Fuente: 24Kilates
Un año más nos encontramos dos ex soldados que hicimos la mili en Sidi
Ifni (Paco Susarte, en Tiradores, y el que esto escribe en la Policía),
esperando el AVE que desde Madrid nos trae hoy sábado a Alicante a otro
de los que compartieron el servicio militar en aquel Territorio (otro ex
Tirador), Paco Rodríguez, que con sus recién estrados y lúcidos 80 años
continua en plena actividad dirigiendo sus múltiples empresas; no
obstante, así lo confiesa siempre, estos encuentros son de los mejores
momentos que saborea (como nosotros) en nuestras ya dilatadas vidas. En
1961-62 estuvimos juntos, el “camello” (que no era camello sino
dromedario) nos unió y la amistad arraigó de tal forma en nuestros
corazones que no necesitamos vernos más de un par ocasiones al año y
hablar media docena de veces por teléfono para que los “hilos” del
afecto se mantengan firmes.
Los 3 mosqueteros que en realidad eran 4 (Bataller, Jorques, Susarte y Rodríguez)
Esta vez, a los veteranos que esperamos al compañero (asturiano, pero
madrileño de adopción) se une una persona (gran persona y gran amigo),
excelente escritor militar, autor de la única monografía existente sobre
el Grupo de Tiradores de Ifni (publicada en dos extras de la revista
Ejército y en un precioso libro editado por Almena), que al conocimiento
directo de muchos de los mandos de aquel Cuerpo de Élite del Ejército
Español, le gusta añadir (siempre que puede) el contacto con los
soldados que hicieron la mili allí, de los que poder obtener testimonios
directos del acontecer diario de la tropa, de sus fatigas y penurias en
las posiciones de montaña, de los pequeños detalles (la intrahistoria,
según sustantivo inventado por Miguel de Unamuno) que se le “escapan” al
historiador cuando escribe sus libros. Me refiero a Don Vicente
Bataller Alventosa, general de Brigada (en la reserva) que actualmente
se halla enfrascado en recoger documentación (escrita u oral, tanto da)
para su próximo libro que tal vez sea el definitivo sobre aquella
olvidada guerra de Ifni-Sahara.
Vestíbulo de la estación de RENFE en Alicante (Origen de la foto: Internet)
El AVE, con precisión británico-prusiana llega a su hora exacta (13:14) y
tras los saludos y cariñosos abrazos, a los que enseguida se une
Bataller que le es presentado a Paco Rodríguez, el heterogéneo grupito
formado por un economista (Paco Rodríguez, quien además ejerce como
industrial y mecenas cultural), un médico (Paco Susarte), un abogado (el
que esto escribe) y un general del Ejército, unidos por el sacrosanto
lazo del patriotismo “mamado” en Ifni (los tres primeros) y en la
Academia General Militar (el último) nos dirigimos al anexo aparcamiento
de la estación para tomar el coche que allí ha estacionado un rato
antes nuestro “soldado-médico” Susarte que nos hará de “chófer” y de
guía, pues es él quien ha reservado mesa para comer en la playa de San
Juan, en primera línea del mar Mediterráneo que hoy se nos muestra (como
casi siempre) esplendoroso de luz y color mientras circulamos por la
carretera que lo orilla recorriendo los aproximadamente diez kilómetros
que nos separan del lugar de destino desde el punto de partida (la
estación de ferrocarril)
Aparcamiento de la estación RENFE en Alicante (foto obtenida de Internet)
El día es espléndido, la compañía y la conversación, también; la mesa
reservada situada en un lugar privilegiado del restaurante “La
Ponderosa” y el menú mediterráneo, como no podía ser de otra forma:
entrantes de boquerones fritos, pulpo a la brasa y chipirones, para
finalizar con una monumental paella de mariscos (aquí, el comentario de
Paco Rodríguez, gran amante de la paella, de que si viviera en Alicante
comería todos los días arroz, alimento que tanto le gusta ¡incluso con
leche! según añade jocoso)
El mar frente al que vamos a comer (foto Playa de San Juan, origen Internet)
Pese a la “sentencia” de los pastores de que “oveja que bala no come
bocado”, los comensales de este sábado alicantino no pararon de comentar
recuerdos y vivencias ante el atento oído y la atónita mirada del
