y raídos monos nos esperaban en la playa, por cierto que un buen amigo mío estaba entre ellos, lo saludé con enorme emoción extrañándome enormemente de la apariencia de viejo que tenía, nosotros parecíamos unos críos… ¿qué había en aquellas tierras para hacer envejecer de aquella forma y en tan poco tiempo?...
A continuación, y después de subir empinada cuesta, llegamos por fin al campamento de instrucción de reclutas. Allí nos amontonaron a varios miles en tiendas de campaña incapaces a todas luces de poder albergar a más de veinte en cada una (teníamos que dormir de lado, pues de lo contrario no cabíamos)
Los tres meses que estuvimos allí fueron una tortura continua. No recuerdo ni un solo momento en que pudiera decir que lo pasé bien.
La disciplina era férrea, los castigos y arrestos por lo más mínimo estaban al orden del día. El teniente que nos tocó en suerte abofeteaba por cualquier cosa, yo me libré un poco de tal rigidez, pues al enterarme que su esposa era maestra y ejercía en la ciudad, le rogué me dejara hablar con ella, pues ya había aprobado las oposiciones y podría estar interesado en ejercer allí una vez licenciado, me sorprendió enormemente que accediera a mi ruego, pero la verdad es que bajé al pueblo (creo que fui el primer recluta de Tiradores en pisar sus calles), me presenté a ella, conversamos muy agradablemente un rato y lo mejor fue que el trato con él dichoso teniente fue mucho más relajado.
Toma de agua desde un camión-cuba.
Durante todo el periodo de recluta la escasez de agua fue manifiesta. Construyeron unas especies de pequeñas piscinas vigiladas por veteranos con las cinchas en la mano para castigar al que se aproximara. A pesar de ello había quien se arriesgaba y recuerdo que algún veterano y sus cinchas fueron a parar al agua. Había toque de agua y era humillante ver cientos de manos estirando el brazo intentando lograr que le cayera algo de agua en su marmita. Yo me había llevado mi máquina de fotografiar y te aseguro que estuve tentado de intentar hacer una instantánea de la escena, incluso pensé enviarla a algún periódico extranjero, pero me jugaba mucho y lógicamente desistí del proyecto. Los camiones cuba que la traían debían ser escoltados, pues de lo contrario eran asaltados por sedientos que corrían detrás de ellos hasta lograr acceder a los grifos posteriores abriéndolos y derramando gran parte del preciado elemento. En fin, una estampa tercermundista total.
En lo referente a esto del agua recuerdo una simpática anécdota. Uno de los reclutas de nuestra tienda era paisano de uno de los cocineros logrando que éste le llenara a escondidas una botella. Al entrar en la tienda, y con la velocidad del rayo, la metía en lo más profundo de su macuto, cerrándolo a continuación con un sólido candado. Un buen día, y aprovechando que estaba ausente, cogimos el macuto, palpamos donde estaba la botella, la fuimos elevando poco a poco hasta que asomó el gollete a través de las arrugas de la boca, entonces empinando el macuto logramos bebernos toda el agua. Cuando su dueño fue a beber se hacía cruces de cómo era posible que le hubiera desaparecido lo que con tanto esmero había guardado.
Nunca disfrutamos de mesa ni silla para comer. Cuando repartían el rancho formábamos en tantas filas como platos había y a cada uno le ponían en su marmita tantas raciones como comensales iba a haber. Si el “menú” consistía en arroz, pescado y ensalada, al primero le ponían tres raciones de arroz, al segundo tres de pescado y al tercero tres de ensalada, a continuación nos sentábamos en círculo en el suelo e íbamos dando fin a lo suministrado. Esto, que a primera vista parece tan lógico y sencillo tenía su problemática, pues nadie quería ponerse en la fila donde suministraban el arroz, pues limpiar luego la marmita de los grasientos restos era muy, pero que muy dificultoso –había que restregar con arena y luego pasarle una miga de pan–. De todas formas, si te tocaba alguien poco curioso no sabías ni lo que estabas comiendo. Recuerdo días, que debido al viento, no había forma humana de comer sin masticar arena.
Únicamente disponíamos de una marmita para los más variopintos menesteres, por lo tanto en ella comíamos, bebíamos y hasta nos afeitábamos –a veces con el café aguado del desayuno– en ella.
Para que todas las filas tuvieran el mismo número de personas no tenían los veteranos más remedio que echar mano de sus cinchas.
Y así entre gritos, golpes y amenazas fuimos aprendiendo a desfilar.
Yo, al ver el panorama, y con el fin de lograr una mejor situación me apresuré a apuntarme a los cursos para cabo, los aprobé y me nombraron responsable de un arma llamada “cañón sin retroceso” debido que había que convertir yardas a metros, y no todos sabían hacerlo.
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