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En camino hacia Ifni
Terreno desértico pero con signos de civilización
El océano Atlántico y mi "primer" camello
Tabelcut y sus antiguas murallas
Mapa de Ifni correspondiente al año 1.958
A partir de este momento es cuando voy a comprobar las bondades de la
máquina que conduzco, ya que, efectivamente, se ha terminado la pista
bien asfaltada y me adentro en un camino de firme irregular que va
empeorando progresivamente. Casi no existe circulación rodada y empiezo
a ver, en algunos trechos, nativos cabalgando en borriquillos de un
tamaño menor a los que antiguamente se veían en los pueblos españoles.
Todo es pobreza y monotonía hacia el interior,
salpicada de alguna escuálida palmera y altaneros arganes, de gran
tamaño. Ocasionalmente, a mi derecha según desciendo hacia el sur,
llego a vislumbrar el azul del océano.
Es tan sobrecogedora, por momentos, la soledad en la
que me encuentro, que al otear una nube de polvo en la lejanía, por si
se trata de un vehículo, decido acelerar para comprobar de que se
trata, alcanzando a un todoterreno destartalado, del que no me despego
en varios kilómetros, porque me parece que esa visión es una compañía
nada desdeñable. De esta forma sigo, a distancia prudencial, hasta que
tiempo después se desvía por otro camino y quedo nuevamente a solas
hacia mi destino.
Como todo en la vida tiene un final, también este
polvoriento camino que tomé en Agadir, parece que va a concluir, pues
empiezo a cruzarme con más asiduidad con alguna gente que saludan
amablemente al motorista. Parece que algún poblado estaba cerca y,
efectivamente, pude entrar en el que fue, durante la colonización
española, el pueblo fronterizo de Tabelcut. Aquí, en aquellos lejanos
tiempos, existió una aduana fronteriza con el Protectorado francés, por
el que bajo la vigilancia de la Guardia Civil transitaban las personas
y mercancías, y por el orden público velaba la Policía Indígena de la
que años después mi padre (a pesar de ser europeo) formaría parte. Por
mis lecturas se que en esta población, cuando la guerra desencadenada
por Marruecos en Noviembre del año 1.997, hubo muertos, heridos y
prisioneros, policías españoles que estuvieron cautivos durante
dieciocho meses.
Tengo en mi poder un viejo plano del que fue
territorio español (que consulto) según el cual la distancia que me
separa hasta la que se le llamó “la Ciudad de las Flores” es de tan
solo 33 kilómetros, pero puedo dar fe de que es trozo más infame de la
ya de por si pésima carretera. Afortunadamente discurre paralela al mar
y me permite desviar la vista, de vez en cuando, hacia mi derecha para
extasiarme en la contemplación de una masa de agua, muy azul, en la que
se reflejan los rayos del sol que, a estas horas, es intenso. Al parar
con objeto de contemplar con mayor detenimiento tan bonito espectáculo,
tras desembarazarme del casco, los pulmones se me llenan de un aire
salino que reconforta.
Tampoco está demasiado transitado este tramo de vía
en el que solo he visto otra motocicleta parecida a la misma, cuyo
conductor, sin parar, me ha saludado con gesto amable e interrogante,
por si necesitaba ayuda, sin duda.
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