general Bataller: Susarte (entre risas) nos recuerda su tal vez mayor
apuro en toda la mili, cuando de médico en el botiquín que acompañaba a
un Tabor en los ejercicios de tiro (con ametralladoras), el coronel del
Grupo (Enríquez) metiendo las narices más allá de lo prudente, recibió
una herida en una ceja (que se la partió) al saltar un casquillo y se lo
llevaron al “puesto de socorro” del que era máximo responsable, pese a
ser solo soldado. Como no tenía medios materiales solo le pudo limpiar
la ceja y la cara de sangre con una gasa mojada con el agua de su
cantimplora; al no poderle poner puntos o grapas (por carecer de ellas)
se limitó a unir los bordes del corte apretando hasta que dejó de
sangrar la herida, le puso una gasa impregnada en “vaselina” (para que
los pelos de la ceja no se le pegaran) y lo evacuó con instrucciones de
que al día siguiente acudiera al botiquín del Grupo o al Hospital… Su
asombro todavía perdura recordando que el coronel le mandó, por conducto
del capitán médico, expresión de su agradecimiento por el “buen
tratamiento médico” que le había dispensado. Claro que si nos cuenta sus
vivencias en la posición del monte Buyarife en la que pasó ocho meses,
aún estaríamos allí.
Paco Rodríguez y Paco Susarte frente a los aperitivos (foto del autor)
Los mismos, frente a la paella.
Oír los avatares soldadescos por los que pasó Paco Rodríguez es,
forzosamente, motivo de admiración y risa. Desde su rocambolesca
historia de la forma y modo en que le anularon la prorroga qué
disfrutaba por estudios (la carrera de Económicas) y su envío por las
buenas a Ifni (Tiradores) fuera del cupo de su quinta, a las
instrucciones que por carta enviaba a su tierra para que no “muriera” la
incipiente industria montada meses antes (escribía con una máquina
portátil que le prestaba un sargento), pasando por la noche en que
dormía tranquilamente en una cueva de la montaña (que horadaban los
soldados para tener refugio nocturno) en que notó como una bota militar
se posaba en su cara y al abrir los ojos vio al capitán de su compañía
“empapado” de ginebra (la bebida que más le gustaba) con un par de
soldados guitarristas que iniciaron una juerga de bebida y cante que
duró toda la noche, para concluir los tres últimos meses de mili en que
le encargaron de la contabilidad de todo el Grupo con la incorporación
de los reclutas.No obstante, ambos admiten con vehemencia que fue un
honor servir allí a España, que si volvieran a tener 20 años se irían de
cabeza a Sidi Ifni y que, dado el panorama político que ahora se
respira en España, no desdeña que nos reenganchen (palabro
incomprensible para los jóvenes de hoy) y nos pongan otra vez el
uniforme.
El autor y el general Bataller ante la misma paella antes de ser atacada (foto propia)
Puestos a contar cosas de aquella mili no pude remediar explicar mi
primer servicio como policía (antes de ser pasado al destino en el que
pasé todo un año), poco después de la Jura de Bandera que se celebró el
14 de mayo de 1961, tras la que nos convertimos en soldados y dejamos de
ser reclutas “pelusos”. Me enviaron desde el campamento en el que
todavía viviríamos hasta el 19 de julio, al cuartel-comisaría de la
compañía Local, concretamente al contingente de guardia en el que nos
mezclamos veteranos y recién incorporados. El teniente me llamó (o
designó con un gesto) para que acompañara a una mujer musulmana y me
trajera detenido a su marido que ella me señalaría quien era y donde
estaba. Así que, con mi impoluto uniforme, correaje, defensa de caucho y
pistola del nueve largo enfundada me fui tras la mujer que por su paso
ágil y decidido parecía ser joven, aunque la ropa y cara tapada que
llevaba me impedía corroborarlo. Nos metimos por las callejas del barrio
moro, llegamos a una vivienda cuya puerta abrió la señora, pasamos lo
que sin duda era una cuadra con un asno, un par de cabras y tal vez
algún otro animal, y sobrepasado ese inesperado “hall de entrada”
desembocamos en una estancia débilmente iluminada en la que cuatro
individuos, sentados en el suelo, estaban ensimismamos en un juego
parecido al que conocemos con el nombre de “damas”. La mujer me hizo un
gesto señalando a uno de los moros, que precisamente me daba la espalda,
como a quien debía detener… Me acerqué y con buenas, aunque enérgicas
palabras, le conminé a que se pusiera de pie y me acompañara. Me miró y
continuó con su juego, como aquel que oye llover y no hace ni puñetero
caso… ¡Qué hago, Dios mío! Soy un chico de 21 años, con dos meses de
instrucción para convertirme en policía. Obviamente no puedo regresar al
Cuartel y decirle al teniente que el moro no me ha hecho caso, que no
ha querido venir conmigo… Así que, pensado y puesto en práctica
simultáneamente… Saco la defensa de caucho y la doy un tremendo porrazo
(con todas mis fuerzas, que entonces eran muchas) en la espalda del
individuo que cae de lado, se empieza a enderezar (los otros tres se
pusieron de pié como si un resorte les hubiera hecho saltar) y a grandes
voces, sin dar síntoma de nerviosismo (pese a que estaba “acojonado”)
le dije que echara a andar y que si alguien hacía el tonto y me
obligaban a sacar el arma reglamentaria era capaz de matarlos a todos
(yo solo empuñaba la porra). Nunca he vuelto a pasar tanto miedo como
aquel día (eran cuatro contra uno). Mi conclusión: la Policía
europeizada se había ganado el prestigio que otorga la energía y la
valentía, que no necesita ser brutal ni represiva para imponer el
concepto de autoridad tendente al mantenimiento del orden público. Fue,
en definitiva, ese “prestigio” quien me hizo salir con bien de aquella
aventura y no mi personal actuación.
Les contaba también una “graciosa”
anécdota acaecida cuando en compañía de otro compañero (se hacían
patrullas por parejas durante las noches, para que se cumpliera el
“toque de queda”) íbamos por el barrio musulmán de regreso de nuestras
cuatro horas de marcha al Cuartel. Ya había amanecido y eran las seis,
hora en que finalizaba nuestro servicio, cuando al pasar frente a una
casa situada casi en descampado, oímos salir de la misma unos gritos
tremendos, sollozos, lamentaciones, seguramente algún que otro “taco” no
entendible para nosotros por el idioma. La primera reacción es “pasar
de largo” y no darse por enterado. No obstante, el sentido de
responsabilidad que nuestros mandos nos habían imbuido, la reflexión de
que si había ocurrido algo “gordo” en nuestro distrito y lo habíamos
pasado por alto podía implicar que se nos “cayera el pelo”
(literalmente) además de otras sanciones, nos hizo detenernos, empujar
la puerta de entrada y penetrar en un amplio patio. Al fondo del mismo
se hallaba un moro de alguna edad que era quien chillaba. Nosotros,
mosquetón en ristre, montado pero con el seguro puesto, indagamos que es
lo que pasaba. El hombre, en un español bastante aceptable nos dio
cuenta de su desgracia: le había nacido muerto un ternero, lo que para
él era una gran ruina… Y así estábamos perorando cuando el buen musulmán
se puso a chillar otra vez. Mi compañero había dejado abierta la puerta
del corral, cuando entramos, y un borrico que estaba suelto en el patio
se coló y se fue hacia las callejas o el descampado. Seguro que aquel
individuo nos dedicó todos los insultos de que era capaz. Alfonso y yo
nos pusimos el mosquetón en bandolera y salimos con el viejo a detener
al asno. Seguro que formábamos un trío maratoniano de lo más
extravagante.
Y de vuelta a la estación de RENFE,
donde el AVE para Madrid sale a las 18:10, que mañana domingo Paco
Rodríguez tiene que ir a Asturias para atender sus negocios (no he visto
persona con más energía; parece que la palabra “descanso” no está en su
diccionario) y los demás hacemos lo que dicen en el teatro: “mutis por
el foro”, tras los últimos abrazos y promesas de amistad eterna, para
hacer bueno aquello de que “cada mochuelo a su olivo”.
Mi última introversión, tras esas apretadas y apasionantes horas:
¡¡¡A LOS QUE ESPAÑA UNIÓ EN IFNI CON LAZOS DE AMISTAD, SOLO LA MUERTE PODRÁ SEPARARLOS!!!
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